Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA. Imagen tomada de Urbanowicz Haft.
Sabemos
bien que la liturgia de la Misa es parte integrante de la Tradición
católica, no es en su sustancia invención del hombre, sino instituida
por Cristo en el sacramento eucarístico y perfeccionada por Él mismo en
los cuarenta días sucesivos a la Resurrección, como la Tradición enseña.
Todavía es interesante preguntarse, luego de dos mil años de
cristianismo, la historia que ha visto el desarrollo de una parte
simbólica muy importante de la Misa, como es el color.
Actualmente
los colores lícitos para la celebración son, al menos en el rito
romano, ocho: el morado, el blanco, el oro, el verde, el rojo, el azul,
el rosa, el
negro. Cada uno de ellos tiene un significado muy preciso, pero ¿cómo
hemos llegado a estos colores? ¿Ha sido de súbito que los cristianos han
adoptado estos tonos o hubo una evolución?
Efectivamente
en los ritos más antiguos (por ejemplo el rito de Jerusalén), el hábito
endosado durante las funciones dominicales era sencillamente una túnica
sin teñir y pulida, de lino y, más raramente, de lana, que reclamaba por
tanto el color blanco, el color cristológico por excelencia que
recuerda la pureza, la inocencia, el manto cándido del divino Cordero.
Un
color que recordaba el blanco, pero que de hecho no lo era, porque las
técnicas de blanqueamiento de los tejidos eran lentas y costosas, por
tanto se tenían de hecho varios matices de gris.
Desde el siglo VII,
se iniciaron a difundir varios colores y, con ellos, algunos tratados
litúrgicos que todavia no obtenían efecto alguno, sino a nivel
diocesano. Los colores principales devinieron en tres, que son los tres
colores clásicos usados casi desde la antigüedad: el rojo, el blanco y
el negro. De estos tres colores venían usados varios gradientes, según
la festividad que se quería recordar, así se tenían tres rojos, dos
blancos y dos negros, que se diferenciaban entre sí esencialmente por su
intensidad y luminosidad, para el total de siete colores distintos. El cándidus era más brillante que el albus. El niger más brillante que el ater. También en los tres rojos, el purpúreus era más brillante que el coccínus o el ruber.
A estos tres colores comenzaba a agregarse el oro, que de hecho era más
un amarillo, el verde y a propósito el gris. Algunos sacerdotes –un
poco como hoy– usaban casullas fantasiosísimas y fuera de lugar, que
fueron bien presto condenadas por los obispos locales por ser
consideradas poco decentes (casullas a rayas, variopintas o demasiado
vistosas, que unían más de dos colores con significados totalmente
diferentes).
A menudo el significado de los colores, no obstante algunas directivas
generales y poco claras, eran exclusivamente a expensas de los
celebrantes. Habían sacerdotes que celebraban en Pascua con paramentos
blancos y otros con paramentos rojos, si no precisamente verdes.
Desde el siglo VIII
entre tanto se extendía una discusión entre teólogos y prelados con
relación a la necesidad del uso de los colores durante las liturgias.
Habían dos corrientes de pensamiento, representadas por los cluniacenses
(nacidos en el siglo X) y por los cistercienses (siglo XII). Los
primeros sostenían la naturaleza luminosa del color y por tanto superior
a la materia, de usar absolutamente durante las divinas liturgias. Los
segundos, en cambio, sostenían la naturaleza material de la luz y por
tanto inconveniente usar durante la liturgia, donde se exalta una
naturaleza radicalmente opuesta, la espiritual de Dios. La denominada
cromofobia (miedo del color), si bien de hecho combatida por los papas y
obispos casi desde el período en torno al año Mil, sobrevivió por todo
el Medioevo, hasta influir en los exponentes de la Reforma protestante,
los cuales renegaban de cualquier uso de imágenes y colores,
considerados pura vánitas.
