viernes, 17 de abril de 2015

DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA, POR SAN JUAN MARÍA VIANNEY

El Santo Sacrificio de la Misa es la renovación incruenta del Sacrificio de Nuestro Señor en la Cruz del Calvario
      
Es innegable que el hombre, como criatura, debe a Dios el homenaje de todo su ser, y, como pecador, le debe una víctima de expiación; por esto en la antigua ley todos los días, en el templo, era ofrecida a Dios tanta multitud de víctimas. Aquellas víctimas no podían satisfacer enteramente por nuestras deudas delante de Dios; era necesaria otra víctima más santa y más pura, la cual había de continuar sacrificándose hasta el fin del mundo, víctima que había de ser capaz de pagar lo que nosotros debemos a Dios: Esta santa víctima es el mismo Jesucristo, Dios como su Padre y hombre como nosotros. Todos los días se ofrece en nuestros altares, como se ofreció en el Calvario y, por esta oblación pura y sin mancha, rinde a Dios los honores que le son debidos, y satisface, por el hombre, todo lo que éste debe a su Criador; se inmola cada día, a fin de reconocer el soberano dominio que Dios tiene sobre sus criaturas, quedando así plenamente reparado el ultraje que el pecado infiere a Dios Nuestro Señor. Ejerciendo Jesucristo de mediador entre Dios y los hombres, nos alcanza, por este sacrificio, cuantas gracias nos son necesarias; y habiéndose hecho al mismo tiempo víctima de acción de gracias, tributa Dios por los hombres todo el reconocimiento que ellos le deben. Mas, para hacernos participantes de todas estas ventajas, es preciso que pongamos algo de nuestra parte. Con el fin de haceros sentir mejor todo esto, intentaré ahora exponeros lo más claramente posible:

  1. La gran dicha de que somos participantes al asistir a la santa Misa.
  2. Las disposiciones con que a la misma hemos de asistir.
  3. Como asisten a ella la mayor parte de los cristianos.

No quiero detenerme en la explicación de lo que significan los ornamentos con que el sacerdote se reviste; creo que todos, o la mayor parte de vosotros, lo sabéis. Cuando el sacerdote se dirige a la sacristía para revestirse, representa a Jesucristo bajando del cielo para encarnarse en el seno de la Santísima Virgen, tomando un cuerpo como el nuestro, para sacrificarlo a su Padre por nuestros pecados. Al tomar el amito, que es aquella tela blanca que se pone sobre sus hombros, se nos representa el momento en que los Judíos vendaron a Jesús los ojos, dándole golpes y diciéndole: «Adivina quién te ha pegado». El alba recuerda la vestidura blanca que por burla le mandó poner Herodes al devolverlo a Pilatos. El cíngulo representa las cuerdas con que le ataron en el huerto de los Olivos y los azotes con que desgarraron sus carnes. El manípulo, que lleva el sacerdote en el brazo izquierdo, nos representa las cuerdas con que fue atado Jesús en la columna al ser azotado; se pone el manípulo en el brazo izquierdo por ser el más cercano al corazón, lo cual nos muestra el exceso del amor de Jesús, a impulsos del cual sufrió, por nuestros pecados, aquella cruel flagelación. La estola nos recuerda la soga que le echaron al cuello al cargarle la cruz a cuestas. La casulla representa el vestido de púrpura, y la túnica inconsútil sobre la cual echaron suertes.

Los ornamentos que emplea el sacerdote en la Misa representan varios de los momentos de la Pasión de Cristo

El Introito representa el ardiente deseo que los patriarcas tenían de la venida del Mesías, y por esto se repite dos veces. Cuando el sacerdote reza el Confiteor, se nos representa a Jesucristo cargando con nuestros pecados a fin de satisfacer a la justicia de Dios Padre (El santo autor ha sacado la mayor parte del sermón de San Alonso Rodríguez, Tratado VI., cap. XV.). El Kyrie eleison que quiere decir: «Señor, tened piedad de nosotros», representa el miserable estado en que nos hallábamos antes de la venida de Jesucristo. No detallemos más. La Epístola significa la doctrina del Antiguo Testamento; el Gradual significa la penitencia que hicieron los judíos después de la predicación del Bautista; el Aleluya nos representa la alegría de un alma que ha alcanzado la gracia; el Evangelio nos recuerda la doctrina de Jesucristo. Los diferentes signos de la cruz que se hacen sobre el cáliz y sobre la hostia, nos recuerdan todos los sufrimientos que Jesucristo hubo de experimentar durante el curso de su Pasión. Quizá otra vez insistiré sobre este punto.

