domingo, 26 de mayo de 2019

SAN FELIPE NERI, APÓSTOL DE LOS JUDÍOS DE ROMA

Traducción del artículo publicado por Giulano Zoroddu en RADIO SPADA.
  
Antes que Nostra Ætáte existiese, y antes de que los modernistas (progresistas y conservadores, eméritos y deméritos) ondeasen alianzas nunca revocadas y mayorazgos, rindiendo honores tan impíos a los epígonos de Anás y de Caifás hasta excluirlos, con declaraciones públicas, del número de aquellos a los que debe ser anunciado el Evangelio de Jesucristo, la Iglesia siempre ha procurado la conversión del pueblo que un día fue elegido por Dios para preparar la venida del Mesías. Así, la Historia Eclesiástica nos presenta varios Santos y Beatos dedicados, sobre el ejemplo de los Apóstoles, al apostolado entre los judíos: San Vicente Ferrer (aquí), San Bernardino de Siena, San Juan de Capestrano. Y también San Felipe Neri, que los atendía con particular celo, como describe el padre Pietro Giacomo Bacci en el pasaje siguiente tomado de su Vita del b. Filippo Neri fiorentino fondatore della congregatione dell’Oratorio. Raccolta da’ processi fatti per la sua canonizatione (Roma, 1622).

Guido Reni, Visión de San Felipe Neri, 1614-15, Santa María en Vallicella (Chiesa Nuova), Roma.
  
«No sin embargo se enfrió en él el celo grande que tenía de la propagación de la Santa Fe: y aquello que no podía hacer en las Indias[1], no faltó, en cuanto le permitían sus fuerzas, de hacerlo en Roma . De modo que cuando veía algún hebreo, era tanto el deseo que tenía de su conversión, que solamente al mirarlo se sentía conmoverse interiormente, y muy frecuentemente prorrumpía en lágrimas y suspiros, no dejando de usar todo medio para convertirle.
  
Iba un día a San Juan Lateranense con Próspero Crivelli, al cual seguía un hebreo; y habiendo entrado en la Iglesia, y arrodilládose ante el Santísimo Sacramento, el hebreo solo se estaba con la cabeza cubierta, y con las espaldas vueltas al Altar. Viéndole Felipe, le dijo: “Escúchame, ¡oh hombre de bien!: haz conmigo esta oración: Si tú, Cristo, eres el verdadero Dios, inspírame el hacerme Cristiano”. Respondióle que no podía orar de aquella manera, porque sería dudar de su fe. Se volvió entonces Felipe a los circunstantes diciendo: “Rogad a Dios por este, porque sin dudar se hará Cristiano”: y así sucedió, porque de ahí a poco tiempo, mediante la oración y otros auxilios del Santo, se bautizó.
  
La vigilia de San Pedro y San Pablo, el sacerdote Marcello Ferro y uno de sus hijos espirituales, encontrando bajo el pórtico de San Pedro a dos chavales hebreos comenzaron a hablarles de las cosas de nuestra Fe, y en particular de la gloria de aquellos Santos Apóstoles, los cuales también fueron hebreos: y prolongando el razonamiento, poco a poco les persuadieron de ir un día a hablar con Felipe en San Jerónimo de la Caridad. Lo que pusieron ellos en obra, cuando el Santo les vio, les hizo atender; por lo cual siguieron por algunos meses ir a él casi todos los días. Mas pasado algún tiempo, el Santo no les vio regresar, y dijo a Marcello que buscase encontrar aquellos jóvenes de cualquier manera. Fue marcelo al lugar donde solían habitar, y le preguntó a su madre dónde estaban sus hijos; ella responde que uno estaba malísimo, y casi para morir; y haciendo Marcello istancia de quererlo visitar, la madre (así disponiendo Dios) lo dejó pasar, y entrado en la recámara, encontró al hebreo que estaba en peligro de muerte; y porque no quería tomar bocado, la mujer le pidió a Marcello que intentase darle alguna cosa, por ver si así la recibía de su mano: lo que muy voluntariamente aceptó hacer, y el hebreo recibió todo lo que Marcello le daba, y con esta ocasión, acercándosele a la oreja, le dice: “El Padre Felipe se te recomienda”; a cuyas palabras el enfermo se alegró; y Marcello al irse agrega: “Acuérdate que le has prometido al Padre que te harías Cristiano”. Responde: “Me acuerdo de ello, y quiero hacerlo, si Dios me da vida”. Refirió todo esto Marcello al Santo Padre, el cual dijo: “No dudes, que lo ayudaremos con la oración, y se convertirá”. Hecho esto, el hebreo se curó, y junto con su hermano retornó a Felipe; y ambos por su obra se hicieron Cristianos.
  
