Traducción del artículo escrito por Orlando Fedeli.
I - El alma, la belleza y el arte
Fue el Autor de la hermosura que creó todas las cosas (...) y por la grandeza y hermosura de la criatura se puede visiblemente llegar al conocimiento de su Creador, dice la Sabiduría de Dios (Sab. XIII, 3 y 5). Y San Pablo, en la Epístola a los Romanos, enseñó que las perfecciones invisibles de Dios, después de la creación del mundo, tornáronse visibles por la comprensión de las cosas creadas (Cfr. Rom. I, 20).
En todos los seres, el Criador dejó su marca. En los transcendentales del ser, contemplamos el sello de la divina Majestad, y en las formas de las criaturas, vemos la imagem de su hermosura. Dios es la Verdad. Dios es el Bien. Dios es la Belleza. En Él, Verdad, Bien y Belleza se identifican, puesto que Dios es simple, sin composición. Ahora, el Criador hizo el mundo a Su imagen y semejanza, Por esto, la verdad, el bien y la belleza existentes en el universo son reflejos de la Verdad, del Bien y de la Belleza de Dios.
Podemos encontrar estos reflejos de las infinitas cualidades de Dios en lo finito de las criaturas, examinándolas de dos modos diversos:
En el universo material, todo ser está compuesto de materia y forma. Además de esto, todo ser refleja analógicamente las cualidades de Dios. Todo ser, de algún modo, es símbolo de algún valor. Todas las cosas, de algún modo, hablan de Dios. Por eso, San Buenaventura dice que Dios escribió dos libros que hablan de Él mismo: La Sagrada Escritura y el Universo (Cfr. San Buenaventura, Breviloquio). El mundo es una gran parábola de Dios. Por tanto, al considerar la belleza de las cosas naturales o artísticas, se debe tener en cuenta la materia, la forma y el símbolo de ellas.
También desde un punto de vista metafisico, verificamos que todo ser es uno, verdadero y bueno. El verum de cada ente es él mismo, en cuanto ser capaz de ser comprendido por la inteligencia. El bonum de ellos es el mismo, en cuanto apetecible por la voluntad. Además de esto, todo ser es uno e indiviso. Del unum, verum y bonum del ser decorre su pulchrum, su belleza en cuanto el ser, belleza que es el bien claramente cognosible. De la unidad, verdad y bondad de los seres se irradia, cual luz agradabilísima, la belleza de ellos.
La identificación del unum, del verum y del bonum -y por tanto, del pulchrum- con el ens es un reflejo en las criaturas de la Identidad, Verdad y de la Bondad absolutas en la Unidad de Dios. De ahí que, aunque el verum y el bonum de las criaturas sean aspectos distintos del ser, su identificación con el ens y con el unum produce una profunda relación metafísica entre unidad, Verdad, bondad y belleza en las cosas. Es nuestra sensibilidad que se agrada racionalmente con la belleza de las criaturas, por la comprenión clara del bien que en ellas existe.
Esta profunda relación entre verdad, bien y belleza hace que llamemos de bellas las acciones que so moralmente buenas. También, por eso, las madres, al reprender los hijos, les dicen que no practiquen acciones malas, porque son feas. A su vez, toda acción virtuosa es racional, y, cuando alguno procede mal, dice que erró, esto es, que fue contra la razón. En fin, cuando la verdad aparece en todo su esplendor, decimos que ella es bella: “He ahí una bella verdad”. Toda belleza es buena y verdadera. En contrapartida, todo lo que es malo es feo y falso. Todo lo que es falso es malo y feo. Y lo feo contiene el mal y el error.
Al contemplar rectamente la belleza del universo criado, al meditar la grandeza y la hermosura de las criaturas, el alma humana encuentra una felicidad natural que es, de cierto modo, una anticipación -aunque apagada- de la felicidad celestial que nacerá de la visión de Dios en el Paraíso. Así, lo que Dante dice de la felicidad de los bienaventurados:
Contemplar rectamente la belleza de las criaturas exige que se las mire “con occhio chiaro e con affeto puro” (Dante, Par. VI, 84), porque sólo “los puros de corazón verán a Dios” (San Mateo V, 8), reflejado en la hermosura de las criaturas.
El alma humana posee tres potencias: la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad. La inteligencia tiene como fin propio el conocimiento de la verdad, en cuanto la voluntad quiere el bien. La sensibilidad es la potencia de nuestra alma más ligada al cuerpo. Por medio de ella sentimos alegría, tristeza, agrado, desagrado, amor, odio, simpatía, antipatía, etc. También por medio de la sensibilidad sentimos placer al contemplar lo que es bello. Pero, no basta sentir la belleza. Nuestra sensibilidad debe ser racional, y por eso debemos sentir racionalmente la belleza, procurando entender la razón del placer estético.
La más noble potencia del alma es la inteligencia, pero la más importante es la voluntad.
La inteligencia es más noble porque ella guía la voluntad, pues le muestra lo que es bueno. Este bien, todavía, podrá ser amado o no por la voluntad. El amor del bien completa el proceso racional, llevándolo a su término.
Si la sensibilidad acompaña o no las potencias superiores, sintiendo agrado con el bien y desagrado com el mal, esto es secundario. Lo normal, sin embargo, será que la sensibilidad se complazca con el bien conocido.
La voluntad solo puede querer el bien que fue comprendido antes por la inteligencia. Es imposible amar lo que no se conoce. Conocer un bien y no quererlo es impedir que el proceso racional llegue a su término. Es en eso que consiste el pecado: no amar el bien conocido, o no amarlo ordenadamente. Si es para no amar el bien, sería mejor no conocerlo, mejor sería no haber nacido, como fue dicho de Judas, que conoció el Bien y Lo odió. El Infierno fue creado para punir a Lucifer y todos los que, habiendo conocido el bien, o no lo amaron de modo ordenado, o lo odiaron. Por eso, no seremos juzgados por el conocimiento de nuestra inteligencia, sino por el amor de nuestra voluntad al bien. De ahí que, la voluntad, aunque menos noble que la inteligencia, tiene más importancia concreta. De ella depende nuestra salvación o perdición.
En todo lo que es bello hay, además de la belleza formal, el símbolo de una belleza transcendente y absoluta. Toda belleza de las cosas creadas contiene un apelo para lo Absoluto y para lo Trascendente. Toda belleza es teofánica. Por tanto, lo Bello es un medio de conocer a Dios. En lo que es bello -bonum claramente conocido por la razón- hay uma imagen del Bonum, Verum y Pulchrum divinos.
Lo que explica la inundación de felicidad del alma que saborea, en retidão de espíritu, la belleza del universo -casa de Dios- es que, en la belleza, la inteligencia humana ve el resplandor de la forma -lo verum- la verdad metafísica, que hace cada cosa ser lo que es; la voluntad encuentra el bien -lo bonum- que torna amable todo ser. En la verdad metafísica de cada ser idéntico a sí mismo, nuestra inteligencia encuentra reflejada la luz de la Verdad divina, que eternamente ideó cada ser criado. Pues Dios todo hizo en su Verbo -lumen de lúmine- luz de luz de Dios infinito. Es la comprensión del verum de cada ser que ilumina nuestra inteligencia con la luz intelectual -lucce intellectuale- natural proveniente de la Verdad de la Sabiduría divina, de aquella “luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (San Juan I, 9). Por eso, del verum de cada ser, el hombre puede decir: “In lúmine tuo vidébimus lumen” (Salmo XXXV, 10). Es en la contemplación y posesión de la verdad que está la plenitud de vida de nuestra inteligencia, que le da plena felicidad en la consecución de su fin.
Ahora, todo verum, en cuanto tal, es bonum. Toda verdad, de suyo, es amable. Lo que la inteligencia nos muestra como verum, la voluntad debe amar como bonum. Y el amor del verdadero bien trae, de sí, gran gozo a la sensibilidad. El verum y el bonum generan el pulchrum, y ese Bello causa en nuestra sensibilidad un placer lleno de dulzura, superior a cualquier alegría puramente material, una leticia che trascende ogni dolzore, porque en ella hay un reflejo de la belleza de Dios, y un apelo para que Lo amemos: “¿Quién nos hará ver el bien? Levanta sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor” (Salmo IV, 7).
Por eso, lo bello fue definido como siendo el bien (objeto de la voluntad) claramente conocido (por la inteligencia), que tiene por objeto la verdad.
Por consiguiente, la contemplación de lo Bello trae plena satisfacción al alma recordando lo que dice Dante de la posesión del Cielo: Luz intelectual llena de amor: la inteligencia tiene esa luz amorosa por la posesión del verum, gracias a la comprensión fulgurante de la forma, alcanzando así su fin propio. La inteligencia, teniendo una comprensión fulgurante de la verdad y de la bondad de un ser, visto como bien, pasa a amarlo como bien. La voluntade reposa en la posesión del verdadero bonum, y este reposo en la posesión del bien es el amor del verdadero bien lleno de dulzura. Es esta satisfacción de la inteligencia y de la voluntad que produce en la sensibilidad el placer estético, la sensación de belleza. La sensibilidad, a su vez, se alegra en el placer estético, resultante del sentir agradable y racional de lo verum y de lo bonum en el unum del ser -sensación de la belleza, del pulchrum-, teniendo entonces una alegría que supera toda dulzura.
Dios no solo hizo las cosas bellas, sino que permitió también que el hombre las hiciese por medio del arte. Este es un dom de Dios al hombre para que él, por su ingenio y trabajo, cree bellezas que revelen el Bonum Absoluto de modo más claro que las bellezas naturales.
Toda belleza manifiesta de modo analógico las cualidades invisibles de Dios. Mas, si en las bellezas naturales hay un resultado fortuito del juego de las causas segundas, en las obras de arte hay la manifestación analógica, intencional y racionalmente comprendida, de una cualidad invisible del Creador. El arte es, entonces, un medio de conducir el alma humana por el camino de la contemplación de Dios a través de la belleza. Toda belleza es una teofanía, y todo arte debe ser una búsqueda amorosa de Dios por medio de la comprensión de la belleza. Y porque los hombres son hijos de Dios, las obras de arte son llamadas poéticamente por Dante como nietas de Dios. “Sí che vostr'arte a Dio quasi é nepote” [De tal modo que vuestro arte es como nieto de Dios] (Dante, Infierno XI, 105)
El verdadero arte debe alimentar el alma entera satisfaciendo la voluntad por el bonum, la inteligencia por el claro conocimiento de él (verum), y la sensibilidad por el agrado del pulchrum. Más aun, debe mostrar claramente que el bonum de las cosas es un reflejo del Bonum absoluto, pues la belleza es como un reflejo de Dios, en las cosas creadas. El arte verdadero, pues, tiene que ser moral, llevando a la voluntad a amar el bien. Una obra inmoral no es verdaderamente artística.
Por tanto, la verdadera obra de arte debe hacer que la inteligencia comprenda inmediatamente, en una visión súbita, el bien de algo. Debe dar a la inteligencia una verdad para contemplar. Para eso, ella debe presentar a la inteligencia una idea objetivamente verdadera. Ella alcanza esa finalidad al representar conveniente y claramente la verdade de un ser, su forma, en el sentido metafísico. Consigue esto cuando respeta las leyes objetivas de la Estética, que rigen la correcta expresión de la belleza material de un ser: leyes de la unidad, de la variedad, del orden, de la proporción, simetría, contraste, gradación, relación, etc. Finalmente, ella satisface la inteligencia revelando, por medio de las formas materiales, las realidades espirituales, gracias a la recta utilización de los símbolos. Por tanto, el arte para ser verdadero tiene que ser veraz y lógico. No hay obra de arte sin comprensión de algo, y no puede haber verdadera comprensión si no se obedecen las leyes estéticas. Por eso, era absurda la respuesta de Picasso a una joven comunista que lo entrevistaba, perguntando lo que se debería comprender de sus cuadros:
O incluso, esta otra afirmación de Picasso sobre la irracionalidad del arte y del gusto modernos:
Finalmente, la obra de arte debe agradar. “Bello es aquello cuya vista agrada”, enseña Santo Tomás con Aristóteles. No hay agrado en lo feo, y no hay verdadero arte en la búsqueda de lo feo.
El arte, como dijo cierta vez Pío XII, es una ventana abierta al Infinito. Por esa razón, todo arte tiene que ser, de alguna forma, religioso. El arte de Picasso es un buraco abierto para el abismo del absurdo y del Infierno.