I. Antes de mostraros la manera cómo debéis oír la santa Misa, he de deciros dos palabras sobre lo que se entiende por santo sacrificio de la Misa. Sabéis ya que el santo sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio de la cruz que fué ofrecido allá en el Calvario el Viernes Santo. Toda la diferencia está en que, cuando Jesucristo se inmoló sobre el Calvario, aquel sacrificio era visible, es decir, se presenciaba con los ojos del cuerpo; Jesucristo fué inmolado a su Padre, por manos de sus verdugos, y derramó su sangre; por esto se le llama sacrificio Cruento: lo cual quiere decir que la sangre manaba de sus venas y se la veía correr hasta el suelo. Mas, en la santa Misa, Jesucristo se ofrece a su Padre de una manera invisible; es decir, tal inmolación la vemos con los ojos del alma pero no con los del cuerpo. Ved, en resumen, lo que es el santo sacrificio de la Misa. Mas, para daros una idea de la grandeza y excelsitud del mérito de la santa Misa, me bastará deciros, con San Juan Crisóstomo, que la santa Misa alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres almas del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, da más gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las penitencias de todos los solitarios, que todas las lágrimas por ellas derramadas desde el principio del mundo y que todo lo que hagan hasta el fin de los siglos. Si me pedís la razón de esto, ella no puede ser más clara: todos estos actos son realizados por pecadores más o menos culpables; mientras que en el santo sacrificio de la Misa es el Hombre–Dios, igual al Padre, quien le ofrece los méritos de su pasión y muerte. Ya veis, pues, según esto, que la santa Misa es de un valor infinito. Por eso hallamos en el Evangelio que, en el momento de la muerte del Salvador, se obraron muchas conversiones: el buen ladrón recibió allí la seguridad de entrar en el paraíso, muchos judíos se convirtieron y los gentiles golpeábanse el pecho reconociéndolo por verdadero Hijo de Dios. Resucitaron los muertos, se abrieran las peñas y la tierra tembló.

Si acertásemos a asistir a la santa Misa con toda suerte de buenas disposiciones, aunque tuviésemes la desgracia de ser tan obstinados como los judíos, más ciegos que los gentiles, más duros que las rocas que se abrieron, es certísimo que alcanzaríamos nuestra conversión. En efecto, nos dice San Juan Crisóstomo que no hay momentos tan preciosos para tratar con Dios de la salvación de nuestra alma, como aquellos instantes en que se celebra la santa Misa, en la que el mismo Jesucristo se ofrece en sacrificio a Dios Padre, para obtenernos toda suerte de gracias y bendiciones. «¿Estamos afligidos?, dice aquel gran Santo, pues hallaremos en la Misa toda suerte de consuelos. ¿Nos agobian las tentaciones? vayamos a oír la santa Misa, y allí hallaremos la manera de vencer al demonio.» Y, de paso, voy a citaros un ejemplo. Refiere el Papa Pío II que un caballero de la provincia de Ostia estaba continuamente atormentado por una tentación de desesperación que le inducía a ahorcarse, lo cual había intentado ya varias veces. Habiendo ido a entrevistarse con un santo religioso para exponerle el estado de su alma y pedirle consejo, el siervo de Dios, después de haberle consolado y fortalecido lo mejor que pudo, aconsejóle, que tuviese en su casa un sacerdote que celebrase allí todos los días la santa Misa. Díjole el caballero que lo haría gustosamente. Al mismo tiempo fué a recluirse en un castillo de su propiedad; allí un sacerdote celebraba lodos los días la santa Misa, que el caballero oía con la mayor devoción. Después de haber permanecido allí por algún tiempo con gran tranquilidad de espíritu un día el sacerdote le pidió permiso para ir a decir la Misa en una iglesia vecina en la que se celebraba una festividad extraordinaria; el caballero no tuvo en ello inconveniente, pues se proponía ir también allí a oír la santa Misa. Mas una ocupación imprevista le retuvo, sin que de ello se diese cuenta, hasta el mediodía. Entonces, lleno de espanto por haber perdido la santa Misa, cosa que no le acontecía nunca, y sintiéndose otra vez atormentado por su antigua tentación, salió de su casa, y encontrose con un lugareño que le preguntó donde iba. «Voy, dijo el caballero, a oír la santa Misa.» «Es ya demasiado tarde, respondió aquel hombre, pues están todas celebradas.» Fue aquélla una noticia muy cruel para el caballero, quien se puso a dar voces, diciendo: «¡Ay!, estoy perdido, pues se me escapó la santa Misa». El lugareño, que era amigo del dinero, al verle en aquel estado, le dijo: «Si queréis, os venderé la Misa que he oído y todo el fruto que de ella he sacado». El otro, sin reflexionar siquiera, lleno de pesar como estaba por haber faltado a la santa Misa contesto: «Pues sí, aquí tenéis mi capa». Aquel hombre no podía venderle la santa Misa sin cometer un grave pecado. Al separarse, el caballero no dejó, sin embargo, de proseguir su camino hacia la iglesia para rezar allí sus oraciones. Al volverse a su casa, después de sus prácticas piadosas, halló a aquel pobre paisano colgado de un árbol en el mismo lugar donde le había aceptado su capa. Nuestro Señor, en castigo de su avaricia, permitió que la tentación del caballero pasase al avaro. Movido por un tal espectáculo, aquel caballero dió gracias a Dios durante toda su vida, por haberle librado de un tan grande castigo, y no dejó nunca de asistir a la santa Misa a fin de agradecer a Dios tantas bondades. A la hora de la muerte confesó que desde que asistía diariamente a la santa Misa el demonio había dejado de inducirle a la desesperación (Cfr. P. Rossignoli, Maravillas divinas en la Sagrada Eucaristía, maravilla LXIII.ª).

Pues bien, ¿tiene razón San Juan Crisóstomo al decirnos que, si somos tentados, procuremos oír devotamente la santa Misa, con la cual alcanzaremos la seguridad de que Dios nos librará de la tentación? Si tuviésemos la debida fe, la santa Misa sería para nosotros un remedio para cuantos males nos pudiesen agobiar durante nuestra vida. ¿No es, en efecto, Jesucristo, nuestro médico de cuerpo y alma ?

