Fotograma de la película “Ratatouille”.
Cuando hablamos del pecado capital llamado gula (que es parte de la concupiscencia de la carne), lo primero que se nos viene a la mente es el comer y beber en cantidades, vorazmente y a deshoras. Pero no se agota allí el pecado: Según San Gregorio Magno y el angélico Santo Tomás, la gula es también exigir alimentos lujosos y/o elaboradamente preparados. Sobre este tema, presentaremos como reflexión un pasaje de las Cartas del Diablo a su sobrino, de C. S. Lewis. Una aguda sátira contra los estándares conductuales de la Europa de entreguerras, cargada de mensajes moralizantes.
Mi querido Orugario:
El tono despectivo en que te refieres, en tu última carta, a la gula, como medio de capturar almas, no revela sino tu ignorancia. Uno de los grandes logros de los últimos cien años ha sido amortiguar la conciencia humana en lo referente a esa cuestión, de tal forma que difícilmente podrás encontrar ahora un sermón pronunciado en contra de ella, o una conciencia preocupada por ella, a todo lo ancho y largo de Europa. Esto se ha llevado a efecto, en gran parte, concentrando nuestras fuerzas en la promoción de la gula por exquisitez, no en la gula del exceso.
La madre de tu paciente, según sé por el dossier y tú podrías saber por Gluboso, es un buen ejemplo. Se quedaría perpleja —un día, espero, se quedará perpleja— si supiese que toda su vida ha estado esclavizada por este tipo de sensualidad, que le resulta perfectamente imperceptible por el hecho de que las cantidades en cuestión son pequeñas. Pero, ¿qué importan las cantidades, con tal de que podamos servirnos del estómago y del paladar humano para provocar quejumbrosidad, impaciencia, dureza y egocentrismo? Gluboso tiene bien atrapada a esta anciana. Esta señora es una verdadera pesadilla para las anfitrionas y los criados. Siempre está rechazando lo que le han ofrecido, diciendo, con un suspiro y una sonrisa coqueta: “Oh, por favor, por favor… todo lo que quiero es una tacita de té, flojo pero no demasiado, y un pedacito chiquitín de pan tostado verdaderamente crujiente”. ¿Te das cuenta? Puesto que lo que quieres más pequeño y menos caro que lo que le han puesto delante, nunca reconoce como gula su afán de conseguir lo que quiere, por molesto que pueda resultarles a los demás. Al tiempo que satisface su apetito, cree estar practicando la templanza. En un restaurante lleno de gente, da un gritito ante el plato que una camarera agobiada de trabajo le acaba de servir, y dice: “¡Oh, eso es mucho, demasiado! Lléveselo, y tráigame algo así como la cuarta parte”.
Si se le pidiese una explicación, diría que lo hace para no desperdiciar; en realidad, lo hace porque el tipo particular de exquisitez a la que la hemos esclavizado no soporta la visión de más comida que la que en ese momento le apetece. El auténtico valor del trabajo callado y disimulado que Gluboso ha llevado a cabo, durante años, con esta vieja, puede medirse por la fuerza con que su estómago domina ahora toda su vida. Ella se encuentra en un estado de ánimo que puede representarse por la frase “todo lo que quiero”. Todo lo que quiere es una tacita de té hecho como es debido, o un huevo correctamente pasado por agua, o una rebanada de pan adecuadamente tostada; pero nunca encuentra ningún criado ni amigo que pueda hacer estas cosas tan sencillas “como es debido”, porque su “como es debido” oculta una exigencia insaciable de los exactos y casi imposibles placeres del paladar que cree recordar del pasado, un pasado que ella describe como “los tiempos en que podía conseguirse un buen servicio”, pero que nosotros sabemos que son los tiempos en que sus sentidos eran más fácilmente complacidos y en los que otra clase de placeres la hacían menos dependiente de los de la mesa. Entretanto, la frustración cotidiana produce un cotidiano mal humor: las cocineras se despiden y las amistades se enfrían. Si alguna vez el Enemigo introduce en su mente la más leve sospecha de que pueda estar demasiado interesada por la comida, Gluboso la contrarresta susurrándole que a ella no le importa lo que ella misma come, pero que “le gusta que sus hijos coman cosas agradables”. Naturalmente, en realidad, su avaricia fue una de las causas principales de lo poco a gusto que su hijo se ha sentido en casa durante muchos años.
Pues bien, tu paciente es hijo de su madre, y aunque, acertadamente, te dediques a luchar más a fondo en otros frentes, no debes olvidar una pequeña y silenciosa infiltración en lo referente a la gula. Como es un hombre, no resulta tan fácil atraparle con el camuflaje del “Todo lo que quiero”: como mejor se hace que los hombres pequen de gula es apoyándose en su vanidad. Hay que hacer que se crean muy entendidos en cuestiones culinarias, para aguijonearles a decir que han descubierto el único restaurante de la ciudad donde los filetes están de verdad “correctamente” guisados. Lo que empieza como vanidad puede convertirse luego, paulatinamente, en costumbre. Pero, de cualquier modo que lo abordes, lo bueno es llevarle a ese estado de ánimo en que la negación de cualquier satisfacción —no importa cuál, champagne o té, sole Colbert o cigarrillos— le “irrita”, porque entonces su caridad, su justicia y su obediencia estarán totalmente a tu merced. El mero exceso de comida es mucho menos valioso que la exquisitez. Es útil, sobre todo, a modo de preparación artillera antes de lanzar ataques contra la castidad. En esta materia, como en cualquier otra, debes mantener a tu hombre en un estado de falsa espiritualidad; nunca le dejes darse cuenta del lado médico de la cuestión. Manténle preguntándose qué pecado de orgullo o qué falta de fe le ha puesto en tus manos, cuando el simple análisis de lo que ha comido o bebido durante las últimas veinticuatro horas podría revelarle de dónde proceden tus municiones y le permitiría, por consiguiente, poner en peligro tus líneas de aprovisionamiento mediante una muy ligera abstinencia. Si ha de pensar en el aspecto médico de la castidad, suéltale la gran mentira que hemos hecho que se traguen los humanos ingleses: que el ejercicio físico excesivo, y la consecuente fatiga, son especialmente favorables para esta virtud. Podría muy bien preguntarse uno, en vista de la notoria lubricidad de los marineros y de los soldados, cómo es posible que se lo crean.
Pero nos servimos de los maestros de escuela para difundir este camelo, hombres a quienes de verdad la castidad sólo les interesaba como excusa para fomentar la práctica de los deportes, y que, por tanto, recomendaban tales juegos como ayuda a la castidad. Pero todo este asunto resulta demasiado amplio como para abordarlo al final de una carta.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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