Fueron los griegos que descubrieron la causa de la belleza material en las proporciones. Cuando las medidas materiales de un ser son proporcionadas, en él existe belleza. La belleza material viene de los números. Y los números conducen al uno, símbolo de Dios. Por eso, preguntaba San Agustín: “¿Qué busca el ojo humano sino las medidas? En las medidas, ¿qué quiere encontrar sino los números? Y en los números, ¿qué busca sino el uno? Y en el uno, ¿qué busca sino a Dios?”
La Edad Media demostró que la belleza material no era suficiente. Junto y encima de ella, percibió una belleza más alta: la belleza espiritual o formal. No es solo la proporción material que causa la belleza. Una cosa es tanto más bella cuanto más claramente su forma demuestra lo que ella es. Así como Dios es aquel que es, así también cuanto más una cosa es claramente lo que debe ser, más bella es. Una anciana, aunque no tenga belleza material, por no tener bellas proporciones, tendrá belleza formal tanto más claramente refleje en su ser la idea de vejez, como más típicamente fuere anciana. Es de la identidad del ser que se deduce la belleza formal.
Fue con fundamento en estos dos factores de belleza (material y formal) que San Alberto Magno definió la belleza como el resplandor de la forma en la proporción de la materia.
Entretanto, la belleza material y a belleza formal no agotan la idea de belleza. Hay un tercer factor de belleza, en el ser creado, que le avise de su valor o expresión simbólicos. Es también por medio de su valor simbólico que el ser canta la gloria de Dios.
Tratando de los símbolos, es preciso señalar que ellos son siempre analógicos. Tomarlos unívocamente conduce directamente al panteísmo. Considerarlos equívocamente hace caer en la Gnosis. El símbolo es inteligible en lo sensible. Y es objetivo.
Es claro que su natureza analógica no permite que se haga de él una lectura de certeza matemática. La analogia le da contornos no totalmente precisos, del que se aprovechan los gnósticos para darle una interpretación que contraría tanto la Fe como la lógica. Esa adulteración gnóstica de los símbolos se torna incluso más fácil gracias a la ambigüedad de ellas. Los símbolos pueden representar tanto el bien como el mal; tanto la virtud como el pecado. Así, la serpiente representa el demonio y la traición, así como representa también la prudencia; la paloma simboliza la mansedumbre, visto que Nuestro Señor Jesucristo dice “Sed mansos como las palomas” (Mt. X, 16). Pero, la paloma también es símbolo de estupidez, pues está dicho: “No seáis estúpidos como las palomas”, Cristo es llamado el “león de Judá”, por tanto el león puede ser símbolo de Cristo por su majestad, así como puede ser también símbolo del demonio, pues, como dijo San Pedro, “el demonio como un león hambriento ruge entre vosotros, buscando a quién devorar” (I Pe.V, 8).
Especialmente después del pecado, ciertos animales pasaron a representar vícios humanos: “La propia vista de esos animales no muestra nada de bueno en ellos, porque fueron excluídos de la aprobación y bendición de Dios” (Sab. XV, 19). Con todo, la ambigüedad de los símbolos no debe llevar a creer que ellos sean irracionales, ni que puedan ser usados de modo subjetivo.
Para frisar el valor del lenguaje simbólico o analógico como medio de expresión artística capaz de revelarnos valores transcendentes y divinos, basta recordar que el mismo Verbo de Dios encarnado abrió su boca en parábolas y comparaciones cuando quiso enseñarnos.
Hay, pues, dos maneras de aprender lo real: por medio de la ciencia y por medio del arte. Ambas sirven a nuestra inteligencia, cada uno usando un lenguaje propio. Ambas, por medio del conocimiento, buscan, en última instancia, perfeccionar al hombre, llevándolo a amar a Dios.
Cuando la inteligencia conoce un bien como verdadero, ella lo tiene como luz intelectual. La voluntad puede amar ese bien o repudiarlo; puede incluso amarlo en grados diversos. Repudiar el bien verdadero para amar un falso bien es dar el calor del amor a lo tenebroso. Separar la luz de la verdad del calor del amor, es aquí cuando se constituye el pecado. El pecador, como Lucifer, separa la luz del calor, la verdad del bien, y, por eso el Infierno los castiga con fuego que quema sin iluminar. Tinieblas en el fuego ardiente serán dadas a los que vieron la luz de la verdad y no la amaron con ardor.
Si el arte debe ofrecer a la voluntad un verdadero bien al ser amado, se debe perguntar si es lícita la representación artística del mal y del pecado.
El arte, aunque distinto de la Moral, no es independente de ésta. Aunque sea legítimo representar artisticamente el mal moral, esto debe ser hecho de tal modo que no incite ni induzca al pecado, y sí a su condenación. Una sociedad relativista, que niega la existencia del bien objetivo, y que, por eso, perdió todo sentido moral, tiene que producir un arte del cual toda noción de bien está vetada, un arte en total desarmonía espiritual.
Enseñó Pío XII:
En todos los seres, el Criador dejó su marca. En los transcendentales del ser, contemplamos el sello de la divina Majestad, y en las formas de las criaturas, vemos la imagem de su hermosura. Dios es la Verdad. Dios es el Bien. Dios es la Belleza. En Él, Verdad, Bien y Belleza se identifican, puesto que Dios es simple, sin composición. Ahora, el Criador hizo el mundo a Su imagen y semejanza, Por esto, la verdad, el bien y la belleza existentes en el universo son reflejos de la Verdad, del Bien y de la Belleza de Dios.
Podemos encontrar estos reflejos de las infinitas cualidades de Dios en lo finito de las criaturas, examinándolas de dos modos diversos:
a) metafísicamente, en la consideración de los transcendentales del ser;
b) estéticamente, al tener en vista sus formas materiales y sus símbolos.
En el universo material, todo ser está compuesto de materia y forma. Además de esto, todo ser refleja analógicamente las cualidades de Dios. Todo ser, de algún modo, es símbolo de algún valor. Todas las cosas, de algún modo, hablan de Dios. Por eso, San Buenaventura dice que Dios escribió dos libros que hablan de Él mismo: La Sagrada Escritura y el Universo (Cfr. San Buenaventura, Breviloquio). El mundo es una gran parábola de Dios. Por tanto, al considerar la belleza de las cosas naturales o artísticas, se debe tener en cuenta la materia, la forma y el símbolo de ellas.
También desde un punto de vista metafisico, verificamos que todo ser es uno, verdadero y bueno. El verum de cada ente es él mismo, en cuanto ser capaz de ser comprendido por la inteligencia. El bonum de ellos es el mismo, en cuanto apetecible por la voluntad. Además de esto, todo ser es uno e indiviso. Del unum, verum y bonum del ser decorre su pulchrum, su belleza en cuanto el ser, belleza que es el bien claramente cognosible. De la unidad, verdad y bondad de los seres se irradia, cual luz agradabilísima, la belleza de ellos.
La identificación del unum, del verum y del bonum -y por tanto, del pulchrum- con el ens es un reflejo en las criaturas de la Identidad, Verdad y de la Bondad absolutas en la Unidad de Dios. De ahí que, aunque el verum y el bonum de las criaturas sean aspectos distintos del ser, su identificación con el ens y con el unum produce una profunda relación metafísica entre unidad, Verdad, bondad y belleza en las cosas. Es nuestra sensibilidad que se agrada racionalmente con la belleza de las criaturas, por la comprenión clara del bien que en ellas existe.
Esta profunda relación entre verdad, bien y belleza hace que llamemos de bellas las acciones que so moralmente buenas. También, por eso, las madres, al reprender los hijos, les dicen que no practiquen acciones malas, porque son feas. A su vez, toda acción virtuosa es racional, y, cuando alguno procede mal, dice que erró, esto es, que fue contra la razón. En fin, cuando la verdad aparece en todo su esplendor, decimos que ella es bella: “He ahí una bella verdad”. Toda belleza es buena y verdadera. En contrapartida, todo lo que es malo es feo y falso. Todo lo que es falso es malo y feo. Y lo feo contiene el mal y el error.
Al contemplar rectamente la belleza del universo criado, al meditar la grandeza y la hermosura de las criaturas, el alma humana encuentra una felicidad natural que es, de cierto modo, una anticipación -aunque apagada- de la felicidad celestial que nacerá de la visión de Dios en el Paraíso. Así, lo que Dante dice de la felicidad de los bienaventurados:
LUCCE INTELLECTUAL PIENA D'AMORE[Luz intelectual llena de amor/ Amor del verdadero bien lleno de alegría/ Alegría que transciende toda dulzura], se puede aplicar, analógicamente, a la felicidad de quien, en la Tierra, contempla la belleza del universo, viendo en ella el reflejo de la luz de la eterna gloria de Dios.
AMOR DI VERO BEN PIEN DI LETIZIA
LETIZIA CHE TRANSCEDE OGNI DOLZORE
(Dante Aligheri, Divina Comedia. Paraíso, canto XXX)
LA GLORIA DI COLUI CHE TUTTO MUOVE[La gloria de Aquel que todo mueve/ por el universo penetra y resplandece/ en una parte más, y menos en otra].
PER L'UNIVERSO PENETRA E RIISPLENDE
IN UNA PARTE PIU E MENO ALTROVE
(Dante Aligheri, Divina Comedia. Paraíso, canto I, 1.3)
Contemplar rectamente la belleza de las criaturas exige que se las mire “con occhio chiaro e con affeto puro” (Dante, Par. VI, 84), porque sólo “los puros de corazón verán a Dios” (San Mateo V, 8), reflejado en la hermosura de las criaturas.
El alma humana posee tres potencias: la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad. La inteligencia tiene como fin propio el conocimiento de la verdad, en cuanto la voluntad quiere el bien. La sensibilidad es la potencia de nuestra alma más ligada al cuerpo. Por medio de ella sentimos alegría, tristeza, agrado, desagrado, amor, odio, simpatía, antipatía, etc. También por medio de la sensibilidad sentimos placer al contemplar lo que es bello. Pero, no basta sentir la belleza. Nuestra sensibilidad debe ser racional, y por eso debemos sentir racionalmente la belleza, procurando entender la razón del placer estético.
La más noble potencia del alma es la inteligencia, pero la más importante es la voluntad.
La inteligencia es más noble porque ella guía la voluntad, pues le muestra lo que es bueno. Este bien, todavía, podrá ser amado o no por la voluntad. El amor del bien completa el proceso racional, llevándolo a su término.
Si la sensibilidad acompaña o no las potencias superiores, sintiendo agrado con el bien y desagrado com el mal, esto es secundario. Lo normal, sin embargo, será que la sensibilidad se complazca con el bien conocido.
La voluntad solo puede querer el bien que fue comprendido antes por la inteligencia. Es imposible amar lo que no se conoce. Conocer un bien y no quererlo es impedir que el proceso racional llegue a su término. Es en eso que consiste el pecado: no amar el bien conocido, o no amarlo ordenadamente. Si es para no amar el bien, sería mejor no conocerlo, mejor sería no haber nacido, como fue dicho de Judas, que conoció el Bien y Lo odió. El Infierno fue creado para punir a Lucifer y todos los que, habiendo conocido el bien, o no lo amaron de modo ordenado, o lo odiaron. Por eso, no seremos juzgados por el conocimiento de nuestra inteligencia, sino por el amor de nuestra voluntad al bien. De ahí que, la voluntad, aunque menos noble que la inteligencia, tiene más importancia concreta. De ella depende nuestra salvación o perdición.
En todo lo que es bello hay, además de la belleza formal, el símbolo de una belleza transcendente y absoluta. Toda belleza de las cosas creadas contiene un apelo para lo Absoluto y para lo Trascendente. Toda belleza es teofánica. Por tanto, lo Bello es un medio de conocer a Dios. En lo que es bello -bonum claramente conocido por la razón- hay uma imagen del Bonum, Verum y Pulchrum divinos.
Lo que explica la inundación de felicidad del alma que saborea, en retidão de espíritu, la belleza del universo -casa de Dios- es que, en la belleza, la inteligencia humana ve el resplandor de la forma -lo verum- la verdad metafísica, que hace cada cosa ser lo que es; la voluntad encuentra el bien -lo bonum- que torna amable todo ser. En la verdad metafísica de cada ser idéntico a sí mismo, nuestra inteligencia encuentra reflejada la luz de la Verdad divina, que eternamente ideó cada ser criado. Pues Dios todo hizo en su Verbo -lumen de lúmine- luz de luz de Dios infinito. Es la comprensión del verum de cada ser que ilumina nuestra inteligencia con la luz intelectual -lucce intellectuale- natural proveniente de la Verdad de la Sabiduría divina, de aquella “luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (San Juan I, 9). Por eso, del verum de cada ser, el hombre puede decir: “In lúmine tuo vidébimus lumen” (Salmo XXXV, 10). Es en la contemplación y posesión de la verdad que está la plenitud de vida de nuestra inteligencia, que le da plena felicidad en la consecución de su fin.
