Traducción del artículo tomado de IL GIORNALE
TODAS LAS IRREGULARIDADES DEL PROCESO-FARSA PARA HACER MORIR A JESÚS
Fueron veintisiete las prohibiciones infringidas por los jueces: la prueba de una sentencia estropeada, con un escrito de acusación grotesco.
Por Rino Cammilleri
Que el proceso de Jesús ante el Sanedrín fuese una farsa, no es invención de los Evangelistas. Ni fue un caso aislado, visto que el hebreo Flavio Josefo narra de un tal Zacarías que procesado en el 67 d.C. y lapidado en el Templo aunque se reconoció que era inocente. Dos historiadores hebreos en 1877 se dedicaron a revisar el Talmud y, en el proceso de Jesús, encontraron ventisiete irregularides, cuando una sola bastaba para invalidarlo. He aquí las principales.
La Ley judaica prohibía los procesos nocturnos y en las vigilias de las festividades, y tras la captura debía correr al menos un día. Por el contrario, Jesús es procesado de noche ante el "sumo sacerdote emérito" Anás, después es juzgado nuevamente por Caifás al amanecer y en la vigilia de Pascua. En la casa de Caifás fue condenado a muerte, si bien tal condena, rigurosamente, no podía ser pronunciada en la Sala de las Piedras Talladas (llamada en hebreo Gazith, גָּזִית) dentro del Templo. Todo testimonio debía ser escuchado individualmente, pero en el caso de Jesús fueron en algazara. Los setenta y un miembros del Sanedrín debían votar solemnemente uno por uno, pero en el caso de Jesús gritaron a coro «¡a muerte!».
Continuemos. El proceso debía iniciar con la comunicación de los cargos de acusación al imputado. Caifás, al contrario, interroga a Jesús sobre su doctrina. Debía ser juez, pero improvisa ser ministerio público (o fiscalía) y pretende, para el consejo, que el imputado se acuse solo. Jesús, de hecho, le hace presente que, según las reglas, debía preguntarle a los que han escuchado sus discursos públicos y no a Él. Por toda respuesta se lleva una bofetada en la cara (como se ve de la nariz rota en la Sábana Santa) de parte de un lacayo rufián. Jesús sabe bien que los sanedritas no tienen nada en la mano, por esto
buscaban extraerle una admisión de culpa. Ridículo, porque en un proceso
apenas decente nadie puede ser obligado a autoincriminarse. Es por eso que, en aquel momento, Jesús cierra su boca. La abre ante el Sumo Sacerdote sólo para admitir que Él era el Mesías, cosa sobre la cual no podía guardar silencio y que no era un delito. Pero Caifás lo declara enseguida blasfemo y se rasga las vestiduras, cuando en la Ley veda al Sumo Sacerdote incurrir en causal de impureza.
En suma, Jesús es condenado a muerte con una sentencia viciada, en desprecio de cualquier procedimiento y con un escrito de acusación grotesco. Ya: si uno afirma ser el Mesías, ¿qué se debe hacer? Se escudriñan las Escrituras para ver si él reúne todas las circunstancias de tiempo, modo y lugar (Jesús las tiene todas y al milímetro, cabe decir). Si no las tiene, se trata de un fanfarrón megalómano, y es señalado como tal ante el pueblo. Pero la fanfarronería y la megalomanía no son delitos capitales, especialmente si el reclamante no ha hecho mal a nadie. Jesús tiene perfectamente claro que aquel proceso-farsa está contra el tiempo y que sólo servirá para hacer que Pilato realice el trabajo sucio. Pilato se verá acorralado por los Sanedritas por su amenaza de un recurso ante el emperador Tiberio si no les daba contento. Tiberio apenas se había deshecho de su primer ministro Lucio Elio Sejano y estaba eliminando a todos aquellos que debían su puesto a él. Pilato era uno de ellos y sabía que el César solo esperaba que diera un paso en falso. Y da el paso, también porque para los furiosos sanedritas todo cuanto hiciera estaría mal. Jesús guarda silencio también con Pilato. Habla solo cuando aquel le pregunta si verdaderamente es Rey, y de dónde viene: se quiere saber si Él es un líder político como dicen los sanedritas, la respuesta es no; posteriormente, la verdadera respuesta es sí, pero no «de este mundo». Y luego calla para siempre, porque ve que a Pilato la «verdad» no le interesa.
Los historiadores hebreos que mencionamos al comienzo tienen una historia curiosa. Se trata de los hermanos Agustín y José Lémann de Lyon. Luego de los estudios rabínicos se convencieron de que Jesús de Nazaret era verdaderamente el Mesías y pidieron el Bautismo. Fueron golpeados para hacerlos recapacitar, pero no lo hicieron. Expulsados de casa, los dos se hicieron sacerdotes y publicaron en 1877 el ensayo Valeur de l’Assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus Christ (Valor de la Asamblea que pronunció la pena de muerte contra Jesucristo). La Libreria Editrice Fiorentina lo tradujo como L’assemblea che condannò il Messia. Storia del Sinedrio che decretò la pena di morte di Gesù (La asamblea que condenó al Mesías. Historia del Sanedrín que decretó la pena de muerte de Jesús). El día en que el Papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, ellos fueron los ministros que sirvieron en la Misa. En su investigación, los Lémann trazaron también los perfiles de otros cuarenta de los sanedritas de esa triste noche. El Nuevo Testamento cita solo aquellos que buscaron hacer respetar las reglas: Gamaliel, Nicodemo y José de Arimatea (no por nada se hicieron cristianos después), elegantemente pasando por alto a los otros personajes, de los cuales el más pulido, como se suele decir, tenía la roña. Para estos (los que condenaron a Jesús), el Nazareno no podía ser el Mesías porque no respetaba el sábado y los baños rituales. Pero sobre todo, porque no los respetaba.
Los hermanos Agustín y José Lémann, canónigos de Lyon
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