“En esto se demostró la caridad de Dios hacia nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que por Él tengamos la vida”. (1 Juan, 4, 9).
La gloriosa Virgen y Mártir Santa Lucía nació de ilustres y ricos padres en la ciudad de Zaragoza de Sicilia (actual Siracusa). Fue desde niña Cristiana, y muy inclinada a todas cotas de virtud y piedad, especialmente a conservar la pureza de su alma, y ofrecer a Dios la flor de su virginidad. Muerto su padre, la madre, que se llamaba Eutiquia, contra la voluntad de la santa doncella, la concertó de casar con un caballero mozo y principal, aunque pagano: y ella lo iba dilatando, y buscando ocasión para que no tuviese efecto. Ofreciósela nuestro Señor muy a proposito, con una larga y molesta enfermedad que dio a Eutiquia su madre de un flujo de sangre que le duró cuatro años, sin hallar en los médicos y medicinas algún remedio. Volaba a la sazón por toda Sicilia la fama de la bienaventurada Santa Águeda, que en tiempo del emperador Decio había sido martirizada por Cristo en la ciudad de Catania, que está como tres leguas distante de la ciudad de Siracusa. Hacía Dios grandes milagros en el sepulcro de Santa Águeda, y concurrían de todas partes a él para alcanzar salud y otros beneficios del Señor por su intercesión. Aconsejó Santa Lucía a su madre, que se fuesen a Catania a visitar el cuerpo de Santa Águeda, porque sin duda hallaría remedios divinos para su enfermedad, ya que todas los humanos habían sido vanos, y sin provecho. Fueron a Catania en su romería. Acudieron a la iglesia de Santa Águeda, postráronse a su sepulcro, e hicicron larga y devota oración, suplicando con grande afecto y copiosas lagrimas a la Santísima Virgen, que socorriese a Eutiquia en aquella necesidad.
Estando en oración, le vino un dulce sueño a Santa Lucía, y en él le aparecía Santa Águeda resplandeciente y ricamente vestida, y acompañada de gran numero de Ángeles, y con rostro alegre y sereno, le dijo: «Hermana Lucia, y virgen a Dios consagrada, ¿para qué me pides lo que tú tan fácilmente puedes dar a tu madre, a quien ya tu Fe ha socorrido y dado salud? Así como la ciudad de Catania ha sido ilustrada por mí, así la ciudad de Siracusa será ennoblecida y ensalzada por ti, porque por tu limpieza y castidad has aparejado digna morada al Señor, y eres Templo del Espíritu Santo». A estas palabras despertó Santa Lucía, y con gran regocijo dijo a su madre: «Madre mía, ya estáis sana»; y así fue, y la madre y la hija dieron por ello gracias a Dios y la gloriosa Santa Águeda, por cuya intercesión el Señor había sanado a Eutiquia.
Volviéronse las dos a Siracusa, y la santa hija rogó a su madre que no le mentaste esposo ni marido carnal, y que la dote que le había de dar casándola con hombre mortal y terreno, se le diese para emplearle en servicio del Esposo celestial e inmortal que ella había escogido. Hacíasele de mal a Eutiquia despojarse de su hacienda y darla en vida, y rogaba a su hija que aguardase un poco a que ella cerrase los ojos, y después de su muerte hiciese de todo a su voluntad. Mas la santa doncella le dijo que no son tan aceptas a Dios las limosnas que se hacen después de la muerte como las que se hacen en vida: porque en la muerte se deja lo que no se puede llevar, y en la vida se da lo que se puede gozar, y que el que va de noche, ha de llevar el hacha delante para que le alumbre, y vea el camino por donde va. Y tanto supo decir Santa Lucía a su madre, que la persuadió a que le entregase su dote, y ella le comenzó a vender, y a distribuir con larga mano a los pobres. Supo esto el caballero con quien la madre la tenía concertada de casar, y aunque al principio por lo que le dijeron creyó que el vender las joyas y otras cosas de poco precio era para comprar una heredad muy rica y fructuosa: pero después que entendió la verdad, y que toda la hacienda se repartía a los pobres, y que Santa Lucía era cristiana, concibió gran saña y odio contra ella, y la acusó delante del prefecto llamado Pascasio como a maga y sacrilega, y enemiga de los dioses del Imperio Romano.
El presidente la mandó llamar, y teniéndola en su presencia, con buenas palabras procuró persuadirle que dejase la vana superstición de los Cristianos, y sacrificase a los dioses. Mas no halló entrada en el pecho fuerte de la santa virgen. Antes con grande animo y libertad le respondió que el verdadero sacrificio y agradable a Dios era visitar a las viudas y huérfanas, y personas miserables, y consolarlas en sus tribulaciones, y que ella se había ocupado tres años en este sacrificio, repartiendo a los pobres lo que tenía, y que ya no le quedaba qué dar, sino su persona: la cual como hostia viva deseaba ofrecer a Dios en perpetuo sacrificio. Y como Pascasio le dijese que aquellos eran sueños y desvaríos de Cristianos, y palabras vanas que no se le habían de decir a él, que guardaba la religión antigua y los mandatos de los emperadores. Santa Lucia con maravillosa constancia le respondió: «Tú guardas las leyes de tus príncipes, y yo las de mi Dios. Tú temes a los Emperadores de la tierra, y yo al del Cielo. Tú no quieres ofender a un hombre mortal, y yo no quiero ofender al Rey inmortal. Tú deseas agradar a tu señor, y yo a mi Criador. Tú haces lo que piensas que te está bien, y yo hago lo que juzgo que me conviene. No te canses, ni pienses que me podrás con tus razones apartar del amor de mi Señor Jesucristo».
