«Revestíos de toda la armadura de Dios, para poder contrarrestar las acechanzas del diablo. Porque no es nuestra pelea solamente contra hombres de carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires. Por tanto, tomad las armas todas de Dios, o todo su arnés, para poder resistir en el día aciago, y sosteneros apercibidos en todo. Estad, pues, a pie firme ceñidos vuestros lomos en el cíngulo de la verdad, y armados de la coraza de la justicia, y calzados los pies prontos a seguir y predicar el Evangelio de la paz, embrazando en todos los encuentros el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno espíritu. Tomad también el yelmo de la salud, que es la esperanza; y empuñad la espada espiritual o del espíritu (que es la palabra de Dios); haciendo en todo tiempo con espíritu y fervor continuas oraciones y plegarias, y velando para lo mismo con todo empeño, y orando por todos los santos o fieles, y por mí también, a fin de que se me conceda saber desplegar mis labios para predicar con libertad, manifestando el misterio del Evangelio, del cual soy embajador, aun estando entre cadenas, de modo que hable yo de él con valentía, como debo hablar». (Efesios VI, 11-20; Biblia de Mons. Félix Torres Amat)
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