II.- Hemos dicho que la santa Misa es el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, el cual no se ofrece a los ángeles ni a los santos, sino solamente a Dios. Sabéis ya que el santa sacrificio de la Misa fué instituido el jueves Santo, al tomar Jesús el pan y transformarlo en su Cuerpo y al tornar el vino y convertirlo en su Sangre. Fué entonces cuando dió a los apóstoles y a todos sus sucesores el poder de hacer lo mismo; a lo cual llamamos nosotros sacramento del Orden. La santa Misa se compendia en las palabras de la Consagración; y sabéis ya que los ministros de la misma son los sacerdotes y el pueblo. En el santo sacrificio de la Misa, Jesucristo es el Sumo sacerdote y el ministro principal.

El Santo Sacrificio de la Misa fue instituido por Jesús el Jueves Santo, cuando tomando el pan y el vino los convirtió en su Cuerpo y Sangre.

El celebrante es verdaderamente sacerdote y ministro del sacrificio. A este fin fué llamado y ordenado; de Jesucristo ha recibido la potestad. Es el ministro de Jesucristo y ocupa el lugar del Salvador. Ofrece, pues, el sacrificio por la acción y el ministerio ajenos a su persona. Lo ofrece sin que tenga verdadera necesidad de los asistentes.

El Sacerdote, en la Misa, ocupa el lugar de Cristo (alter Christus).

Los fieles no son estrictamenente los ministros del sacrificio. Si alguna vez se los llama ministros oferentes del sacrificio, es hablando en sentido lato (ya que no lo ofrecen por sí mismos, sino por el ministerio del sacerdote), que tienen la dicha de asistir a ella, si unen su intención con la del celebrante; de lo cual concluyo, que la mejor manera de oír la santa Misa es unirse al sacerdote en todo lo que él reza, y seguirle, en cuanto sea posible, en todas sus acciones, y procurar encenderse en los más vivos sentimientos de amor y agradecimiento: éste es el método más recomendable.

Los fieles deben unirse a las oraciones del Sacredote para participar dignamente de la Misa (aunque una Misa vale con feligresía y sin ella)

En el santo sacrificio de la Misa podemos distinguir tres partes: la primera comprende desde el principio hasta el Ofertorio; la segunda, desde el Ofertorio hasta la Consagración; la tercera, desde la Consagración hasta el fin. Debo advertiros que, si nos distrajésemos voluntariamente durante una de estas tres partes, pecaríamos mortalmente (Esta aserción del santo cura de Ars es muy severa. Los fieles no han de ser tratados más rigurosamente que los sacerdotes. Y los sacerdotes son acusados de pecado mortal si se hacen culpables de una distracción voluntaria durante la Consagración); lo cual debe inducirnos a tomar la precaución de evitar que nuestro espíritu divague fijándose en cosas ajenas al santo sacrificio de la Misa. Digo que, desde el comienzo hasta el Ofertorio, hemos de portarnos como penitentes penetrados del más vivo dolor de los Pecados. Desde el Ofertorio hasta la Consagración debemos de portarnos como ministros que van a ofrecer Jesucristo a Dios Padre, y sacrificarle todo cuanto somos: esto es, ofrecerle nuestros cuerpos, nuestras almas, nuestros bienes, nuestra vida y hasta nuestra eternidad. Desde la Consagración, hemos de considerarnos como personas que han de participar del Cuerpo adorable y de la Sangre preciosa de Jesucristo y: por consiguiente, hemos de poner todo nuestro esfuerzo en hacernos dignos de tanta dicha.

La Santa Misa consta de dos partes: la Misa de los catecúmenos (desde la Señal de la Cruz hasta el Credo), y la Misa de los fieles, que se subdivide en el Ofertorio (desde el Ofertorio hasta el Sanctus), y el Sacrificio (desde el Te Igitur hasta la Acción de gracias después de Misa).

Para que lo comprendáis mejor, voy a proponeros tres ejemplos sacados de la Sagrada Escritura, los cuales os mostrarán la manera cómo habéis de oir la santa Misa: es decir, en qué cosas debéis ocuparos en aquellos momentos tan preciosos para quien acierta a comprender todo su valor. El primero es el del Publicano, y en el cual aprenderéis lo que debéis hacer al principio de la santa Misa. El segundo es el del buen ladrón, que os enseñará cómo debéis portaros durante la Consagración. El tercero es el del centurión, que os dará la norma para el tiempo de la Comunión.

Hemos dicho, primeramente, que el publicano nos enseña el comportamiento que hemos de observar al comienzo de la santa Misa, acto tan agradable a Dios y tan poderoso para conseguir toda suerte de gracias. No hemos de esperar, pues, para prepararnos, haber entrado ya en la iglesia. Un buen cristiano comienza ya a prepararse al abandonar el lecho, haciendo que su espíritu no se ocupe en otra cosa que en lo que se relaciona con tan alta ceremonia. Hemos de representarnos a Jesucristo en el huerto de los Olivos, prosternado, con la faz en tierra, preparándose al sangriento sacrificio, del cual va a ser víctima en el Calvario; así como hemos de tener también presente la grandeza de su caridad, que llegó hasta a decidirle a aceptar para sí el castigo que debíamos nosotros sufrir por toda una eternidad. En los primeros tiempos de la Iglesia, todos los cristianos iban a Misa en ayunas (porque acostumbraban a comulgar en la Misa). Conviene que, durante la madrugada, impidáis que vuestro espíritu se ocupe en negocios temporales, teniendo presente que, después de haber trabajado toda la semana para vuestro cuerpo, es muy justo que concedáis este día a los negocios del alma y a pedir a Dios la remisión de vuestros pecados. Al ir a la iglesia, procurad no conversar con nadie; pensad que seguís a Jesucristo llevando la cruz hacia el Calvario, donde va a morir para salvarnos. Antes de la santa Misa, debemos destinar unos instantes al recogimiento, a llorar nuestros pecados y a pedir a Dios perdón de ellos, a examinar las gracias de que estamos más necesitados, a fin de pedírselas durante la Misa.

