“Salam Alaikum”: SUMISIÓN MUSULMANA Y LIBERTAD CRISTIANA
Por Antonio Martínez
El concepto de paz en el mundo islámico, condensado en el
vocablo “salam”, difiere profundamente de la concepción cristiana de la paz
“Salam alaikum”: “Que la paz sea contigo”. Este tradicional
saludo árabe, hoy bastante conocido en Occidente, tiene su núcleo significativo
en el “salam” inicial, término que denota una paz profunda, una quietud
concentrada en sí misma, el silencio de las mezquitas y de los desiertos
arábigos. Evoca un universo de atemporalidad, esa atmósfera intemporal tan
característica del Islam. En tal atmósfera, la paz se identifica con la
detención del tiempo, con la cristalización del devenir, con la sujeción
periódica a los ritos que prescribe la religión islámica (en particular, las
cinco oraciones diarias). “Salam” está emparentado con el “shalom” hebreo de
“Ierusalem”. Shalom, salam: con estas palabras, diríase que recobramos el
sentido sagrado y transcendente de eso que llamamos “paz”, hoy tan a menudo
confundida con la mera ausencia de conflicto visible, con la tensión domesticada
y soterrada. Intuitivamente, comprendemos que la paz como shalom/salam
pertenece a un orden ontológico superior.
Ahora bien: el concepto de paz en el mundo islámico,
condensado en el vocablo “salam”, difiere profundamente de la concepción
cristiana de la paz. Etimológicamente, “salam” se relaciona con “islam”, que,
como se sabe, significa “sumisión”. La paz (salam) se consigue mediante el
“islam” (sumisión) del “muslim” (musulmán, es decir, “súbdito”, “sometido”).
Una sumisión que, lógicamente, se produce respecto a Allah. En la visión
religiosa islámica, el hombre debe ser un “abd”, es decir, un adorador y siervo
de un Dios transcendente, todopoderoso, monarca del Universo. Un Dios también
misericordioso, pero de ningún modo “cercano”: no estamos ante un “Abba”, ante
un Dios paternal, sino ante un Dios –Allah- al que hay que someterse
sacrificando la libertad propia.
He aquí el punto crucial: en el Islam, no se considera
realmente que la aceptación de Allah deba ser realmente libre. Ese momento de
libertad se entiende como un peligro que debe ser evitado. Pues el hermoso
momento en el que el alma acepta libremente a Dios implica un riesgo: que el
alma humana, en el vértigo abismal de una libertad real, no ficticia, decida
rechazar a Dios. El Dios cristiano, aceptando este riesgo, sí quiere que la fe
pase por la prueba de ese momento; la paz –una paz perturbada de tanto en tanto
por la realidad evidente del pecado- surge tras ese instante crítico de
libertad absoluta en el que el hombre da el paso decisivo hacia Dios. Ahora
bien: para el musulmán, la posibilidad de rechazar a Dios significa una
blasfemia y una especie de locura. Así que, en bien del propio hombre, la
aceptación de la fe no debe ser confiada a las imprevisibles contingencias de
una libertad humana que, por definición, es inestable. Para el Islam, la
aceptación de Dios consiste en un acto de sometimiento sólo parcialmente
voluntario. Más bien, se trata de una aceptación obligatoria, tras la cual se
abre la perspectiva de una paz intemporal, sustraída a las vicisitudes del
devenir psíquico: la paz propia de una religión inconmovible y monolítica, como
es en sí mismo el Islam.
Ahora bien: precisamente tal estructura del “acto de fe”
musulmán lleva implícita la semilla de la violencia religiosa, la tentación de
la imposición de la fe. El Cristianismo insiste en la necesidad de una
aceptación libre y voluntaria de la fe, exenta de toda coerción psicológica o
social. Pero el Islam no hace hincapié en tal requisito, sino en la esencial
exigencia de sumisión, y ello –nótese- por el propio bien del sujeto. Por lo
tanto, la consustancial proclividad del Islam a la expansión por vía militar
encuentra su justificación en la naturaleza misma de la religión musulmana.
Como se sabe, Mahoma no fue sólo un profeta, sino también un caudillo militar.