Ahora, todo verum, en cuanto tal, es bonum. Toda verdad, de suyo, es amable. Lo que la inteligencia nos muestra como verum, la voluntad debe amar como bonum. Y el amor del verdadero bien trae, de sí, gran gozo a la sensibilidad. El verum y el bonum generan el pulchrum, y ese Bello causa en nuestra sensibilidad un placer lleno de dulzura, superior a cualquier alegría puramente material, una leticia che trascende ogni dolzore, porque en ella hay un reflejo de la belleza de Dios, y un apelo para que Lo amemos: “¿Quién nos hará ver el bien? Levanta sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor” (Salmo IV, 7).
Por eso, lo bello fue definido como siendo el bien (objeto de la voluntad) claramente conocido (por la inteligencia), que tiene por objeto la verdad.
Por consiguiente, la contemplación de lo Bello trae plena satisfacción al alma recordando lo que dice Dante de la posesión del Cielo: Luz intelectual llena de amor: la inteligencia tiene esa luz amorosa por la posesión del verum, gracias a la comprensión fulgurante de la forma, alcanzando así su fin propio. La inteligencia, teniendo una comprensión fulgurante de la verdad y de la bondad de un ser, visto como bien, pasa a amarlo como bien. La voluntade reposa en la posesión del verdadero bonum, y este reposo en la posesión del bien es el amor del verdadero bien lleno de dulzura. Es esta satisfacción de la inteligencia y de la voluntad que produce en la sensibilidad el placer estético, la sensación de belleza. La sensibilidad, a su vez, se alegra en el placer estético, resultante del sentir agradable y racional de lo verum y de lo bonum en el unum del ser -sensación de la belleza, del pulchrum-, teniendo entonces una alegría que supera toda dulzura.
Dios no solo hizo las cosas bellas, sino que permitió también que el hombre las hiciese por medio del arte. Este es un dom de Dios al hombre para que él, por su ingenio y trabajo, cree bellezas que revelen el Bonum Absoluto de modo más claro que las bellezas naturales.
Toda belleza manifiesta de modo analógico las cualidades invisibles de Dios. Mas, si en las bellezas naturales hay un resultado fortuito del juego de las causas segundas, en las obras de arte hay la manifestación analógica, intencional y racionalmente comprendida, de una cualidad invisible del Creador. El arte es, entonces, un medio de conducir el alma humana por el camino de la contemplación de Dios a través de la belleza. Toda belleza es una teofanía, y todo arte debe ser una búsqueda amorosa de Dios por medio de la comprensión de la belleza. Y porque los hombres son hijos de Dios, las obras de arte son llamadas poéticamente por Dante como nietas de Dios. “Sí che vostr'arte a Dio quasi é nepote” [De tal modo que vuestro arte es como nieto de Dios] (Dante, Infierno XI, 105)
El verdadero arte debe alimentar el alma entera satisfaciendo la voluntad por el bonum, la inteligencia por el claro conocimiento de él (verum), y la sensibilidad por el agrado del pulchrum. Más aun, debe mostrar claramente que el bonum de las cosas es un reflejo del Bonum absoluto, pues la belleza es como un reflejo de Dios, en las cosas creadas. El arte verdadero, pues, tiene que ser moral, llevando a la voluntad a amar el bien. Una obra inmoral no es verdaderamente artística.
Por tanto, la verdadera obra de arte debe hacer que la inteligencia comprenda inmediatamente, en una visión súbita, el bien de algo. Debe dar a la inteligencia una verdad para contemplar. Para eso, ella debe presentar a la inteligencia una idea objetivamente verdadera. Ella alcanza esa finalidad al representar conveniente y claramente la verdade de un ser, su forma, en el sentido metafísico. Consigue esto cuando respeta las leyes objetivas de la Estética, que rigen la correcta expresión de la belleza material de un ser: leyes de la unidad, de la variedad, del orden, de la proporción, simetría, contraste, gradación, relación, etc. Finalmente, ella satisface la inteligencia revelando, por medio de las formas materiales, las realidades espirituales, gracias a la recta utilización de los símbolos. Por tanto, el arte para ser verdadero tiene que ser veraz y lógico. No hay obra de arte sin comprensión de algo, y no puede haber verdadera comprensión si no se obedecen las leyes estéticas. Por eso, era absurda la respuesta de Picasso a una joven comunista que lo entrevistaba, perguntando lo que se debería comprender de sus cuadros:
“¿Comprender? ¿Qué diablos esto tiene que ver con la comprensión?” (Cfr. Ariana S. Huffington, Criador e Destruidor, Ed. Best Seller, São Paulo 1988, p. 248).
O incluso, esta otra afirmación de Picasso sobre la irracionalidad del arte y del gusto modernos:
“Si yo escupo, van a tomar mi escupitajo, enmarcarlo, y venderlo como gran arte” (A. S. Huffington, op. cit., p. 392).
Finalmente, la obra de arte debe agradar. “Bello es aquello cuya vista agrada”, enseña Santo Tomás con Aristóteles. No hay agrado en lo feo, y no hay verdadero arte en la búsqueda de lo feo.
El arte, como dijo cierta vez Pío XII, es una ventana abierta al Infinito. Por esa razón, todo arte tiene que ser, de alguna forma, religioso. El arte de Picasso es un buraco abierto para el abismo del absurdo y del Infierno.
Fueron los griegos que descubrieron la causa de la belleza material en las proporciones. Cuando las medidas materiales de un ser son proporcionadas, en él existe belleza. La belleza material viene de los números. Y los números conducen al uno, símbolo de Dios. Por eso, preguntaba San Agustín: “¿Qué busca el ojo humano sino las medidas? En las medidas, ¿qué quiere encontrar sino los números? Y en los números, ¿qué busca sino el uno? Y en el uno, ¿qué busca sino a Dios?”
La Edad Media demostró que la belleza material no era suficiente. Junto y encima de ella, percibió una belleza más alta: la belleza espiritual o formal. No es solo la proporción material que causa la belleza. Una cosa es tanto más bella cuanto más claramente su forma demuestra lo que ella es. Así como Dios es aquel que es, así también cuanto más una cosa es claramente lo que debe ser, más bella es. Una anciana, aunque no tenga belleza material, por no tener bellas proporciones, tendrá belleza formal tanto más claramente refleje en su ser la idea de vejez, como más típicamente fuere anciana. Es de la identidad del ser que se deduce la belleza formal.
Fue con fundamento en estos dos factores de belleza (material y formal) que San Alberto Magno definió la belleza como el resplandor de la forma en la proporción de la materia.
Entretanto, la belleza material y a belleza formal no agotan la idea de belleza. Hay un tercer factor de belleza, en el ser creado, que le avise de su valor o expresión simbólicos. Es también por medio de su valor simbólico que el ser canta la gloria de Dios.
Tratando de los símbolos, es preciso señalar que ellos son siempre analógicos. Tomarlos unívocamente conduce directamente al panteísmo. Considerarlos equívocamente hace caer en la Gnosis. El símbolo es inteligible en lo sensible. Y es objetivo.
Es claro que su natureza analógica no permite que se haga de él una lectura de certeza matemática. La analogia le da contornos no totalmente precisos, del que se aprovechan los gnósticos para darle una interpretación que contraría tanto la Fe como la lógica. Esa adulteración gnóstica de los símbolos se torna incluso más fácil gracias a la ambigüedad de ellas. Los símbolos pueden representar tanto el bien como el mal; tanto la virtud como el pecado. Así, la serpiente representa el demonio y la traición, así como representa también la prudencia; la paloma simboliza la mansedumbre, visto que Nuestro Señor Jesucristo dice “Sed mansos como las palomas” (Mt. X, 16). Pero, la paloma también es símbolo de estupidez, pues está dicho: “No seáis estúpidos como las palomas”, Cristo es llamado el “león de Judá”, por tanto el león puede ser símbolo de Cristo por su majestad, así como puede ser también símbolo del demonio, pues, como dijo San Pedro, “el demonio como un león hambriento ruge entre vosotros, buscando a quién devorar” (I Pe.V, 8).
Especialmente después del pecado, ciertos animales pasaron a representar vícios humanos: “La propia vista de esos animales no muestra nada de bueno en ellos, porque fueron excluídos de la aprobación y bendición de Dios” (Sab. XV, 19). Con todo, la ambigüedad de los símbolos no debe llevar a creer que ellos sean irracionales, ni que puedan ser usados de modo subjetivo.
Para frisar el valor del lenguaje simbólico o analógico como medio de expresión artística capaz de revelarnos valores transcendentes y divinos, basta recordar que el mismo Verbo de Dios encarnado abrió su boca en parábolas y comparaciones cuando quiso enseñarnos.
Hay, pues, dos maneras de aprender lo real: por medio de la ciencia y por medio del arte. Ambas sirven a nuestra inteligencia, cada uno usando un lenguaje propio. Ambas, por medio del conocimiento, buscan, en última instancia, perfeccionar al hombre, llevándolo a amar a Dios.
Cuando la inteligencia conoce un bien como verdadero, ella lo tiene como luz intelectual. La voluntad puede amar ese bien o repudiarlo; puede incluso amarlo en grados diversos. Repudiar el bien verdadero para amar un falso bien es dar el calor del amor a lo tenebroso. Separar la luz de la verdad del calor del amor, es aquí cuando se constituye el pecado. El pecador, como Lucifer, separa la luz del calor, la verdad del bien, y, por eso el Infierno los castiga con fuego que quema sin iluminar. Tinieblas en el fuego ardiente serán dadas a los que vieron la luz de la verdad y no la amaron con ardor.
Si el arte debe ofrecer a la voluntad un verdadero bien al ser amado, se debe perguntar si es lícita la representación artística del mal y del pecado.
El arte, aunque distinto de la Moral, no es independente de ésta. Aunque sea legítimo representar artisticamente el mal moral, esto debe ser hecho de tal modo que no incite ni induzca al pecado, y sí a su condenación. Una sociedad relativista, que niega la existencia del bien objetivo, y que, por eso, perdió todo sentido moral, tiene que producir un arte del cual toda noción de bien está vetada, un arte en total desarmonía espiritual.
Enseñó Pío XII:
“Espíritu y armonía son, pues, testimonios recíprocos, tal como la abundancia del espíritu debe corresponder siempre a la abundancia de armonía, así también toda disonancia, donde quiera que se verifique, en las ciencias, en las artes, en la vida, indica algún impedimento a la plena efusión de aquél.
Tal reciprocidad de relaciones apunta a la reprobación de los que, en el ámbito literario y artístico propagan el culto de la desarmonía, y, como ellos mismos lo afirmam, del absurdo. ¿Qué sería del mundo y del hombre si el gusto y la estima de la armonía se perdiesen? Es, en tanto, esto la mira de los que intentan revestir de belleza y seducción lo que es vergonzoso, pecaminoso, malo. Y también, más allá de la estética, su ofensiva hiere la propia dignidad del hombre que, imagen del Espíritu Divino, es esencialmente hecho para la armonía y el orden.
No se niega, todavía, que el propio mal pueda presentarse bajo la luz del arte verdadero, desde que, entre tanto, su representación aparezca al espíritu y a los sentidos como una contradicción opuesta al espíritu, como la señal de su ausencia. La dignidad del arte resplandece tanto más cuanto en mayor grado refleje el espíritu del hombre, imagen de Dios, y, consecuentemente, manifieste más su fecundidad creadora, su plena madurez, cuando desarrolle el tema diverso de la unidad y de la armonía por sus acciones y por los diferentes aspectos de su vida”. (Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1957).
El arte debe mostrar lo Bello, el Bien claramente conocido, como ya citamos, y no lo feo, que simboliza lo contrario del bien. El arte debe ser ético, para ser verdaderamente arte.
Finalmente, la verdadera obra de arte debe agradar racionalmente, proporcionando verdadero placer estético. Bello es aquello cuya vista agrada, enseñaron Santo Tomás y Aristóteles. No puede haber agrado en lo feo. Y, si tal ocurriere, es porque hay un error en la inteligencia, o un desvío ilegítimo en la voluntad.
Por todo eso, lleva razón Hans Sedlmayer al afirmar que el arte moderno
“Es un pensamiento que renunció totalmente a la lógica, un arte que renunció a la estructura, una ética que renunció al pudor, un hombre que renunció a Dios” (H. Sedlmayer, La rivoluzione dell'arte moderna, p. 111).