Al entrar en el templo, penetraos de la gran dicha que os cabe, mediante un acto de la más viva fe, y par un acto de contrición y arrepentimiento de vuestros pecados, los cuales os hacen indignos de acercaros a un Dios tan santo y excelso. En aquel momento, pensad en las disposiciones del publicano cuando entró en el templo para ofrecer a Dios el sacrificio de su oración. Escuchad lo que nos dice San Lucas: «El publicano, se mantenía a la entrada del templo; con la mirada fija en el suelo, sin atreverse a dirigirla al altar, golpeándose el pecha y diciendo a Dios: Señor, tened piedad de mí, que soy un gran pecador» (Luc., XVIII, 13). Ya veis, pues, que no entró con un aire arrogante y altanero, como lo hacen muchos cristianos; «los cuales parece, según dice el profeta Isaías, que quieren acercarse a Dios cual si fuesen personas que nada tienen en su conciencia que pueda humillarlos delante de su Criador» (Isaías, LVIII, 2.). En efecto, fijaos en la manera de entrar de esos cristianos, los cuales tienen quizá más pecados en la conciencia que cabellos en la cabeza; los veréis entrar con un aire altanero, o mejor, con una actitud que casi es de desprecio para la presencia de Dios. Toman el agua bendita de la misma manera que tomarían agua para lavarse al volver del trabajo; lo hacen sin devoción y, la mayor parte, sin pensar que el agua bendita, tomada con reverencia, nos borra los pecados veniales y nos dispone a oir bien la santa Misa. Mirad ahora al publicano: teniéndose por indigno de entrar en el templo, va a colocarse en el rincón más obscuro de su recinto; tan confuso se halla bajo el peso de sus pecados, que ni tan sólo se atreve a levantar al cielo sus ojos. Cuán diferente, pues, de aquellos cristianos de nombre, que nunca se hallan bastante cómodos, que únicamente sobre el asiento se arrodillan, que apenas inclinan la cabeza a la Elevación, que se sientan sin muestra alguna de corrección, y frecuentemente con las piernas cruzadas. Y nada digo de aquellas personas que deberían venir a la iglesia, para llorar sus pecados, y se presentan aquí sólo para insultar con sus ostentaciones vanidosas a un Dios humillado y despreciado, sin pensar más que en atraer las miradas de la gente, obien para avivar el fuego de sus criminales pasiones. ¡Oh, Dios mío!, ¿quién se atreverá a asistir a la Misa con semejantes disposiciones? Mas nuestro publicano, nos dice San Agustín, golpea su pecho, para manifestar a Dios el pesar que experimenta de haberle ofendido» (Homilía sobre el evangelio de la dominica X después de Pentecostés). ¡Cuántas gracias, cuántos bienes alcanzaríamos los cristianos, si procurásemos asistir a la Misa con las disposiciones del publicano! ¡Regresaríamos tan cargados de riquezas celestes, como las abejas van cargadas de néctar al volver de un florido vergel! Si el Señor nos hiciese la gracia de que al comenzar la Misa estuviésemos bien penetrados de la grandeza de Jesucristo ante quien estamos, y del peso de nuestros pecados, ¡cuán pronto alcanzaríamos el perdón y la gracia de perseverar!

Sobre todo, debemos excitar en nosotros durante la Santa Misa grandes sentimientos de humildad, esto es lo que debe sugerirnos el ver al sacerdote bajando del altar para rezar el Confiteor, profundamente inclinado, él, que ocupando el lugar de Jesucristo, parece recibir sobre sus hombros todos los pecados de sus feligreses. ¡Ay!, si el Señor nos hiciese comprender de una vez lo que es la santa Misa, ¡cuántas gracias poseeríamos, de que ahora carecemos! ¡De cuántos peligros quedaríamos exentos si tuviésemos gran devoción al oir la Santa Misa! Y para convenceros de ella voy a citaros un ejemplo, en el cual veréis cómo Dios protege de una manera visible a los que tienen la dicha de asistir a la Misa con devoción.

