Cartel conmemorativo del 250º aniversario de la proclamación de la
Inmaculada Concepción como Patrona de España (José Luis Delgado Blanco,
2012).
Venerables Hermanos y amados hijos que, clausurando vuestro Congreso
Mariano Nacional, consagráis vosotros mismos y vuestra patria toda al
Inmaculado Corazón de María:
¿Quién Nos pudiera dar en estos momentos que, así como con Nuestra voz
conseguimos hacernos presentes en medio de vosotros, lo pudiéramos hacer
igualmente con Nuestros ojos y Nuestros oídos, para escuchar el voltear
de las campanas de toda España, las salvas de honor, los vítores y las
aclamaciones, los suspiros y las plegarias que suben a lo alto; para ver
a todo un pueblo agolpándose ante los altares de su Madre y Señora y
ofreciéndole su corazón y su vida? «Bienaventurados los ojos que ven lo
que vosotros veis y los oídos que oyen lo que vosotros oís» (cf. Mt 13,
16).
Porque España ha sido siempre, por antonomasia, la «tierra de María
Santísima» y no hay un momento de su historia, ni un palmo de su suelo,
que no estén señalados con su nombre dulcísimo. La histórica catedral,
el sencillo templo o la humilde ermita a Ella están dedicadas; y si
quisiéramos solamente evocar, según se Nos vienen a las mientes, algunas
de las advocaciones principales, que como piedras preciosas en manto
riquísimo son ornamento del territorio español: Covadonga, Begoña y
Montserrat; la Peña de Francia, la Fuencisla y Monsalud; la Almudena, el
Sagrario y los Desamparados; Guadalupe, los Reyes y las Angustias, Nos
parecería o que estábamos recorriendo la topografía nacional o que
íbamos fijando los hitos principales de la historia de España. Eran
pinceles españoles los de Juan de Juanes, Zurbarán, el Greco y Murillo; y
por eso rivalizaron en representarla a cual más hermosa.
Gubias y cinceles españoles fueron los de Gregorio Hernández, Alonso
Cano, Martínez Montañés y Saltillo y por serlo no pudieron menos de
estar dedicados de modo especial al servicio de su Madre amantísima. Y
si es un Rey Santo el que cabalga para conquistar Sevilla, irá con
Nuestra Señora en el arzón; y si son proas castellanas las que,
precisamente tal día como hoy, violan el secreto de las tierras
americanas, sobre una de ellas irá escrito necesariamente el nombre de
«Santa María», ese nombre que luego el misionero y el conquistador irán
dejando en la cima inaccesible, en el centro de la llanura sin fin o en
el corazón de la selva impenetrable, para que sea también allí fuente de
gracia y de bendición.
Pero entre tantas advocaciones, Venerables Hermanos y amados hijos,
acaso ninguna para vosotros tan entrañable, ni tan enraizada en vuestra
carne misma, como esa Virgen Santísima del Pilar, que en estos instantes
tenéis ante los ojos.
Y tu —oh Zaragoza— no serás ya insigne por tu privilegiada posición, por tu cielo purísimo o por tu rica vega, «loci amœnitáte, delíciis præstántior civitátibus Hispániæ cunctis»,
como la llama el gran Isidoro de Sevilla; no lo serás por tus
magníficos edificios, donde galanamente se salta sin desentonar de los
primores mozárabes a las elegancias platerescas; no lo serás por haber
oído el paso cadencioso de las legiones romanas o por el aliento
indomable que te sostuvo «siempre heroica» en los heroicos sitios; lo
serás por tu tradición cristiana, por tus Obispos, Félix, en pluma de
San Cipriano «Fídei cultor ac defénsor veritátis»[1],
San Valero y San Braulio; por Santa Engracia y los Mártires
innumerables, a los cuales podemos añadir el santo niño, embellecido
también con la púrpura de su sangre, Dominguito del Val; lo serás, sobre
todo, por esa columna contra la cual, rodando los siglos, como contra
la roca inconmovible que, en el acantilado, desafía y doma las iras del
mar, se romperán las oleadas de las herejías en el período gótico, las
nuevas persecuciones de la dominación arábiga y la impiedad de los
tiempos nuevos, resultando así cimiento inquebrantable, inexpugnable
valladar e insuperable ornamento, no sólo de una nación grande, sino
también de toda una dilatada y gloriosa estirpe! «Yo he elegido y
santificado esta casa —parece decir Ella desde su pilar— para que en
ella sea invocando mi nombre y para morar en ella por siempre» (cf. 2
Paral. 7, 16); y toda la Hispanidad, representada ante la Capilla.
angélica por sus airosas banderas, parece que le responde: «Y nosotros
te prometemos quedar de guardia aquí, para velar por tu honra, para
serte siempre fieles y para incondicionalmente servirte».
