viernes, 3 de abril de 2015

LAS SIETE PALABRAS DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO CRUCIFICADO, POR SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

Tomado de “Reflexiones sobre la Pasión de Jesucristo”, de San Alfonso María de Ligorio, capítulo V.
     
REFLEXIONES SOBRE LAS SIETE PALABRAS DE JESUCRISTO
 
I. «Pater, dimítte illis, non enim sciunt quid fáciunt» (Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen)
  
¡Oh ternura del amor de Jesucristo hacia los hombres! Dice San Agustín que el Salvador pedía perdón, al mismo tiempo que le injuriaban sus enemigos, ya que entonces no miraba tanto las injurias y la muerte que de ellos recibía, cuanto al amor con que por ellos moría (Tratado XXXI del Evangelio de San Juan). Mas dirá alguien: “Y ¿por qué Jesús rogó al Padre que los perdonara, pudiendo Él mismo perdonar las injurias que recibía?” Responde San Bernardo que rogó al Padre no porque le faltara poder para perdonar, sino para enseñarnos a orar por quienes nos persiguen. Y añade el santo Abad en otro pasaje: “¡Cosa digna de admiración! Jesucristo exclama: ‘Perdónalos’, y los judíos vociferan: ‘¡Crucifícalo!’” (San Bernardo, Sermón De Passióne Dómini, 9). Mientras que Jesucristo, añade Arnoldo de Chartres, se esforzaba por salvar a los judíos, éstos se esforzaban por condenarse; pero ante Dios podía más la caridad del Hijo que la ceguera del pueblo ingrato (Tratado De septem verbis Dómini, tratado 5). Y San Cipriano añade: “La sangre de Cristo da la vida hasta a quienes la derraman” (De bono patiéntiæ, n. 8). Tanto fue el deseo que tuvo Jesucristo de salvar a todos, que no negó participación en sus méritos ni aun a sus mismos enemigos, que derramaban su sangre a fuerza de tormentos. Mira, dice San Agustín, a tu Dios clavado en la cruz, oye la plegaria que dirige por sus verdugos, y después niega la paz al hermano que te ofende (Sermón 49, cap. 8).
 
San León atribuye a la oración de Cristo la conversión de tantos millares de judíos como se rindieron a la predicación de San Pedro, según se lee en los Actos de los Apóstoles. Dios no permitió, dice San Jerónimo, que la oración de Jesucristo quedase estéril, y por eso millares de judíos abrazaron la fe (Epístola a Edibia, cuestión 8, cap. 2). Pero ¿por qué no se convirtieron todos? Porque la oración de Jesucristo fue condicional; se aplicaba a los que no fueran del número de aquellos a quienes se dijo: “Vosotros siempre chocáis contra el Espíritu Santo” (Actas 7, 51).
  
En la oración de Jesucristo entraron también los pecadores, de suerte que todos podemos decir a Dios: “Padre Eterno, oíd la voz de vuestro amado Hijo que os pide nos perdonéis. Cierto que no merecemos tal perdón, pero lo merece Jesucristo, quien con su muerte satisfizo sobreabundantemente por nuestros pecados. No, Dios mío, no quiero obstinarme en el mal como los judíos; me arrepiento, Padre mío, ya sabéis que soy un pobre enfermo, perdido por mis pecados; pero vos cabalmente vinisteis del Cielo a la tierra para sanar a los enfermos y salvar a los extraviados que se arrepienten de haberos ofendido, como lo declarasteis por Isaías: ‘Vino el Hijo del hombre a buscar y a salvar lo que había perecido’ (Isaías 61, 1); e igual dijisteis por San Mateo: ‘Porque el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido’ (San Mateo 18, 11).
  
II. «Amen dico tibi: Hódie mecum eris in paradíso» (En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso)
  
Enseña San Lucas que, de los dos ladrones crucificados con Jesucristo, uno permaneció en su obstinación, al paso que el otro se convirtió, y al ver que su pérfido compañero blasfemaba del Señor, diciéndole: “¿No eres tú el mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”, lo reprendió, diciéndole que ambos sufrían el merecido castigo, al paso que Jesús era inocente: “Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas éste nada inconveniente ha hecho”. Y, vuelto después al propio Jesús, le dijo: “Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza” (San Lucas 23, 39-43). Con tales palabras lo reconoció por verdadero Señor suyo y por Rey del cielo, que fue cuando Jesús le prometió el paraíso. Escribe cierto docto autor que el Señor, en virtud de su promesa, se mostró cara a cara al buen ladrón, colmándole de felicidad, aunque no le dio a gustar, antes de entrar en él, todas las delicias del paraíso.
  
