“En el Bautismo hemos sido sepultados con Jesucristo, muriendo al pecado”. (Romanos 6, 4).
San Patricio, Apóstol de Irlanda
La evangelización de Irlanda, que bien puede decirse que se confundió con la vida de San Patricio, es uno de los hechos más sorprendentes de la vida de la Iglesia en el siglo V.
Gracias a la inteligente actividad de este hombre y a su rara prudencia, la conquista de toda una nación pagana a la fe cristiana se operó en pocos años sin choques, sin violencias y sin persecuciones.
PRIMEROS AÑOS
Patricio nació en el último cuarto del siglo IV, en un pueblo marítimo de la Gran Bretaña llamado antiguamente Tabernia, donde sus padres poseían una granja. Su abuelo Potito era sacerdote, su padre Calpumio, diácono y decurión, y su madre, de raza franca, pariente de San Martín de Tours.
Patricio tenía apenas dieciséis años cuando fue apresado por piratas irlandeses, como muchísimos compatriotas suyos.
El Santo mancebo vio en este acontecimiento un castigo del cielo, pues —refiere el mismo— “vivíamos alejados de Dios y no observábamos sus preceptos ni obedecíamos a los sacerdotes que nos amonestaban sobre nuestra salvación”. Le vendieron a un amo que se lo llevó al oeste de la Isla para guardar sus rebaños.
Patricio pasaba la vida por los montes como si fuera ermitaño, absorto en la divina contemplación. Él mismo nos dice que “cien veces al día y otras tantas de noche se hincaba de rodillas a hacer oración”.
Seis años estuvo cautivo, llevando una vida santa y penitente; durante este tiempo aprendió la lengua irlandesa y conoció las costumbres y el espíritu del pueblo al que, andando el tiempo, había de evangelizar.
LLAMAMIENTO DE DIOS: APOSTOLADO EN IRLANDA
Al cabo de estos seis años, avisado por una voz celestial y guiado como por mano invisible, emprendió la marcha hacia el oeste y llego a un puerto desconocido, donde halló una nave dispuesta para hacerse a la vela con un raro cargamento de perros.
Pasados tres días de navegación, abordaron a las Galias, y emprendieron una larga caminata a través de un país desierto para llevar a los mercados del sur de Francia y de Italia esos grandes perros lobos de Irlanda, que eran muy apreciados en estos países.
La caravana recibió auxilio milagrosamente varias veces y fue salvada gracias a las oraciones de Patricio; al fin, sin percances mayores, logró Patricio escapar a la compañía con quien viajaba y emprendió el regreso a su tierra pasando por el monasterio de Lerins. En él permaneció por algún tiempo admirando el fervor de la vida monástica, y se reintegró a su familia que le hizo un caluroso recibimiento.
Le rogaban sus padres que no volviera a dejarlos, recordándole la gran tribulación que por el habían pasado; pero la gracia le instaba y las visiones se multiplicaban, siendo el Ángel “Víctor” el mensajero habitual. Dios hablaba a su corazón cada vez con más vehemencia y le hacía oír las voces y gemidos de Irlanda, que imploraba su venida.
Tras una crisis de ánimo muy violenta, Patricio se puso por completo en manos de Dios y se dejó conducir por su Providencia. Tenía a la sazón veinticinco años.
Pasó a las Galias para disponerse a su futuro apostolado y conseguir de Roma autorización para misionar, quedándose luego catorce años en Auxerre, donde estudió bajo la dirección de dos santos prelados: Amador, que le ordenó de diácono y Germán, que primero le ordenó de presbítero y más tarde le consagro obispo, para que fuese a predicar la buena nueva a Irlanda.
Hallábase este país dividido en multitud de tribus o clanes gobernados por un jefe más o menos poderoso y, por lo general, independiente de los reyezuelos vecinos.
