“Este es el verdadero amante de sus hermanos y del pueblo de Israel; este es Jeremías, Profeta de Dios, que ruega incesantemente por el pueblo y la ciudad santa” (2 Macabeos 15, 14).
Jeremías (en hebreo יִרְמְיָה y en siríaco ܐܶܪܰܡܝܳܐ, “Yahveh eleva”) es uno de los cuatro grandes profetas de Israel, hijo de Helcías, perteneciente a la estirpe sacerdotal del templo de Jerusalén. Nació en el 650 a.C. en la aldea benjamita de Anatot cerca de Jerusalén; inició su ministerio profético a los veinte años, en el decimotercer año del reinado de Josías (año 629 a.C.), y duró cuarenta y cinco años. Hombre calmado y tímido, fue llamado contra su voluntad y su naturaleza de hombre sensible, a una misión profética durísima, como la de ser anunciador y testigo de la ruina de Jerusalén y del reino davídico de Judá.
En aquellos años desaparecía definitivamente el imperio de Asiria y se reafirmaba la potencia de Babilonia, especialmente con el rey Nabucodonosor, que hizo valer su autoridad en Palestina; Jeremías fue siempre contrario a una alianza del pueblo de Israel con Egipto, aconsejando la sumisión a la potencia babilónica, y los acontecimientos le dieron la razón.
De hecho Nabucodonosor, para reprimir las continuas rebeliones y las tentativas de alianza con Egipto, hizo tres expediciones contra el reino de Judá, que se concluyeron como una calamidad en el 586 a.C., con la destrucción del Templo, con el derrocamiento de la dinastía davídica reinante, con la deportación de los israelitas más influyentes, dando inicio a la llamada “cautividad babilónica”.
Jeremías, que había profetizado muchas veces estos sucesos, se encontró en el centro de todo este drama; dotado de una experiencia mística y profética excepcional, Jeremías incitó a sus conciudadanos a una religión sincera y a una verdadera intimidad con Dios.
Fue su opinión que los pecados del reino de Judá se atribuyeron al carácter nacionalista y conservador de las instituciones religiosas y anunció que en breve tempo, la ley de la responsabilidad colectiva habría cedido el puesto a la de la responsabilidad individual, que Ezequiel enfatizará también.
Aunque el resultado de su misión profética se podía ver solo después de su muerte. Durante su vida, aconteció el hallazgo del Deteuronomio en el Templo, que influenció el estilo que Jeremías seguirá en su libro.
El libro de Jeremías ocupa el trigésimo puesto de la Biblia, constando de 52 capítulos, y a él se adjunta el libro de las Lamentaciones (‘Trenos’ le llaman los griegos), también de su autoría. A él le sigue el libro de Baruc, su fiel secretario, el cual escribirá páginas biográficas sobre la amarga suerte de su maestro, enviado por Dios para anunciar el fin a un pueblo que se mecía en la cuna de las ilusiones nacionalistas, con una religiosidad árida y gobernado por soberanos indignos.
Particularmente interesante es el aspecto autobiográfico de la obra, el profeta revela su alma, sus incertidumbres y deseos, su adhesión a una ingrata misión divina que le costará sacrificios y amarguras indecibles.
Ciertos oráculos del profeta son violentos, a menudo revelan su sufrimiento y la contradicción de su misión que es de juicio y de condena, pero también de conversión y de salvación.
Es perseguido, encarcelado y golpeado, como traidor y derrotista, con motivo de su mensaje profético, que no adhería a los proyectos de los gobernantes, pero él permanecerá fiel a sus palabras. Tal vez por esto, sumado a que de acuerdo a San Jerónimo permaneció virgen hasta su muerte (incluso San Agustín asegura en el libro IV de su inacabada obra Contra Juliano pelagiano que fue purificado del pecado original antes de nacer, como San Juan Bautista), los expositores han visto en Jeremías un tipo del Cristo sufriente y despreciado por los de su propio pueblo, al que no obstante exhorta a llorar la desgracia final que vendría sobre la nación y el Templo al que tanto idolatraban.