Arnoldo de Chartres, en su Tratado de las siete palabras, enumera los actos de virtud que San Dimas, buen ladrón, ejercitó en su muerte. “Cree —dice—, se arrepiente, se confiesa, predica, ama, confía y ora” (Ibíd., tratado 2). Ejercitó la fe, diciendo: Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza, creyendo que Jesucristo después de la muerte entraría victorioso en su gloria. “Lo ve morir —dice San Gregorio— y cree que ha de reinar” (Morália, o Exposición sobre Job, libro 18, cap. 25).
   
Se ejercitó en la penitencia con la confesión de sus pecados, al decir: “Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos”. Nota San Agustín que el buen ladrón no se atrevió a esperar el perdón antes de la confesión de sus delitos (Sermón 155, cap. 8), y añade San Atanasio: “¡Feliz ladrón que arrebataste el cielo con esta confesión!” (Sermón Contra omnes hæréses, n. 2).
  
Otras hermosas virtudes practicó este santo penitente en aquella hora. Se ejercitó en la predicación, declarando la inocencia de Cristo: “Mas éste nada inconveniente ha hecho”. Se ejercitó en el amor divino, aceptando con resignación la muerte en pena de sus pecados, cuando dijo: “Recibimos el justo pago de lo que hicimos”. De ahí que San Cipriano, San Jerónimo y San Agustín no titubeen en llamarle mártir, porque, según Juan de Sylveira, este feliz ladrón fue verdadero mártir, pues los verdugos, al quebrarle las piernas, se ensañaron más en él porque había proclamado la inocencia de Jesús, tormento que el santo aceptó por amor de su Señor (Comentario sobre los Evangelios, tomo V, libro 8, cap. 16, cuestión 12).
 
Notemos aquí de paso la bondad de Dios, que siempre da, según San Ambrosio, más de lo que se le pide. Pedía, dice el Santo, que se acordara de Él, y Jesucristo le responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Comentario sobre San Lucas 23, 1). Y San Juan Crisóstomo añade que nadie antes que el buen ladrón mereció la promesa del paraíso (De cruce et latróne, homilía 1, n. 2). Entonces tuvo cumplimiento lo que Dios afirmó por Ezequiel: “que cuando el pecador se arrepiente de todo corazón, de tal modo se le perdona, que hasta se llegan a olvidar sus culpas” (Ezequiel 18, 21-22). E Isaías nos recuerda que Dios se siente tan inclinado a hacernos bien, que acude presto a nuestras súplicas: “Con certeza obrará gracia contigo, atendiendo a la voz de tu grito de auxilio” (Isaías 30, 19). Dice San Agustín que Dios está siempre dispuesto a estrechar contra su corazón a los pecadores arrepentidos (Manual sobre la Fe, Esperanza y Caridad, cap. 23). Y ved cómo la cruz del mal ladrón, llevada con impaciencia, fue su mayor ruina para el Infierno, en tanto que, por haberla llevado con paciencia y resignación, el buen ladrón se valió de ella como de escala para el paraíso. ¡Dichoso ladrón, que tuviste la suerte de unir tu muerte a la pasión de tu Salvador!
  
¡Oh Jesús mío!, de hoy más os sacrifico mi vida y os pido la gracia de poder, en la hora de la muerte, sumarla al sacrificio de la vuestra en el ara de la Cruz; por los merecimientos de vuestra muerte espero morir en gracia y amándoos con todo mi corazón, despojado de todo afecto terreno, para seguir amándoos con todas mis fuerzas por toda la eternidad.
  
III. «Múlier, ecce fílius tuus... Ecce mater tua» (Mujer, he ahí a tu hijo... He ahí a tu madre)

Dice San Marcos que en el Calvario había varias mujeres mirando a Jesús crucificado, pero de lo lejos (San Marcos 15, 40). Es de creer que la Madre de Jesús se hallara entre ellas; San Juan dice que la Santísima Virgen se hallaba no lejos, sino cerca, en unión de María Cleofé y María Magdalena (San Juan 19, 25). Queriendo San Eutimio explicar esta aparente contradicción, dice que la Santísima Virgen, al ver que su Hijo estaba para expirar, se aproximó más que el resto de las mujeres a la cruz, sin temor a los soldados que la rodeaban y llevando pacientemente los insultos y empellones de los que custodiaban a los condenados, para poder hallarse más cerca de su amado Hijo (Comentario sobre San Mateo, cap. 67). Lo propio dice un docto autor que escribió la vida de Jesucristo: “Allí estaban los amigos que lo observaban de lejos, pero la Santísima Virgen, la Magdalena y otra María estaban cerca de la Cruz, con San Juan, por lo que Jesús, viendo a su Madre y a San Juan, les dijo las palabras antes citadas: Mujer, he ahí a tu hijo, etc.”. El abad Guérrico escribe: “¡Verdadera Madre, que ni en los horrores de la agonía abandonó al Hijo!” (Sermón 4 de Assumptióne). Madres hay que se retiran para no presenciar la agonía de sus hijos; su amor no les consiente asistir a tal espectáculo ni verlos morir sin poderlos socorrer. La santísima Madre, por el contrario, cuanto más próximo estaba el Hijo a la muerte, tanto más se acercaba a la Cruz.
    
