"Pedro negó a Jesús de nuevo con juramento, diciendo: 'No conozco a ese hombre'. Poco después se acercaron los que allí estaban, y dijeron a Pedro: 'Verdaderamente, tú también eres de ellos, porque tu habla te descubre'". (San Mateo XXVI, 72-73)
Pedro, mezclado con los soldados en el patio de la casa de Caifas, ocultaba ser discípulo de Jesús. Pero su manera de hablar lo descubrió.
Así, la manera de hablar descubre a muchos. La boca habla de lo que hay en el corazón. Si el corazón está lleno de odios, de rencores..., odio, rencor respiraran las palabras. Si el corazón está podrido..., podredumbre respirara la boca.
Mis palabras, mis conversaciones, descubren lo que soy. Y aunque hipócritamente tratara de ocultarlo, sin quererlo yo, las palabras me harían traición. ¿Y he reflexionado alguna vez en la influencia que pueden tener mis palabras?...
Las palabras tienen alas. Salidas de los labios, imposibles volverlas a recoger. Y se clavan como saetas en los corazones de quienes las escuchan.
¡Cuantos al reflexionar sobre el origen de su perdición, lo encontraran en una palabra, en aquella primera mala conversación, escuchada primero con disgusto..., después con curiosidad..., luego con atención y con placer!... Y esas palabras y esas conversaciones siguieron resonando allá en lo interior..., y levantaron tempestades..., y vino el naufragio. El naufragio de la inocencia. El naufragio de la gracia... ¿No es esta la historia de muchos jóvenes perdidos? ¿Habré sido yo con mis palabras la causa de alguna de estas catástrofes?...
¡Ay de aquel por quien viniere el escándalo! Mejor fuera que le ataran una piedra al cuello y le arrojaran en lo profundo del mar.
Si quiero que mis palabras sean siempre puras -¿y como no he de quererlo?-, tengo que velar constantemente por la pureza de mi corazón.
Por los frutos se conoce el árbol. Por las palabras se conoce el corazón.
Padre Alberto Moreno, S.J., "Entre Él y yo. Sugerencias para meditación"
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