"He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe. No me queda sino esperar la corona de justicia que me está reservada, y que el Señor, justo Juez, me dará en el gran día, a mí y a todos los que aman su venida". (II Timoteo 4, 7-8)
San Pablo Apóstol
Los griegos unen hoy en una misma solemnidad
el recuerdo "de los ilustres santos, los doce
Apóstoles, dignos de toda alabanza". Roma, ocupada
ayer completamente por el triunfo que el
Vicario de Jesucristo alcazaba dentro de sus
muros, ve hoy al sucesor de Pedro acudir con su
noble corte a tributar al Doctor de las naciones,
el homenaje agradecido de la Urbe y del mundo.
Unámonos con el pensamiento al fiel pueblo romano
que acompañara al Pontífice y hace resonar
con sus cánticos de victoria la espléndida Basílica
de la Vía Ostiense.
CONVERSIÓN
El veinticinco de Enero, vimos
al Niño Jesús conducir a su pesebre, domado y
abatido al lobo de Benjamín (Génesis XLIX, 27), que en la mañana
de su fogosa juventud había llenado de lágrimas y sangre a la Iglesia de Dios. Había llegado
la tarde, como lo había previsto Jacob, en
que Saulo el perseguidor iba a aumentar la grey
y alimentar el rebaño con el alimento de su doctrina celestial, más que todos sus predecesores en
Cristo.
VISITA A "PEDRO"
Por un privilegio que no
ha tenido igual, el Salvador, sentado ya a la
derecha del Padre en los cielos, se dignó instruir
directamente a este neófito, para que un día
fuese del número de sus Apóstoles; pero, como
los caminos del Señor no son nunca opuestos
entre sí, esta creación de un nuevo Apóstol no
podía contradecir a la constitución divina dada
a la Iglesia cristiana por el Hijo de Dios. Pablo,
al salir de las contemplaciones sublimes, durante
las cuales fue infundido en su alma el dogma
cristiano, debió volver hacia el año 39 a Jerusalén
para "ver a Pedro", como dijo él mismo a
sus discípulos de Galacia. Según expresión de
Bossuet, debió "comunicar su propio Evangelio
con el del príncipe de los Apóstoles" (Sermón sobre la Unidad). Admitido
en seguida a predicar el Evangelio, le vemos en
el libro de los Hechos, junto con Bernabé, presentarse
en Antioquía después de la conversión
de Cornelio y de la apertura de la Iglesia a los
gentiles. Después de la prisión de Pedro en Jerusalén,
un aviso del Cielo manifiesta a los ministros
de las cosas santas que presidían la Iglesia
de Antioquía, que ha llegado el momento de
imponer las manos a los dos misioneros, y de
conferirles el carácter sagrado de la ordenación
(año 45).
PRIMERA EXCURSIÓN APOSTÓLICA A CHIPRE
A partir de este momento, Pablo se agranda
con toda la dignidad de un Apóstol y se le juzga
preparado para la misión a que había sido destinado.
De pronto, en el relato de San Lucas, Bernabé
desaparece y no desempeña sino un papel
secundario. El nuevo Apóstol tiene sus discípulos
propios y emprende, desde ahora como jefe,
una serie de peregrinaciones jalonadas por otras
tantas conquistas. Su primer paso lo da en Chipre,
y allí firma con la antigua Roma una alianza
que es como la hermana de la que había contraído
Pedro en Cesarea. En el año 45, cuando
llegó Pablo a Chipre, la isla tenía por procónsul
a Sergio Paulo, recomendable por sus antepasados,
pero más digno de estima por la sabiduría
de su gobierno. Deseó oir a Pablo y Bernabé. Un
milagro de Pablo, obrado ante sus ojos, le convenció
de la verdad de la enseñanza de los dos
Apóstoles, y la Iglesia cristiana recibió este día
en su seno, un nuevo heredero del nombre y de
la gloria de las más ilustres familias romanas.