El Islam, desconfiando de la libertad humana, quiere ahorrarle al hombre los
problemas y riesgos que se derivan de la elección libre en el momento de la
decisión religiosa. La fe debe ser impuesta por la fuerza: los beneficios
posteriores justifican este procedimiento. Como la existencia de Dios es
evidente, la negación voluntaria de Dios es digna del manicomio. Pero la
libertad podría conducir a tal negación. Conclusión: el hombre debe renunciar a
su libertad. El súbdito –muslim- no es libre frente a Dios, y ello posibilita
un tipo de seguridad religiosa inalcanzable de cualquier otro modo.
Por todo ello, en el Islam siempre está presente el riesgo
del fanatismo y de la imposición. La yihad es la conquista del mundo y de las
almas en honor del monarca-Dios Allah, que está llamado al reinado universal.
El instante fundacional de la fe consiste en un relámpago de violencia
–explícita o implícita- que paraliza al alma. Los cimientos de la sumisión
musulmana se levantan sobre el terreno de la violencia como manifestación del
mysterium tremendum que es la divinidad. La violencia abre la puerta a una paz
que no es consecuencia de la aceptación libre de la fe, sino del sometimiento
obligado a un poder superior.
Se nos puede argumentar que, históricamente, también el
Cristianismo ha conocido las veleidades coercitivas. Sin embargo, cuando esto
ha sucedido, se contravenía la esencia misma de la fe cristiana. Las tentativas
de imposición siempre han sido vistas como un error contraproducente, y como
una práctica perniciosa, por la ortodoxia doctrinal cristiana. Ahora bien: en
el Islam, la imposición de la fe está dentro de la ortodoxia religiosa. El
Islam no valora la libertad humana frente a Dios; más bien, la considera como
una fuente de riesgos que debe ser suprimida. En cambio, el Cristianismo, con
la doctrina del pecado original, sitúa la constitutiva libertad del hombre (es
decir, la posibilidad de un mal uso de la libertad) en el centro mismo del
drama de la Historia. Es completamente lógico que el Islam niegue la existencia
del pecado original: se trata de un abismo demasiado vertiginoso y terrible
para la antropología musulmana, mucho menos profunda que la cristiana. El
Cristianismo ha introducido la más honda concepción de la libertad humana,
liberada de todo determinismo cósmico. Y esta libertad puede conducir o bien a
la aceptación plenamente libre de un Dios que no se impone a sí mismo, o bien a
la simétrica negación de Dios, siempre posible en un mundo de penumbra donde la
existencia de Dios no es evidente.
Esta última opción –el rechazo de Dios- es la elegida por el
Occidente moderno, que se ha construido sobre la base ideológica de la rebeldía
contra el Dios cristiano. A principios del siglo XXI, las convulsiones que
agitan al mundo proceden, en buena parte, del choque entre la libertad
centrífuga, dispersiva, autocéntrica y rebelde del hombre occidental, por un
lado, y la negación defensiva de la libertad, en favor de la sumisión
religiosa, que efectúa el Islam. La libertad moderna crea una tensión
insoportable en la mente islámica, y la sumisión musulmana de la conciencia
produce un efecto parecido en la mente occidental. Surge, así, un conflicto
radical del que únicamente se puede salir mediante la destrucción, fagocitación
o asimilación del adversario. Sólo desde la perspectiva cristiana, que concilia
la legítima autonomía de la subjetividad con la libre sumisión a Dios –una
sumisión que hace aún más libre al hombre-, puede resolverse realmente este
conflicto. Fuera de la mirada de Cristo, el Islam y Occidente están llamados a
un enfrentamiento aniquilador.
Así es, para Dios adorar, a Dios antes hay que amar. Si se obliga a una persona a someterse a Dios, no lo amará, por tanto no lo adorará, y puede incrementarse un odio hacia Él.
ResponderEliminarLos musulmanes pasan de esto porque su dios no es más que el símbolo de un conjunto de reglas para la imposición política de un régimen, por ello a su dios no le importa el amor libre, porque a un régimen político sólo hace falta obedecerlo sin amor y sin más. Esto es un gran fallo que muestra la farsa del islam.
En un país católico se impone un régimen al que todos deben someterse, pero no se obliga a nadie a amar a Dios, porque son dos cosas distintas, porque la religión católica es verdadera y no nace de un desordenado deseo de conquistar todas las tierras.