Leemos en la historia que Santa Isabel, reina de Portugal, sobrina de Santa Isabel, reina de Hungría, era tan caritativa con los pobres que, con todo y tener mandado a su limosnero que no denegase nada, les hacía ella, de su propia mano o valiéndose de sus servidores, continuas limosnas. Solía servirse, ordinariamente, de un paje en el que había notado una gran piedad; mas habiendo otro paje observado aquella preferencia, tuvo celos de su compañero. Movido de aquella pasión, fuése a hablar al rey, diciéndole que cierto paje sostenía relaciones ilícitas con la reina. El rey, sin ulteriores indagaciones, resolvió al momento deshacerse de aquel paje lo más secretamente posible. Sucedió que el rey acertó a pasar delante de un horno de cal, encendido, y llamando a los trabajadores encargados de vigilar el horno, les dijo que al día siguiente por la mañana, les enviaría un paje que había incurrido en su desagrado, el cual les preguntaría si habían ejecutado las órdenes del rey; al tal, debían prenderle y arrojarle en seguida al horno. Dicho esto, regresó a su palacio, y al momento encargó al paje de la reina que, al día siguiente a primera hora, cumpliese la comisión que ya sabemos. Mas ahora veréis cómo Dios jamás abandona a los que le aman. Quiso Dios que, en el camino que seguía para ir al horno, se hallase una iglesia, y que al tiempo de pasar oyese el paje la campana que señalaba la hora de la Elevación. Entró allí para adorar a Jesucristo y oír lo restante de la Misa que se celebraba. Comenzó otra Misa, y se quedó a oirla también. Mas el rey, que estaba impaciente por saber si se habían ejecutado sus órdenes, envió a su paje para preguntar a aquella gente si habían cumplido lo que les encargara. Como aquél fué el primero en llegar, le cogieron y le echaron al fuego. El otro, terminadas sus devociones, fuése a cumplir la comisión, y preguntó a aquellos trabajadores si habían hecho lo que les ordenó el rey. Le contestaron afirmativamente. Volvióse a dar la respuesta al rey el cual quedó altamente sorprendido al verle llegar. Lleno de furor, por haber salido la combinación al revés de lo que deseaba, preguntó al paje dónde se había detenido tanto tiempo. El paje le respondió que, acertando a pasar delante de una iglesia, mientras se dirigía al lugar a donde le había mandado, oyó la campanilla que señalaba la Elevación, lo cual le indujo a entrar y quedarse hasta el fin de la Misa; después de aquélla salió otra y después una tercera, que él se detuvo también a oir; con lo cual seguía un consejo que le dió su padre antes de morir, después de haberle dado su bendición, recomendándole que nunca dejase una Misa comenzada sin esperar a que ella hubiese terminado, ya que tal práctica nos atraía muchas gracias y nos libraba de muchas desgracias. Entonces el rey, reflexionando, comprendió muy bien que aquello había ocurrido por justo juicio de Dios; que la reina era inocente y el paje un santo; y que el otro, al acusar, había obrado por envidia. Ya veis, pues, cómo, a no ser por su devoción, aquel hombre habría muerto quemado, y cómo el Señor, al inspirarle que se detuviera en el templo, le había librado de la muerte; mientras que el otro, falto de devoción a la Sagrada Eucaristía, fué arrojado al fuego.

Nos dice Santo Tomás que un día, durante la santa Misa, vió a Jesucristo con las manos llenas de tesoros, buscando a quién repartirlos, y que, si acertásemos a asistir con frecuencia y devoción a la santa Misa, alcanzaríamos muchas y mayores gracias que las que poseemos, ya en el orden espiritual ya en el temporal.

2º En segundo lugar, os he dicho que el buen ladrón nos instruiría acerca de la manera como hemos de portarnos durante los momentos de la Consagración y Elevación de la Sagrada Hostia, momentos en los cuales hemos de ofrecernos a Dios junto con Jesucristo, teniéndonos por participantes de aquel augusto misterio. Mirad cómo se porta aquel feliz penitente en la hora misma de su ejecución; ¿no veis cómo abre los ojos del alma para reconocer a su libertador?. Pero ved también los progresos que hace durante las tres horas que pasa en compañía del Salvador agonizante. Está amarrado a la cruz, sólo le quedan libres el corazón y la lengua, y ved con qué diligencia ofrece uno y otro a Jesucristo: le hace entrega de todo lo que tiene, le consagra su corazón por la fe y la esperanza, le pide humildemente un lugar en el paraíso, es decir, en su reino eterno. Le consagra su lengua, publicando su inocencia y santidad. A su compañero de suplicio le habla de esta manera: «Es justo que a nosotros se nos castigue: pera Él es inocente» (Luc.. XXIII, 41.). En la hora en que los demás se entretienen ultrajando a Jesucristo con las más horribles blasfemias, él se convierte en su panegirista; mientras sus discípulos le abandonan, él abraza su partido; y su caridad es tan grande, que no omite esfuerzo alguno por convertir a su compañero. No nos admire el ver tanta virtud en este buen ladrón, puesto que nada hay tan a propósito para mover nuestro corazón como la vista de Jesucristo agonizante; no hay momento en que se nos conceda la gracia con tanta abundancia, y, sin embargo, somos testigos de tal acontecimiento todos los días. ¡Ay!, si en el feliz momento de la Consagración tuviésemos la dicha de estar animados de una viva fe, una sola Misa bastaría para librarnos de los vicios en que estamos enredados y convertirnos en verdaderos penitentes, es decir, en perfectos cristianos.

¿De dónde viene, pues, me diréis, que, asistiendo a tantas Misas, continuemos siendo siempre los mismos? Ello proviene de que sólo estamos presentes corporalmente, mas nuestro espíritu está en otra parte, con lo cual no hacemos otra cosa que completar nuestra reprobación a causa de las malas disposiciones con que asistimos á tan santa ceremonia. ¡Ay!, ¡cuántas Misas mal oídas, que, en vez de asegurarnos nuestra salvación, nos endurecen más y más! Hiabiéndose aparecido Jesucristo a Santa Matilde, le dijo: «Has de saber, hija mía, que los santos asistirán a la muerte de todos aquellos que habrán oído con devoción la santa Misa para ayudarlos a morir bien, para defenderlos de las tentaciones del demonio y para presentar sus almas a mi Padre». ¡Qué dicha la nuestra, la de ser asistidos, en aquellos temibles instantes, por tantos santos cuantas sean las Misas que habremos oído bien!