Estaba junto a la Cruz esta Madre afligida, y, mientras que Jesús ofrecía la vida por la salvación de los hombres, María unía sus dolores al sacrificio del Hijo y, perfectamente resignada, tomaba parte en todas las penas y oprobios que sufría el moribundo Jesús. Observa un autor que no enaltecen la constancia de María quienes la pintan desmayada al pie de la cruz, pues fue la mujer fuerte que no llora ni se desvanece, como atestigua San Ambrosio (Oración por la muerte de Valentiniano, n. 39).
   
El dolor que experimentó la Virgen en la pasión de su Hijo superó a todos los dolores que puede padecer el corazón humano; pero el dolor de María no fue estéril ni sin provecho, como el de las madres que presencian los dolores de sus hijos, sino que fue un dolor fecundo, pues así como es madre natural de Jesucristo, nuestra cabeza, así también es madre espiritual de todos nosotros, que somos sus miembros, cooperando, como dice San Agustín, con su caridad a engendrarnos a la vida de la gracia y a ser hijos de la Iglesia (De sancta virginitáte, cap. 6, n. 6).
    
En el monte Calvario, dice San Bernardo, callaban estos dos ilustres mártires, Jesús y María, pues que el excesivo dolor les oprimía el pecho y les quitaba el habla (De Lamentatióne Vírginis Maríæ). La Madre miraba al Hijo agonizante sobre la Cruz, y el Hijo miraba a la Madre agonizante al pie de ella, por la gran compasión que sentía al verle padecer tan crueles agonías.
  
María y Juan estaban, pues, más próximos a la Cruz que las otras mujeres, de suerte que en medio de aquel gran tumulto podían más fácilmente oír la voz y percibir las miradas de Jesucristo. San Juan escribe: “Jesús, pues, viendo a la Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, he ahí a tu hijo’” (San Juan 19, 26). Pero si María y Juan estaban acompañados de las otras mujeres, ¿por qué dice el evangelista que Jesús miró a la Madre y al discípulo, sin hacer cuenta de ellas? Es que el amor, responde San Juan Crisóstomo, hace que siempre se mire con mayor distinción los objetos más amados (Sermón 78). Lo que San Ambrosio confirma diciendo que es cosa natural que entre los demás veamos mejor a las personas que amamos (De Joseph patriárcha, cap. 10). Reveló la Santísima Virgen a Santa Brígida que Jesús, para mirar a la Madre, que estaba junto a la Cruz, tuvo que sacudir los párpados con fuerza, para limpiar la sangre, que le impedía ver (Revelaciones de Santa Brígida, libro 4, cap. 70).
  
Jesús, señalando con la vista a San Juan, que estaba al lado de ella, dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo” (San Juan 19, 26). Y ¿por qué la llamó mujer y no madre? Porque, estando próximo a la muerte, quería despedirse de ella, como si dijera: “Mujer, voy a morir dentro de poco y no te quedará otro hijo sobre la tierra, por lo que te dejo a Juan, que te servirá de hijo y como hijo te amará”. Por lo que se deduce que San José había muerto, porque, de vivir, no lo hubiera separado de su esposa.
   
Toda la antigüedad sostiene que San Juan guardó perpetua virginidad, y por ello precisamente mereció ocupar el lugar de Jesucristo; de ahí que canta la Iglesia: “Jesús confió su Madre virgen al discípulo virgen” (Oficio de San Juan Evangelista, Responsorio en la primera lección de Maitines). Y desde aquel punto de la muerte del Señor, San Juan recibió a María en su casa y la asistió y sirvió en toda su vida como a su misma madre: “Y desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía” (San Juan 19, 27). Quiso Jesucristo que este su amado discípulo fuese testigo ocular de su muerte, para que con mayor autoridad pudiera decir y afirmar en su Evangelio: “Y el que lo ha visto lo ha testificado” (San Juan 19, 35), y en su primera carta: “Lo que hemos visto con nuestros ojos... damos testimonio y os anunciamos” (Epístola I de San Juan 1, 1). Y por eso el Señor, mientras que los demás discípulos le abandonaron, dio a San Juan la fortaleza de asistir a su muerte entre tantos enemigos.
    