Embravecióse el Prefecto, convirtiendo aquella primera y falsa blandura en enojos y braveza, dijo malas palabras a la santa doncella, tratándola como a mujer liviana, y que había gastado su patrimonio en mal vivir. Aquí Santa Lucía le dijo: «Yo he puesto mi patrimonio en lugar seguro, y
he aborrecido siempre a los que corrompen e inficionan las almas, que
sois vosotros, pues nos persuadís que dejemos a nuestro Criador y
verdadero Esposo Jesucristo, y adulteremos con las criaturas,
adornándolas y teniéndolas por verdaderos dioses. También he huído de la conversación de los que corrompen los cuerpos y
los cuales se abrasan con los deleites de la carne, y encarnizados en
ella, y aprisionados, y cautivos de sus pasiones torpes, anteponen el gusto suyo y breve a los gozos limpios y eternos». «Muchas palabras son esas (dice Pascasio); y viniendo a los azotes, cesarán». «No pueden cesar las palabras de Dios, respondió Santa Lucía, ni faltar a
los que son templo del Espíritu Santo, como lo son todos los que viven
castamente y le reverencian como
es razón». «Si así es (dice el juez), yo te haré llevar al lugar de las mujeres
públicas, para que allí pierdas la castidad, y huya de ti este Espíritu
Santo, que tanto se precia (como tú dices) de ser amigo de los que
guardan la castidad». «No se pierde la castidad (dijo la santa virgen) ni
se ensucia el cuerpo, sino con el consentimiento del alma. Y si pusieses en mi mano incienso, y por fuerza me hicieses echarlo
en el fuego para sacrificar a tus dioses; Dios verdadero que lo ve haría
burla de ello. Y así te digo, que si tú pretendieres que yo pierda la
castidad, tendré dos coronas en el Cielo: una de casta, y otra, por
haber recibido fuerza defendiendo la castidad». Finalmente el malvado juez mandó que la Santa Virgen fuese llevada a aquella casa detestable y sucia. Concurrió gran multitud de gente, y de mozos lascivos y carnales pensando hacer presa en la purísima doncella. Échanle mano para llevarla, pero ¡oh virtud de Dios!, hizola el Señor tan inmoble que ninguna fuerza de hombres, ni de
maromas, o yuntas de bueyes que trajeron fue
poderosa para moverla del lugar donde estaba. Atribuyó el Prefecto la
virtud Divina a arte del demonio, y creyó que Santa Lucia, como
hechicera y maga, se defendía de su poder, pues siendo mujer, y flaca,
resistía a tantos hombres valientes y robustos que con todas sus
fuerzas la querían mover, y no podían. Mandó llamar a sus encantadores y nigrománticos,
para que después deshiciesen aquellos hechizos, y ellos hicieron su oficio y usaron de todas sus artes diabólicas, pero en vano.
Quedó Pascasio pasmado, y como fuera de sí, y daba bramidos como un león, viendo ser vencido de una delicada doncella. Y la santa virgen, volviéndose a él le dijo: «¿Por que te congojas y atormentas? Si conoces que soy templo de Dios, cree: y si aun no estás cierto de ello, haz otras pruebas hasta que lo conozcas. No son hechizos, ni es demonio el que me hace inmovible, sino el Espíritu de Dios, que por estar aposentado en mi alma, puede hacerme de tantas fuerzas, que todo el mundo no baste a moverme de donde estoy». Mandó el juez poner mucha leña, resina y aceite alrededor de la santa, y encenderlo todo para quemarla. Mas ella, como si estuviera en algún jardín muy deleitoso y ameno, estuvo muy segura y calmada sin recibir detrimento alguno del fuego, y dijo al juez: «Yo he rogado a mi Señor Jesucristo que este fuego
no me dañe, y que dilate mi martirio, paca que los fieles sean firmes en fu Fe y no teman sus tormentos, y los infieles se confundan, viendo lo poco que pueden contra los siervos del Altísimo». Mandóle el juez atravesar una espada por el cuello: y estando la bienaventurada virgen herida de muerte, oró todo el tiempo que quiso, y habló cuanto quiso a los Cristianos que estaban
presentes, diciéndoles que se consolasen, porque presto la Iglesia tendría paz, y los
Emperadores que Le hacían guerra dejarían el mando y señorío. Y que así como la ciudad de Catania
tenía a Santa Águeda su hermana por Patrona; allí ella lo sería de la ciudad de Siracusa, si se convirtiese a la Fe de Cristo. Y para que se vea el castigo que Dios, como justo Juez da a los malos y perversos jueces, estando Santa Lucia cercada de fuego y herida, y derramando su preciosa sangre, y con admirable suavidad y divina constancia, animando y consolando a los Cristianos: en aquel mismo tiempo echaron mano de Pascasio los sicilianos, y le cargaron de cadenas como a robador y destruidor de toda aquella Provincia, y le pasaron delante los ojos de la santa virgen; y acusado en Roma, fue condenado a muerte.