Redujo también a la fe un hebreo, hombre de las ricas y principales familias que habían entre ellos, el cual fue bautizado en la Iglesia de San Pedro. Y porque el padre de este, todavía hebreo, trataba mucho con él, dudando el Papa (que entonces era Gregorio XIII) que con la plática de su padre, el Bautizado no padeciera algún detrimento en la fe, dijo a Felipe que no le gustaba que el hijo platicase con el padre; pero Felipe respondió a su Santidad que lo dejaba practicar as{i, porque tenía esperanza cierta que por medio del hijo debía convertirse también el padre. Así pasó: por el hecho de esta ocasión el hebreo padre del bautizado se dejó guiar al Santo, que le habló con tanta eficacia de las cosas de nuestra Fe, que en poco tiempo también se hizo Cristiano.
  
Muchos años después sucedió que este hombre hizo traer de los hebreos a cuatro niños sobrinos suyos, a los cuales se les había muerto el padre, para hacerlos catequizar e instruirlos en la Santa Fe; y yendo un día de tantos a San Felipe (el cual ya había partido de San Jerónimo y llegó a la Vallicella como diremos en su lugar), el Santo les hizo atender como de costumbre, pero no entró en razonamientos de fe. Finalmente pasados que fueron muchos días, una tarde le dijo que querían encomendarse al Dios de Abrahán, Isaac y Jacon, para que les hiciesen conocer la verdad, porque Dios no deja engañar a nadie; y que él habría hecho la misma oración, añadiendo que la mañana siguiente en la Misa quería orar por ellos, y hacer fuerza a Dios; también dijo con otros: “Mañana en mi Misa dirán que sí”; y despues uno de ellos confesó en el proceso que esa mañana dijo que sí, porque le parecía que un espíritu decía “Dí que sí”. Llegada la mañana, estando ellos más renuentes que nunca, y habiendo sido combatidos de diferentes ideas por muchas horast, y permaneciendo más en su opinión, fue observado que en el mismo tiempo en que el Santo Padre decía Misa, súbitamente cambiaron, y dieron consentimiento a hacerse cristianos, y luego los que estaban presentes se acordaron de aquellas palabras que el Santo Varón había dicho la tarde anterior, esto es, de querer orar por ellos en la Misa, y hacerle fuerza a Dios.
  