Pero volvamos a la Santísima Virgen e indaguemos la principal razón por la que Jesús llamó a María mujer y no madre. Con esto nos quiso dar a entender que María era aquella mujer excelsa que había de quebrantar la cabeza de la serpiente: “Y enemistad pondré entre ti y la mujer y entre tu prole y su prole, la cual te apuntará a la cabeza mientras tú apuntarás a su calcañar” (Génesis 3, 15). Nadie pone en duda que esta mujer fue la bienaventurada Virgen María, quien mediante su Hijo, o si se quiere, el Hijo, que se sirvió de la que le dio a luz para aplastar la cabeza de Lucifer. María debía ser la enemiga de la serpiente, porque Lucifer fue soberbio, ingrato y desobediente, en tanto que ella fue humilde, agradecida y obediente. Dícese “la cual te apuntará a la cabeza”, porque María, por medio de su Hijo, humilló la soberbia de Lucifer, quien se atrevió a “poner asechanzas a su calcañar”, por el cual hay que entender la sacratísima humanidad de Jesucristo, que era la parte que le ponía más en contacto con la tierra; pero el Salvador con su muerte tuvo la gloria de vencerlo y derrocarlo del imperio que le había dado el pecado sobre el género humano.
   
Dijo Dios a la serpiente: “Enemistad pondré entre tu prole y su prole”, para denotar que después de la ruina de los hombres, ocasionada por el pecado, Jesucristo había de redimir a la humanidad, y que entonces habría en el mundo dos familias y dos posteridades: la de Satanás, que había de tener por hijos a los pecadores, corrompidos con mil suertes de pecados, y la de María, que tendría por descendencia a la almas santas y como jefe de ella a Jesucristo. Por eso María fue predestinada para ser la madre de la cabeza y de los miembros, que son los fieles, según aquello del Apóstol: “Todos vosotros sois unos en Cristo Jesús, y si vosotros sois de Cristo, descendencia sois, por tanto, de Abrahán” (Gálatas 3, 28). Por manera que Jesucristo con los fieles forma un solo cuerpo, pues la cabeza no se puede dividir de sus miembros, y estos miembros son hijos espirituales de María y tienen el mismo espíritu que su hijo natural, que es Jesucristo. Por eso San Juan no es llamado por su nombre propio, sino por el genérico de discípulo amado del Señor, a fin de que entendamos por Jesucristo y en quienes vive por su Espíritu, que es lo que quiso dar a entender Orígenes al escribir: “Cuando Dios dijo a su Madre: ‘He ahí a tu hijo’, es como si hubiera dicho: ‘Este es Jesús, a quien diste al mundo, porque el cristiano perfecto no vive ya de su propia vida, sino que Cristo vive en él’” (Comentario sobre el Evangelio de San Juan, parte 6).
  
Dice Dionisio Cartujano que en la pasión del Salvador los pechos de María se llenaron de la sangre que corría de sus llagas, para que con ella pudiese alimentar a sus hijos. Y añade que esta divina Madre, con sus plegarias y con los merecimientos que atesoró asistiendo a la muerte de su Hijo adorable, nos alcanzó la gracia de participar de los méritos de la pasión del Redentor (De láudibus Beatíssimæ Vírginis Maríæ, libro 2, art. 23).
   
¡Oh Madre de los dolores!, ya sabéis que merecí el Infierno y que no tengo más esperanza de salvarme que en la participación de los méritos de la muerte de Jesucristo. Vos me habéis de alcanzar esta gracia que os pido por amor de aquel Hijo que en el Calvario visteis con vuestros propios ojos inclinar la cabeza y expirar. ¡Oh Reina de los mártires y Abogada de pecadores!, ayudadme siempre, y especialmente en la hora de la muerte. Ya me parece estar viendo a los demonios, que en los postreros momentos de mi agonía se esforzarán por desesperarme a vista de mis pecados; por favor, no me abandonéis cuando veáis por todas partes combatida mi alma; ayudadme con vuestras oraciones y alcanzadme la esperanza y la santa perseverancia. Y si entonces, por haber perdido la palabra y hasta el uso de los sentidos, no puedo pronunciar vuestro nombre ni el de vuestro Hijo, ahora los invoco, diciendo: “Jesús y María, en vuestras manos encomiendo el alma mía”.
   