La conversión de un rey o jefe traía casi siempre consigo la del clan entero; por eso puso tanto empeño Patricio para convertir ante todo a los magnates de aquella tierra. Pero tenía enfrente la influencia decisiva y omnímoda de los druidas o magos, a los que provocaba a verdaderas justas de milagros, de las que, con el auxilio divino, siempre salía vencedor, lo que daba como resultado que muchos paganos acudiesen a él ansiosos de conversión.
De ese modo recorrió, tribu tras tribu, las cinco provincias de Irlanda, destruyendo el culto idolátrico y fundando por doquier cristiandades fervorosas; ordenaba para cada lugar de diacono, sacerdote u obispo a algún discípulo suyo y les confiaba el cuidado de la naciente Iglesia.
MILAGROS DE SAN PATRICIO
Sus contemporáneos nos refieren las maravillas que San Patricio obraba, y no podríamos explicarnos la obra apostólica de este pastorcillo, si Dios no le otorgara poder para demostrar con obras portentosas la doctrina que predicaba.
Desde sus primeros años Patricio se vio asistido por el don de milagros. Siendo todavía niño, curó a una hermana suya de una herida muy grave que se hizo en una caída.
Resucitó a su tío, que le acompañaba a una asamblea pública en la que cayó muerto de repente.
Durante el cautiverio de Patricio, su amo le vio en sueños acercarse a él rodeado de llamas; las rechazó el amo, pero consumieron a sus dos hijitas, que dormían en una misma cuna. Sus cenizas se esparcieron a lo lejos y las llamas, llevadas por el viento, llegaron a los confines de la isla.
Al despertar, Milco —tal era el nombre del amo— rogó a su esclavo que le interpretase sueño tan extraño. Patricio respondió que la llama era la verdadera fe en que se abrasaban su inteligencia y su corazón, que sus dos hijas se harían cristianas y que sus reliquias, llevadas a lo lejos, servirían para mayor propaganda de la verdad, que Irlanda aceptaría en toda la extensión de su territorio.
Nunca, fuera de la ocupación de la Gran Bretaña por Agrícola, había pensado Roma en invadir a Irlanda. Esta, por el contrario, invadía a Inglaterra por medio de sus colonias, que desde Escocia iban penetrando hasta los alrededores de Londres. Más tarde fueron rechazadas tales factorías, pero el temor de los irlandeses dominó largo tiempo a los bretones.
Hallábase Irlanda sometida por aquel entonces a tres clases superiores: los druidas, los jueces y los bardos.
Los druidas habían anunciado con mucha anticipación la llegada de San Patricio y descrito su traje, tonsura y costumbres. Así es que cuando arribó hacia el año 432 a la desembocadura del río Vartry, le negaron la entrada y tuvo que ir a desembarcar por la parte de Meath, donde transcurrió el cautiverio de su juventud.
De los comienzos de su apostolado hemos de mencionar la historia del niño Benigno que, viendo al Santo dormido a orillas de un riachuelo, fue a coger las más bellas flores que halló por allí y, contra la voluntad de los compañeros de Patricio, que no querían despertarle, se las puso en el seno. Se despertó, en efecto, el Santo, y predijo la futura grandeza del niño: “Este será, les dijo, el heredero de mi reino”.
Otro historiador añade que, habiendo pasado Patricio la noche en casa de los padres de Benigno, el niño se empeñó en quedarse toda la noche a sus pies. Cuando al día siguiente iba el Santo a partir, le conjuró Benigno con tales instancias a que le permitiese acompañarle, que Patricio consintió en ello; desde entonces Benigno ya no se separó de él y fue su sucesor en la sede de Armagh.
Patricio hubiera querido convertir a su antiguo amo Milco. Le envió oro, pero el viejo avaro, furioso por la llegada de su antiguo esclavo, juntó sus tesoros y, pegando fuego a la casa, pereció con ellos.
Se alejó Patricio de Meath y se estableció en Strangford. La comarca estaba gobernada por Dichu, vasallo de Laegario, rey de Tara.
Los druidas, que recelaban de la llegada del apóstol, no dejaron piedra por mover para rechazarle.