No temamos jamás que la santa Misa nos cause perjuicio en nuestros negocios temporales; antes al contrario, hemos de estar seguros de que todo andará mejor y de que nuestros negocios alcanzarán mejor éxito. Y aquí veréis un admirable ejemplo. Cuéntase de dos artesanos de un mismo oficio y que vivían en un mismo barrio, que uno de ellos, estando cargado de hijos, no dejaba nunca de oír la santa Misa y vivía muy hólgadamente en su oficio; el otro, en cambio, que no tenía hijos, trabajaba todo el día, parte de la noche y frecuentemente hasta el santo día del domingo, y apenas podía vivir. Al ver que los negocios de su compañero salían siempre coronados por el éxito, preguntóle un día cómo se las componía para sacar lo necesario con que mantener a una familia tan numerosa, cuando él, que no tenía más que a su mujer y no cesaba en su trabajo, se hallaba a veces en la más completa indigencia. El otro le contestó que, si así lo deseaba, al día siguiente le mostraría dónde se hallaba la fuente de sus ganancias. El desgraciado artesano quedó tan contento con aquella proposición, que esperaba con impaciencia la llegada del día siguiente, día en que iba a aprender la manera de lograr fortuna. En efecto, el compañero no faltó a buscarle. Vedle saliendo de su casa contento y siguiendo confiadamente al compañero. Este le condujo a la iglesia, en donde oyeron la santa Misa. Al regresar del templo, «Amigo mío, le dijo el que vivía holgadamente, vuelve a tu trabajo». Al día siguiente hicieron lo mismo, mas, al ir a buscarle por tercera vez para el mismo objeto, «¡hombre!, dijo el otro, si quiero ir a Misa, sé muy bien el camino sin que tengáis que molestaros en acompañarme; no es esto lo que quería saber, sino el lugar donde hallabais lo que os ayuda a vivir tan regaladamente, para ver si, haciendo lo que vos hacéis, sacaba también yo mi provecho. –Amigo, le contestó el otro, no conozco otro lugar que la iglesia, ni otra manera de prosperar que oyendo todos los días la santa Misa; y, por lo que a mí toca, os aseguro no haber empleado otros medios para alcanzar el bienestar que tanto os admira. ¿No recordáis, en efecto, lo que nos aconseja Jesucristo en el Evangelio, que busquemos primero el reino de los cielos, y lo demás se nos dará por añadidura?» Estas palabras hicieron comprender a aquel hombre el propósito de su compañero al acompañarle a la santa Misa. «Pues bien, tenéis razón, dijo: el que cuenta solamente con su trabajo, es un ciego, y veo muy bien que nunca la santa Misa arruinará a nadie. La prueba me la proporcionáis vos. En adelante, quiero imitaros, y confío en que Dios me concederá su bendición.» En efecto, al día siguiente comenzó la nueva regla de vida, y continuó así el resto de sus días; y sus negocios prosperaron en poco tiempo-. Cuando le preguntaban por qué no trabajaba los domingos, ni durante la noche, como en otro tiempo; de dónde venía que asistiese todos los días a la santa Misa y que se enriqueciese cada vez más; contestaba de esta manera: «He seguido el consejo de mi vecino; id a preguntárselo, y él os enseñará la manera de vivir prósperamente sin trabajar más de lo ordinario, con sólo oir la santa Misa todos los días».

Tal vez esto os extrañe, mas a mí no. Esto es lo que vemos todos los días en los hogares donde hay verdadera piedad y devoción: los negocios de los que asisten con frecuencia a la santa Misa prosperan mucho más que los de quienes dejan de asistir por falta de fe o por pensar que no van a tener tiempo. ¡Ay! ¡Cuánto más felices seríamos, si depositáramos en Dios toda nuestra confianza y tuviésemos en nada nuestro trabajo!- Pero, me diréis tal- vez, si no tenemos nada, nadie nos da aquello de que carecemos. –Y ¿qué queréis que os dé Dios, si no contáis con Él por nada, confiando solamente en vuestro esfuerzo? Ni tan, sólo procuráis que os quede tiempo para vuestras oraciones de la mañana y de la noche, y os contentáis con asistir a la santa Misa una vez por semana. ¡Ay!, no conocéis los recursos con que la providencia de Dios puede favorecer a los que a ella se entregan. ¿queréis de ello una prueba palpable? Aquí la tenéis delante de vuestros ojos; mirad al que os habla, fijaos en vuestro pastor, y examinad la cosa delante de Dios – ¡Oh!, me diréis, esto es porque hay quien os da. – Mas ¿quién me da, sino la providencia de Dios? En ella y en ninguna otra parte están mis tesoros. ¡Ay!, ¡cuán ciego es el hombre al inquietarse tanto, para no ser otra cosa que un desgraciado en esta vida y condenarse después! Si acertaseis a pensar con seriedad en vuestra salvación y procuraseis asistir siempre que posible os fuese a la santa Misa, muy pronto veríais confirmado lo que os digo.

No hay momento tan precioso para pedir a Dios nuestra conversión como el de la santa Misa; ahora vais a verlo. Un santa ermitaño llamado Pablo vió a un joven muy bien vestido, entrar en una iglesia acompañado de gran número de demonios; pero, terminada la santa Misa, lo vió salir acompañado de una multitud de ángeles que marchaban a su lado. ¡Oh, Dios mío!, exclamó el Santo, cuán agradable os debe ser la santa Misa!» Nos dice el Santo Concilio de Trento que la Misa aplaca la cólera de Dios, convierte al pecador, alegra al cielo, alivia las almas del purgatorio, da gloria a bendiciones (Ses. XXIII y XXII.). ¡Oh!, si llegásemos a comprender la que es el santo sacrificio de la Misa, ¿con qué respeto no asistiríamos a ella?