Por el siglo XII, se buscó dar una uniformidad de los colores en los ritos de la Iglesia. Los liturgistas de la época [1]
estaban concordes en atribuir a los tres colores principales
significados precisos. El rojo era el color de la Pasión, del martirio y
del Espíritu Santo. El blanco era el color pascual, mientras el negro
era el
color de la abstinencia, de la penitencia y del luto. El morado era
considerado un subniger, o sea un derivado y sustituto del
negro en algunos casos. El gris y el amarillo eran sustitutos del
blanco. Por este motivo el morado comenzó a sustituir al negro en los
tiempos de Adviento. El cardenal Lotario de los Condes de Segno escribe
entre el 1194 y el
1195 un tratado intitulado De sacro sancti Altári mystério,
donde habla también de los colores litúrgicos. Este texto fue después
reproducido por Lotario después de su elección como papa Inocencio III,
con el intento de
uniformar los colores de la liturgia en todas las diócesis, también en
las más lejanas de Roma y con ritos diferentes al romano. Finalmente en
este tratado, que hace escuela al menos hasta el Concilio de Trento, se
da un significado definitivo a los colores y hasta precisas referencias
del calendario litúrgico, a fin de evitar interpretaciones vagas de los
diferentes celebrantes: el rojo, color de la Pasión, del martirio y del
Espíritu Santo, es para usar solo en las fiestas de los Apóstoles, de
los mártires, de la Santa Cruz y del Pentecostés; el blanco, color
pascual por excelencia, es para usar solo en las fiestas de los Ángeles,
de las vírgenes, de los confesores, en el Jueves santo, en la Pascua,
Navidad, Epifanía, Ascensión y Todos los Santos. El negro, luto y
penitencia, debía ser usado solo en las fiestas de los difuntos, durante
el Adviento y la Cuaresma, y para la fiesta de los Inocentes mártires.
En los restantes días, es de utilizar solamente el color verde, porque
–escribe Inocencio III en el
tratado– se trata de un color “a mitad entre el rojo, el negro y el
blanco”. El morado puede sustituir a veces el negro y el amarillo puede
sustituir, en casos particulares, solo el verde.
Es
interesante notar que el morado, en la época, no era como lo conocemos
hoy. Se trataba más que todo de un azul muy oscuro, tendiente al morado o
más verosímilmente al índigo. Muchos ornamentos antiguos, que a
nosotros nos parecen azul subido, eran de hecho considerados morados por
los medievales. El azul tendiente al azur era totalmente extraño en la
liturgia, como herencia de la convicción clásica de que el azur fuese un
color bárbaro (y por ende pagano), si no precisamente afeminado. No
obstante este legado, casi desde el siglo IX, sobre todo en la Francia
carolingia, en las iglesias comienza a difundirse el azul como lo
entendemos hoy, como color símbolo del cielo, pero solo por cuanto
recuerdan frescos y vidrieras, los santos fueron representados con
ornamentos azules, pero sólo para signifcar su presencia en el paraíso,
esto es, en el Cielo. No eran de hecho ornamentos azules para utilizar
en la liturgia. Desde el siglo XII, este mismo azul usado en frescos y
vidrieras, se aclara, para simbolizar la luz divina y viene acompañado a
menudo con el rojo, así también como al verde (como se hacía hasta
ahora).
Para la introducción del azul en la liturgia, como color que utilizar en las fiestas marianas, debemos esperar a los siglos XIII y XIV,
y exclusivo de los ritos autóctonos de España (como el mozárabe).
Progresivamente, este color litúrgico se difunde también en otras zonas
europeas, pero el color blanco para las fiestas marianas será el
prevalente. En el rito romano, por ejemplo, que asumió notables
influencias del rito galicano, el color azul nunca será insertado entre
los colores litúrgicos oficiales. Esta difusión del color azul en la
liturgia era debida a la revaloración que este color estaba recibiendo
por primera vez en el nivel artístico y literario, con sus primeros
importantes empleos en la tintorería.
Durante la época barroca (siglo XVII)
fueron introducidos dos nuevos colores litúrgicos, el oro y el rosa. El
primer
color, ya en boga como sustituto del blanco y el verde, fue muy
utilizado para las solemnidades marianas en el rito romano, en lugar del
azul español y del precedente blanco romano. Muchas estatuas que
representaban a la Virgen con hábito azul fueron deliberadamente repintadas con el color oro. Se estableció en todas partes que el color
oro, símbolo de la majestad de Dios, podía sustituir cualquier color,
excepto el violeta y el negro, colores de penitencia. El rosa, novedad
absoluta, fue introducido solamente para las domínicas gaudéte (tercera de Adviento) y lætáre
(cuarta de Cuaresma), en cuanto color intermedio entre el morado
(propio de los tiempos de Adviento y Cuaresma) y el blanco (en cuanto en
estos dos domingos se recuerdan las promesas gozosas respectivamente de
la Natividad y la Resurrección).
Gaetano Masciullo
NOTA
[1] Cfr. Honorio de Autun, De divínis offíciis; Roberto de Deutz, De divínis offíciis; Hugo de San Víctor, De Sacraméntis Christiánæ fídei; Juan Beleth, Summa de ecclesiásticis offíciis.
[1] Cfr. Honorio de Autun, De divínis offíciis; Roberto de Deutz, De divínis offíciis; Hugo de San Víctor, De Sacraméntis Christiánæ fídei; Juan Beleth, Summa de ecclesiásticis offíciis.
Realmente es muy interesante conocer el origen de lo que ahora vemos en la liturgia.
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