martes, 9 de junio de 2015

ALOCUCIÓN DE S.S. PÍO XII EN LA CANONIZACIÓN DE SAN PÍO X

Tomado de RADIO CRISTIANDAD
  
   
Gozo del Padre Santo
Esta hora de espléndido triunfo, que Dios, exaltador de los humildes, ha preparado y como adelantado para sellar la ascensión maravillosa de su fiel siervo Pío X a la gloria suprema de los altares, colma nuestra alma de gozo, del cual, venerables hermanos y amados hijos, participáis vosotros tan abundantemente con vuestra presencia. Damos, pues, fervientes gracias a la divina bondad por habernos concedido el vivir este acontecimiento extraordinario; tanto más cuanto que, por vez primera quizá en la historia de la Iglesia, la formal canonización de un Papa es proclamada por quien tuvo en otro tiempo el privilegio de estar a su servicio en la Curia romana.
  
Fausto y memorable es este día no sólo para Nos, que lo contamos entre los más felices de nuestro pontificado, a quien por otra parte la Providencia había reservado tantos dolores y preocupaciones, sino también para la Iglesia entera, que, reunida espiritualmente en torno a Nos, exulta al unísono con una intensa emoción religiosa.
   
¿Qué significa para la Iglesia la santidad de Pío X?
El nombre tan querido de Pío X atraviesa en este radioso atardecer de un extremo al otro toda la tierra, pronunciado con los acentos más diversos y despertando por doquier pensamientos de celestial bondad, fuertes impulsos de fe, de pureza, de piedad eucarística; resuena como testimonio perenne de la presencia fecunda de Cristo en su Iglesia. Con generosa recompensa al exaltar a su siervo, Dios atestigua la santidad eminente por la cual, más aún que por su cargo supremo, Pío X fue durante su vida el campeón ilustre de la Iglesia y, por lo mismo, es hoy el santo dado por la Providencia a nuestra época.
   
Por eso deseamos que contempléis precisamente desde este punto de vista la gigantesca y dulce figura del Santo Pontífice para que, cuando las sombras de la noche hayan caído sobre esta jornada memorable y se hayan apagado las voces del inmenso hosanna, el rito solemne de su canonización permanezca como una bendición en vuestras almas y como prenda de salvación para el mundo.
  
Programa de su Pontificado
1. El programa de su pontificado lo anunció él mismo solemnemente con su primera encíclica (I supremi, del 4 de octubre de 1903), en la que declaraba ser su único propósito instaurare omnia in Christo (Eph. 1, 10), es decir, recapitular, volver a llevar todo a la unidad en Cristo. Pero ¿cuál es el camino que nos franquea el acceso a Jesucristo?, se preguntaba él, mirando con amor a las almas descarriadas y vacilantes de su tiempo. La respuesta, válida ayer como hoy y en los siglos venideros, es: ¡la Iglesia! Por eso su primera solicitud, mantenida sin cesar hasta la muerte, fue el hacer que la Iglesia fuese en concreto cada vez más apta y más dispuesta para llevar a los hombres hacia Jesucristo.
   
La codificación del Derecho Canónico
A este fin concibió la atrevida empresa de renovar el cuerpo de las leyes eclesiásticas para conferir así al entero organismo de la Iglesia un funcionamiento más regular y mayor seguridad y agilidad de movimientos, según lo requería nuestro mundo externo, lanzado hacia un dinamismo y una complejidad cada día mayores. Es muy cierto que esta empresa, definida por él mismo arduum sane munus, estaba en consonancia con su sentido eminentemente práctico y con su carácter vigoroso; con todo, no parece que la sola consideración de su temperamento pueda dar la explicación última de la difícil empresa. La fuente profunda de la obra legislativa de Pío X hay que buscarla, sobre todo, en su santidad personal, en aquella persuasión íntima que la realidad de Dios, por él sentida en una incesante comunión de vida, es el origen y la base de todo orden, de toda justicia, de todo derecho en el mundo. Donde está Dios allí reina el orden, la justicia y el derecho, y viceversa, todo orden justo, tutelado por el derecho, manifiesta la presencia de Dios. Ahora bien, ¿qué institución en la tierra debía manifestar más eminentemente esta fecunda relación entre Dios y el derecho, sino la Iglesia, Cuerpo místico del mismo Cristo? Dios bendijo copiosamente la obra del santo Pontífice, de modo que el Código de Derecho Canónico continuará siendo siempre el gran monumentó de su pontificado, y a él se le podrá considerar como al santo providencial del tiempo presente.
   