II - El Arte en la Edad Media
Fue en la Edad Media que el Arte cumplió más plenamente su función de transfigurar el mundo para dar al hombre el deseo del Cielo con el amor del verdadero bien. Los estilos románico y gótico marcan el ápice del arte occidental. Aunque no se tuviese aún el conocimiento de todas las leyes de la belleza (por ejemplo, no se conocía aún la perspectiva), el arte medieval, dentro de sus límites, buscó, más que ningún otro, el bien, la verdad y la belleza, reflejos de Dios en el mundo. Y por más que la Edad media sea denigrada en los manuales escolares y en los eslóganes de la prensa como la Edad de las Tinieblas, es su luz la que atrae contínuamente torrentes de turistas que, asombrados, contemplam el resplandor de sus vidrieras, la poesía de sus castillos, la majestad de sus catedrales. El mundo continúa teniendo saudades de la tan calumniada Edad Media, la “dulce primavera de la fe”.
El estilo gótico
En toda la historia del arte, no se puede encontrar un arte más católico, más religiosamente elevado, de lo que es el arte medieval.
El estilo gótico representa el apogeo del arte. Hasta en el siglo XX -siglo de lo feo y de lo monstruoso-, a pesar de la propaganda a favor del Arte Moderno y a pesar de las calumnias contra la “Edad de las Tinieblas”, multitudes van a Europa a extasiarse delante de la fachada de Notre Dame de París, admirar las torres que obligan a mirar a lo alto de Chartres, deslumbrarse con la luz cantando en las vidrieras de los rosetones.
¿Por que el gótico trae tal satisfacción al alma humana?
- Religiosidad de lo gótico: En primer lugar porque ningún estilo es tan religioso como él. Gótico
y religión son términos inseparables. Es esencial de ese estilo hablar
de Dios y del Cielo. Incluso en los edificios y obras profanas, el
gótico posee algo de religioso que recuerda a Dios.
- Elevación moral: El estilo gótico, como ningún otro, respetó las leyes de la moral y procuró incentivar a los hombres hacia la virtud.
Además de eso, el gótico es templado, e igualmente, a veces, austero. En él no hay excesos (no hablamos, evidentemente, del flamígero, que fue la decadencia del gótico y el comienzo del fin del verdadero arte católico), no hay exageraciones. Todo es equilibrado. En las abadías hay austeridad; en los patios de los castillos, alegría moderada. En todas las obras -religiosas o civiles-, en las catedrales, en las abadías, en los castillos y en las casas, hay seriedad.
El gótico incentiva al bien y a la verdad porque todo en él incentiva a la lucha. En él hay, más que la simple fuerza, hay combatividad. Torres, fosos, almenas, barbacanas, murallas, todo en el castillo habla de la existencia del mal que es preciso combatir. En la catedral, las esculturas recuerdan continuamente el juicio, el Infierno y el demonio tentador. Diablos arrastrando al abismo infernal los reyes y hasta los príncipes de la Iglesia, e incluso a los Papas, para recordar que todos, si no combatieren, perderánse. Los torreones de los castillos hablan de guerra, y las torres de las catedrales recuerdan que la Iglesia es militante. Y la prudencia en el gótico avizora por las aspilleras y vigila por los caminos cubiertos.
Todas las demás virtudes pueden ser encontradas simbólicamente en el gótico: la justicia, la caridad, la esperanza y principalmente la fe, porque todo en el gótico habla de Dios y conduce a Él.
- Lógica: Ya fue dicho que el gótico es una escolástica de piedra. Así como en
el silogismo escolástico nada puede ser tirado y nada puede ser
acrecentado, así también, en el silogismo arquitectónico gótico, todo es
necesario y nada es supérfluo. Pilastras, arbotantes, columnas y ojivas
se entrelazan, unos elementos sustentando los otros para, en lo alto,
exaltar la cruz.
En cunato a las reglas estéticas, la Edad Media no tuvo, desde el inicio, el conocimiento de todas. Mas, en la medida que las conocía, procuraba escrupulosamente respetarlas porque eran la voluntad de Dios regulando el arte.
- Lo Bello en el gótico: De la bondad y de la verdad del estilo gótico es que nacía su pulchrum.
Bello, sereno y lleno de paz, resultante de la armonía de todos los
valores, de la templanza com que los bienes eran amados, de la fuerza
consciente de sí misma en la busca de la justicia.
Pureza en las formas materiales, serenidad en el alma, majestad en el conjunto, tales son algunos de los valores del gótico que lo tornan el más católico de los estilos de arte ya producidos, y, por esto mismo, el que más habla a Dios.
El flamígero
El estilo flamígero es la expresión de la decadencia del alma medieval. No queriendo progresar más en el amor a Dios, el hombre medieval principió a decaer, porque, o se ama a Dios, o se decae. El hombre medieval cansóse de buscar a Dios a través de la contemplación de las criaturas.
Tal cansancio le llevó a no buscar más a Dios en los valores espirituales y transcendentales, sino a procurar su felicidad apenas en las puras criaturas. Él pasó a buscar no el bonum más elevado, sino el bonum natural; lo puramente agradable, al inicio, y después, el placer.
La contracurva flamígera es el símbolo de esa inflexión que llevó al hombre a buscar el mero placer sensual. Otra prueba de eso está en el amor a la decoración excesiva que llevó a abandonar la pureza de las líneas y la lógica serena del gótico radiante.
El gótico flamígero perdió elevación. No buscaba el Cielo, y sí la tierra. Pásase a preferir lo gracioso a lo sublime, lo risueño a lo serio. Como resultado, las ojivas se fueron abajando y alargando cada vez más, hasta que desaparecieron en una horizontalidad chapada, símbolo del apego a lo terreno y de la falta de impulso para el Cielo. Las estatuas pasaron a ser de poca altura y, a veces, sensuales. La búsqueda intemperante del placer llevó al hombre decadente de fines de la Edad Media a perder el equilibrio ante la alegría y el dolor. En las catedrales surgen estatuas-caricaturas que exploran lo grotesco y lo ridículo.
Exageróse la risa y el dolor. Los yacentes (gisants), estatuas yacentes sobre las tapas de los sepulcros, perdieron la serenidad católica ante la muerte, resultante del dolor y de la esperanza y que eran bien manifestadas en las esculturas sepulcrales del gótico primitivo y del gótico radiante. Dolor, porque la muerte es un castigo terrible. Esperanza, porque es cierto que habrá resurrección.
El hombre del período flamígero exageró el dolor ante la muerte, porque no tenía más la misma esperanza. Y ya no tenía tanta esperanza, porque su fe tremuleaba.
Aparecerán, entonces, los gisants horrendos y monstruosos: cuerpos putrefactos, devorados por gusanos, esqueletos triunfantes, cadáveres descompuestos y atormentados, retorcidos en los estertores de una muerte que se pensaba sin resurrección. Por tanto, sin esperanza.
Las figuras de la muerte, del Juicio y del Infierno tornáronse obsesivas. Comenzada la era del placer, nacía con ella el desespero.
La pérdida de la templanza y de la pureza llevaría a la pérdida de la combatividad y de la fortaleza. No más murallas ni fosos. No más armaduras y yelmos de hierro. Paz, paz. Más vale la astucia y el fraude que la lucha. Sobre todo, lo que vale más para el hombre intemperante es el gozo.
Las armaduras se adelgazaron y enjoyaron. El penacho de plumas tornóse más importante que el yelmo, y la exhibición y la vangloria valían más que la proeza.
En las estatuas se buscó más lo real que lo ideal. De ahí el retrato que acariciaba el orgullo de los doantes y benefactores, esculpidos arrodillados a los pies de los altares que habían financiado, para que el pueblo, rezando a la Virgen, los admirase.
El flamígero no daba el bonum del cual el alma estaba sedienta. Luego vinieron lossofismas a crear falsos verum.
Con el nominalismo de finales de la Edad Media entró la gnosis, y la representación de lo que decía la Fe fue sustituida por el simbolismo hermético del “trobar clus” (cantar difícil) y del “dolce stil nuovo”, en cuyas ambigüedades se escondía la herejía.
La cábala irrumpió en los medios cultos, pretendiendo ofrecer la conciliación universal de todas las creencias.
El orgullo y la sensualidad fueron las causas de la decandencia medieval. En estos dos vicios están las raíces del estilo flamígero, que preparó la primera revolución en el arte, el Renacimiento.
III - El Renacimiento - Culto al Hombre y Negación del Bonum
Fue el Renacimiento que, en el campo del arte, puso fin a la “dulce primavera”. Su antropocentrismo rebelóse contra la cosmovisión teológica medieval. En cuanto la Edad Media Cristiana veía todo en función de Dios (principio, centro y fin de todas las cosas), el Renacimiento pagano colocó al hombre en el lugar de Dios, el ser contingente en el lugar del Ser Absoluto.
El Renacimiento renegó de todos los valores de la estética medieval y quiso revivir el arte greco-romano. Es claro que esto no era sino el fruto de la aceptación de la cosmovisón pagana que el renacimiento consideraba la única verdadera. El Renacimiento fue, por tanto, una apostasía.
La doctrina del humanismo renacentista era panteísta y gnóstica. Ella no aceptaba la existencia de un Dios trascendente y criador del universo a partir de la nada. En los escritos de los grandes teóricos renacentistas (Marsilio Ficino, Pico de Mirándola, Leonardo da Vinci, etc.), la idea de que Dios se identifica con el mundo está prudentemente subyacente en todos los pensamientos, y aun, por momentos, aflora aquí y acullá de modo más claro. Los pensadores y artistas del Renacimiento repetían las fábulas y mitos del paganismo y procuraban conciliarlos con los dogmas del Cristianismo. En las obras de arte, elaboróse un verdadero código, que permitía representar con temas cristianos los mitos paganos, y viceversa. La cábala sería la “ciencia” secreta que permitía conciliar el neoplatonismo pagano, el judaísmo y el catolicismo.
En una concepción gnóstico-cabalística, el simbolismo religioso fue sustituido por el simbolismo hermético. El velo de la materia no cubriría un símbolo teofánico, sino que ocultaría la propia divinidad, inmanente en cada criatura, transformada así en ídolo.
En vez de la “escala de Jacob” de los símbolos y alegorías sagradas, que el hombre debería subir por la contemplación, para llegar hasta Dios, habría una sucesión de velos y camadas de secreto que encubrirían el Dios oculto. De ahí, la iniciación. El hermetismo era la sustitución y la caricatura de la sacralidad. Ella era una anti-escala de Jacob, por la cual el hombre bajaría, como Orfeo, al ignoto infernal. El arte se tornó esotérico.
El panteísmo inmanentista del Renacimiento tuvo como resultado un naturalismo absoluto, negador de toda la sacralidad del universo.
No existía el Bonum absoluto y, consecuentemente, ningún bonum era símbolo sacral de una realidad, ni tampoco trascendente. El bonum de los seres sería solamente un valor natural, despojado de cualquier sacralidad. Por ello, la identificación del bonum con el placer, la belleza física, el poder, la gloria humana, etc. Los bienes supremos serían los valores naturales divinizados.
Los ángeles sonrientes de la catedral gótica, en los cuales todo hablaba del Cielo, pasaron a ser, en el Renacimiento, muchachos de rostro acanallado, como en las telas de Fray Filippo Lippi; seres de rostro vacío y misterioso, como en las obras de Piero de la Francesca, o, incluso, traviesos y regordetes cupidos desnudos, como en el cuadro Madonna di San Sisto (o Madonna Sixtina), de Rafael.
Para el renacentista, la palabra “virtud” no significaba virtud sobrenatural, pero sí poder, fuerza, riqueza, belleza, talento y cualquier otro bien natural. A modo de ejemplo, y siguiendo esa lógica, César Bórgia, asesino, tenía virtud.
Dejóse de aspirar a las bellezas celestiales y pasóse a vivir solamente para “questo bel mondo”. Al decir de Etienne Gilson, el Renacimiento fue la primera época de la historia en que el hombre se mostró no solo conforme, sino hasta contento con su expulsión del Paraíso.
El Renacimiento, como toda doctrina gnóstica, está lleno de contradicciones dialécticas. Al mismo tiempo que se divinizaba la naturaleza, decíase que el criador del mundo era el demiurgo, el dios del mal. Fue él, dicen los gnósticos, quien diera su ley a Moisés en el Sinaí. Por tanto, esa ley era mala intrínsecamente y no se debería obedecer los Diez Mandamientos.