Entre tanto, estando todos estos cuatro en nuestra Congregación con los Padres para ser catequizados, uno de ellos se enfermó, y agravóse de tal forma que al sexto día, previendo la muerte los Padres pensaron hacerle bautizar; pero yendo esa misma tarde Felipe a visitarlo, mandó a todos salir de la cámara, le tocó la frente, y poniendo una mano sobre el pecho del enfermo, oró por el por largo espacio de tiempo, elevándose como solía en el Altar, por exultación del espíritu, y le dice: “Yo no quiero que te mueras, porque los hebreos dirán que los Cristianos te han hecho morir, pero mañana mándame recordar que ore en la Misa”. Lo que oyendo el Padre Pietro Consolino que estaba presente, dice al muchacho: “Tú serás curado; porque este buen anciano otras veces ha hecho cosas similares”. Esa noche estuvo malísimo, y el médico que era Girolamo Cordella, habiéndole visitado la mañana siguiente, le dijo al tío que fuese a ver a su sobrino, porque estaba al fin de su vida. Pero viniendo la hora en la cual el Santo Padre solía decir Misa, el P. Consolino fue a preguntarle al enfermo si quería que fuese con el P. Felipe a recordarle lo que le dijo en la tarde, y respondiéndole que sí, fue, y acabado que hubo el Santo la Misa, el enfermo se levantó para sentarse en el lecho, como si no tuviese mal alguno, y llegando el tío para visitarlo lo encontró sin fiebre: luego del almuerzo regresó el médico, y tomádole el pulso, hízose la señal de la Cruz diciéndole: “Tenéis los médicos en casa, y él anda buscando fuera”. Cuando partió, encontrando por la calle a su paisano Giovanni Battista Martelli, le dijo: “Me ha sucedido algo grande: esta mañana he visitado un enfermo en la Vallicella, que estaba en peligro de muerte, y hoy he regresado, y lo he hallado sin fiebre, de modo que al comienzo pensé que los Padres pudieran haberme engañado, poniendo en el lecho a un sano en vez del enfermo”. Repuso Martelli: “En verdad lo ha curado el P. Felipe”; agregando el médico: “Esto es un gran milagro, y Felipe es un gran Santo”. La tarde siguiente el Santo Padre fue a visitar al enfermo, y le dijo al oído: “Hijo, tú habrías muerto irremisiblemente, pero yo no he querido esto a fin que tu madre no diga que nosotros te hicimos morir”. Habiéndose pues curado, fue él mismo con los otros hermanos al cabo de dos meses, en el día de los Santos Apóstoles Simón y Judas, bautizado por el Papa Clemente VIII en San Juan Lateranense, con grandísima alegría y contento, de ellos y del Santo.
 
Pero deseando ellos, bautizados que fueron, la conversión de su madre, tanto hicieron con los superiores, que obtuvieron hacerla llevar a casa de Julia Orsini, marquesa Rangona: y pidiéndole al Santo lo que esperaban, les respondió que ella se convertiría de otra forma: y que no era bueno para ellos que se convirtiera entonces; pero que lo haría en otro tiempo con mayor fruto, para sí y para ellos, como sucedió, pues al cabo de cinco o seis años ella se convirtió con otros parientes, hasta el número de 24: cosa que no hubiera sucedido si se hubiese convertido cuando deseaban los hijos».
 
P. PIETRO GIACOMO BACCI, CO. Vita di s. Filippo Neri fondatore della Congregazione dell’oratorio - Vida de San Felipe Neri, fundador de la Congregación del Oratorio, Roma, 1818 (primera edición en Roma, 1622), cap. XIII, párrafos 5-11, págs. 35-38.
  
NOTA
[1] El Santo estaba talmente entusiasmado por las cartas que de las Indias le enviaban los Padres Jesuitas, que maduró el deseo de unirse a la Compañía del amigo San Ignacio y partir a anunciar el Evangelio a los paganos. Expuso su propósito a un monje benedictino de San Pablo Extramuros, el cual le mandó aconsejarse con un Padre de la Orden Cisterciense, entonces Prior del Convento de los Santos Vicente y Anastasio en las Tres Fuentes llamado Agostino Ghettini, admirable en los carismas divinos. Éste, oyendo cuanto Felipe quería decirle, le pidió tiempo. Pasados pocos días, el Santo volvió al santo monje, el cual le refirió cómo se le apareció San Juan Evangelista y le había dicho que sus Indias debían estar en Roma, y que Dios quería servirse de su persona. Así Felipe Neri abandonó la idea de partir a tierras lejanas y se sujetó al divino beneplácito, que lo quería Apóstol de Roma.

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