¡Ojalá que este espíritu de justicia y de derecho del que Pío X fue testigo y modelo para el mundo contemporáneo, penetre en las salas de las conferencias de los estados, donde se discuten problemas gravísimos de la familia humana, en particular el modo de desterrar para siempre el temor de espantosos cataclismos y de asegurar a los pueblos una era duradera y feliz de tranquilidad y de paz!
   
Defensa de la Fe
2. Pío X se reveló también campeón invicto de la Iglesia y santo providencial de nuestros tiempos en la segunda empresa que caracterizó su obra y que, por sus episodios a veces dramáticos, se asemejó a una lucha entablada por un gigante en defensa de un tesoro inestimable: la unidad interior de la Iglesia en su fundamento íntimo, la fe. Ya desde la niñez la Providencia divina había preparado a su elegido en una humilde familia fundada sobre la autoridad, las sanas costumbres y la fe misma escrupulosamente vivida. Sin duda, cualquier otro Pontífice, en virtud de la gracia de estado, habría combatido y rechazado aquellos asaltos lanzados contra el fundamento de la Iglesia. Con todo, hay que reconocer que la lucidez y firmeza con que Pío X dirigió la lucha victoriosa contra los errores del modernismo atestiguan en qué grado ardía en su corazón de santo la virtud de la fe. Solícito únicamente de que la grey confiada a sus desvelos conservase intacta la herencia de Dios, el gran Pontífice no conoció debilidades ante cualesquiera dignatarios o personas de autoridad, ni titubeos frente a doctrinas falsas, por muy atrayentes que fueran, dentro o fuera de la Iglesia, ni temor alguno de procurarse ofensas contra su persona o injusto desconocimiento de la pureza de sus intenciones. Tuvo clara conciencia de que luchaba por la más santa de las causas: la causa de Dios y de las almas. Literalmente se verificaron en él las palabras del Señor a San Pedro: “Yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no perezca, y tú… confirma a tus hermanos” (Luc., 22, 32). La promesa y el mandato de Cristo suscitaron una vez más en la roca indefectible de un Vicario suyo el temple indómito del atleta. Es justo que la Iglesia, al decretarle hoy la gloria suprema en el mismo lugar donde desde hace siglos resplandece sin ofuscarse nunca la de San Pedro, uniendo a ambos en una misma apoteosis, entone a Pío X un canto de reconocimiento e invoque al mismo tiempo su intercesión para que aleje de ella otras batallas semejantes. La conservación de la unión íntima entre la fe y la ciencia, que fue propiamente la cuestión entonces debatida, es un bien tan grande para la Humanidad entera, que también la importancia de esta segunda grande empresa del santo Pontífice va mucho más allá del mundo católico.
  
Su acción contra el modernismo
Doctrina, cual la del modernismo, que separa, oponiéndolas, la fe y la ciencia en su origen y en su objeto, opera en estos dos campos vitales una escisión tan deletérea, “que poco más es muerte”. Se han visto prácticamente sus efectos: en el siglo que corre, el hombre, dividido en lo profundo de su ser y, sin embargo, ilusionado aún con poseer su unidad por una frágil apariencia de armonía y felicidad basadas en un progreso puramente terreno, ha visto quebrarse esta unidad bajo el peso de una realidad bien diversa.
   
Pío X, con mirada escrutadora, vio el aproximarse de esta catástrofe espiritual del mundo moderno, esta amarga decepción, especialmente en los ambientes cultos. Intuyó que una fe aparente, es decir, una fe que no se funde en la revelación divina, sino que se arraigue en un terreno puramente humano, para muchos se disolvería en ateísmo. Entrevio igualmente el destino fatal de una ciencia que, contra la naturaleza y con voluntaria limitación, se cerraba el paso hacia la Verdad y el Bien absolutos, dejando así al hombre sin Dios, de frente a la oscuridad invencible en que yacería para él todo ser, solamente una posición de angustia o de arrogancia.
   