Aquí dan principio los portentos de Patricio: Se celebraban las fiestas de Pascua y se prohibió a los paganos que encendiesen fuego antes de la aparición del fuego real. Patricio no hizo caso de la prohibición y encendió el suyo.
Avisado el rey, envió soldados para que prendieran a Patricio; él mismo quiso levantar su espada sobre la cabeza del Santo, pero no pudo, porque su mano quedo paralizada.
Con orden de darle muerte enviaron emisarios a los caminos por donde había de pasar. Patricio bendijo a sus ocho compañeros y al niño Benigno; él, por su parte, se hizo invisible, y los esbirros sólo vieron pasar ocho gamos y un cervatillo.
Al día siguiente, el rey daba un festín: y, aunque las puertas de la sala se hallaban cerradas, Patricio se presentó en medio. Le ofrecieron una copa emponzoñada; Patricio hizo la señal de la cruz, volcó la copa y sólo se vertió el veneno.
Cuenta la tradición que había en Tara, corte del rey Laegario, un druida muy experto en artes mágicas, que teniendo noticia de los milagros de San Patricio y creyéndolos efectos de sortilegios, se propuso competir con él y, a este fin, logró que cayera repentinamente sobre la ciudad tan fuerte nevada, que el sol se oscureció, dejando la población sumida en las más espesas tinieblas y completamente obstruida por la nieve.
Gozaba el druida con aquel triunfo y, al invitar a nuestro Santo a que hiciera otro portento igual, San Patricio respondió que para que el prodigio de su competidor fuera completo, debía hacer cesar aquel fenómeno meteorológico con la misma rapidez que lo había producido.
Se comprometió a ello el druida pero, por más apelaciones que hizo a sus artes mágicas, la nieve seguía cayendo, amenazando sepultar bajo su blanco y espeso sudario a toda la ciudad, con gran espanto de sus moradores, que no cesaban de pedir socorro a sus falsos dioses, para que los libraran de aquel horrendo peligro.
Compadecido San Patricio de la aflicción de aquellos desventurados y después de haber hecho confesar al druida su impotencia para conjurar el riesgo en que había puesto al pueblo por su imprudente presunción, se hincó de rodillas y, pidiendo al Dios verdadero que cesara la imponente nevada, se rasgaron las nubes inmediatamente y un sol esplendoroso y refulgente fundió los témpanos de hielo, devolviendo a los atribulados habitantes de Tara el sosiego que les había hecho perder el maleficio del soberbio druida.
Muchos otros portentos obró el Santo, uno de los cuales costó la vida al druida.
Se convirtió la reina, pero no el rey. Con todo, varios convertidos recibieron el bautismo; Laegario lo rehusó tenazmente, tal vez por diplomacia. Patricio le anuncio que sus hijos morirían sin reinar, salvo el más joven, porque se haría cristiano; los acontecimientos justificaron la profecía.
Después del drama de Tara, se nos presenta Patricio como vencedor que ha conquistado el país con una sola victoria, recorriéndolo de oriente a occidente como triunfador.
Se encuentra con las dos hijas del rey Laegario y, tras un diálogo de encantadora sencillez, las bautiza, les impone el velo de las vírgenes y les hace participes de los sagrados misterios. Ellas, presas en ardiente deseo de contemplar a Dios cara a cara, quedaron sumidas en un sueño extático y al despertar se hallaron al pie del trono del Eterno.
Pero un combate más empeñado aguardaba a Patricio. Al llegar al monte que lleva su nombre, entra en lucha con Dios mismo: quiere almas y dice al Ángel enviado por el Todopoderoso cuantas han de ser; y cuanto más le deja hablar, mas pide.
Al principio el Señor parece rehusar, mas luego consigue el Santo cuanto deseaba. ¿Qué podía negar Dios a tan gran siervo suyo?
SAN PATRICIO Y LOS JEFES DE CLAN
Imposible sería seguir al apóstol en sus peregrinaciones, que nada tenían de regular.
