«Pero ya que se han dicho unas palabras de la blasfemia, quiero pediros
un favor a todos vosotros, como recompensa de esta exhortación: que me
castiguéis a los que blasfeman en la ciudad. Si
vieres a alguno que blasfema de Dios en la calle o en la plaza,
acércate, repréndele: y si hay que aplicar (castigo) azotes, no rehúyas;
abofetéale la cara, rómpele la boca, santifica tu mano con el golpe. Y dado que algunos denuncien y seas llevado a juicio, sigue: y si
el juez en su tribunal sentado te condena, di con libertad que (aquel)
ha blasfemado contra el Rey de los ángeles. Pues si a los que blasfeman
al rey terreno es preciso castigarlos, mucho más a los que a Dios
contumelian. Porque el crimen es común, la injuria pública, lícito es a
cualquiera acusar.
Sepan tanto los judíos, como los
gentiles, que los cristianos son los custodios conservadores de la
ciudad, los curadores, los presidentes, los maestros: y lo mismo
adviertan los disolutos y perversos, que los servidores de Dios han de
ser temidos de ellos, para que si osaren alguna vez hacer cosa
semejante, se lo miren bien por todos lados, y teman las sombras,
recelosos de que no vaya algún cristiano que los oye, a asaltarlos y los
castigue con gran valentía».
SAN JUAN CRISÓSTOMO. XXI Homilías sobre las estatuas al pueblo de Antioquía de Siria
(Traducción del P. Juan Oteo y Uruñuela) - Serie “Los Santos Padres”,
Nº 24. Homilía I, 12. Tomo I, pág. 28. Ed. Apostolado Mariano, Sevilla
1990.
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