IV. «Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquísti me?» (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?)
   
Antes de estas palabras escribe San Mateo: “Y hacia la hora nona clamó Jesús con gran voz, diciendo: “Eli, Eli lemá sabaktháni”. ¿Por qué pronunció Jesucristo estas palabras con tan grande voz? Dice Eutimio que las pronunció tan fuerte para darnos a entender su divino poderío, ya que, estando para expirar, pudo hablar tan alto, cosa que no les es dado a los agonizantes, por la suma debilidad que padecen. Y, además, gritó tan firme para darnos a entender la extraordinaria pena en que moría, pues no faltaría quien creyese que, siendo Jesús hombre y Dios, el poder de la divinidad habría impedido el golpe que le asestaban los tormentos. Para evitar, pues, tales sospechas, quiso manifestar con estas palabras que su muerte fue la más amarga de las muertes, pues mientras los mártires eran regalados en sus tormentos con divinos consuelos, Él, como Rey de los mártires, quiso morir privado de todo alivio y sostén, satisfaciendo rigurosamente a la divina justicia por todos los pecados de los hombres. Por eso hace notar Sylveira que Jesús llamó al Padre Dios y no Padre, porque entonces tenía, como juez, que tratarlo cual reo y no como padre trata al hijo (Op. cit., tomo V, libro 8, cap. 18, cuestión 3).
   
Según San León, el clamor del Señor no fue lamento, sino enseñanza (Sermón 16 de Passióne). Enseñanza, porque con aquella voz quiso enseñarnos cuán grande era la malicia del pecado, que pone a Dios como en la obligación de entregar a los tormentos, sin ningún género de consuelo, a su amadísimo Hijo, tan sólo por haber cargado con el peso de satisfacer por nuestros delitos. Sin embargo, Jesús en aquel angustioso trance no fue abandonado de la divinidad ni privado de la visión beatífica, que gozaba su alma benditísima desde el primer instante de su creación; sólo se sintió privado del consuelo sensible con que suele el Señor sostener en la prueba a sus más leales servidores, y por eso cayó en un abismo de tinieblas, temores y amarguras y otras penas que nuestros pecados habían merecido. Esta ausencia sensible de la presencia divina la había experimentado también en el huerto de Getsemaní, pero la que padeció estando en la Cruz fue mayor y más amarga.
    
Pero, ¡oh Eterno Padre!, ¿qué disgusto os ha dado este inocente y obedientísimo Hijo, para que así lo castiguéis con muerte tan amarga? Miradlo cómo está en aquel leño, con la cabeza atormentada por las espinas; cómo pende de tres garfios de hierro, y si quiere reposar, sólo puede hacerlo sobre sus llagas; todos lo han abandonado, hasta sus discípulos; todos, al pasar delante de la Cruz, blasfeman y se mofan de Él. Y ¿por qué vos, que tanto lo amáis, lo habéis abandonado? No hay que olvidar que Jesucristo estaba cargado con los pecados de todo el mundo; y aunque personalmente era el más santo de todos los hombres, ya que era la propia santidad, sin embargo, como se había obligado a satisfacer por nuestros pecados, aparecía a los ojos del Padre como el mayor pecador del mundo, y, como tal y fiador de todos, era menester que pagase por todos. Pues bien, nosotros merecíamos ser condenados a vivir eternamente en el Infierno, con eterna desesperación, y para librarnos de esta muerte eterna quiso Jesús verse en la muerte privado de todo consuelo.
    
Blasfemó Calvino en el comentario que hizo acerca de San Juan, al decir que Jesucristo, para reconciliar a los hombres con su Padre, debía sentir toda la cólera de Dios contra el pecado y experimentar todos los padecimientos de los condenados, y especialmente el de la desesperación. ¡Necedad y blasfemia! ¿Cómo pudiera haber satisfecho por nuestros pecados cayendo en otro mayor, cual es el de la desesperación? Y ¿cómo puede compadecerse esta desesperación soñada por Calvino, con las palabras que entonces pronunció Jesucristo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”? (San Lucas 23, 46). Lo cierto es, como explican San Jerónimo, San Juan Crisóstomo y otros, que nuestro Salvador exhaló este gran lamento no para demostrar su desesperación, sino la amargura que experimentaba al morir privado de todo consuelo. Además, la supuesta desesperación de Jesús sólo podía tener fundamento en el odio que el Padre le tuviese; mas ¿cómo podía Dios aborrecer a Jesucristo, cuando por obedecerle se había ofrecido a pagar por los crímenes de la humanidad? Esta obediencia fue la que movió al Padre a otorgar perdón al género humano, como escribe el Apóstol: “El cual en los días de su carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que le podía salvar de la muerte, y habiendo sido escuchado por razón de su reverencia...” (Hebreos 5, 7).
   
