En conexidad a la condena a la obra de María Valtora, publicamos por primera vez en Español el texto integral de la Instrucción del Santo Oficio “Inter mala” del 3 de Mayo de 1927 (Acta Apostolicæ Sedis XIX, págs. 186-187), sobre la “literatura sensual y místico-sensual”. Como demuestra el estudio de Jean-Baptiste Amadieu (https://halshs.archives-ouvertes.fr/halshs-01315561/document), la corriente literaria místico-sensual en cuestión es la del Decadentismo (en este caso de lengua francesa) y del más reciente “Renouveau catholique”, y los autores puestos en examen, seguido a una denuncia por el año 1917 del abogado nizardo Raymond Hubert (cercano al sacerdote Emmanuel Barbier y al padre Charles Maignen, del Sodalitium Pianum) son, entre: Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Joris-Karl Huysmans, Jules Barbey d’Aurevilly, Léon Bloy y Charles Péguy entre los difuntos, Ernest Psichari, Édouard Montier, Paul Claudel, Vallery-Radot, Émile Baumann, Paul Bourget, Georges Bernanos, Maurice Vaussard, Francis Jammes, y François Mauriac entre los vivientes para la época.
SUPREMA Y SAGRADA CONGREGACIÓN DEL SANTO OFICIO
INSTRUCCIÓN A LOS ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS DE LUGARES, SOBRE EL GÉNERO LITERARIO SENSUAL Y MÍSTICO-SENSUAL
Entre los males más funestos que en nuestros días corrompen totalmente la moral cristiana y dañan muchísimo a las almas rescatadas con la Sangre preciosa de Jesucristo, es sobre todo de enumerarse la literatura que favorece las pasiones sensuales, la lujuria, e inclusive un cierto misticismo lascivo. De este caracter son principalmente romances, novelas, dramas, comedias: escritos todos que van hoy multiplicándose en modo increíble y se difunden cada día más abiertamente.
Si este género literario, por el cual muchísimos, especialmente jóvenes, están tan atraidos, fuese contenido entre los límites, no restringidos ciertamente, del pudor y de la honestidad, podría no solamente deleitar inocuamente, sino llevar incluso a mejorar las costumbres.
Mas en verdad no puede deplorarse suficiente el daño gravísimo que deriva a las almas por esta corriente de libros, tan fascinantes como inmorales. Porque muchos escritores describen con colores vivísimos escenas impúdicas y, olvidando toda moderación necesaria, ora larvadamente, ora con abierta y refinada impudicia, narran los más obscenos episodios, describen con lujo de detalles los vicios sensuales más degradantes y los presentan con todas las sofisticaciones del estilo y los lenocinios del arte, tanto que no dejan intacto nada que pertenezca a la honestidad de las costumbres. Cualquiera ve cuán pernicioso se torna esto, especialmente para los jóvenes, a los cuales el ardor de la edad hace más difícil la continencia. Este tipo de volúmenes, a menudo de poco grosor, son vendidos a bajo precio en las librerías, por las calles y por las plazas de las ciudades, en las estaciones ferroviarias, libros que van por las manos de todos con maravillosa rapidez, dejando frecuentemente en las familias cristianas problemas tan lacrimables. ¿Quién no sabe que sobreexcitan la fantasía, inflaman la libídine más desenfrenada y arrastran al corazón al hedor de toda torpeza?
Entre las fábulas amatorias, cosas mucho peores son habitualmente publicadas por aquellos que, da horror decirlo, no temen cohonestar el pábulo de la sensualidad morbosa con las cosas sagradas, mezclando un amor impúdico con una cierta piedad a Dios y un misticismo religioso falsísimo: como si la Fe pudiese componerse con la negligencia a las normas rectas de vida, con desvergonzada negación, y la virtud de la religión pudiese asociarse con la depravación de las costumbres. Contrario a esto, no puede ser santo y conseguir la vida eterna quien, aunque crea firmemente las verdades reveladas por Dios, no custodie también los preceptos dados por Dios, porque no puede merecer el nombre de Cristiano el hombre que, profesando la fe de Cristo, no sigue las huellas de Cristo: «La Fe sin obras es muerta» (Santiago 2, 26). Y nuestro Salvador advierte: «No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en el Cielo: ése entrará en el reino de los cielos» (Matt., 7, 21).
Se objetará que en muchos de estos libros es verdaderamente de elogiar el esplendor y la valía del estilo, que se enseña egregiamente la psicología conforme a los hallazgos modernos, que las voluptuosas satisfacciones del cuerpo son reprobadas por lo mismo que son expresadas en su real fealdad, o porque son presentadas tal vez junto con los remordimientos de la conciencia, o incluso porque es puesto en evidencia cuán a menudo los placeres torpes suelen terminar en el dolor y el arrepentimiento. Dado que grande es la fragilidad de la naturaleza humana, decadente, y grande la tendencia a los placeres sensuales, ni la elegancia del lenguaje, ni nociones de medicina o de filosofía, aunque se den en semejante literatura, ni la intención, sea cual sea, de los autores, pueden impedir que los lectores, tomados de la voluptuosidad de páginas inmundas, no queden poco a poco pervertidos en la mente y depravados en el corazón, hasta que, dejando libre el freno a los malvados impulsos, caigan en toda especie de delitos y, estancados en una vida de torpezas, no pocas veces lleguen a suicidarse.