Un cambio tuvo lugar en este momento: el patricio
romano fue libertado del yugo de la gentilidad
por el judío, y en pago, el judío, que
hasta entonces se llamaba Saulo, recibió y adoptó
en adelante el nombre de Paulo o Pablo, como
trofeo digno del Apóstol de los gentiles.
CONCILIO DE JERUSALÉN
De Chipre, Pablo
recorrió sucesivamente Cilicia, Panfilia, Pisidia y
Licaonia. Por todas partes evangeliza, y por todas
partes funda comunidades de cristianos.
Vuelve en seguida a Antioquia en el año 49, y
encuentra revuelta la Iglesia de esta ciudad.
Un partido de los judíos salidos de las filas de
los fariseos, consentía en la admisión de los gentiles
en la Iglesia, pero solamente con la condición
de que se sujetasen a las prácticas mosaicas,
es decir, a la circuncisión, a la distinción de
alimentos, etc. Los cristianos salidos de la gentilidad
rehusaban esta servidumbre a la que Pedro
no les había obligado, y la controversia se hizo
tan viva, que Pablo juzgó necesario emprender
el viaje a Jerusalén, a donde Pedro acababa de
llegar huyendo de Roma. Partió, pues, con Bernabé,
llevando la cuestión para que la resolviesen
los representantes de la ley nueva reunidos
en la ciudad de David. Además de Santiago (que
residía habitualmente en Jerusalén como Obispo),
Pedro, como ya hemos dicho, y Juan representaron
allí a todo el colegio Apostólico en esta
ocasión. Se formuló un decreto por el que se
anulaba todo lo que se pretendía exigir de los
gentiles respecto a los ritos judaicos, y esta disposición
se tomó en nombre y bajo la inspiración
del Espíritu Santo. En esta reunión de Jerusalén
fue cuando los tres grandes Apóstoles acogieron
a Pablo como especialmente destinado a la evangelización de los gentiles. Recibió de parte de
los que él llama "las columnas", una confirmación
de este apostolado sobreañadido al de los doce.
Por este ministerio extraordinario, que surgía en
favor de los que habían sido llamados los últimos,
el cristianismo afirmaba definitivamente su
independencia del judaismo, y la gentilidad iba
a entrar en masa en la Iglesia.
SEGUNDA EXCURSIÓN APOSTÓLICA (49-54)
Pablo volvió a emprender sus excursiones apostólicas
por las provincias que ya había evangelizado,
para afianzar las Iglesias. De allí, atravesando
Frigia, pasó a Macedonia, se detuvo un
momento en Atenas, desde donde partió a Corinto,
y aquí permaneció año y medio. A su partida,
dejaba en esta ciudad una Iglesia floreciente, no
sin haber excitado contra él el furor de los judíos.
De Corinto, Pablo fue a Éfeso, donde permaneció
más de dos años. Convirtió aqui tantos
gentiles, que el culto de Diana disminuyó notablemente.
Levantóse una revuelta violenta, y
Pablo juzgó que había llegado el momento de
salir de Éfeso. Durante su estancia en esta ciudad,
reveló a sus discípulos el pensamiento que
le preocupaba desde hacía tiempo: "Es necesario,
les dijo, que yo visite Roma". La capital de
la gentilidad reclamaba al Apóstol de los gentiles.
EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
El crecimiento rápido del cristianismo en la capital del Imperio
mostraba, de una manera más palpable que en
otras partes, los dos elementos heterogéneos de
que estaba formada la Iglesia de entonces. La
unidad de fe reunía en un mismo aprisco a los
antiguos judíos y a los antiguos paganos. Se
encontraron algunos entre ambas razas, que, olvidando
muy pronto que su vocación común había
sido gratuita, menospreciaban a sus hermanos,
considerándolos menos dignos que ellos del
bautismo, que los hacía a todos iguales en Cristo.
Algunos judíos menospreciaban a los gentiles,
recordando el politeísmo que había mancillado
su vida, con todos los vicios que lleva consigo.