Lo cierto es que este desamparo de Jesús fue el mayor tormento de su pasión, pues nadie ignora que había hasta entonces padecido sin lamentarse horribles dolores, y sólo de éstos se quejó dando una gran voz, envuelta, al decir de San Pablo, con muchas lágrimas y oraciones. Estas lágrimas y aquella voz recia nos dan a entender cuánto le costó a Jesús inclinar a nuestro favor la misericordia divina y cuán espantoso es el castigo dado a un alma que se ve lanzada lejos de Dios y privada para siempre de su santo amor, según la amenaza divina: “De mi casa los arrojaré, no volveré a amarlos” (Oseas 9, 15).
    
Dice, además, San Agustín que Jesucristo se turbó en presencia de la muerte para consuelo de sus siervos, a fin de que, al mostrarse cara a cara con ella, no se conturben, ni por eso se tengan por réprobos, ni se abandonen a la desesperación (Tratado 60 sobre el Evangelio de San Juan, num. 5), porque también Cristo se amedrentó con su muerte (San Julián de Toledo, Liber prognosticórum futúri sǽculi, libro 1, cap. 16).
     
Entre tanto, agradezcamos a la bondad de nuestro Salvador por haber cargado con los castigos que teníamos merecidos, librándonos así de la muerte eterna, y procuremos, de hoy más, vivir agradecidos a este nuestro Libertador, desterrando del corazón todo amor contrario al suyo. Y cuando nos veamos desolados de espíritu y privados de la presencia sensible de la divinidad, unamos nuestra desolación a la que Jesucristo padeció en la hora de su muerte. A las veces se oculta el Señor a la vista de sus almas más predilectas, pero no se aparta de su corazón y las asiste con gracias interiores. Ni se ofende porque en semejante abandono le digamos, como Él mismo dijo a su Padre en Getsemaní: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz”; pero añadamos inmediatamente: “Mas no como yo quiero, sino como quieres tú” (San Mateo 26, 39). Y si continúa la desolación, prosigamos haciendo actos de conformidad, como los prosiguió haciendo Jesús en las tres horas de la agonía de Getsemaní: “Oró por tercera vez, repitiendo de nuevo las mismas palabras” (Ibíd., v. 44). Dice San Francisco de Sales que Jesucristo es tan amable cuando se declara como cuando se esconde. Sobre todo, el alma que ha merecido el Infierno y se ha visto libre de él, no debe cansarse de repetir: “Bendeciré al Señor en todo tiempo” (Salmo 32, 2). Señor, no merezco consuelos; con tal de que me concedáis la gracia de amaros, me resigno a vivir desolado todo el tiempo que os pluguiere. Si los condenados pudieran en sus tormentos conformarse de esta manera con la divina voluntad, su infierno dejaría de ser infierno.
  
“Mas tú, Señor, no permanezcas lejos; mi amparo a socorrerme te apresura” (Salmo 21, 20). Jesús mío, por los méritos de vuestra desolada muerte, no me privéis de vuestra ayuda en el gran combate que habré de sostener en la hora de la muerte con el Infierno. Entonces, cuando todos me hayan abandonado y nadie pueda valerme, no me abandonéis Vos, que habéis muerto por mí y sois el único que entonces me podrá socorrer. Hacedlo por los méritos de aquella pena que sufristeis en vuestro abandono, por el que nos merecisteis no vernos privados de la gracia, como habíamos merecido por nuestras culpas.
   
V. «Sítio» (Tengo sed)
    
Después de esto —dice San Juan—, sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la escritura dice: “Tengo sed” (San Juan 19, 28). La escritura aludida era la de David: “Pusiéronme además hiel por comida e hiciéronme en mi sed beber vinagre” (Salmo 68, 22). Grande era la sed corporal que experimentó Jesucristo en la Cruz a causa de tanto derramamiento de sangre, primero en Getsemaní, luego en la flagelación del pretorio, después en la coronación de espinas y, finalmente, en la Cruz, donde manaban cuatro ríos de sangre de las llagas de sus manos y pies, traspasados por los clavos. Pero mucho mayor fue la sed espiritual, es decir, el deseo ardiente, que le consumía, de salvar a todos los hombres y padecer luego por nosotros, como dice Luis de Blois, para patentizarnos su amor (Margarítum spirituále, parte 3, cap. 18); que es lo que decía San Lorenzo Justiniano: “Esta sed nace de la fuente del amor” (De triumpháli Christi agóne, cap. 19).
    