Toda la moral católica pasó a ser atacada, y los que la praticaban pasaron a ser considerados o hipócritas o ñoños simplones.
El Renacimiento fue un movimiento inmoral por negar la moral verdadera. Él, por eso, separó el arte de la moral. De ahí el nudismo y la crápula de ciertas obras renacentistas. Muchos artistas de ese tiempo, además de esto, se ufanaban de crímenes contra natura y hacían apología de la sodomía. Otros fueron criminales, pero no por esto dejaron de ser idolatrados. Benevenuto Cellini era asesino, pero un Papa lo declaró por encima de la ley, a causa de su extraordinario talento artístico (Cfr. Lavisse, E. & Rambaud, A., Histoire Générale du IV Siècle à nos jours - tomo IV, pag. 3).
No era por la virtud y por la ascesis que el hombre se salvaría, sino por la gnosis y la magia.
Las leyes naturales que gobiernan el mundo físico habrían sido hechas por el demiurgo. Otras leyes más poderosas y verdaderas gobernarían el mundo real y oculto de las partículas divinas inmersas en la materia. Tales leyes ocultas serían manipuladas por la magia.
Casi todos los grandes maestros del renacimiento praticaron la magia. Ficino practicaba la magia órfica y hacía aparecer los espíritus de los planetas. Pico de Mirándola, Leonardo da Vinci, Ludovico Lazarelli, Agripa de Netelsheim y Tomás Campanella practicaron la brujería.
Edgar Wind muestra cómo los símbolos mágicos pululan en las grandes pinturas y esculturas renacentistas, y que ellas tienen un significado oculto, imposible de ser comprendido por el vulgo no iniciado en la gnosis (Cfr. Edgar Wind, Los Misterios Paganos del Renacimiento, Barral, Barcelona, 1972).
Con esto, todo el arte renacentista negó al alma el bonum que a ella apetece. Como compensación, procuróse hipertrofiar el valor del conocimiento, esto es, del verum. El Renacimiento divinizó la razón humana y procuró crear en la tierra un paraíso racionalista. El racionalismo es el inmoralismo de la obra de arte. La técnica artística pasó a ser alabada y admirada como un valor en sí mismo, poco importando si el contenido expresado era santo o blasfemo. Nunca las leyes estéticas fueron tan idolatradas y respetadas. La exclamación de Paolo Uccello, que despertaba a su esposa para decirle: “Se tu sapessi... quanto è bella la perspectiva!”, puede ser tomada como típica de toda la mentalidad estética del clasicismo: no es la belleza que es amable sobre todo, pero sí la técnica para alcanzarla. De ello derivó el tecnicismo del Renacimiento.
El Concilio de Trento y la Contra-Reforma católica pusieron freno a la obscenidad renacentista, pero no consiguieron destruir totalmente su espíritu pagano. El barroco vistió las ‘Venus’, mas no les cambió el alma: “Il lupo perse il pelo, ma non il vizio”. De modo general, el Barroco no fue tan inmoral como el Renacimiento, pero fue, entretanto, tan humanista y naturalista como él. No hubo una Contra-Reforma en el arte como sí en la Religión, y por eso, la revolución en el arte siguió adelante, después de un retroceso temporal y estratégico.
Repetimos: en síntesis, el Renacimiento, negando la existencia de un Dios Criador, negó el Bonum absoluto, y, como consecuencia, el bonum de la obra de arte renacentista era siempre un valor puramente natural, despojada de sacralidad, incapaz de dar verdadera satisfacción a la voluntad, dejando el alma humana sedienta del Absoluto.
Como compensación, el Renacimiento supervalorizó el verum creando un arte racionalista y técnico, en que la forma era el valor fundamental y casi único, poco importando el bien del contenido. Procuróse, así, satisfacer la inteligencia por la rígida obediencia a las leyes estéticas.
La obra de arte renacentista satisface parcialmente la sensibilidad gracias al agrado por la belleza material. Pero, en la obra de arte clásica no había Dios presente por lo sacral. Y la ausencia de Infinito frustraba el anhelo del alma por el Absoluto.
En el arte renacentista es posible distinguir dos corrientes que se entrelazan como las dos serpientes en el caduceo de Hermes: una es la corriente materialista, racionalista y panteísta; la otra es la corriente gnóstica, anti-racional y mágica. Ambas son naturalistas, pues el panteísmo solo reconoce la naturaleza visible como existente y divina, mientras la Gnosis pone la realidad divina en el espíritu enclaustrado en el fondo de toda criatura. Por eso, el Humanismo renacentista, ya en su forma panteísta, ya en su forma gnóstica, adoró al Hombre
a) El Humanismo Gnóstico del Renacimiento
Marsilio Ficino, el maestro de la Academia Platónica de Florencia, hizo al humanismo renacentista seguir las huellas gnósticas del hermetismo. No solo tradujo el Hermes Trismegisto, sino que propagó la tesis del Pimandro, según la cual “la grandeza del hombre reside en su esencia diversa. Su naturaleza íntima participa de la divindad; se trata de un dios decaído, pero que, sobre esta tierra, será siempre un exiliado guardando el recierdo de la patria lejana, a la cual debe, y no puede dejar de regresar” (E. Garin, Moyen âge et Renaissance, Gallimard, Paris, 1969, p. 226).
“En Asclepio los humanistas habían leído con emoción la célebre exaltación del poder humano que ellos adoraban: ‘El hombre es un ser admirable, digno de estima y de respeto, que asume la naturaleza de un dios como si fuese él mismo un dios’” (E. Garin, op. cit., p. 225).
Según Ficino, la belleza de Dios se refleja en espejos: el ángel, el espíritu humano y la materia... “El brillo y la perfección de ese rostro [de Dios], cualquiera que sea el espejo en que Él se refleja, debe ser llamado belleza universal, y el deseo que impele hacia esa belleza tiene como nombre Amor” (E. Garin, op. cit., p. 229).
b) El Humanismo Panteísta del Renacimiento
La corriente panteísta del Renacimiento, a menudo, veía en el hombre el ápice y el rey del universo. La Naturaleza era el cuerpo de Dios que se manifestaría a través de la razón humana.
Tanto para la gnosis como para el Panteísmo naturalista, siendo el hombre un dios, no debería obedecer a nadie que no sea él mismo. Ningún mandamiento se le podría imponer. En consecuencia, el Renacimiento cayó en la más completa inmoralidad. Las costumbres tornáronse tan inmorales que el propio Maquiavelo -el mismo maestro del amoralismo más cínico- criticó las costumbres degeneradas de su tiempo (Cfr. Jacob Burckhardt - La cultura del Renacimiento en Italia, edic. Obras Maestras, Barcelona, 1959, pp. 328, 329, 2a edición).
De estas cosmovisiones -la gnóstica y la panteísta- tenía que nacer, entonces, un arte en que lo bello era separado del Ser absoluto y trascendente de Dios. Belleza y Ser fueron divorciados. La belleza y, por tanto, también el arte, perdieron su fundamento metafísico. El arte fue separado de la moral. Él dejó de ser um medio para hacer amar el Bien en sí, y la virtud. Mientras que la obra de arte estuviese bien ejecutada, podría representar o incitar al vicio. El arte pasó a manifestar una mentalidad naturalista y hedonista que buscaba el placer como bien supremo del hombre, y que pretendía reconstruir, en la tierra, el Paraíso perdido. La ciencia y la técnica serían las herramientas del Hombre para hacer del valle de lágrimas el Éden de los placeres sensuales. La Razón redimiría la Humanidad.
Para los herméticos gnósticos, seguidores de Ficino, se alcanzaría la divinización, no por la obediencia a los mandamientos de un Dios trascendente, y sí por una “visión interior que da el número y el ritmo, esto es, el alma de los seres”. (Garin, op. cit., p. 228). “Todas las cosas creadas tienen una parte de verdad, esto es, un alma, bien sean plantas, rocas o estrellas del cielo. Es allí donde reside su vida secreta, que es ritmo, forma, luz y belleza. Porque la verdade no es jamás un término de lógica, una abstracción, un concepto, sino un soplo divino, un principio de vida, una armonía, una gracia (...) Toda la filosofia de Ficino -si se le puede dar ese nombre- se resume en esa intuición de la realidad percibida como vida, orden y belleza” (E. Garin, op. cit. p. 228). “Filosofar es amar a Dios y retornar a Él. Filosofia y religión se confunden, y su fin es este momento de la vida espiritual en el cual la contemplación suprema conduce a la comunión con lo divino” (E. Garin, op. cit., p. 230).
Así, el arte sería uno de los medios de entrar en comunión substancial con la divindad. La comprensión puramente racionalista y naturalista de la belleza, o intuición mágica de lo Bello para la divinización del hombre serían arte.
La separación de la Belleza y del Bien
El arte del Renacimiento volvió la espalda a la belleza del mundo como medio para conocer las perfecciones infinitas de Dios. No le ofrecía al alma sedienta de infinito el agua refrescante de la belleza. No ofrecía a la voluntad del hombre el Bien por el cual aspira. En compensación procuraba dar plena satisfacción a la inteligencia, haciendo obras, o enteramente racionales e inteligibles, u obras esotéricas, que sólo se comprendían a partir de la posesión de un código de señales. En los dos casos, era especialmente la inteligencia la que era satisfecha. Al mismo tiempo, procurábase hacer obras de arte que agradasen a la sensibilidad e igualmente a la sensualidad.
La incompatibilidad del arte inmoral del Renacimiento con la Fe
Que el arte renacentista fue inmoral y, por eso, anti-religioso, es confirmado de modo indirecto por John Addington Symonds. Él constata una oposición radical e inconciliable entre el Arte y la Religión. Erróneamente, él extiende la oposición de la Religión para con el arte del Renacimiento, para el Arte en sí mismo, lo que es un absurdo. Mas, so aplicamos sus argumentos apenas al arte renacentista, Symonds tiene plena razón en lo que dice, porque demuestra la imposibilidad de conciliación entre el Catolicismo y el Renacimiento.
“El espíritu del Cristianismo y el espíritu de las artes figurativas [del Renacimiento, diríamos nosotros] son incompatibles entre sí, no porque estas sean inmorales, sino porque ellas no pueden subtraerse a las asociacionees sensuales. Las artes plásticas [del Renacimiento] luchan siempre para llevarnos a la amable vida de la tierra, de la cual la fe trata de salvarnos. Ellas nos recuerdan constantemente la existencia del cuerpo, que la devoción quiere que olvidemos. Los pintores y escultores glorifican lo que los santos y los ascetas siempre mortificaron. Las ópera primas de un Tiziano o de un Corregio, por ejemplo, apartan el alma de la compunción, de la penitencia y hasta de la adoración, para hacerla recrearse en los deleites de un rosto juvenil, de un color resplandeciente, de un movimiento gracioso, de una delicada emoción. Más aún, el artista puede abusar de los motivos religiosos para algo aún peor de lo que sugieren nociones puramente sensuales (...) Cuando el adorador suspira para volar en las alas del éxtasis hacia Dios, hacia lo infinito, o lo inefable y nunca realizado, ¿cómo va a tolerar el contacto con esas formas espléndidas, en las cuales el placer de la vista y el orgullo de la vida, aún cuando pretendan servir a la religión, le recuerdan toscamente la bondad de la vida sensual? (...) La sublimación y la elevación que el arte confiere a los encantos carnales son enemigos del espíritu que no da tregua a los impulsos de la carne, ni entra en acuerdo con ellos. El arte, tal como se desenvuelve en sus fases más perfectas en la escultura griega y en la pintura veneciana, dignifica la vida mundana del hombre, en la misma medida que Cristo, en un lenguaje religioso que no admite composiciones, predica lo más distante a ese modo de vida: la mortificación, la abstinencia de los placeres carnales, la fe en la bienaventuranza eterna en el más allá, la renuncia a todos los lazos sociales y familiares (...). Esta historia [un caso de una pintura de un San Sebastián de Fra Bartolomeo, discípulo de Savonarola, que escandalizaba y tentaba a las devotas] es un ejemplo natural del divorcio entre la devoción y las artes plásticas. La dificultad de unirlos, de tal modo que éstas fortalezcan aquella, no está al alcance de la capacidad ilustrativa del arte. La verdadera meta de la religión reside en la contemplación y en la conducta. El arte, por el contrario, aspira a una encarnación sensitiva de los pensamientos y sentimientos que den ao hombre un gozo espiritual. Hay, sin duda, muchos pensamientos que escapan a la posibilidad de ser expresados de ese modo: solo se revelan como abstracciones al intelecto filosófico, o como dogmas para la conciencia teológica. La alianza entre el arte y la filosofia, o el arte y la teología, en el campo específico de la religión o de la especulación, es, por tanto, irrealizable. Existen, a pesar de eso, muchos sentimientos que no pueden llegar a regresar, en rigor, a una forma sensible; tales son, precisamente, los sentimientos religiosos, en los cuales el alma abandona la esfera de los sentidos y se levanta por encima del mundo real, para buscar la libertad de la religión del espíritu. Entretanto, aunque reconociendo la verdad de ese raciocinio, carece de base científica sustentar que existe una hostilidad abierta entre la religión y el arte solo porque esos dos mundos no pueden entrar en perfecto contacto. Lo que acontece es que ellos se mueven en órbitas separadas; sus metas son distintas y cada una de ellas debe ser dejada en libertad para que se perfeccionen por su cuenta y modo”. (John Addington Symonds, El Renacimiento en Italia, Fondo de Cultura Económica, Mexico, Buenos Aires, 1957, volumen II -Renaissance in Italy, 1875 a 1886. Volumen I, pp. 674 a 677). [Los corchetes son nuestros]
El Renacimiento: primer paso de la emancipación del hombre moderno
“Entretanto, la pintura [renacentista] no podía llegar a la verdadera médula del cristianismo, tal como lo concebían los fanáticos. Y tampoco hizo lo que la Iglesia esperaba de ella. En vez de reforzar las cadenas de la autoridad eclesiástica, en lugar de robustecer el misticismo y el ascetismo, lo que la pintura [renacentista] hizo fue devolver a la humanidad el sentido de la dignidad y la belleza, ayudando a demostrar, así, la imposibilidad de mantener de pie el punto de vista medieval, pues el arte es algo esencial e irrefrenablemente libre; y todavía más, libre, precisamente en ese reino, del deleite de los sentidos, del cual la religión conventual abandona las costas en busca de su propia libertad estática de le contemplación.
