La
propagación del Evangelio, más que una necesidad, constituye una
tremenda responsabilidad y un sagrado deber para la Iglesia. Todavía nos
resuena en los oídos el eco de las palabras del Apóstol: Væ mihi si non
evangelizávero! Y la razón es que la familia Católica, sobre todo por
medio de su sagrada Jerarquía, debe continuar en la tierra la misión
redentora de Jesucristo. He aquí el motivo por el cual, sobre todo en
estos últimos años, el Papa Pío XI ha impreso un impulso más general y
vigoroso a la obra misionera; y después de haber organizado en su
Palacio Lateranense un museo etnográfico con particular referencia a la
evangelización de los infieles, ha dispuesto que en medio de las
jornadas para la Propagación de la Fe, de las sagradas funciones, de
colectas y conferencias, toda la familia Cristiana se interese en el
mantenimiento y el desarrollo de las distintas obras misioneras.
Entre
las numerosas iniciativas, tiene el primer lugar la Fiesta de la
Propagación de la Fe con la Misa especial que se recita en esta ocasión.
La
antífona del introito deriva del salmo 66 (2-3), que es Mesiánico, y
prelude a la universalidad de la Iglesia, la cual comunica a todos los
pueblos la gracia de la redención:
«Dios tenga misericordia de nosotros y nos bendiga; haga resplandecer sobre nosotros la luz de su rostro, y nos mire compasivo. Para que conozcamos, ¡oh Señor!, en la tierra tu camino; y todas las naciones tu salvación. Alábente, Dios mío, los pueblos; publiquen todos los pueblos tus alabanzas».
Cuando después del pecado el mundo volvió las espaldas a Dios, el Señor se reservó la estirpe de Abrahán para que fuese custodia de la promesa Mesiánica. Pero cuando en la plenitud de los tiempos el símbolo profético consiguió en Jesucristo la más espléndida realidad, con la función de pregonero del Mesías que vino, cesó también el motivo del privilegio concedido a Israel, y todos los hijos de Dios, sin distinción de naciones o de sociedad, fue admitida a participar en la heredad divina. Este es el magnífico concepto informador de la presente composición litúrgica:
ORACIÓN. «Oh Señor, que quieres que todos los hombres se salven y lleguen a la luz de la verdad; envía, te rogamos, obreros a tu mies, y haz que anuncien tu Palabra con toda confianza; para que tu Palabra corra y sea glorificada, a fin de que todas las naciones te reconozcan a Ti como el único Dios verdadero, y a quien tú enviaste, Jesucristo tu Hijo nuestro Señor, que vive y reina...».
La
colecta, como veis, es tomada de varios pasajes escriturales y no acusa
por tanto ningún pensamiento original. Queda por tanto resaltado el
concepto de los Libros Sacros, de que la vocación misionera es una obra
enteramente divina. Es divina en su origen, ya que Dios es el que
destina los obreros a la mies; es divina en su causa final, ya que se
propone como objetivo glorificar al Señor en la salvación de las almas;
es divina en su ejecución, ya que los Sacerdotes regeneran las almas al
Señor mediante la predicación de la Palabra divina, que es semilla y
germen de la generación sobrenatural.
La primera lección (Eccli. XXXVI, 1-10, 17-19) coincide en gran parte con la cuarta del Sábado de las Témporas de Cuaresma, y contiene una espléndida oración por la salvación de Israel. Verdaderamente, el concepto de la hodierna solemnidad es otro. Aquí en cambio se quiere que el Señor levante su mano contra los pueblos perseguidores, a fin de que también ellos, bajo el brazo vengador de Dios reconozcan el poder del Señor de Abrahán: «Acelera los tiempos -se dice a Yahveh- y haz despuntar la hora; da testimonio a la primicia de tus obras, y cumple la profecía pronunciada en tu nombre». En la gracia del Nuevo Testamento, mejor que bajo el martillo de la divina justicia, nosotros rogamos que todos los pueblos encuentren y reconozcan que todos los pueblos encuentren y reconozcan al verdadero Dios por el camino del Amor.
El responsorio gradual contiene los versos 6-8 del mismo salmo del introito: «Alábente, ¡oh Dios mío!, los pueblos; publiquen todos los pueblos tus alabanzas; ha dado la tierra su fruto. Bendíganos Dios, el Dios nuestro, bendíganos Dios, y sea temido en todos los términos de la tierra». Dios da su bendición, y mientras la tierra fecunda las plantas y los árboles, el jardín de la Iglesia se embellece incesantemente con nuevas flores del paraíso celeste. Nosotros los sacerdotes y misioneros somos «Dei adjutóres», como había dicho el Apóstol de los Gentiles; porque el agricultor del terreno es único, por el cual está escrito: «et Pater meus agrícola est».
El verso aleluyático deriva del salmo 99-1, que en la alborada del día, mientras toda la naturaleza y el universo entero alaban al Criador, invita al fiel israelita a acercarse al templo para adorar a Yahveh:
«Aleluya. Moradores todos de la tierra, cantad con júbilo las alabanzas de Dios; servid al Señor con alegría. Venid llenos de alborozo a presentaros ante su acatamiento».
Durante el período de la Septuagésima, en lugar del verso aleluyático, el salmo Tracto anuncia la universalidad de la Redención mesiánica. Ahora nosotros, luego de casi veinte siglos de redención, estamos familiarizados con este concepto universalístico del reino de Dios; mas imaginemos un poco cuál no debía ser el estupor y la alegría que probaban las antiquísimas generaciones cristianas, cuando, frente a los hebreos que excluían de los privilegios de la posteridad de Abrahán a cuantos no habían sido circuncidados, en el Evangelio y en la Ley los primeros fieles escuchaban claramente anunciada la vocación de los Gentiles a la Fe: «Predicad entre las naciones su gloria, y sus maravillas en todos los pueblos. Porque grande es Yahveh, y digno de infinita alabanza; terrible sobre todos los dioses. Porque todos los dioses de las naciones son demonios; pero el Señor es el que crió los cielos».