Había pedido a un rey, por nombre Dairo, licencia para edificar una iglesia en una colina. El rey se la denegó y a los pocos días cayó enfermo. Patricio tomó agua, la bendijo y se la envió a Dairo, que curó al punto. Contentísimo el rey de verse bueno, tomó un caldero de cobre y se lo envió al Santo, el cual respondió solamente: “DEO GRÁTIAS”. Esta manera de dar las gracias no agradó a Dairo y mandó otra vez por el caldero.
“¿Qué ha dicho Patricio cuando le habéis quitado el caldero?” —Pregunto el rey—. “DEO GRÁTIAS” —respondió aquél.
Tal dominio de sí mismo conmovió al monarca, que fue en persona, acompañado de la reina, a devolverle el caldero y le concedió la colina que antes le había rehusado.
Patricio y sus compañeros subieron a la cima y encontraron una cierva con su cervatillo. Los compañeros querían matar al cervatillo, pero Patricio se opuso a ello y llevó a cuestas al cervatillo, cuya madre le seguía ansiosa. Conmovedora representación del buen Pastor.
La construcción de la iglesia parece el punto culminante de la vida de San Patricio.
Un pagano, cuyo ídolo había derribado Patricio, juró vengarse. Fuese al bosque y esperó junto al camino a que pasara el viajero apostólico, pero hirió equivocadamente a su compañero, único mártir que tuvo Irlanda durante aquel maravilloso episcopado.
La fe iba, no obstante, difundiéndose por la futura “Isla de los Santos”, y era Patricio casi el único propagador; bautizaba a los convertidos, sanaba a los enfermos, predicaba sin descanso, visitaba a los reyes para que le auxiliasen en la obra de la conversión de los pueblos; no retrocedía ante ningún trabajo ni peligro, derramando por doquier raudales de amor y luz evangélica.
Lo más admirable de San Patricio es la fe. Ella le inspiró la confianza de que todo lo podía con el auxilio de Dios.
Un capitán de bandoleros, Mac Kile, era el terror de la provincia de Ulster. Un día tuvo noticia de que Patricio estaba para llegar a los parajes infestados por él; su primer pensamiento fue huir, mas por sentimiento de caballerosidad se decidió a resistir el poder del apóstol.
Al efecto, ordenó a uno de la banda que se metiese en un ataúd y que sus compañeros le llevasen a Patricio, para implorar un milagro inútil y cubrir de confusión al Santo. Pero una luz divina se lo reveló todo al siervo de Dios, al que no abandonaba el auxilio de lo alto, pues al descubrir los portadores el rostro de su compañero, lo hallaron muerto de verdad.
Grande fue entonces su desolación; cayeron de rodillas a los pies de Patricio, el cual, movido a lástima, resucitó al desventurado.
Este acontecimiento causó tal impresión en Mac Kile, que se entregó a espantosas austeridades y llegó a ser uno de los santos más ilustres de Irlanda.
CARIDAD Y MORTIFICACIONES
La caridad de Patricio no tenía límites.
Viajando un día por un bosque se encontró con unos leñadores que tenían las manos ensangrentadas. Les preguntó la causa, y ellos respondieron: “Somos esclavos de Trion, el cual es tan cruel que no nos permite afilar las hachas, para que la labor sea más penosa”.
Patricio bendice las hachas, con lo cual el trabajo no presenta dificultad; mas no para aquí su caridad, va ante Trion para implorar gracia en favor de aquellos infelices. Todo es en vano, incluso el ayuno que con tal fin se ha impuesto. Patricio se retira, prediciéndole una muerte desastrada en castigo de su dureza.
Trion prosiguió sus malos tratos, pero cierto día que bordeaba un lago, el caballo le lanzó al agua, pereciendo ahogado; desde entonces lleva el lago el nombre de Trion.
Convertida ya Irlanda, gozó Patricio de algunos años de quietud y pudo entregarse con más sosiego a la contemplación.
Sus visiones eran constantes, sobre todo al celebrar el santo sacrifico o cuando leía el Apocalipsis.
El Ángel Víctor le visitaba a menudo.
