Los Apóstoles, enviados a buscar a los errantes, a
devolver la vista a los ciegos y a llevar la salud a los enfermos, ciertamente no les hablaban según la
opinión del momento, sino manifestando la verdad revelada. Porque ninguna persona de ninguna clase obraría rectamente si le dijera a unos ciegos a punto de caer a un precipicio, que continúen por tan peligroso camino, como si
fuese el correcto y los llevara hasta su destino. ¿O qué médico, si
quiere curar al enfermo, le da la medicina que a éste le gusta y no la adecuada para devolverle la
salud? Y el Señor, que vino como médico de los enfermos, Él mismo lo dijo: "No tienen necesidad de
médico los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se
arrepientan" (Lc. 5,31-32; Mt. 9,12-13).
¿Cómo se aliviarán estos enfermos? ¿Y cómo se arrepentirán los pecadores? ¿Acaso manteniéndose en
su estado? ¿No será más bien por un cambio a fondo y alejándose de su anterior modo de vivir en la
transgresión, que provocó en ellos esa grave enfermedad y tantos pecados? Pero la ignorancia, madre de todos estos males, se elimina por el conocimiento. Y el Señor comunicó a sus
discípulos este conocimiento, con el cual curaba a los agobiados y alejaba a los pecadores del pecado. No les
hablaba, pues, según ellos pensaban antes, ni respondía a quienes le preguntaban según sus
expectativas, sino de acuerdo con la doctrina de salvación, sin hipocresía y sin acepción de personas (Mt.
22,16; Rom. 2,11).
SAN IRENEO DE LYON, Advérsus Hæréses (Contra las herejías), Libro Tercero, cap. V, artículo 2.
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