Durante el ciclo pasquale, luego del primer verso aleluyático: «Aleluya. Moradores todos de la tierra, cantad con júbilo las alabanzas de Dios...», se sigue: «Aleluya. Tened entendido que el Señor es el único Dios. Él es el que nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos». Si nosotros somos la obra de sus manos, la Providencia divina vela amorosa sobre nuestra suerte, ya que Dios no abandona, si no a quien primero se retira de Él. «Non enim díligis et déseris» (No le améis y abandonéis), como bien dice San Agustín.
La lección evangélica viene de San Mateo (IX, 35-38). El Divino Maestro recorre infatigable las campiñas y las villas de la Galilea, confirmando su doctrina con numerosos prodigios en favor de los enfermos. Su Divino Corazón sin embargo está oprimido de angustia, ya que ve perecer a tantas almas por fata de quien vaya a su encuentro y les indique los saludables pastos. Se vuelve enseguida a los Apóstoles, y observa que los segadores son muy pocos para la mucha mies, y les ordena luego pedir al Señor enviar al campo nuevos operarios. Trátase de un preciso mandamiento del Divino Maestro; y hoy sobre todo, ofreciendo el Eucarístico Sacrificio por la propaganda misionera, nosotros bien podemos decir: «Præcéptis salutáribus móniti et divína institutióne formáti, audémus dícere: mitte operários in messem tuam». Aquel que nos ha mandado orar por las vocaciones eclesiásticas, se dispone por esto mismo a acoger nuestros votos.
La antífona para el ofrecimiento de la Oblación es tomada del salmo 95 (7-9), el cual, como todo este grupo de cantos del IV libro del Salterio, anuncia joyosamente el reino universal mesiánico en el cual deberán entrar todas las naciones: «¡Oh vosotras familias de las naciones!, venid a ofrecer al Señor; venid a ofrecerle honra y gloria. Tributad al Señor la gloria debida a su nombre. Llevad ofrendas, y entrad en sus atrios; adorad al Señor en su santa morada. Conmuévase a su vista toda la tierra». En el antiguo templo jerosolimitano, tras el atrio de los Gentiles se encontraba el patio del pueblo Israelita, en cuyo fondo estaba el Santo, donde solo los Saerdotes podían acceder para ofrecer el incienso vespertino y los otros sacrificios. Para el pueblo, por tanto, el atrio tenía lugar de templo, como generalmente sucedía también entre los Griegos y los Romanos. En la cella estaba solamente el Númen; el ara para los sacrificios encontrábase fuera.
La oración secreta de hoy, representa literariamente un centón escritural que no tiene cuenta, ni del Cursus, ni del significado particular de la Secreta, que quiere ser una simple recomendación de la Oblata que se consagrará. No obstante estos defectos literarios, en la oración litúrgica permanece todavía su belleza y eficacia, sobre todo cuando se inspira en la divina Escritura:
SECRETA. «Mira, oh Dios, protector nuestro, y vuelve tu mirada a tu Cristo, el cual se entregó a Sí mismo en rescate por todos; y desde donde sale el sol hasta su ocaso sea glorificado tu Nombre entre los pueblos; para que en todo lugar se sacrifique y ofrezca a Ti una oblación pura. Por Jesucristo nuestro Señor».
También
cuando nosotros subimos al altar para ofrecer los Divinos Misterios, le
es grato a Dios porque ve en nosotros a su Hijo muy amado, el Pontífice
de nuestra fe, en el cual Él encontró sus complacencias. No sólo porque
Jesús puede agradar enteramente a Dios; sino también porque quien
quiera impetrar gracias y ser grato al Señor debe contemplar el bello
rostro de Cristo, esto es, debe esconder en Jesús sus oraciones y
sacrificios, y hacer perorar a Él, nuestro abogado, la causa que nos
apremia.
Hoy, en el lugar de la antífona para la Comunión, se recita por entero el salmo 116, que es el más breve del Salterio: «Alabad
al Señor, naciones todas; pueblos todos, cantad sus alabanzas. Porque
su misericordia se ha confirmado sobre nosotros; y la verdad del Señor
permanece eternamente».
Ottimamente! Cuando la amistad de los hombres viene a menos, Dios permanece fiel a las almas, que a menudo demasiado tarde aprende a desconfiar un poco más de las pobres creaturas, para confiar mayormente en el Creador, fuerte y saldo en la amistad y en el amor.
La oración postcomunión es derivada del Sábado in Albis, y se pide que por la eficacia del Sacramento de Redención, que es por excelencia el Mystérium Fídei, esta sublime virtud extienda cada día más sus rayos y se extienda por toda la tierra.
Hay
una íntima conexión entre la Eucaristía y la Santa Fe. Cuando un alma
acoge en su corazón al Dios que a ella se dona, ésta a su vez se confía a
Él. Ahora, este abandono completo en Dios y creer tanto en su sabiduría
como en su infinito amor significa el vivir en la Fe, las mismas
palabras del profeta Habacuc al cual San Pablo daba tanta
importancia: «El justo mío vivirá por la fe, pero si desertare, no será
agradable a mi alma».
ALFREDO ILDEFONSO Card. SCHUSTER OSB, Liber Sacramentórum, tomo X. Turín, Casa editorial Marietti, 1930, págs. 34-38. -Traducción nuestra-
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