Pero hoy vosotros, Venerables Hermanos y amados hijos, si habéis venido
aquí, si os habéis reunido en todos los centros marianos de la nación,
ha sido con una intención precisa: evocando aquella jornada inolvidable
en el Cerro de los Ángeles, de 1919, donde España se consagró al Corazón
Sacratísimo de Jesús, os habéis hoy querido consagrar al de María, en
la confianza de que, en esta hora ardua de la humanidad, Dios querrá
salvar al mundo por medio de aquel Corazón Inmaculado.
¡Bien merece sin duda ninguna, hijos amadísimos, esta manifestación de
vuestra piedad al Corazón Purísimo de la Virgen, sede de aquel amor, de
aquel dolor, de aquellos altísimos afectos, que tanta parte fueron en la
redención nuestra, principalmente cuando Ella «stabat juxta Crucem»,
velaba en pie junto a la Cruz (cf. Jn. 19, 25); bien lo merece aquel
Corazón, símbolo de toda una vida interior, cuya perfección moral, cuyos
méritos y virtudes escaparían a toda humana ponderación! Y bien justo
es también que lo hagáis vosotros, si no fuera por otra razón, por ser
la patria de San Antonio María Claret, apóstol infatigable de esta
devoción, que Nos mismo hemos elevado al honor máximo de los altares.
Pero Nos creemos que hoy más que nunca, precisamente porque las nubes
cargan sobre el horizonte, precisamente porque en algunos momentos se
diría que las tinieblas van borrando aún más los caminos, precisamente
porque la audacia de los ministros del averno parece que aumentan más y
más; precisamente por eso, creemos que la humanidad entera debe correr a
este puerto de salvación, que Nos le hemos indicado como finalidad
principal de este Año Mariano, debe refugiarse en esta fortaleza, debe
confiar en este Corazón dulcísimo que, para salvarnos, pide solamente
oración y penitencia, pide solamente correspondencia.
¡Prometédsela vosotros, hijos amadísimos de toda España; prometedle
vivir una vida de piedad cada día más intensa, más profunda, y más
sincera; prometedle velar por la pureza de las costumbres, que fueron
siempre honor de vuestra gente; prometedle no abrir jamás vuestras
puertas a ideas y a principios, que por triste experiencia bien sabéis
dónde conducen; prometedle no permitir que se resquebraje la solidez de
vuestro alcázar familiar, puntal fundamental de toda sociedad;
prometedle reprimir el deseo de gozos inmoderados, la codicia de los
bienes de este mundo, ponzoña capaz de destruir el organismo más robusto
y mejor constituido; prometedle amar a vuestros hermanos, a todos
vuestros hermanos, pero principalmente al humilde y al menesteroso,
tantas veces ofendido por la ostentación del lujo y del placer! Y Ella
entonces seguirá siempre siendo vuestra especial protectora.
Ante vuestro trono, pues, oh Madre Santísima del Pilar, —diremos
parafraseando las palabras por Nos mismo pronunciadas en ocasión
solemnísima [2]—
Nos, como Padre común de la familia cristiana, como Vicario de Aquel, a
quien fue dado todo poder en el cielo y en la tierra, a Vos, a Vuestro
Corazón Inmaculado confiamos, entregamos y consagramos no sólo toda esa
inmensa multitud ahí presente, sino también toda la nación española,
para que vuestro amor y patrocinio acelere la hora del triunfo en todo
el mundo del Reino de Dios y todas las generaciones humanas, pacificadas
entre sí y con Dios, Os proclamen bienaventurada, entonando con Vos, de
un polo al otro de la tierra, el eterno «Magníficat» de gloria, amor y
gratitud al Corazón de Jesús, único refugio donde pueden hallarse la
Verdad, la Vida y la Paz.
Que la bendición del cielo, de la que quiere ser prenda la Bendición
Nuestra, descienda sobre todos vosotros: sobre Nuestro dignísimo
Cardenal Legado; sobre el Jefe del Estado; sobre todos Nuestros Hermanos
en el Episcopado ahí presentes; sobre todas las Autoridades; sobre el
clero, religiosos y fieles que están en estos momentos oyéndonos y sobre
toda la nación española, a la cual continuamente deseamos toda clase de
bienes y de prosperidades.
PÍO XII. Discurso en la clausura del Congreso Mariano Nacional de España, 12 de Octubre de 1954. En Acta Apostólicæ Sedis 46 (1954), págs. 680-683.
NOTAS
[1] Epístola 67, n. 6; Ópera ómnia (edición de Wilhelm von Hartel), en Corpus Scriptórum Ecclesiasticórum Latinórum, tomo III, parte 2, Viena 1871, pág. 740, 10-11.
[2] Cf. Discursos y radiomensajes de Pío XII, tomo IV, pág. 260.
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