El santo contrapuso a tanto mal la única posible y verdadera salvación: la verdad católica, bíblica, de la fe, aceptada como “rationabile obsequium” (Rom., 12, 1) hacia Dios y su revelación. Coordinando de tal manera fe y ciencia —aquélla como sobrenatural extensión y confirmación de ésta, y ésta como camino que lleva a la primera— restituyó al cristiano la unidad y la paz del espíritu, que son premisas imprescriptibles de vida.
  
Si hoy muchos, volviendo de nuevo los ojos a esta verdad, casi empujados por el vacío y por la angustia de su abandono, tienen la suerte de poderla encontrar firmemente poseída por la Iglesia, deben agradecerlo a la mirada previsora de Pío X. Por haber preservado la verdad pura de todo error él se ha hecho benemérito tanto para con los que gozan de esa verdad a plena luz, es decir, los creyentes, cuanto para con los que la buscan sinceramente. A los demás, su firmeza contra el error puede tal vez que sea aún como piedra de escándalo; en realidad, no es otra cosa que un supremo servicio de caridad hecho por un santo, como Jefe de la Iglesia, a la Humanidad entera.
   
Santidad sacerdotal y eucarística
3. La santidad, que se revela como fuente de inspiración y guía de las empresas de Pío X, ya recordadas, brilla aún más directamente en los hechos cotidianos de su misma persona. El realizó en sí mismo, antes que en los demás, el citado programa: recapitular y llevar todo a la unidad en Cristo. Como humilde párroco, como Obispo y como Sumo Pontífice estimó que la santidad a que Dios le destinaba era la santidad sacerdotal. ¿Qué otra santidad puede ser más agradable a Dios en un sacerdote de la ley nueva que aquella que conviene a un representante del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, el cual dejó a la Iglesia, como perenne recuerdo, la perpetua renovación del Sacrificio de la Cruz en la Santa Misa hasta el día en que venga para el Juicio final (1 Cor., 11, 24-26), y que con este sacramento de la Eucaristía se dio a Sí mismo como alimento de las almas: “Quien come este pan vivirá eternamente”? (Io., 6, 59).
    
Sacerdote ante todo en el ministerio eucarístico, he aquí el retrato más fiel del santo Pío X. En el servir como sacerdote al misterio de la Eucaristía y en el cumplir el precepto del Señor “Haced esto en memoria mía” (Luc., 22, 19) se compendia su vida toda. Desde el día de su ordenación sacerdotal hasta su muerte como Pontífice no conoció otro camino posible para llegar al amor heroico de Dios y a la generosa correspondencia con el Redentor del mundo, el cual por medio de la Eucaristía “derramó las riquezas de su divino amor hacia los hombres” (Conc. Trid., sess. XIII, capítulo 2). Una de las manfestaciones más expresivas de su conciencia sacerdotal fue su ardiente solicitud por renovar la dignidad del culto y especialmente por vencer los prejuicios de una práctica desviada.
   
Promovió resueltamente la frecuencia, aun diaria, dde los fieles a la mesa del Señor, y condujo a ella, sin vacilar, a los niños como en brazos para ofrecerlos al abrazo de Dios escondido en los altares. Brotó así una nueva primavera de vida eucarística para la Esposa de Cristo.
       
En la profunda visión que poseía de la Iglesia como sociedad, Pío X conoció el poder que tiene la Eucaristía para alimentar sustancialmente su vida íntima y para elevarla por encima de cualquier otra asociación humana. Sólo la Eucaristía, en la cual Dios se da al hombre, puede fundar una vida social digna de sus miembros, cimentada antes en el amor que en la autoridad de los individuos; en una palabra: una vida “escondida con Cristo en Dios”.
   