El santo abad Nilo nos refiere que su maestro San Juan Crisóstomo le dijo un día confidencialmente que, durante la santa Misa, veía a una multitud de ángeles bajando del cielo para adorar a Jesús sobre el altar, mientras muchos de ellos recorrían la iglesia para inspirar a los fieles el respeto y amor que debemos sentir a Jesucristo presente sobre el altar. ¡Momento precioso, momento feliz para nosotras, aquel en que Jesús está presente sobre nuestros altares! ¡Ay!, si los padres v las madres comprendiesen bien esto y supiesen aprovechar de esta doctrina, sus hijos no serían tan miserables, ni se alejarían tanto de los caminos que al cielo conducen. ¡Dios mío, cuántos pobres junto a un tan gran tesoro!

3.° Os he dicho que el centurión nos serviría de ejemplo, en las momentos en que tenemos la dicha de comulgar, ya espiritual, va corporalmente. Por comunión espiritual entendemos un gran deseo de unirnos a Jesucristo. El ejemplo de aquel centurión es tan admirable, que basta la Iglesia se complace en ponernos todas los días su conducta ante nuestros ojos, durante la santa Misa. «Señor, le dice aquel humilde servidor, yo no soy digno de que entréis en mi morada, mas decid solamente una palabra, y quedará curado mi servidor» (Matth., VIII,8.). ¡Ah!, si el Señor viese en nosotros esa misma humildad, ése mismo cenocimiento de nuestra pequeñez, ¿con qué placer y con qué abundancia de gracias no entraría en nuestro corazón? ¡Cuántas fuerzas y cuánto valor íbamos a alcanzar para vencer al enemigo de nuestra salvación!. ¿Queremos obtener un cambio de vida, es decir, dejar el pecado y volver a Dios Nuestro Señor? Oigamos algunas Misas a esta intención, y si lo hacemos devotamente, nos cabrá la plena seguridad de que Dios nos ayudará a salir del pecado. Ved un ejemplo de ello. Refiérese que había una joven la cual durante muchos años mantuvo relaciones pecaminosas con cierto mancebo. De súbito, al considerar el castigo que esperaba a su pobre alma llevando una vida como la que llevaba, sintióse llena de espanto. Después de haber oído Misa, fuése al encuentro de un sacerdote para rogarle que la ayudase a salir del pecado. El sacerdote, que ignoraba el comportamiento de aquella joven, le preguntó qué era lo que la llevaba a cambiar de vida. «Padre mío, dijo ella, durante la santa Misa que mi madre, antes de morir, me hizo prometer que oiría todos los sábados, he concebido un tan grande horror de mi comportamiento que me es ya imposible aguantar más. «¡Oh, Dios mío!, exclamó el santo sacerdote, ¡he aquí un alma salvada por los méritos de la santa Misa»

¡Cuántas almas saldrían del pecado, si tuviesen la suerte de, oir la santa Misa en buenas disposiciones!. No nos extrañe, pues, qué el demonio procure, en aquel tiempo, sugerirnos tantos pensamientos ajenos a la devoción. Bien prevé, mejor que vosotros, lo que perdéis asistiendo a dicho acto con tan poco respeto y devoción. ¡De cuántos accidentes y muertes repentinas nos preserva la santa Misa! ¡Cuántas personas, por una sola Misa bien oída, habrán obtenido de Dios el verse libres de una desgracia! San Antonino nos refiere a este respecto un hermoso ejemplo. Nos dice que dos jóvenes organizaron, en día de fiesta, una partida de caza: uno de ellos oyó Misa, mas el otro no. Estando ya en camino, el tiempo se puso amenazador; retumbaba el trueno formidable, veíase brillar incesantemente el relámpago, hasta el punto de que el cielo parecía incendiarse. Mas lo que los llenaba de pavor, era que, en medio de los fulgurantes rayos, oían una voz, como salida del aire, que gritaba: «¡Herid a esos desgraciados, heridlos!» Calmóse un poco la tempestad y comenzaron a tranquilizarse. Pero, al cabo de un rato, mientras proseguían su camino, un rayo redujo a cenizas al que había dejado de oir la santa Misa. El otro quedó sobrecogido de un temor tal, que no sabía si pasar adelante o dejarse caer. En estas angustias, oía aún la voz que gritaba: «¡Herid, herid al desgraciado!», lo cual contribuía a redoblar el espanto que le causaba el ver a su compañero muerto a sus pies. «¡Herid, herid al que queda!» Cuando se creía ya perdido, oyó otra voz que decía: «No, no le toquéis; esta mañana ha oído la santa Misa». De manera que la Misa que había oído antes de partir le preservó de una muerte tan espantosa. ¿Veis cómo se digna Dios concedernos singulares gracias y preservarnos de graves accidentes cuando acertamos a oir debidamente la santa Misa?

¡Qué castigos deberán esperar aquellos que no tienen escrúpulos de faltar a ella los domingos! De momento, lo que se ve claramente es que casi todos tienen una muerte desdichada; sus bienes van en decadencia, la fe abandona su corazón, y con ello vienen a ser doblemente desgraciados. ¡Dios mío!, ¡cuán ciego es el hambre, tanto en lo que se refiere al alma, como en lo que atiende al cuerpo!.