El primer paso en la emancipación del espíritu moderno fue dado, pues, por el arte, al proclamar ante el hombre la alegre nueva de su bondad y de su grandeza, en un mundo lleno de gozos variados, creados precisamente para él”. (J. A. Symonds, op. cit. vol. 1, p. 678).
El Renacimiento fue, entonces, la primera revolución en el arte occidental, queriendo dar al hombre un fin puramente sensual, terreno, en um mundo nuevo. Había, entonces, en el arte renacentista, un repudio al cristianismo y a su moral y fe. Sin embargo, aún había algo más, y peor: la tentación de obligar al Cristianismo a reconciliarse con el paganismo, en una síntesis apóstata.
“Solamente el método científico puede, a largo plazo, permitir que llegasen al punto superior, situado ya fuera del cristianismo y del paganismo, en el cual el ideal clásico de una vida natural moderna y gozosa es restaurado en la consciencia educada por el Evangelio. Era esta, seguramente, la religión todavía innata o germinal, que vagamente profetizó Joaquín de Fiore cuando decía que el reino del Padre había pasado, el reino del Hijo estaba pasando y el reino del Espíritu Santo habría de venir. La esencia de esa religión va implícita en todo el proceso ascendente de la mente humana; y, aunque un credo tan altamente intelectualizado como este no pueda encontrar nunca expresión adecuada en las artes figurativas, no hay duda de que la pintura del siglo XVI constituyó um paso importante para él. Aquellos pintores fueron los primeros que lograron humanizar la religión de la Edad Media, proclamar el verdadero valor del paganismo antiguo que trae el espíritu moderno y hacer como que ambos regresen a los fines de un arte libre y sin estorbos” (J. A. Symonds, op. cit., p. 680).
En estos textos Symonds ve confirmado el plan que llevó al Occidente a apostatar del cristianismo y, peor, intentar hacer una fusión monstruosa entre paganismo y cristianismo.
Entre tanto, lo que se consiguió con la Revolución Renacentista fue frustrar el arte, impidiendo que él realizase su fin último: llevar al hombre a amar la Belleza-Bondad-Verdad, esto es, el Dios trino, trascendente, eterno e inmutable.
El arte naturalista, sensual y hedonista llevó al hombre al egoísmo, que solo produciría odio, guerra y muerte. Del casamiento del racionalismo con el hedonismo sólo nacieron monstruos (Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”, apud H. Sedlmayr, La Perdita del Centro, p. 177).
Ya en el propio seno del Renacimiento nació una corriente que, no queriendo el cristianismo, pero recusando el racionalismo, se lanzó en el abismo opuesto al del racionalismo naturalista: cayó en la gnosis intuicionista e irracional. Esta corrente manifestóse en aquello que se acostumbra llamar Manierismo, y que H. Read dice que mejor hubiera sido denominado Contra-Renacimiento.
Los principios de esa corriente, explicados por H. Read en el pensamiento de Montaigne, son claramente gnósticos, aunque Read no los clasifique como tales.
Contrarrenacimiento Manierista
Las características de ese Contrarrenacimiento, hijo del clasicismo hermético, son, entre otras, las siguientes:
- Rechazo de la Realidad Objetiva
“El manierismo señaló una revolución en la historia del arte (...) por la primera vez el arte divergía deliberadamente de la naturaleza” (A. Hauser, Manierismo, Ed. Perspectiva, São Paulo, 1993, p. 16).
- Dualismo metafísico y consecuente pensamiento dialéctico.
Para el pensamento manierista “nada en este mundo existe de manera absoluta, y lo opuesto de toda realidad es también real y verdadero. Todo se expressa en extremos opuestos a otros extremos, y es a través de ese apareamento paradojal de opuestos que la afirmación significativa es posible. (...) la verdad tiene inherentemente dos lados, la realidad es bifronte y (...) adherir a la verdad y a la realidad implica evitar toda supersimplificación y abarcar las cosas en su complejidad” (A. Hauser, op. cit., pp. 21-22).
De ahí que la paradoja sea una típica figura del manierismo.“La paradoja en general implica una vinculación de inconciliables, y discórdia concors, el rótulo frecuentemente aplicado al manierismo, indudablemente refleja un elemento esencial en él (...) expresa el principio dialéctico subyacente al conjunto de la perspectiva manierista. Esta se asienta no solamente en la naturaleza conflictante de una experiencia ocasional, sino en la ambigüedad permanente de todas las cosas, grandes y pequeñas, y en la imposibilidad de alcanzar la certeza respecto de cualquiera cosa”. (A. Hauser, op. cit. p. 21).
- Negación del conocimiento racional y de certezas es, por tanto, la tercera característica del pensamiento manierista.
- Negación del ser, sólo existe el deber.
Como escribió Montaigne:“Il n’y a aucune constante existence, ny de nostre estre, ny de celui des objects. Et nous, et nostre jugement, et toutes choses mortelles, vont coulant e roulant sans cesse. Ainsi il ne peut establir rien de certain de l’un à l’autre, et le jugeant et le jugé estans en continuelle mutation et branle” [No hay ninguna existencia constante, ni de nuestro ser, ni de los objetos. Y nosotros, como nuestro juicio, y como todas las cosas mortales, nos vamos corriendo y rodando sin cesar. Así, no se puede estabelecer nada de cierto de uno ni de otro, estando el juzgador y lo juzgado en continua mutación e inestabilidad]. (Montaigne, Apologie de Raimond Sebond, en Essais, Pléiade, Paris, p. 679; apud A. Hauser, op. cit. pp. 46-47).
- Negación de la identidad del ser.
“No solamente la naturaleza de la realidad externa y objetiva se modifica de acuerdo con el punto de vista subjetivo, no solamente todo lo que percebemos es ‘alterado y falsificado por nuestros sentidos’, sino que el ‘yo’ también muda tan acentuadamente en caso que no tenga posibilidad de captar su verdadera naturaleza (...) motivo por el cual la duda es lanzada sobre la propia naturaleza y permanencia del yo. Este fue el golpe demoledor contra la fe en la identidad del ser humano, del cual la cultura del Renacimiento nunca se recuperó; sin eso no puede haber explicación para el manierismo, sea como visión de la vida, sea como estilo artístico. La distorsión en las artes visuales, el uso exagerado e impaciente de la metáfora en la literatura, la frecuencia con que los personajes en el drama cuestionan su propia identidad, son apenas medios de expresar el hecho de que, en cuanto el mundo objetivo se tornó ininteligible, la identidad del ser humano fue abalada y se volvió vaga y fluída. Nada era lo que parecía ser, y todo era diferente de lo que denotaba ser. La vida era disfraz y disimulo, y el mismo arte ayudaba no solo a enmascarar la vida sino a discernir su máscara” (A. Hauser, op. cit., p. 49).
Si nos extendemos en esta cuestión y en estas citas, es porque todo esto tiene profunda relación con el pensamiento y el arte de nuestros días.
***
El racionalismo renacentista tuvo su expresión mayor en la figura de Descartes (1596-1650). El siglo XVIII asistió al triunfo del racionalismo com los llamados filósofos ilustrados.
Conforme a Herbert Read, el racionalismo fue fatal para el arte que “mustia y muere en los (...) excesos de la razón. Y fue porque, no por la primera vez en la historia del hombre, la razón se tornó predominante en la filosofía del arte, que el arte del siglo XVIII sufrió un eclipse tan completo” (H. Read, A arte de agora, Perspectiva, S. Paulo, 1972, p. 15 - Original, Art now).
Entre tanto, si cabe al racionalismo cartesiano la explicación de varias de las leyes del arte y el revigoramiento de la ley de las tres unidades en el teatro (acción, tiempo y lugar), fue también Descartes que señaló que lo bello es lo que agrada por la proporción entre el objeto bello y aquel que lo contempla. De este modo, él ayudó a levantar el problema del subjetivismo en el arte, cuestión típica de la corriente irracionalista.
En contraposición a la estética racionalista se encuentra Giambattista Vico. En su obra Scienza Nuova, él sustenta la teoría de la sociedad como organismo y busca cuál es el lugar que en ella le corresponde al arte. Defiende una teoría estética totalmente opuesta a la del ideal clásico racionalista. Para Vico, la poesía fue la primera forma de metafísica del hombre primitivo, anterior al aparecimiento de la razón y de la formación de los conceptos universales. La poesía depende, según Vico, apenas de la imaginación y no de la inteligencia discursiva y abstractiva. “En épocas civilizadas la poesía solo puede ser escrita por aquellos que posean la capacidad de suspender la operación del intelecto, de colocar la mente en cadenas y de volver al modo irreflexivo de pensamiento, característico de la infancia de la raza” (H. Read, op.cit., p. 17).
Comentando la obra de Vico, Read expone allí el resurgimiento de un pensamiento irracionalista que se va a alternar, de modo pendular, con el más extremo racionalismo, en el proceso histórico de la sociedad occidental. Según Read, “la totalidad de la tradición moderna en el arte es un resultado directo de tal abordaje del arte; el arte ya no concebido como un ideal racional, un penoso esfuerzo rumbo a la perfección intelectual, sino el arte concebido como una etapa en la historia ideal de la humanidad, como un modo pre-lógico de expresión, como algo necesario, inevitable y orgánico, el lenguaje de la Era Heroica, la expresión del heroísmo imaginativo en la vida del artista en cualquier época” (H. Read, op. cit., p. 18). Expresión mayor de ese irracionalismo en el arte fue entonces el Romanticismo.
IV - Del Renacimiento al Romanticismo
Es patente la relación entre estos principios del manierismo y el pensamiento romántico. No es tan clara la relación entre Ficino y el idealismo romántico alemán que Garin pone en relevo al decir:
“El gran mérito de Ficino es el de haber sido traductor e ilustrador de las obras de Platón y Plotino, y de los escritos más importantes del platonismo hasta Psellos. Fue una obra insigne la de haber impuesto a toda la Europa esta filosofía, o antes esta actitud espiritual y este horizonte especulativo cuyos ecos se harán sentir en pleno idealismo romántico. Después de Ficino, no hay una obra que no traiga la marca directa o indirecta de su influencia. Sin él, este redescobrimiento de la interioridad y estos aspectos nuevos que caracterizan la vida moral y religiosa de los siglos XVII y XVIII serían incomprensibles. Heredero de la corriente más sutil de la filología humanista, él fue uno de los maestros de la conciencia moderna” (E. Garin, op. cit., p. 233.)
Vése por ahí que la influencia del hermetismo gnóstico de Marsilio Ficino fue más lejos de lo que en general se piensa...
