lunes, 24 de noviembre de 2025

ADVERTENCIA A LOS QUE PRETENDEN REVELACIONES Y PROFECÍAS


«No es voluntad de Dios que las almas pretendan recibir por vía sobrenatural cosas distintas de visiones, locuciones, etc. Por otra parte sabemos que se usaba el dicho trato con Dios en la ley vieja, y era lícito, y no solo lícito, sino que Dios se la mandaba, y cuando no lo hacían, se lo reprendía Dios, como se ve en Isaías, donde reprende Dios a los hijos de Israel porque, sin preguntárselo a Él primero, pensaban descender en Egipto, diciendo: «Qui ambulátis ut descendátis in Ægýptum et os meum non interrogástis»: No preguntasteis primero a mi misma boca lo que convenía (Is. XXX, 2). Y en Josué leemos que, siendo engañados los mismos hijos de Israel por los gabaonitas, les nota allí el Espíritu Santo esta falta, diciendo: «Suscepérunt de cibáriis eórum er os Dómini non interrogavérunt»; Recibieron de sus manjares, y no lo preguntaron a la boca de Dios (Jos. IX,14).

Y así, vemos en la divina Escritura que Moisés siempre preguntaba a Dios, y el rey David y todos los reyes de Israel para sus guerras y necesidades, y los sacerdotes y profetas antiguos, y Dios respondía y hablaba con ellos, y no se enojaba; y era bien hecho, y si no lo hicieran, fuera mal hecho; y así es la verdad. ¿Por qué pues ahora en la ley nueva y de gracia no lo será, como antes lo era? A lo cual se ha de responder que la principal causa por que en la ley vieja eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, y convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y revelaciones de Dios, era porque entonces aún no estaba tan fundamentada la fe, ni establecida la ley evangélica; y así era menester preguntasen a Dios y que Él hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones, ahora en figuras y semejanzas, ahora en otras muchas maneras de significaciones; porque todo lo que respondía, hablaba y revelaba, eran misterios de nuestra fe, o cosas tocantes o enderezadas a ella; por cuanto las cosas de fe no son del hombre, sino de boca del mismo Dios, las cuales Él por su misma boca habló.

Por eso era menester que (como hemos dicho) preguntasen a la misma boca de Dios, y por eso los reprendía cuando no lo hacían, para que Él les respondiese, encaminando sus casos y cosas a la fe que aún ellos no tenían sabida. Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para que preguntarle de aquella manera, ni para que Él hable y responda como entonces; porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y no tiene más que hablar. Y este es el sentido de aquella autoridad con que San Pablo quiere inducir a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la ley de Moisés, y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: «Multifáriam múltisque modis olim Deus lóquens Pátribus in Prophétis novíssime diébus istis locútus est nobis in Fílio suo»; Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y maneras, ahora a la postre en estos días nos lo ha hablado en su Hijo todo de una vez (Hebr. I, 1-2).

En lo cual da a entender el Apóstol que ya Dios ha dicho tanto en esto, que no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas, ya lo ha hablado en el todo, dándonos al todo, que es su Hijo; por lo cual, el que ahora quisiese preguntar á Dios, o querer alguna visión o revelación, parece que haría agravio a Dios, no poniendo totalmente los ojos en Cristo sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podía Dios responder diciendo: Ya te tengo habladas todas las cosas en mi palabra, que es mi Hijo; pon los ojos solo en Él, porque en Él te lo tengo dicho todo y revelado todo, y hallarás en Él aun más de lo que deseas y pides. Porque tú pides locución o revelación o visión en parte, y si pones en Él los ojos, lo hallarás en todo; porque Él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y revelación; la cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándooslo por hermano, maestro, compañero. precio y premio. Ya yo yo bajé con mi Espíritu sobre Él en el monte Tabor, diciendo: «Hic est Fílius meus diléctus, in quo bene complácui; ipsum áudite» Este es mi amado Hijo, en que me complací a mí; a Él oíd (Mt. XVII, 5).