En la primera parte de la noche rezaba cien salmos, haciendo al mismo tiempo doscientas genuflexiones. En la segunda parte de ella se metía en agua helada, con los ojos y las manos levantados al cielo hasta terminar los cincuenta salmos restantes. Por último daba al sueño un tiempo muy corto, tendido sobre una roca cuya cabecera era una dura piedra. Aun entonces llevaba los lomos ceñidos con un áspero cilicio para macerar su cuerpo durante el sueño.
¿Es, pues, de admirar que a semejante austeridad concediese Dios dones sobrenaturales, como el de resucitar treinta y tres muertos en nombre de la Santísima Trinidad y el de obtener tan sorprendentes efectos con su predicación y sus ardientes oraciones?
Como San Elfin, Patricio renunció al episcopado, pero consagró más de trescientos obispos. Se explica que fueran tantos por el gran número de pontífices que renunciaron a sus sedes.
EL SUDARIO DE SANTA BRÍGIDA
Después de haber conocido por revelación el porvenir de Irlanda, Patricio tuvo noticia de que se acercaba la hora de su muerte.
Cierto día en que el varón de Dios se hallaba sentado con algunos compañeros, en un lugar inmediato a la ciudad de Down, se puso a hablar de la vida de los Santos. Mientras así hablaba brilló una gran luz en el camposanto próximo. Sus compañeros le hicieron notar el prodigio y él encargó a Santa Brígida de Irlanda que lo explicase. La virgen respondió que era el sitio en donde sería enterrado un gran siervo de Dios.
Santa Etumbria, la primera virgen consagrada a Dios, preguntó a Santa Brígida que le dijese el nombre de tan gran siervo de Dios, y la Santa respondió que era el padre y apóstol de Irlanda.
Patricio se encaminó entonces hacia el monasterio de Saúl y al llegar se puso en cama, porque sabía que llegaba a su fin.
Por su parte, Santa Brígida, en cuanto regresó a su monasterio de Curragh, tomó el sudario que desde hacía mucho tiempo tenía preparado para Patricio y volvió inmediatamente a Saúl acompañada de cuatro monjas; pero como iban en ayunas y estaban rendidas de cansancio, ni ella ni sus compañeros pudieron proseguir el camino.
El Santo tuvo revelación, en su lecho de muerte, de la angustia en que se encontraban las caritativas viajeras; envió cinco carritos a su encuentro y pudieron llegar a tiempo. Besaron sus pies y manos y recibieron por ultimo su bendición.
Iba acercándose la hora de su muerte; recibió el Cuerpo de Cristo de manos del obispo de Tassach y poco después entregó su alma al Señor.
Le envolvieron en la sabana que Santa Brígida había preparado.
En los funerales se multiplicaron los milagros.
Muchos oyeron a los Ángeles que cantaban delante del difunto, que exhalaba suavísimo olor.
Los habitantes de Armagh y los de Ulidia tuvieron entre sí gran controversia, porque cada pueblo pretendía tener derecho a sus reliquias.
Se colocó el cuerpo en un carro fúnebre tirado por dos bueyes. Los de Armagh seguían el carro, caminando —según creían— hacia su ciudad; pero al llegar al término vieron que habían sido víctimas de una ilusión, pues habían seguido a un fantasma, en tanto que los ulidianos, dueños del precioso deposito, lo llevaron a su pueblo y lo enterraron, como estaba predicho, entre los hijos de Dichu, en Down-Patrick.
Los irlandeses han profesado a San Patricio un culto extraordinario y lo han honrado y bendecido en todas las edades como jamás lo fue apóstol nacional alguno.
La ciudad de Murcia se honra con la protección de San Patricio, a quien tomó como abogado, igualmente que la ciudad de Lorca, porque en 1452, por su intercesión fueron libradas ambas ciudades de caer de nuevo en poder de los moros en la batalla de los Alporchones, que se dio de la mencionada fecha, y en la que los mahometanos fueron derrotados y sufrieron incalculables pérdidas.