El período posterior al Barroco y al Manierismo, revela una retoma del movimiento revolucionario en el arte, causada bien por las modificaciones tendenciales en el alma del hombre del siglo XVIII, bien por los sofismas dos filósofos e enciclopedistas racionalistas, bien por la “filosofía” irracional de Rousseau. Tales tendencias y sofismas corroyeron lentamente los principios del clasicismo y prepararon una segunda revolución política y estética: la Revolución “francesa” y el Romanticismo.
La Revolución Romántica: La Belleza separada de la Verdad
Así como el Renacimiento negó el bonum en la obra de arte, el Romanticismo negó el verum. Porque si lo Bello es el bien claramente conocido, no habiendo bien, nada hay para ser conocido.
El renacimiento separó el arte de la moral, mas respetó mucho las leyes de la estética, pues sobreexaltó la relación belleza-razón. Ahora, si el Decálogo no debía ser respetado en la obra de arte, ¿por qué se deberían respetar las leyes estéticas, mucho menos importantes que los Diez Mandamientos?
De este modo, el Romanticismo nada hizo más que llegar a las consecuencias lógicas de los principios estéticos del Renacimiento. Él es una consecuencia del Renacimiento y, además de la relación lógica com él, tiene también las mismas fuentes y principios doctrinarios: tanto como el Renacimiento, el Romanticismo es gnóstico y panteísta. En él también se pueden encontrar las dos serpientes enroscadas del caduceo de Hermes. En el romanticismo lírico y simbolista se oculta la serpiente gnóstica irracional y mágica. En el Romanticismo racionalista del Naturalismo y del Realismo se encuentra la serpiente del Panteísmo.
El Romanticismo llevará más adelante el proceso revolucionario en la estética, declarando que la belleza nada tiene que ver con la verdad. La belleza no debería ser ni moral ni lógica, sino apenas agradable, satisfaciendo entonces apenas a la sensibilidad y no a la inteligencia (por la verdad) y a la voluntad (por el bien). Y era lógico que el romanticismo rechazase la unión de la belleza con la verdad, dado que para la filosofía que lo engendró -el idealismo-, la verdad objetiva no existe.
Para los idealistas, así como para los románticos, en la correspondencia de la idea del sujeto al objeto conocido, el elemento determinante era la idea del sujeto. Era la idea que creaba el objeto. Por tanto, la verdad era subjetiva. Cada uno tenía su verdad particular, no existiendo verdad objetiva.
Consecuentemente, la belleza nada tenía que ver con la verdad. Bello era lo que agradaba, maguer que fuese objetivamente feo. El artista debería, pues, dejarse llevar por su agrado personal y no por la razón. El arte no tenía que obedecer a ninguna ley racional y objetiva. La estética caía en el subjetivismo y en el relativismo.
Como ya dijimos, si el arte no debía sujetarse a los Diez Mandamientos, ¿por qué debería acatar las leyes de la estética? Negadas las leyes morales, ¿por qué se obedecerían las reglas lógicas en el arte?
Son conocidas las raíces esotéricas, cabalísticas y pietistas del Romanticismo. Las tres raíces del Romanticismo -el esoterismo, el pietismo, el idealismo filosófico- eran irracionalistas.
Los esotéricos del siglo XVIII tenían una doctrina típicamente gnóstica. Ellos condenaban la razón y defendían el sueño como medio de aprehensión de lo real. El mundo concreto sería falso. Él era el producto del pensamiento, “el sueño de la razón”. El universo real sólo podía ser alcanzado por la anulación de la razón a través del sueño, de la hipnosis magnética, del sonambulismo, del “éxtasis” o de las drogas. La anulación y la destrucción de la razón acabarían con la dualidad sujeto-objeto, permitiendo la unificación del yo con el mundo. Y, en esta unión, sería reconstituida la propia divindad.
Los pietistas -secta protestante de carácter pentecostal y místico fundada por Felipe Jacobo Spener- inspiráronse en las doctrinas cabalísticas de Jacob Böhme. Ellos practicaban la alquimia teniedo en vista más la transmutación del hombre en Dios que la del plomo en oro. Admitían la dialéctica del ser, esto es, cada cosa sería resultante de principios opuestos e iguales. De ahí su defensa de la androginia de Adán. Esperaban en breve un reino de Dios en la tierra -que Böhme denominaba el “tiempo de los lirios”, Lilienzeit-, reino del Amor, en el cual la Ley sería abolida. Ese mesianismo cabalista repercutió en el sueño romántico de un futuro Reino del Amor, en el cual resonaban ecos de las teorías milenaristas del abad Joaquín de Fiore.
Todos los filósofos idealistas alemanes fueron seguidores de los ideales gnósticos de Böhme, de los esotéricos y de los pietistas. Cuando ellos descubrieron las obras del Maestro Eckhart, vieron en ellas la expresión de su pensamiento más profundo. La visión dialéctica del ser de la gnosis, de Eckhart y Böhme, será adoptada por Federico Schelling, Guillermo Hegel y, después, por el propio Carlos Marx.
De todos modos, esotéricos, pietistas e idealistas repudiaban la razón y levantaban contra ella la intuición, especie de capacidad mágica y no discursiva de que el hombre estaría dotado, y que le permitiría alcanzar el mundo invisible, pasando por encima de los datos de los sentidos y de los raciocinios lógicos.
Georges Lefebvre, en su obra sobre la Revolución “Francesa”, dice que ningún país fue tan dominado por el misticismo como Alemania, cuna del Romanticismo. Dice que el misticismo “anima el luteranismo, y, por el pietismo y los hermanos moravos, tiene filiación con Jacob Böhme, el remendero teósofo del siglo XVII y los románticos” (Cfr. Geoges Lefebvre, La Révolution Française, p. 613. Paris, P.U.F. 1951).
En la página siguiente de la misma obra, hablando de los orígenes del Romanticismo, dice Lefebvre:
“La década no terminará aún cuando un grupo, separándose de Goethe, y más aun de Schiller, tomó como señales de ralliement las palabras ‘romántico’ y ‘romanticismo’, que el grupo hizo triunfar. En 1798, Federico Schlegel, con la ayuda de su hermano Augusto, lanzaba en Berlín una revista llamada Das Athenäum, que duró tres años. Primero en Dresden, y después en Jena, en 1799, ellos se unieron a Novalis, cuyo verdadero nombre era Barón Jorge Felipe Federico de Hardenberg, con Schelling y Juan Luis Tieck, que acababa de publicar Desahogos de un monje amante del arte, dejado por su amigo Guillermo Enrique Wackenroder, muerto prematuramente. Ellos esbozaron uma filosofía que jamás tomó forma coherente y sistemática. Discípulos de los clásicos, concibieron inicialmente el mundo como un flujo inagotable y perpetuamente cambiante de las creaciones de la fuerza vital; bajo la influencia de los clásicos y de Schelling, ellos introducirán una ‘simpatía universal’ que se manifestaba, por ejemplo, en la afinidad química, en el magnetismo y en el amor humano; habiéndolos impresionado los desahogos religiosos de Federico Schleiermacher, acabaron por tomar prestado a Böhme la idea del Centrum, alma del mundo y principio divino. De cualquier modo, es el artista del genio que, solo, por la intuición, o lo que es lo mismo, por el sueño y la magia, entra en contacto con a verdadera realidad, y, en él, esta experiencia misteriosa se transforma en obra de arte. El poeta es un sacerdote y esta filosofía confía en el milagro”. (Aut. cit., op. cit., p. 615).
Hicimos colocar esta larga cita de un autor que nada tiene de católico, muy por el contrario, para mostrar por medio de una fuente imparcial, que el romanticismo tiene una doctrina gnóstica y mágica que proviene de Jacob Böhme. Ahora, de ese autor, afirma Gershon Scholem:
“La doctrina de Böhme sobre los orígenes del mal tienen características del pensamiento cabalístico (...) Böhme, más que cualquier otro místico cristiano, muestra la más estrecha afinidad con el cabalismo (...) la conexión entre sus ideas y las de la cábala teosófica era bien evidente para sus seguidores, desde Abrahan von Franckenberg (m. 1652) a Franz von Baader (m. 1841), y quedó a cargo de la literatura moderna la tarea de oscurecerla”. (Cfr. Gershom Scholem, A Mística Judaica, p. 238-239, Ed. Perspectiva, São Paulo, 1972).
Georges Gusdorf, en su importante obra sobre el Romanticismo afirma explícitamente que
“el Romanticismo es un renacimiento gnóstico (...) Schelling es un gnóstico, cuyas convicciones se desarrollan en la medida que avanza en edad, de la misma forma Baader; la Naturphilosophie impone la investigación científica de códigos gnósticos. En Francia, siguiendo a Louis Claude de Saint-Martin y a Antoine Fabre D’Olivet, la Gnosis triunfa en los escritos de Pierre-Simon Ballanche; sustenta el genio poético de Víctor Hugo, está presente en las Visiones de Alphonse de Lamartine y en los Iluminados de Gérard de Nerval”. (G. Gusdorf, Le Romantisme, Payot, Paris, 1993, I vol. p. 512).
También Simone de Pétrement acusó la Gnosis escondida bajo los velos soñadores y las brumas misteriosas del Romanticismo. Dice ella:
“Puédese decir que reina, desde el romanticismo, una especie de dualismo pesimista y sentimental, análogo al de los gnósticos. Consiste sobre todo en el sentimiento que el hombre está mal adaptado en su propia condición, que él se halla angustiado, que precisa de otra cosa (como si fuese extraño a sí mismo y al mundo en que se encuentra, como si su verdadera naturaleza no estuviese en este mundo). Nosotros decimos que los gnósticos son románticos; podríamos decir igualmente que el Romanticismo es gnósotico”. (Simone de Pétrement, Le Dualisme chez Platon, les Gnostiques et Manichéens, PUF, Paris, 1947, p. 344).
Y una confirmación de que también el panteísmo está detrás del Romanticismo fue dada por Graça Aranha, en la conferencia de Apertura de la Semana de Arte Moderno el 13 de febrero de 1922, en São Paulo:
“Fue después de la filosofía natural del siglo XVII que el movimiento panteístico se extendió al Arte y la Literatura, y dio a la Naturaleza la personificación que raya en la poesía y en la pintura del paisaje”. (Apud Gilberto Mendonça Teles, Vanguarda Européia e Modernismo Brasileiro, Ed. Vozes. Petrópolis, 1977).
Gnosis y cábala, tales son las fuentes religiosas y doctrinales del Romanticismo, que Victor Hugo definió como el “liberalismo en el arte”.
En efecto, lo que la Revolución “Francesa” fue para la política, el Romanticismo fue para el arte, porque ambos, el Romanticismo y la Revolución, son hijos del liberalismo.
Ahora, para el liberalismo no existe verdad objetiva. En criteriología el liberalismo es subjetivista: verdad es lo que el sujeto considera como tal. La idea que el hombre tiene de un objeto variaría de un sujeto a otro.
No habiendo verdad objetiva, lo cierto y lo errado, el bien y el mal, lo bello y lo feo pasan a ser conceptos subjetivos. Bello es lo que la persona considera tal. Bello es lo que agrada a un sujeto. No habría, por tanto, belleza objetiva ni reglas de belleza.
El subjetivismo de lo romántico es una revuelta contra el racionalismo clásico y, al mismo tiempo, una consecuencia de él. Lutero pregonó el libre examen de la Biblia. El Renacimiento “endiosó” la razón humana. De esos dos errores nació el subjetivismo, puesto que, sobre una cuestión determinada, entonces, todas las opiniones son ciertas y verdaderas, aunque sean contradictorias entre sí.
El Romanticismo fue el triunfo de la imaginación sobre la razón, de lo subjetivo sobre lo objetivo, de lo sensible sobre lo abstracto. Bello era lo agradable, lo que causase emociones sentimentales profundas. Debíase apenas sentir la belleza, y no intentar comprenderla. Había en eso una negación de cualquier valor trascendental y sagrado aún mayor que la habida en el Renacimiento. No solo fue negado lo sagrado, sino también todo arquetipo. Por eso, el Romanticismo tenía como héroes los hombres comunes, prefería los burgueses a los nobles, y las palabras banales al vocabulario más elevado. El Romanticismo, como la Revolución de 1789, fue anti-aristocrático, burgués e igualitario. El Romanticismo es el sueño. Es la imaginación intentando negar la realidad y los sacrifícios que la vida trae consigo.
El romántico sueña que en la naturaleza no hay ningún espino ni lama. Sus héroes -hijos de Rousseau- no tienen pecado original, ni defectos, ni tentaciones.