¡Oh Jesús mío!, tanto deseáis Vos padecer por mí y tan insoportable se me hace a mí el padecer, que a la menor contrariedad me impaciento contra mí y con los demás. Jesús mío, por los méritos de vuestra paciencia, hacedme paciente y resignado en las enfermedades y contratiempos que me sobrevengan; antes de morir hacedme semejante a Vos.
   
VI. «Consummátum est» (Consumado está)
    
Cuando, pues, hubo tomado el vino —dice San Juan— exclamó Jesús: “Consumado está” (San Juan 19, 30). Antes de exhalar el postrer suspiro, el Redentor se puso a considerar todos los sacrificios de la antigua ley, figuras del sacrificio que se hallaba consumando en la Cruz; todas las oraciones de los antiguos patriarcas, todas las profecías relacionadas con su vida y su muerte, todos los ultrajes y afrentas que debía sufrir, y, viendo que todo estaba realizado, exclamó: Consumado está.
    
San Pablo nos anima a luchar con paciencia y generosidad contra los enemigos de la salvación, que nos presentan batalla, y dice: “Corramos por medio de la paciencia la carrera que tenemos delante, fijos los ojos en el jefe iniciador de la fe, el cual en vista del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la Cruz” (Hebreos 12, 1). Aquí nos exhorta el Apóstol a resistir con paciencia las tentaciones hasta el fin, a ejemplo de Jesucristo, que no quiso bajar de la Cruz sin dejar en ella la vida. Por eso San Agustín comenta el Salmo 70 diciendo: “¿Qué te enseña Cristo desde lo alto de la cruz, de la cual no quiso bajar, sino que te armes de valor, apoyado en tu Dios?” (Sermón I sobre el Salmo 70, n. 11). Jesús quiso consumar su sacrificio hasta la muerte, para que entendamos que el premio de la gloria no se da sino a quienes perseveran en el bien hasta el fin, como atestigua San Mateo: “El que permanezca hasta el fin, éste será salvo” (San Mateo 10, 22).
   
Por tanto, cuando en las luchas contra las pasiones o contra las tentaciones del demonio nos sintamos molestados y expuestos a perder la paciencia y a ofender a Dios, dirijamos una mirada a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre por nuestra salvación, y pensemos que aún no hemos derramado ni una gota por su amor, como dice el Apóstol: “Todavía no habéis resistido hasta derramar sangre, luchando contra el pecado” (Hebreos 12, 10).
   
Y cuando tengamos que renunciar a nuestra propia honra, u olvidar algún resentimiento, o privarnos de alguna satisfacción o curiosidad o de otra cualquier cosa que no sea de ningún provecho para nuestra alma, avergoncémonos de rehusar a Jesucristo estos sacrificios, pues su generosidad llegó hasta el extremo de dárnoslo todo, hasta su sangre y su vida.
   
Resistamos con tesón y energía a todos nuestros enemigos, pero la victoria esperémosla únicamente de los méritos de Jesucristo, mediante los cuales tan sólo los santos, y particularmente los santos mártires, superaron los tormentos y la muerte: “Mas en todas estas cosas soberanamente vencemos por obra de Aquel que nos amó” (Romanos 8, 37). Cuando el demonio nos traiga a la mente dificultades que se nos hagan harto difíciles por nuestra flaqueza, dirijamos una mirada a Jesús crucificado, y confiados en su ayuda y merecimientos, digamos con el Apóstol: “Para todo siento fuerzas en Aquel que me conforta” (Filipenses 4, 13). Por mí no puedo nada, pero con la ayuda de Dios lo podré todo.
    
Entre tanto, animémonos a sufrir las tribulaciones de la presente vida, con la mirada fija en las penalidades de Jesús crucificado. “Mira, dice el Señor desde la Cruz, mira la muchedumbre de los dolores y villanías que padezco por ti en este patíbulo: mi cuerpo está pendiente de tres clavos y sólo descansa en llagas; las gentes que me rodean no hacen más que afligirme con sus blasfemias, y mi alma interiormente se halla más afligida que mi cuerpo. Todo esto lo padezco por tu amor; mira cómo te amo y ámame y no repares en padecer algo por mí, ya que por tu amor he llevado vida tan trabajada y ahora estoy muriendo por ti con muerte tan afrentosa”.
   