El libro de Jeremías fue escrito en parte al menos dos veces, según se deduce del capítulo 36: la primera vez, con las profecías entre el 629 y el 605 a.C. contra Judá y Jerusalén, que fue destruido por el rey Joacim al arrojarlo al fuego, y la segunda, que incluyó profecías contra las naciones, anuncios de esperanza y salvación, las persecuciones y angustias del profeta, y la destrucción de Jerusalén, hasta llegar al libro que conocemos hoy.
El punto más alto del libro de Jeremías es la profecía del cap. 31 v. 31-34, sobre la Nueva Alianza de salvación, en la cual se vislumbra la virtud del Evangelio y la acción del Espíritu Santo en los corazones de los fieles:
“He aquí que viene el tiempo, dice el Señor, en que Yo haré una nueva alianza con la casa de Israel: alianza, no como aquella que contraje con sus padres el día que los cogí por la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; alianza que ellos invalidaron, y, por lo tanto, ejercí sobre ellos mi soberano dominio, dice el Señor. Mas ésta será la alianza que Yo haré, dice el Señor, con la casa de Israel, después que llegue aquel tiempo: Imprimiré mi ley en sus entrañas, y la grabaré en sus corazones; y Yo seré su Dios, y ellos serán el pueblo mío. Y no tendrá ya el hombre que hacer de maestro de su prójimo, ni el hermano de su hermano, diciendo: Conoce al Señor. Pues todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande, dice el Señor: porque Yo perdonaré su iniquidad, y no me acordaré más de su pecado”.
Tomada finalmente la ciudad por Nabucodonosor en el 587 a.C., Jeremías fue puesto en libertad; pero quiso quedarse en Jerusalén para consolar a los pocos judíos que fueron dejados allí (por ello el autor sagrado, en 2 Macabeos 15, 14, le presenta como intercesor ante Dios por su patria). Al poco tiempo, Ismael, príncipe de la sangre real, hizo matar a Godolías, a quien los caldeos habían dejado por gobernador de la Judea. Entonces los judíos, temerosos de la venganza de los caldeos, quisieron ir a buscar un asilo en Egipto, no obstante que Jeremías les disuadía de ello, prometiéndoles en nombre de Dios la seguridad y la paz si se quedaban en Judea. A pesar de esto, obstinados, huyeron a Egipto, llevándose consigo a Jeremías y a su fiel discípulo Baruc. Allí no cesó de vaticinar las terribles calamidades con que Dios iba a castigar a los egipcios, y en las cuales quedarían envueltos los judíos, pues que sus costumbres aún iban de mal en peor (y ellos mismos lo confiesan con todo descaro en el capítulo 44). El Martirologio Romano aporta la siguiente noticia:
Kaléndis Maji: In Ægýpto sancti Jeremíæ Prophétæ, qui, a pópulo lapídibus óbrutus, apud Taphnas occúbuit, ibíque sepúltus est; ad cujus sepúlcrum fidéles (ut refert sanctus Epiphánius) supplicáre consuevérunt, índeque sumpto púlvere, áspidum mórsibus medéntur. [1 de Mayo: En Egipto, San Jeremías Profeta, que habiendo sido lapidado por su pueblo en Tafnes, murió allí y fue sepultado; y a su sepulcro acostumbraban ir los fieles (dice San Epifanio) a orar y a tomar polvo del mismo, con el cual son curadas las mordeduras de serpientes].
ORACIÓN
Concédenos, te suplicamos, ¡oh Dios omnipotente!, que por la intercesión de tu bienaventurado mártir el profeta Jeremías, nuestros cuerpos sean librados de toda adversidad, y purificadas nuestras almas de todo mal pensamiento. Por J. C. N. S. Amén.
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