Tomado de STAT VERITAS, vía APOSTOLADO EUCARÍSTICO
La fidelidad es una virtud social que tiene una afinidad profunda con la
virtud de verdad y, en consecuencia, se vincula, tal como ella, con la
virtud de justicia.
Parece muy oportuno rememorar qué es esta virtud, a fin de animarnos a
desarrollarla, a mantenerla en nosotros y a manifestarla en nuestra vida
individual y social.
La fidelidad es la voluntad de tener un compromiso dado. Es ser
verdadero hacia sí mismo y verdadero hacia los demás, que tienen sus
propios compromisos. También es ser justos, pues uno se compromete hacia
otra persona o aún hacia Dios o la Iglesia, o a una sociedad. Los
compromisos pueden ser numerosos. Hay unos, irrenunciables, que nos
comprometen por la eternidad; hay otros que nos comprometen para esta
vida de aquí abajo. En cambio, hay otros que pueden ser anulados, pero
jamás unilateralmente, lo cual constituiría una injusticia hacia
personas con las cuales uno se comprometió y, en definitiva, hacia Dios.
Así, el bautismo nos compromete por toda la eternidad, y ese compromiso
debe procurarnos bienes que aseguran la vida eterna. Bautizados, nunca
nos está permitido renegar de nuestro compromiso. El casamiento
compromete para la vida de aquí abajo y los que lo han contraído deben
permanecer fieles, sin que ninguna autoridad de este mundo pueda
dispensarlos de estos compromisos. Con esto se puede medir la gran
importancia de la virtud de la fidelidad.
Numerosas pueden ser las promesas y compromisos diversos. Numerosas
también pueden ser las circunstancias que, sea por sí mismas, sea por
aquellos con los cuales uno se comprometió, resuelvan el compromiso. Pero nada es tan odioso, deshonrante y nocivo para la vida social, como una promesa o un compromiso que no se cumple sin que medie alguna circunstancia legítima, o que un asentimiento de las personas interesadas haya autorizado su anulación.
Se asiste hoy a un desprecio de la virtud de fidelidad que molesta
gravemente a la vida religiosa, cuando se trata de compromisos
realizados con Dios, y con la vida social, cuando se trata de
compromisos para con el prójimo.
Las numerosas infidelidades de los
sacerdotes, tanto hacia Dios como hacia el prójimo, causan un grave
escándalo a la humanidad entera. El sacerdote consagrado,
santificado por la unción sacramental y la imposición de las manos del
Obispo, está dedicado al culto de Dios y a la santificación de las
almas. Está comprometido por esa doble unción a cierta doble finalidad.
Aún si la Iglesia pudiera suspender el ejercicio de ese compromiso, no
sería menos verdadero que estos sacerdotes han sido infieles a lo que
habían prometido solemnemente delante de Dios y de la Iglesia. Esa
ruptura no es, ciertamente, un ejemplo para los que se han comprometido
en los lazos del matrimonio.
La infidelidad en la vida religiosa se produce cuando uno pide la
ruptura de los votos perpetuos: cierto, puede haber motivos legítimos
para hacer ese pedido, pero ¿no es verdad, desgraciadamente, que estos
motivos tienen generalmente por causa infidelidades reales? No sucede lo
mismo con los votos temporales, que por su naturaleza son caducables.
Pero hoy se asiste a menudo a una desestimación de los votos, que se
manifiesta por la impaciencia de ser relevado de ellos antes de que
éstos lleguen a su término. Esto provocará, sin duda, una modificación
en el régimen de los votos temporarios. ¿Pero se puede pensar que la
estima será más grande? Quizás en el retraso en la preparación y en la
profesión de los compromisos podría encontrarse una solución parcial.
Pero también probablemente sea en una fe más grande y en una mejor
comprensión del ideal religioso que se encuentre la verdadera solución.
Desgraciadamente, las infidelidades a nuestras constituciones, las
cuales nos hemos comprometido a observar, son más y más frecuentes. Por
cierto, los capítulos generales extraordinarios son invitados a revisar
estas constituciones y modificarlas según algunos principios enunciados
por el Concilio y por los decretos. Para eso se preparan todas las
sociedades religiosas. Si una cierta tolerancia puede existir sobre
algunos aspectos poco importantes de estas constituciones, uno queda
estupefacto al ver a veces con cuánta inconsciencia, para no decir con
qué desprecio, se consideran los compromisos tomados solemnemente ante
la Iglesia y ante Dios. Algunos superiores se creen verdaderos
legisladores y que tienen ellos solos la autoridad del capítulo general.
Que no se hagan ilusiones; en esos casos la víctima siempre es la
autoridad, y por consiguiente, Dios, en cuanto Dios pueda ser víctima de
nuestras faltas y de nuestras infidelidades. Pues el desprecio de los
compromisos por parte de quienes tienen responsabilidades no puede
dirigirse más que contra estas autoridades. No tener en cuenta las
constituciones ahora, vale para el futuro. No habrá más razones para
obedecer a las futuras constituciones que a las de hoy.
Los superiores que obran así se arriesgan a causar graves infortunios a
quienes en su comunidad son fieles a sus compromisos. Los privan de
gracias particulares vinculadas a esta fidelidad. Entonces, hay que ser
muy circunspecto y prudente en esta manera de obrar, so pena de recibir
los reproches que Dios destina a los servidores infieles.
Esta tendencia actual a la infidelidad es desastrosa, tanto hacia la
unión con Dios, como en relación a la vida de familia en la congregación
misma. Es que la fidelidad es vecina de la sencillez, mientras que la
infidelidad es vecina de la duplicidad. ¿Cómo se puede tener relaciones
de filiación verdadera y confiada con Dios, si nuestra actitud es falsa y
doble? ¿Cómo puede reinar una atmósfera de confianza entre los miembros
de una sociedad sin la fidelidad a una palabra dada?
Es tiempo de que cada uno se examine sobre esta linda virtud de
fidelidad que hace honor a aquel que la posee, que le procura una
reputación de lealtad y le adquiere a justo título la confianza de su
prójimo y, sobre todo, la confianza de Dios. “Euge, serve bone et fidélis, quia super parva fuísti fidélis, supra multa te constítuam”. Tal será la palabra con la cual el Señor nos acogerá, si hemos sabido ser fieles en todas las cosas.
‡ Monseñor Marcel Lefebvre
Carta Pastoral n° 37
(“Avisos del mes”, septiembre-octubre de 1967)
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