Algunos gentiles miraban despectivamente a los
judíos, como descendientes de un pueblo ingrato
y ciego, que, abusando de los dones que Dios
les habla prodigado, no hizo sino crucificar al
Mesías.
En el año 57, Pablo, que conoció estas discusiones,
se aprovechó de su segunda estancia
en Corinto para escribir a los fieles de la Iglesia
romana la célebre Epístola, en la que trata de
probar que el don de la fe se concede gratuitamente,
siendo Judíos y Gentiles indignos de la
adopción divina, y no habiendo sido llamados
sino por pura misericordia; Judíos y Gentiles,
olvidando su pasado, debían abrazarse fraternalmente
en una misma fe y testimoniar su agradecimiento a Dios, que se les había anticipado
con su gracia a unos y a otros. Su reconocida
cualidad de Apóstol daba a Pablo derecho a intervenir
de esta manera en el seno mismo de
una cristiandad que no había fundado.
ÚLTIMO VIAJE A JERUSALÉN
Mientras aguardaba
el tiempo en que podría contemplar con
sus ojos la Iglesia reina que Pedro había fundado,
el Apóstol quiso cumplir una vez más la
peregrinación a la ciudad de David. Pero la rabia
de los judíos de Jerusalén llegó en esta ocasión
hasta el último exceso. Su orgullo odiaba
sobre todo a este antiguo discípulo de Gamaliel,
a este cómplice del asesinato de San Esteban, que
ahora convidaba a los gentiles a unirse con los
hijos de Abraham bajo la ley de Jesús de Nazaret.
El tribuno Lisias le arrancó de las manos
de estos furiosos que iban a hacerle pedazos. La
noche siguiente, Cristo se apareció a Pablo y le
dijo: "Sé firme; porque el testimonio que das
en este momento de Mí en Jerusalén, lo darás
en Roma".
ESTANCIA EN ROMA
Después de una cautividad
en Cesarea de más de dos años, Pablo,
habiendo apelado al emperador, llegó a Italia a
principio del año 61. Por fin el Apóstol de los
gentiles entraba en Roma. No le rodeaba el cortejo
de un triunfador; era un humilde prisionero
judio, a quien se conducía al lugar en que se amontonaban los que apelaban al César. Pero
Pablo era el judío aquel a quien el mismo Cristo
había conquistado en el camino de Damasco. No más Saúl el Benjamita, ahora se
presentaba con el nombre romano de Pablo, y
este nombre no era un latrocinio en aquel que,
después de Pedro, sería la segunda gloria de Roma,
y la segunda prenda de su inmortalidad. No
llevaba consigo, como Pedro, la primacía que
Cristo había confiado a uno solo; pero venía a
comunicar al centro mismo de la evangelización
de los gentiles la delegación divina que había recibido
en favor de éstos. Pablo no tendría sucesor
en su misión extraordinaria; pero el elemento
que acababa de depositar en la Iglesia madre y
maestra, tenia un valor tan grande, que por todos
los siglos se oirá a los Pontífices romanos, herederos
del poder monárquico de Pedro, evocar
este recuerdo y mandar en nombre de los "bienaventurados
Apóstoles Pedro y Pablo".
En vez de aguardar en prisión el día en que se
viese su causa, Pablo tuvo la libertad de escogerse
alojamiento en la ciudad, obligado solamente
a estar custodiado día y noche por un
soldado representante de la fuerza pública, y a
quien, según era costumbre en parecidos casos,
estaba atado con una cadena que le impedía
huir, pero le dejaba libre en sus movimientos.
El Apóstol podía continuar así predicando la palabra
de Dios. Hacia el año 62, se concedió a Pablo
la audiencia a la que le daba derecho la apelación que había interpuesto al César. Compareció
en el pretorio, y su defensa tuvo por resultado
la libertad.
ÚLTIMA EXCURSIÓN EVANGÉLICA
Pablo, libre,
vino probablemente a España. De aquí, queriendo
volver a ver Oriente, visitó de nuevo Éfeso,
de donde nombró Obispo a su discípulo Timoteo.
