EL TEMOR DE LA BONDAD
Todos han experimentado ese temor en el orden físico. No tememos a la bondad misma, pero sí al dolor que es su precio. Se teme la extracción de un diente y una operación médica, porque los buenos efectos que deseamos no aparecerán si no hemos pasado por un momento o un espacio de tiempo en el que hemos de sufrir.
De una manera semejante, el bien espiritual puede ser temido porque demandará un desenraizamiento doloroso de lo que es malo.
Como algunos se acostumbran a vivir en la suciedad, así otros se acostumbran al pecado; y como algunos temen limpiar sus casas y habitaciones, así temen otros la Confesión.
Este temor de la Bondad se halla presente en muchos niveles o estados de la vida espiritual. Siempre que hay algo que deba ser rendido y entregado, sea algo pecaminoso o que lleva al pecado, como el orgullo, la lujuria, la avaricia, o algo sólo medianamente egoísta… entonces el alma se muestra renuente a tener que hacer estos sacrificios éticos y morales que demanda la religión. Dios es temido porque es la Bondad, y la Bondad no tolera imperfecciones en nosotros. Si Dios fuera de mentalidad ancha y cómoda acerca de que fuéramos injustos con el prójimo, o fuera tolerante acerca del divorcio y nos autorizara un segundo y tercer matrimonio, entonces nadie temería a ese amable y paciente abuelo, Dios. Pero el alma se distancia de un Dios que no puede ser engañado, ni sobornado, lo teme, no porque no sea bueno, sino porque es demasiado bueno, porque es la Bondad misma.
Dios nos ama demasiado para dejarnos que estemos confortablemente en nuestros pecados. Vemos que el violinista, precisamente porque desea obtener los mejores sonidos de su violín, estira las cuerdas con disciplina dolorosa hasta que producen la nota perfecta.
Si Nuestro Señor fuera liberal con nuestros pecados y los tomara ligeramente, nunca habría sido sentenciado a la muerte de la cruz. Tuvo por lo menos cinco buenas oportunidades para dejarnos como nos hallábamos: pudo haberse plegado a los fariseos o cortejado a los herodianos, también pudo haber renunciado a su Autoridad Divina ante Pilatos, o haber hablado ante el malvado Herodes o finalmente, haber descendido de la Cruz en lugar de pagar en ella la pena de muerte por los pecados. No ha de maravillar que, ante esa persistente y resuelta Bondad, los que se hallaban cerca de la Cruz exclamaran: “Desciende, desciende de la Cruz y creeremos”. Querían una Cruz sin un Crucificado, un Maestro pero no un Salvador, un Púlpito pero no un Confesionario, una Comunión, pero nunca un Sacrificio.
La Bondad demanda que seamos perfectos, y nada inferior satisfará a Dios. El pensamiento de los grandes cambios que eso exigirá en nosotros, es capaz de asustar. Tememos al dolor más de lo que queremos la curación que traerá consigo.
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