No hay que buscar nuevas maneras de enseñanzas y respuestas; que si antes hablaba, era prometiendo a Cristo, y si me preguntaban, eran las preguntas encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien (como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles); mas ahora el que me preguntase de aquella manera, y quisiese que yo le hablase o algo le revelase, era en alguna manera no estar contento con Cristo; y así, haría mucho agravio a Mi amado Hijo. Teniéndole, no hallarás que pedirme ni que desear de revelaciones o visiones; míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho mas en Él.

Si quisieres que te responda yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo obediente a Mí y afligido por mi amor, y verás cuántas te responde. Si quisieres que te declare Dios algunas cosas ocultas o casos, pon solo los ojos en Él, y hallarás ocultísimos misterios, sabiduría y maravillas de Dios, que están encerradas en Él, según mi Apóstol dice: «In quo sunt omnes thesáuri sapiéntiæ et sciéntiæ abscónditi»; En él están escondidos todos los tesoros de sabiduría y ciencia de Dios (Col. II, 3).

Los cuales tesoros de sabiduría serán para ti muy mas altos, sabrosos y provechosos que las cosas que tú querías saber; que por esto se gloriaba el mismo Apóstol, diciendo que no sabía otra alguna cosa sino a Jesucristo, y Éste crucificado; «Non enim judicávi me scire áliquid inter vos, nisi Jesum Christum, et hunc crucifíxum» (1.ª Cor. II, 2). Y si también quisieres otras visiones o revelaciones divinas o corporales, mírale a Él también humanado, y hallarás mas en eso de lo que piensas. Que también dice de Él San Pablo: «In Christo inhabítat omnis plenitúdo divinitátis corporáliter»; En Cristo mora toda plenitud de divinidad corporalmente (Col. II, 9).

No conviene pues ya preguntar a Dios de aquella manera, ni es necesario que ya hable; pues habiendo hablado en Cristo, no hay más que desear; y quien quisiere recibir ahora por vía sobrenatural extraordinaria algunas cosas, sería como notar falta en Dios, que no había dado todo lo bastante en su Hijo, como está dicho, porque, aunque lo haga, suponiendo la fe y creyéndola, todavía es curiosidad de menos fe: de donde no hay que esperar con esta curiosidad doctrina, ni otra cosa por vía sobrenatural; porque a la hora que Cristo dijo en la cruz cuando espiró: «Consummátum est», acabado es (Jn. XIX, 30); no solo se acabaron esos modos, sino también todas las ceremonias y ritos de la ley vieja; y así, en todo nos hemos de guiar por la doctrina de Cristo, de su Iglesia y de sus ministros, y por esa vía remediar nuestras ignorancias y flaquezas espirituales, que para todo hallaremos por este camino abundante medicina; y lo que de él saliere y se apartare, no solo es curiosidad, sino mucho atrevimiento, y no se ha de creer cosa por vía sobrenatural, sino solo lo que dijere con la enseñanza de Cristo, Dios y hombre, y de sus ministros; tanto, que dijo San Pablo: «Sed licet Ángelus de cœlo evangélizet vobis præter quam quod evangelizávimus vobis, anathéma sit»; Si algún ángel del cielo os evangelizare fuera de lo que nosotros evangelizamos, sea maldito y descomulgado (Gál. I, 8).

De donde pues es verdad que se ha de estar en lo que Cristo nos enseñó, y todo lo demás es nada, ni se ha de creer sino conformarse con ello; en vano anda el que quiere ahora tratar con Dios al modo de la ley vieja; cuanto mas, que no le era lícito a cualquiera de aquel tiempo preguntar a Dios, ni Él respondía a todos, sino a los sacerdotes y profetas solos, que eran de cuya boca el vulgo había de saber la ley y la doctrina; y así, si alguno quería saber algo de Dios, por el profeta o por el sacerdote lo preguntaba, y no por sí mismo».

SAN JUAN DE LA CRUZSubida del monte Carmelo, lib. 2.º, cap. XXII. Barcelona, Juan Roca y Hnos., 1883, págs. 156-160.

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