La fiesta de San Patricio, señalada para el 17 de marzo por Urbano VIII, fue mandada celebrar con rito de doble por Pío IX el 12 de mayo de 1859.
(Tomado de la Novena a San Patricio)
MEDITACIÓN SOBRE LAS OBLIGACIONES CONTRAÍDAS EN EL BAUTISMO
I. En nuestro bautismo hemos renunciado, por boca de nuestros padrinos, al demonio, a sus pompas y a sus obras. ¿Hemos cumplido esta promesa? ¿No hemos dejado de ser hijos de Dios para serlo del demonio? ¿Cuya es la imagen que llevamos? ¿A quién obedecemos, a Jesús o al demonio? Y, sin embargo, ¿qué hizo por ti el demonio? ¿Murió por ti? ¿y qué te promete en cambio de tantos sacrificios, mil veces más penosos que los que Jesucristo te pide, y sin prometerte como éste el Cielo?
II. El Bautismo borra el pecado original y los actuales que se hayan cometido antes de recibirlo. Esta inocencia bautismal, ¿no la perdiste por el pecado mortal? Si la has perdido, llora, llora tu falta y tu desgracia: las lágrimas de la penitencia son un segundo bautismo, sin el cual ya no hay para ti esperanzas de salvación. “Las lágrimas son el diluvio que lava las manchas y expía los pecados del mundo”. (San Gregorio Nacianzeno).
III. Antiguamente se daba a los recién bautizados una vestidura blanca que llevaban durante la octava de Pascua. Un cristiano debe ser reconocido por la inocencia y la santidad de su vida. ¿Por qué puede reconocerse que eres cristiano? ¿Qué te distinguiría de los infieles si vivieses entre ellos? “No es sólo por el nombre de Cristo que lleva por lo que se ha de reconocer a un cristiano, sino por el espíritu de Cristo que anima sus obras”. (San Juan Crisóstomo).
I. En nuestro bautismo hemos renunciado, por boca de nuestros padrinos, al demonio, a sus pompas y a sus obras. ¿Hemos cumplido esta promesa? ¿No hemos dejado de ser hijos de Dios para serlo del demonio? ¿Cuya es la imagen que llevamos? ¿A quién obedecemos, a Jesús o al demonio? Y, sin embargo, ¿qué hizo por ti el demonio? ¿Murió por ti? ¿y qué te promete en cambio de tantos sacrificios, mil veces más penosos que los que Jesucristo te pide, y sin prometerte como éste el Cielo?
II. El Bautismo borra el pecado original y los actuales que se hayan cometido antes de recibirlo. Esta inocencia bautismal, ¿no la perdiste por el pecado mortal? Si la has perdido, llora, llora tu falta y tu desgracia: las lágrimas de la penitencia son un segundo bautismo, sin el cual ya no hay para ti esperanzas de salvación. “Las lágrimas son el diluvio que lava las manchas y expía los pecados del mundo”. (San Gregorio Nacianzeno).
III. Antiguamente se daba a los recién bautizados una vestidura blanca que llevaban durante la octava de Pascua. Un cristiano debe ser reconocido por la inocencia y la santidad de su vida. ¿Por qué puede reconocerse que eres cristiano? ¿Qué te distinguiría de los infieles si vivieses entre ellos? “No es sólo por el nombre de Cristo que lleva por lo que se ha de reconocer a un cristiano, sino por el espíritu de Cristo que anima sus obras”. (San Juan Crisóstomo).
El fervor. Orad por Irlanda.
ORACIÓN
Oh Dios, que os dignasteis enviar a San Patricio, vuestro confesor pontífice, para anunciar vuestra gloria a las naciones, concedednos, en consideración a sus méritos e intercesión, la gracia de cumplir lo que Vos nos mandáis. Por J. C. N. S. Amén.
Oh Dios, que os dignasteis enviar a San Patricio, vuestro confesor pontífice, para anunciar vuestra gloria a las naciones, concedednos, en consideración a sus méritos e intercesión, la gracia de cumplir lo que Vos nos mandáis. Por J. C. N. S. Amén.
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