¡Ah, Jesús mío! Vos me pusisteis en el mundo para serviros y amaros; me iluminasteis con tantas luces y gracias para seros fiel, y yo, ingrato, por no privarme de mis gustos y placeres, preferí muchas veces perder vuestra amistad, volviéndoos las espaldas. Os suplico, por la angustiosísima muerte que por mí sufristeis, me ayudéis a seros fiel en lo que me restare de vida, pues estoy dispuesto a arrancar de mi corazón todo afecto que no sea para Vos, Dios mío, mi amor y mi todo.
   
Madre mía, María, ayudadme a ser fiel a vuestro Hijo, que tanto me ha amado.
   
VII. «Pater, in manus tuas comméndo spíritum meum» (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu)
   
Escribe Eutimio que Jesús pronunció estas palabras con gran energía de voz para dar a entender que era verdadero Hijo de Dios, que llamaba a su Padre (Comentario sobre San Mateo, cap. 67). Y San Juan Crisóstomo dice que habló tan alto para dar a entender que no moría por necesidad, sino por propia voluntad (Sermón 89 sobre San Mateo, n. 1), clamando tan recio precisamente en el momento de morir. Todo lo cual concuerda con lo que Jesús había dicho durante su vida, que Él se sacrificaba voluntariamente por nosotros, sus ovejas, y no ya por voluntad y malicia de sus enemigos: “Yo doy mi vida por mis ovejas... Nadie me la quita, sino que la doy de mi propia voluntad” (San Juan 10, 15).
     
Añade San Atanasio que en aquel trance Jesucristo, encomendándose al Padre, nos encomendó también a todos los fieles, que por su medio habíamos de alcanzar la salvación, porque los miembros y la cabeza no forman más que un solo cuerpo (De humána Christi natúra). De donde deduce el Santo que Jesús entonces quiso renovar la oración que en otras ocasiones dirigiera al Padre, diciendo: “Padre santo, guárdalos en tu nombre... para que sean uno como nosotros” (San Juan 17, 11); y un poco más adelante: “Padre, los que me has dado quiero que, donde estoy yo, también ellos estén conmigo” (Ibíd., v. 24).
    
Esto le impulsaba a decir a San Pablo: “Sé a quién he creído y estoy firmemente persuadido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día” (Epístola II a Timoteo 2, 12). Así escribía el Apóstol desde el fondo de una prisión donde padecía por Jesucristo, en cuyas manos confiaba el depósito de sus padecimientos y de todas sus esperanzas, pues no ignoraba que es fiel y agradecido con quienes padecen por amor. David depositaba toda su esperanza en el futuro Redentor, diciendo: “En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad” (Salmo 30, 6). ¡Con cuánta más razón debemos nosotros confiar en Jesucristo ahora que ha ultimado la obra de la redención! Digámosle, pues, con entera confianza: “En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad”.
   
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Gran alivio experimentan los moribundos al pronunciar estas palabras en el trance de la muerte, al verse agobiados por las tentaciones del Infierno y el temor de los pecados cometidos. Pero yo no quiero, Jesús mío, aguardar a la hora de la muerte para encomendaros mi alma, sino que desde ahora lo hago; no permitáis que de nuevo os vuelva las espaldas. Veo que mi pasada vida sólo me ha servido para ofenderos; no permitáis que en los días que me restaren continúen mis ofensas.
    
¡Oh Cordero de Dios!, sacrificado en la Cruz, muerto por mí cual víctima de amor y acabado de dolores, haced que, por los méritos de vuestra muerte, os ame con todo mi corazón y sea todo vuestro en lo que viviere. Y, cuando llegue el término de mi carrera, haced que muera abrasado en vuestro amor. Vos habéis muerto por mi amor, y yo quiero morir por el vuestro. Vos os disteis del todo a mí, y yo me doy todo a vos. En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad. Vos derramasteis toda vuestra sangre y estregasteis la vida para salvarme; no permitáis que por mi culpa queden estériles vuestras fatigas y trabajos. Jesús mío, os amo, y apoyado en vuestros méritos, espero amaros eternamente. “A ti, Señor, me acojo; no quede para siempre confundido” (Salmo 30, 2).
    
¡Oh María, Madre de Dios!, en vuestras oraciones confío; pedid que viva y muera fiel a vuestro Hijo. También con San Buenaventura os repetiré: “En ti, Señora, esperé y no quedaré para siempre confundido” (Salterio de la Santísima Virgen María, Salmo 30, 2).

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