III.- La mayor parte de los mundanos oyen la Misa imitando al fariseo, al mal ladrón o a Judas. Hemos dicho que la santa Misa es el recuerdo de la muerte de Jesús en la montaña del Calvario; y por esto quiere Jesucristo que, cuantas veces celebramos la santa Misa, lo hagamos en su memoria. Pero, por desgracia, podemos decir que, mientras nosotros renovamos el recuerdo de los padecimientos de Jesucristo, muchos de los asistentes reproducen el crimen de los judíos y de los verdugos que le clavaron en cruz. Y para que podáis discernir mejor si pertenecéis vosotros al número de aquellos desgraciados que deshonran de tal manera nuestros santos misterios, voy a haceros observar, cómo, en los que fueron testigos de la muerte de Jesús en el Calvario, había tres linajes de personas: unos, más insensibles que las criaturas inanimadas, sólo desfilaban delante de la cruz, sin detenerse ni dar lugar a sentimientos de verdadero dolor. Otros se acercaban al lugar del suplicio y consideraban todas las circunstancias de la Pasión del Salvador; mas esto era solamente para mofarse, haciendo de ella asunto de broma y ultrajándole con las más horribles blasfemias. Finalmente, unos pocos derramaban lágrimas amargas, al ver las crueldades que se cometían en el cuerpo de su Dios y Señor. Mirad ahora a cuál de los tres grupos pertenecéis. Y no os hablaré de aquellos que van a oír precipitadamente una Misa en alguna parroquia ajena donde tienen otros negocios, ni de los que asisten sólo la mitad del tiempo, gastando la otra parte en beber con un amigo en la taberna; dejémoslo de lado, ya que son gente que vive cual si no tuviese alma que salvar; han perdido ya su fe, y, de consiguiente, todo está perdido. Hablemos solamente de los que vienen ordinariamente.

Y de ellos digo, primero, que muchos solamente vienen para ser vistos, con un espíritu enteramente disipado, de la misma manera que irían a un mercado, a una feria, y me atreveré a decir, a un baile. Están aquí sin modestia: apenas doblan ambas rodillas durante la Elevación o la Comunión. Y los que así os portáis, ¿oráis durante la Misa? ¡Ay!, no; es que la fe os falta. Decidme: cuando os dirigís al encuentro de ciertas personas de calidad para pedirles algún favor, ocupan ellas vuestro pensamiento mientras os encamináis hacia su casa; entráis en ella con modestia, les hacéis un profundo saludo, permanecéis descubiertos y ni tan sólo pensáis en sentaros; tenéis los ojos bajos, y no os ocupa la atención otra cosa que la manera de expresaros bien y en términos elevados. Si éstos os faltan, os excusáis en seguida alegando vuestra escasa educación. Si tales personas os reciben amablemente, la alegría inunda vuestro corazón. Pues bien, decidme, ¿no debe esto confundiros al ver que tomáis tantos miramientos por cualquier cosa temporal, mientras acudís a la iglesia con aire displicente, con gesto de menosprecio, y así os presentáis delante de un Dios que murió por salvaros y cada día derrama su sangre para alcanzaros el perdón del Padre celestial?. ¿Qué afrenta no será para Jesús, el verse insultado por tan viles criaturas? ¡Ay! cuántos durante la Misa comenten más pecados que durante el resto de la semana. Unos no piensan en Dios para nada, otros oran con la boca, mientras su corazón y su mente se sumergen en el orgullo, ora en el deseo de agradar, ora en la impureza. ¡Oh!, ¡gran Dios, y se atreven a nombrar a Jesucristo que ante ellos se presenta tan santo y tan puro! Otros dan en su mente libre entrada y salida a todos los pensamientos que el demonio quiere sugerirles. ¡Cuántos no tienen escrúpulo alguno en volver la cabeza, en reir, en conversar, en mirar de una parte a otra, en dormir como en su cama, o tal vez mejor! ¡Ay!, ¡cuántos cristianos salen de la iglesia con treinta o tal vez cincuenta pecados mortales de más de los que tenían al entrar!

Así, me diréis vosotros, será mejor no ir a Misa. ¿Sabéis lo que hay que hacer? Asistir a la santa Misa v estar en ella con devoción, ofreciendo a Dios tres sacrificios, a saber: el de vuestro cuerpo, el de vuestra mente y el de vuestro corazón. Nuestro cuerpo debe adorar a Jesucristo con una religiosa modestia; nuestra mente, al oír la santa Misa, debe penetrarse de nuestra pequeñez y de nuestra indignidad, evitando toda disipación, apartando lejos de sí las distracciones. Debemos también consagrarle nuestro corazón, que es la ofrenda para Él más agradable, ya que es precisamente nuestro corazón lo que, con tanta insistencia nos pide: «Hijo mío, nos dice, dame tu corazón» (Prov., XXIII, 26.).

Y acabemos, reconociendo lo desgraciados que somos al oír mal la Misa, ya que con ello hallamos nuestra reprobación allí donde los demás encuentran su salvación. Haga el cielo que asistamos a la santa Misa cuantas veces nos sea posible, puesto que mediante ella recibimos gracias en abundancia; mas quiera Dios también que llevemos a tan santa ceremonia las mejores disposiciones posibles.

Con ello se derramará sobre nuestras cabezas toda suerte de bendiciones en este mundo y en el otro.

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