Santa Lucía, después de haber recibido el Sacratísimo Cuerpo del Señor de mano de los Sacerdotes, que secretamente se lo trajeron, dio su bendita alma a Dios. Su cuerpo fue sepultado en la misma ciudad de Siracusa, donde hoy día tiene dos templos: uno muy suntuoso fuera de la ciudad, en el lugar de su martirio, y otro dentro de ella: Estuvo su sagrado cuerpo muchos años en Siracusa, y Dios nuestro Señor hizo grandes misericordias por su intercesión a los fieles que se encomendaban a ella. De allí fue llevado a Constantinopla y después, andando el tiempo, fue trasladado a Venecia, donde es tenido en grande veneración. El martirio de Santa Lucía fue a trece de Diciembre (en que la Santa Iglesia celebra su fiesta), en fin del imperio de Diocleciano y Maximiano; los cuales (como la misma Santa lo profetizó) se privaron voluntariamente del mando y señorío que tenían, y después por justo juicio de Dios murieron desastradamente. De Santa Lucía escribieron los Martirologios Romano, el de Beda, Usuardo, Adón, y el Cardenal Baronio en las Anotaciones del Martirologio, y en el fin del segundo tomo de sus Anales, y en el sexto tomo de Lorenzo Surio está la historia de su vida y martirio, sacada de libros muy antiguos y auténticos, y de estos Autores se recogió esta vida.
Tienen a esta preciosa Virgen por abogada de la vista, y comúnmente la pintan con sus ojos en un plato que tiene en sus manos. La causa de pintarse así, su historia no lo dice, ni tampoco que se haya sacado los ojos por librarse de un hombre lascivo que la perseguía, como algunos escriben. Y el Prado Espiritual, que es libro antiguo, y que tiene autoridad, atribuye este hecho a una doncella de Alejandria (Juan Mosco, Pratum Spirituále, libro I De castitáte, cap. I). Pero cada día se experimentan nuevas gracias y favores que hace el Señor a los que tienen mal de ojos, si con devoción se encomiendan a Santa Lucía. Y así debemos todos tenerla gran devoción, no solamente para que nos guarde, por medio de sus oraciones, la vista corporal, sino mucho más para que alcancemos la espiritual y eterna. El doctor Juan Eckio, varón docto y grave de nuestros tiempos, escribe que Santa Lucía y San Lorenzo son abogados contra el fuego (Homilías, tomo III, Homilía 2ª de San Sebastián).
PEDRO DE RIBADENEIRA. Flos Sanctórum, tomo I. Págs. 474-476.
MEDITACIÓN SOBRE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE
I. Preciso es que el hombre sea algo grande puesto que Dios creó para él el mundo y todas las cosas que encierra. Considera lo que existe de más bello en el firmamento y en toda la tierra, y después di: «Cosa más grande soy que todas esas maravillas, porque ellas no han sido creadas sino para servirme. Oh Dios mío, Vos honráis demasiado a vuestros amigos; cuánto agradecimiento os debemos! Pero, ¡cuán desgraciados somos al hacernos esclavos de esas creaturas de las cuales somos soberanos!».
II. El fin para el cual hemos sido creados hace ver claramente la grandeza y la nobleza del hombre. Dios nos ha sacado de la nada para servirle y para poseerle un día: he aquí nuestro fin durante esta vida y durante la eternidad. Cristiano, levanta tu corazón; no estás en este mundo para gozar de él, sino para servir a Dios y para amarlo. ¿Por qué, pues, abandonar a Dios, fuente de todo bien? ¿Por qué buscar placeres imperfectos entre las creaturas? «Elevemos nuestros ojos al cielo, a fin de que la tierra no nos seduzca con sus diversiones y placeres». (San Cipriano).
III. El precio que Jesucristo ha pagado para rescatarnos es una prueba convincente de la estima que Dios hace del hombre, puesto que prefirió sacrificar a su Hijo antes que dejar perder a esta noble creatura. Vemos con ello lo que valemos y cuánto nos estima Dios. Recordemos, pues, que Jesucristo, después de haber dado tanto por nosotros, espera mucho de nosotros. «Él sabe cuánto le hemos costado; no nos menospreciemos pues, nosotros que somos tan preciosos a los ojos de Dios». (San Eusebio).
La pureza. Orad por los vírgenes.
ORACIÓN
Escuchadnos, oh Dios Salvador nuestro, y que la fiesta de la bienaventurada Lucía, virgen y mártir, al mismo tiempo que regocija nuestra alma, la enriquezca con los sentimientos de una tierna devoción. Por J. C. N. S. Amén.
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