¡Ejemplo providencial para el mundo de hoy, en el que la sociedad terrena, que se está convirtiendo cada día más en una especie de enigma para sí misma, busca con ansia una solución sobre cómo volverse a dar un alma! Que ese mundo tome por modelo a la Iglesia reunida en torno a sus altares. Allí, en el misterio eucarístico, el hombre descubre y reconoce realmente su pasado, su presente y su porvenir como unidad en Cristo (cfr. Conc. Trid., I. c.). Consciente de esta solidaridad con Cristo y con sus hermanos y fortalecido por ella, cada uno de los miembros de entrambas sociedades, la terrena y la sobrenatural, estará en condiciones de recibir del altar la vida interior de dignidad y valor personal, vida que al presente está a punto de ser arrollada por la tecnificación y por la organización excesiva de toda la existencia, tanto del trabajo como también del descanso. Sólo en la Iglesia, parece repetir el santo Pontífice, y por la Iglesia en la Eucaristía, que es “vida escondida con Cristo en Dios”, se encuentra el secreto y la fuente de renovación de la vida social.
  
Los sacerdotes deben llevar al mundo la vida divina a través de la Eucaristía
De aquí se sigue la grave responsabilidad de aquellos a quienes, como a ministros del altar, compete el deber de abrir a las almas el manantial salvífico de la Eucaristía. Multiforme es, ciertamente, la acción que puede desarrollar un sacerdote para salvar el mundo moderno; pero existe una, sin duda la más digna, la más eficaz, la más duradera en sus efectos: hacerse distribuidor de la Eucaristía una vez que él mismo se ha nutrido abundantemente de ella. Su obra no sería sacerdotal si él mismo, aun llevado por el celo de las almas, pusiese en segundo lugar su vocación eucarística. Conformen, pues, los sacerdotes su mente a la inspirada sabiduría de Pío X y orienten confiadamente hacia el sol eucarístico toda su actividad de vida y de apostolado. Igualmente los religiosos, que viven con Jesucristo bajo el mismo techo y que se alimentan diariamente con su carne, tengan como segura norma lo que el santo Pontífice declaró en ocasión importante; a saber: que los vínculos que los unen a Dios por medio de los votos religiosos no deben posponerse a ningún otro servicio, por más legítimo que sea, en provecho del prójimo (cfr. Ep. ad Cabrielem M., Antist. Gen. Fr. a Scholis Christ., 23 apr. 1905. Pii X P. M. Acl, v. II, pp. 87-88).
   
El alma debe ahondar sus raíces en la Eucaristía para extraer de ella la savia de la vida interior, la cual no es sólo un bien fundamental de los corazones consagrados al Señor, sino una necesidad de todo cristiano, a quien Dios llama a la salud eterna. Sin la vida interior cualquier actividad, por más preciosa que sea, se degrada a la categoría de acción casi mecánica, ni puede tener tampoco la eficacia propia de una operación vital.
   
Eucaristía y vida interior, he ahí la predicación suprema y más general que Pío X dirige en la hora presente a todas las almas desde la altura de la gloria. Como apóstol de la vida interior, él se sitúa en la era de la máquina, de la técnica y de la organización como el santo y el guía de los hombres de hoy.
  
Oración a San Pío X
Sí, ¡oh Santo Pío X!, gloria del sacerdocio, esplendor y ornamento del pueblo cristiano; tú, en quien la humildad parecía hermanarse con la grandeza, la austeridad con la mansedumbre, la sencilla piedad con la profunda doctrina; tú, !oh Pontífice de la Eucaristía y del catecismo, de la fe íntegra y de la impávida entereza!, vuelve tu mirada hacia la Iglesia santa, a quien tanto amaste y a la que consagraste lo mejor de los tesoros que con mano pródiga depositara en tu alma la Divina Bondad; obten para ella la incolumidad y la constancia en medio de las dificultades y persecuciones de nuestros tiempos; sostén esta pobre Humanidad, de cuyos dolores tanto participaste y que acabaron por detener las palpitaciones de tu gran corazón; haz que en este mundo agitado triunfe aquella paz que debe ser armonía entre las naciones, acuerdo fraterno y sincera colaboración entre las clases sociales, amor y caridad entre los hombres, a fin de que, de esta suerte, los anhelos que agotaron tu vida apostólica lleguen a ser, gracias a tu intercesión, una feliz realidad para gloria de Nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y con el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.
Así sea

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