Del resto no es de sorprender que el mundo, buscador como es de sí mismo hasta el desprecio de Dios, se deleite de estos libros; pero es tan doloroso que a tan contagiosa literatura presten su obra y se comprometan escritores, que sin embargo presumen del nombre cristiano.
¿Es posible que estén opuestos a los principios morales del Evangelio quienes adhieren a Jesús bendito, quien a todos ordenó que crucifiquen la carne con sus vicios y concupiscencias? «Si alguino quiere -dijo- venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mat. 16, 24).
No pocos escritores han llegado a tanta audacia y descaro como para divulgar con sus libros a los mismos vicios que el Apóstol prohibió a los Cristianos incluso nombrar: «La fornicación y toda inmundicia… ni se nombren entre vosotros, como conviene a los santos» (Efe. 5, 3). Sepan estos pues de una buena vez que no pueden servir a dos patrones, a Dios y a la libídine, a la religión y a la impudicia. «Quien no está conmigo —dice el Señor Jesús— está contra mí» (Mat. 12, 30). Y, no están ciertamente con Jesucristo aquellos escritores que con torpes descripciones depravan la buena costumbre, fundamento inconcuso de la sociedad doméstica y civil.
Atendiendo pues al propagarse de la literatura sensual, que cada año va inundando siempre más a casi todas las naciones, esta Suprema y Sagrada Congregación del Santo Oficio, a quien corresponde la tutela de la fe y de la moral, con la Autoridad Apostólica y en nombre del Santo Padre, prescribe a todos los ordinarios de hacer lo posible para remediar tanto y tan urgente mal.
De hecho compete a ellos, constituidos pastores en la Iglesia de Dios por el Espíritu Santo, vigilar con rápida diligencia sobre cuato se imprime y se publica en las respectivas diócesis. Es ciertamente conocido a todos que el número de los libros propagados hoy es cada vez más grande, que es imposible a la Santa Sede examinarlas todas. Por esto Pío X, de santa memoria, en el Motu proprio Sacrórum Antístitum dispone cuanto
sigue: «Si en vuestras diócesis corren libros perniciosos, operad con
fortaleza para desbandarlos, haciendo también uso de solemnes condenas.
Aunque esta Sede Apostólica ponga todo empeño en quitar del medio
semejantes escritos, tanto ha crecido su número hoy, que no bastan sus
fuerzas para condenarlos todos. Luego sucede que la medicina llega tal
vez demasiado tarde, cuando por el demasiado atender el mal ya ha tomado
pie».
Además,
los ordinarios no olviden declarar, según las necesidades de cada
dióciesis, cuáles libros nominadamente son por su naturaleza prohibidos.
Que si, para tener lejos a los fieles de la lectura de algún libro con
más eficacia y celeridad, lo condenan con decreto particular: conviene
del todo el uso de este su derecho, como en las causas de mayor
importancia suele hacer la Santa Sede, según lo prescrito en el can.
1395, § 1 del C.J.C.: «Es derecho y deber de la autoridad suprema para
la Iglesia y de los Concilios particulares y de los Obispos para sus
súbditos prohibir libros por justa causa».
Además,
la mayor parte de tales volúmenes y opúsculos, aunque dañosísimos, no
pueden ser golpeados con especial censura por la Suprema Congregación.
Por eso los ordinarios, según la norma del can. 1397, par. 4 del Código
de Derecho Canónico, directamente o por medio de los Consejos de
Vigilancia, instituidos por el mismo Pío X con la encíclica Pascéndi,
busquen cumplir este gravísimo deber con toda premura y cuidado, sin
omitir denunciar oportunamente estos libros, como condenados y sumamente
nocivos, en los Boletines diocesanos.
Ítem,
¿quién ignora que la Iglesia con ley general ha establecido ya que los
libros malos, que gravemente y expresamente ofenden la moral, deban
considerarse todos vetados como si estuviesen puestos en el Índice de
los libros prohibidos? De ahí se sigue que cometen pecado mortal
aquellos que sin el debido permiso leen un libro evidentemente obsceno,
aunque no haya sido condenado nominativamente por la autoridad
eclesiástica. Y porque en esta materia, ciertamente de grandísima
importancia, corren entre los Cristianos falsas y peligrosas opiniones,
los ordinarios procureno con pastorales admoniciones de reclamarles la
atención sobre todo a los párrocos y sus coadjutores, y de instruir
oportunamente a los fieles.
Finalmente, esta Suprema y Sagrada Congregación dispone que todos los Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios, en ocasión de la Relación diocesana, refieran al Santo Oficio cuanto han establecido y ejecutado contra los libros inmorales.
En el palacio del Santo Oficio, a 3 de Mayo de 1927.
L. ✠ S.
RAFAEL Card. MERRY DEL VAL, Secretario.
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