Evangelizó Creta, donde dejó como pastor a
Tito. Pero no abandonó para siempre esta Iglesia
romana, a la que ilustró por su presencia y
acrecentó y fortificó por su predicación; habrá
de volver para iluminarla con los últimos rayos
de su apostolado, y teñirla de púrpura con su
sangre gloriosa.
El Apóstol había terminado sus excursiones
evangélicas en Oriente (66); había consolidado
las Iglesias fundadas por su palabra, y las pruebas,
lo mismo que las consolaciones, no faltaron
en su camino. Al acercarse el invierno fue arrestado,
conducido a Roma y puesto en prisión.
MARTIRIO
Un día del año 67, quizá el 29 de
Junio, Pablo, conducido a lo largo de la vía Ostiense,
era seguido de un grupo de fieles incorporados
a la escolta del prisionero. La sentencia
dada contra él declaraba que se le cortarla la
cabeza junto a las aguas Salvias. Después de andar
unas dos millas por la vía Ostiense, los soldados
condujeron a Pablo por un sendero que se
dirigía hacia Oriente, y en seguida llegaron al lugar indicado para el martirio del Doctor de los
gentiles. Pablo se puso de rodillas y dirigió a
Dios su última oración; luego aguardó el golpe.
Un soldado blandió su espada y la cabeza del
Apóstol, separada del cuerpo, dió tres saltos en
el suelo. Tres fuentes manaron inmediatamente
en los lugares tocados por ella. Esta es la tradición
conservada del lugar del martirio, en el que
hay tres fuentes, y sobre cada una se levanta un
altar.
Dom Prósper Gueranger, OSB. El Año Litúrgico (I Edición española), Tomo IV, págs. 488-497. Editorial Aldecoa (Burgos-España), 1956.
MEDITACIÓN: NUESTRAS BUENAS OBRAS NOS SIGUEN AL OTRO MUNDO
I. Tener fervor en el servicio de Dios, es hacer todo lo que Dios nos pide con ardor, con prontitud y con alegría. Un hombre fervoroso vuela allí donde le llama el deber. Busca grandes ocasiones de dar a Dios pruebas de su amor; no desprecia las pequeñas; nada le parece difícil, por nada tiene lo que ya ha hecho, arde en deseos de hacer algo más heroico en lo por venir para la gloria de Jesucristo. ¿ Te hallas en estas disposiciones? Estuviste en ellas, ¿por qué no has perseverado? Vuelve lo antes posible a ese primer estado de fervor del que te relajaste.
II. Un hombre fervoroso resiste generosamente a todas las tentaciones; un hombre tibio y flojo sucumbe en ellas. Nada cuesta a un cristiano que está animado de este hermoso fuego: todo incomoda a un cristiano frío, todo le parece difícil e insoportable. El hombre fervoroso está siempre feliz y siempre contento, porque Dios derrama en su alma consolaciones celestiales para recompensarlo por los placeres del mundo que le sacrifica; el cristiano flojo y tibio no goza de los consuelos del Cielo, porque no es lo suficientemente fiel a Dios como para merecerlos.
III. El medio para encender el fervor en tu corazón es, en primer lugar, servir a Dios cada día como si cada día comenzases a servirle; es olvidar el poco bien qué ya hayas hecho, es considerarte como un servidor inútil. Compara lo que has hecho por Dios con lo que Jesucristo ha hecho por ti. En segundo lugar, cada día sirve a Dios como si fuese el último de tu vida. ¿Qué harías ahora si estuvieras seguro de morir mañana?
El fervor. Orad por los que trabajan en la salvación de las almas.
ORACIÓN
Oh Dios, que habéis instruido al mundo entero por la predicación del apóstol San Pablo, haced, os lo rogamos, que honrando hoy su memoria, marchemos hacia Vos imitando sus ejemplos. Por J. C. N. S. Amén.
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