El Romanticismo es una tentativa de negar que el hombre fue expulso del Paraíso terrestre, o de volver clandestinamente a él por la puerta del sueño.
El romántico es sentimental. Busca sentir de modo exacerbado. Ahora, nuestros sentimientos más profundos son de tristeza y no de alegría. De ahí el gusto romántico por el dolor y la derrota, continuamente rumiadas para sentir nuevamente lo que ya fue sentido. Por eso, los diarios íntimos, los héroes fracssados, los poetas tuberculosos, los amores perdidos, las hojas muertas, etc., y también, la complacencia en las separaciones, el amor que está mitificado por la distancia, el tiempo o el espacio. Shakespeare, ese romántico avant la lettre, habla del “sweet sorrow” de la separación (Romeo y Julieta).
En una primera fase, durante la Revolución “francesa” y el Imperio napoleónico, el Romanticismo fue heroico. Es el tiempo de La Marseillaise y de Beethoven. Esta fase heroica fue necesaria para servir de transición gradual de la concepción grandiosa del hombre, típica del barroco, para la concepción sentimental.
El heroísmo romántico se distingue por un ansia de exhibición inexistente en el verdadero heroísmo, que exige la humildad. El heroísmo romántico es aparatoso, fanfarrón, sin noción real del peligro, osado, o entonces quejica. Es un heroísmo de palco y de desfile, no de campo de batalla. Es un heroísmo que forma tenores, y no héroes.
En una segunda fase, el Romanticismo se mostró en toda su naturaleza. Fue el romanticismo lírico de las muchachitas hechas de azúcar y miel, impolutamente virtuosas, de los mancebos perfectos, de los amores cursis y llorosos. Es el triunfo del “hombre bueno” de Rousseau. Es el imperio del sentimentalismo. La inteligencia no dirige más al hombre, sino su corazón.
El sentimentalismo exacerbado debía naturalmente redundar en sensualismo y, por eso, del lirismo pseudoangelical, se cayó en el sexualismo del realismo y del naturalismo: “Qui veut fait l’ange, fait la bête” (Quien quiera hacer de ángel, hace de bestia), sentenció Pascal.
La propia exageración del Romanticismo lírico, que soñaba con una naturaleza sin defectos, llevó a caer en otra exageración, inversa esta vez. El realismo y el naturalismo tenían una visión pesimista del hombre y de la naturaleza. Para estas escuelas el hombre es siempre bajo, y la mujer es siempre deshonesta. La vida sólo tiene amarguras o sexo, y la naturaleza sólo tiene lama y espinas.
Estas dos escuelas pretendían ser “científicas” investigando en el organismo o en la sociedad las raíces de los males humanos. El naturalismo llegaba ahora al materialismo. Una nueva revolución se preparaba, la cual se diría científica y materialista.
Si el Romanticismo lírico sólo daba satisfacción a la sensibilidad, dejó un gran vacío en el alma por la negación del bien y la verdad, el realismo y el naturalismo, materialistas, solo buscaban satisfacer la sensualidad y el cuerpo. El alma quedó enteramente vacía, y la desesperación la condujo al abismo de la gnosis declarada. Ella comenzó a buscar en el misterio y la simbología subjetiva, un sustituto de lo teológico y teofánico. Las corrientes estéticas que se sucedieron, ya visto el Simbolismo, buscaban en los símbolos esotéricos y herméticos la salida para el mundo creado por el Dios que odiaban. Sería de sorprender que el Simbolismo romántico no desembocase en el satanismo de Charles Baudelaire y Giosuè Carducci.
Por eso el simbolista y rosacruz Stanislas de Guaïta escribió en su Himno a Lucifer:
“Ángel del dolor, que no se puede consolar,
él tenía en el cielo dos alas extendidas.
De su cuerpo escurría el efluvio de las lujurias,
y raros deseos insatisfechos siempre”.
(En Alain Mercier, Les Sources Ésotériques et Occultes de la Poésie Symboliste - Le Symbolisme Français, Nizet, Paris, 1969, vol. I , p. 218).
Y declaró el simbolista Charles Maurice:
“Las ciencias ocultas constituyen uno de los principales ángulos fundamentales del Arte. Todo verdadero poeta es, antes de todo, un iniciado. La lectura de los discursos ininteligibles despierta en él secretos de los cuales siempre tuvo conocimiento virtual”. (Alain Mercier, op. cit. I vol., p. 252).
Y también escribió el mismo Charles Maurice:
“A los discípulos del señor Mallarmé, son necesarias alegorías y todo el esoterismo de las antiguas teúrgias. Nada de poesía sin un sentido oculto”.
y más adelante:
“No los critiquéis de más, señor, por ser místicos y de entusiasmarse con el esoterismo de las antiguas teúrgias. Si ellos procuran, más allá de todos los evangelois precisos -en esta hora en que todos los evangelios caen en ruinas- una religión que satisfaga, al mismo tiempo, su corazón y su razón, en el fondo común de todas las religiones y de todas las metafísicas, en los estremecimientos horripilantes del misterio, de que ciertas preguntas siempre hicieron a la humanidad estremecer, en los jeroglíficos del antiguo Egipto, en los discursos de Paracelso, y en las meditaciones de Spinoza -no los condenéis tan deprisa- ¿estáis seguros que ellos no tienen razón?” (Alain Mercier, op. cit., p. 253).
Y Schurré escribió:
“El sonido, el sueño y el éxtasis son las tres puertas abiertas para el Allá, de donde nos vienen la ciencia del alma y el arte de la advinación. La Evolución es la ley de la Vida. El Número es la ley del Universo. La Unidad es la ley de Dios”. (Edouard Schurré, Les Grands Initiés, en Alain Mercier, op cit. p. 207).
Son estas doctrinas que llevaron a las teorías del subconsciente de Freud y de Jung, así como al intuicionismo de Bergson, que son algunas de las principales fuentes del Arte Moderno.
V - El Arte Moderno: negación de la misma Belleza
El Renacimiento separó la belleza del bien. El romanticismo fue más allá, separando la belleza de la verdad. El arte moderno hará la última negación, al repudiar la Belleza misma. Llegábase al final del proceso antimetafísico. El rechazo al bonum llevó al repudio del verum y del pulchrum. Pero, lo que se hizo fue repudiar el propio ens, el propio ser. El arte moderno es la suprema manifestación de una revuelta metafísica. Ahora, la esencia de la revulta antimetafísica es la gnosis. El arte moderno es un arte que, repudiando el ser, reniega de Dios y el propio hombre, que es su imagem.
Pablo Ruiz Picasso y un detalle de su cuadro El Guernica. El arte moderno es la demolición del ser y de toda regla artística.
En el caos de las múltiples corrientes del arte moderno, se constata un común denominador en todas ellas: una revuelta antimetafísica que, en el fondo, es satanismo. Por eso, al arte moderno bien se le puede aplicar el verso de Claudel:
“...A la belleza, tanto como a Dios, aborrece la bestia inmunda”.
(Paul Claudel, A los mártires españoles)
Pierre Francastel demuestra que el arte abstracto deriva de Novalis por Amiel e Kirkgaard, siendo el arte moderno uno de los aspectos de la lucha de la intuición contra la razón (cfr. P. Francastel, Art et Techniques - Formes de l'Art au XIXème et XXème siècles, Ed. Gonthier, Suiza, 1956, p. 200).
Aniela Jaffé muestra que el arte moderno se constituyó como un rechazo o fuga de la Realidad. Paradójicamente, el arte moderno que rechaza los datos racionales pretende apoyarse en los descubrimientos de la ciencia moderna.
Dice A. Jaffé que el freudismo, la física nuclear y biologia celular revelaron que el mundo que vemos no es real. Así como nuestro verdadeiro yo estaría sumergido en las profundidades misteriosas del inconsciente, así también el mundo material, analizado atómicamente, se deshace en partículas que son casi nada o nada.
Llevado por ese mismo espíritu desintegrador -negador- de la realidad, el Arte Moderno niega la realidad objetiva, buscando ‘otra’ Realidad superior y opuesta a aquella en que vivimos. Busca una súperrealidad, desprovista de materia, exactamente como la que es propuesta por la Gnosis. Por eso, los artistas modernos, en general, consideran el universo creado como la obra de un Dios malvado, y que su enemigo, que la Biblia llama Serpiente y Lucifer, ese sí, sería el dios bueno.
Son abundantes los textos de artistas modernos que confirman lo que decimos. En un estudio que editaremos en breve, trataremos esto. Por ahora, bástanos mostrar que el Arte Moderno busca lo falso, lo malo y lo feo, que son como “imágenes” del enemigo del Criador, esto es, imágenes del demonio.
El Arte Moderno es diabólico.
No somos solamente nosotros los que lo decimos. Los propios artistas modernos lo afirman de modo indirecto al hacer declaraciones poco veladas.
André Breton, dice que la “Intuición poética” conductora del arte surrealista es la Gnosis.
“Solo ella [la Intuición poética] nos provee el fio que remite al camino de la Gnosis, como conocimiento de la Realidad suprasensible, invisiblemente visible en un eterno misterio". (André Breton, Do Surrealismo em sua obras vivas [1955] , en Manifestos do Surrealismo, ed. Brasiliense, São Paulo, 1985, p. 231).
Hans Sedlmayr afirmó que el Arte Moderno revela
“un pensamiento que renunció totalmente a la lógica, un arte que renunció a la estructura, una ética que renunció al pudor, un hombre que renunció a Dios" (Hans Sedlmayr, La Rivoluzone dell’ Arte Moderna, Garzanti, Milán, 1971, p. 111).
Joaquim Inojosa en su trabajo titulado O movimento Modernista em Pernambuco declaró:
“¡Guerra a la estética absoluta, al arte oficial, a la pintura de copia! ¡Guerra a lo bello como el fin del arte!” (Apud Gilberto Mendonça Teles, Vanguarda Européia e Modernismo Brasileiro, Vozes, Petrópolis, 1977, p. 274).
“Hagamos corajosamente lo ‘feo’ en la literatura, y matemos de cualquier manera la solemnidad (...) ¡Es preciso escupir cada día en el Altar del Arte! (...) Yo os enseñé a odiar las bibliotecas y los museos, preparándoos para odiar la inteligencia, despertando en vosotros la divina intuición (...)” (F.T. Marinetti, Manifiesto del Futurismo, Milán, 1912, apud G. M. Teles, op. cit. p. 93).
La misma insospechada Aniela Jaffé, tiene textos impresionantes confirmando lo que decimos.
“El espíritu en cuyo misterio el arte estaba sumergido era un espíritu terrestrem aquel al que los alquimistas medievais llamaban de Mercurio. Mercurio es el símbolo del espíritu que estos artistas presentían o buscaban detrás de la naturaleza y de las cosas, ‘detrás de la apariencia de la naturaleza’.
Su misticismo no era cristiano, pues el espíritu de Mercurio es extraño al espíritu ‘celeste’. En verdad, era el viejo y tenebroso adversario del Cristianismo que maquinaba su camino arte adentro. Comenzamos a ver aquí la verdadera significación histórica y simbólica del ‘Arte Moderno’ tal como la de los movimientos herméticos de la Edad Media, él debe ser comprendida como un misticismo del espíritu de la tierra, y, por tanto, una expresión de nuestra época de compensación al cristianismo”. (Aniela Jaffé, O Simbolismo nas Artes Plásticas, en Carl G. Jung, O Homem e seus Símbolos, Nova Fronteira, Rio de Janeiro, pág. 263).
Es claro que ese espíritu de la tierra, identificado como “viejo y tenebroso adversario del Cristianismo” tiene un nombre bien conocido, que la propia Aniela Jaffé acabará por exponer:
“En su aspecto positivo, aparece como un ‘espíritu de la naturaleza’, cuya fuerza creadora anima al hombre, las cosas y el mundo. Es el ‘espíritu ctónico’ o terrestre, que tantas veces mencionamos en este capítulo. En el aspecto negativo, el inconsciente (aquel mismo espíritu) se manifiesta como el espíritu del mal, como una propulsión destructora.
Como ya observamos, los alquimistas personificaron este espíritu como el ‘espíritu de Mercurio’, y lo llamaron muy adecuadamente como Mercúrius Duplex (El Mercurio de dos caras, dual). En el lenguaje religioso del cristianismo, lo llaman diablo”. (A. Jaffé, op cit., pg. 267).
Está entonces explícitamente dicho por una autora que no es católica: el espíritu del Arte Moderno es el diablo. El Arte Moderno es diabólico.
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