Compuesto en Italiano por el padre Massimiliano Maria Mesini CPPS y publicado en Rímini en 1884; traducido por un presbítero y publicado en Santiago de Chile en 1919, con aprobación eclesiástica.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ORACIÓN PARA TODOS LOS DIAS
¡Oh Sangre Preciosísima de vida eterna!, precio y rescate de todo el universo, bebida y salud de nuestras almas, que protegéis continuamente la causa de los hombres ante el trono de la suprema misericordia, yo os adoro profundamente y quisiera compensar, en cuanto me fuese posible, las injurias y ultrajes que de continuo estáis recibiendo de las creaturas humanas y con especialidad de las que se atreven temerariamente a blasfemar de Vos. ¡Oh! ¿Quién no bendecirá esa Sangre de infinito valor? ¿Quién no se sentirá inflamado de amor a Jesús que la ha derramado? ¿Qué sería de mí si no hubiera sido rescatado con esa Sangre divina? ¿Quién la ha sacado de las venas de mi Señor Jesucristo hasta la última gota? ¡Ah! Nadie podía ser sino el amor. ¡Oh amor inmenso, que nos ha dado este bálsamo tan saludable! ¡Oh bálsamo inestimable, salido de la fuente de un amor inmenso! Haced que todos los corazones y todas las lenguas puedan alabaros, ensalzaros y daros gracias ahora, por siempre y por toda la eternidad. Amén.
DÍA VIGÉSIMOCTAVO
CONSIDERACIÓN: LOS DEVOTOS DE LA PRECIOSA SANGRE SERÁN CONFORTADOS POR JESÚS A LA HORA DE LA MUERTE
I. Terrible es la condición del moribundo. Él es atormentado de acerbos dolores en el cuerpo y de crueles angustias en el alma, sin que nadie en el mundo le pueda aportar alivio alguno. Jesús crucificado no abandona en tal estado a sus devotos sino que compasivo los socorre. «¿Puede, él mismo dice, olvidarse una madre de su hijo? Y aunque tal sucediese, yo no me olvidaré de ti, teniéndote escrito en mis manos con letras impresas por mi propia Sangre», añade San Alfonso (Isaías XLIX, 15-16. San Alfonso, Práctica de amor a Jesús, c. III, n. 13). ¡Oh afortunado moribundo devoto de la Sangre Preciosa! Estando en las manos del Señor, las angustias de la muerte ciertamente no te acosarán, como te lo asegura el propio Espíritu Santo (Sabiduría III, 1). Si anhelas una tal muerte, oh cristiano, sé amante de la Preciosa Sangre.
II. Jesús agonizó en la Cruz, entre los más acerbos desmayos derramando Sangre a cada momento, por los clavos, que cada vez más le destrozaban las manos y los pies, y por las espinas, que a cada movimiento de cabeza le abrían nuevamente las heridas. Quiso Él sufrir tan amarga agonía y derramar en ella tanta Sangre, para obtenernos ayuda a nosotros en el trance de la muerte. Por esto, con verdad podemos decir con el salmista: «Cuando me halle próximo a morir, no temeré los males que me rodearán; pues tu sangrienta Pasión, oh Señor, será mi sostén y mi consuelo en aquel extremo trance» (Si caminare en medio de las sombras de la muerte, tu vara y tu báculo me consolarán». Salmo XXII. «Vara, es decir, la cruz de Cristo; báculo, es decir, el misterio de la Cruz». San Agustín, Sermón de Catecismo c. V, y Sermón 197 de Domínica I después de Trinidad, c. II). Ante tal consideración, ¿quién no se sentirá penetrado de amor hacia un Dios que en medio de las más atroces penas, perdió la vida por librarnos a nosotros de una angustiosa agonía, y volvernos dulce la muerte? ¿Quién no se sentirá impelido a ser devoto de la Preciosa Sangre?
III. San Francisco Javier, muriendo abandonado de todos sobre una playa, halló sumo consuelo en aquel a quien tanto había amado, en el crucifijo, que apretaba entre las manos (Giovanni Massei SJ, Vida del Santo). San Carlos Borromeo, que durante su vida había meditado a menudo las penas de Jesús en la pasión viendo al morir una imagen de Éste, se sintió de tal manera confortado, que fue obligado a exclamar: «¡Oh, qué alivio me aporta tan querida vista!» (P. Giovanni Petro Giussano, Vida del Santo). Convertida Santa Jacinta Marescotti se entregó por entero al amor del Crucificado, el cual le reveló la hora de su muerte; y ella abrazando cariñosamente el crucifijo, plácidamente expiró (Flaminio Annibali de Latera OFM, Vida de la Santa). ¿Quién de nosotros no anhela auxilios especiales de Jesús en el trance de la muerte? Procurémonoslo, pues, siendo devotos de su Sangre meditando a menudo las penas en medio de las cuales fue derramada.
CONSIDERACIÓN: LOS DEVOTOS DE LA PRECIOSA SANGRE SERÁN CONFORTADOS POR JESÚS A LA HORA DE LA MUERTE
I. Terrible es la condición del moribundo. Él es atormentado de acerbos dolores en el cuerpo y de crueles angustias en el alma, sin que nadie en el mundo le pueda aportar alivio alguno. Jesús crucificado no abandona en tal estado a sus devotos sino que compasivo los socorre. «¿Puede, él mismo dice, olvidarse una madre de su hijo? Y aunque tal sucediese, yo no me olvidaré de ti, teniéndote escrito en mis manos con letras impresas por mi propia Sangre», añade San Alfonso (Isaías XLIX, 15-16. San Alfonso, Práctica de amor a Jesús, c. III, n. 13). ¡Oh afortunado moribundo devoto de la Sangre Preciosa! Estando en las manos del Señor, las angustias de la muerte ciertamente no te acosarán, como te lo asegura el propio Espíritu Santo (Sabiduría III, 1). Si anhelas una tal muerte, oh cristiano, sé amante de la Preciosa Sangre.
II. Jesús agonizó en la Cruz, entre los más acerbos desmayos derramando Sangre a cada momento, por los clavos, que cada vez más le destrozaban las manos y los pies, y por las espinas, que a cada movimiento de cabeza le abrían nuevamente las heridas. Quiso Él sufrir tan amarga agonía y derramar en ella tanta Sangre, para obtenernos ayuda a nosotros en el trance de la muerte. Por esto, con verdad podemos decir con el salmista: «Cuando me halle próximo a morir, no temeré los males que me rodearán; pues tu sangrienta Pasión, oh Señor, será mi sostén y mi consuelo en aquel extremo trance» (Si caminare en medio de las sombras de la muerte, tu vara y tu báculo me consolarán». Salmo XXII. «Vara, es decir, la cruz de Cristo; báculo, es decir, el misterio de la Cruz». San Agustín, Sermón de Catecismo c. V, y Sermón 197 de Domínica I después de Trinidad, c. II). Ante tal consideración, ¿quién no se sentirá penetrado de amor hacia un Dios que en medio de las más atroces penas, perdió la vida por librarnos a nosotros de una angustiosa agonía, y volvernos dulce la muerte? ¿Quién no se sentirá impelido a ser devoto de la Preciosa Sangre?
III. San Francisco Javier, muriendo abandonado de todos sobre una playa, halló sumo consuelo en aquel a quien tanto había amado, en el crucifijo, que apretaba entre las manos (Giovanni Massei SJ, Vida del Santo). San Carlos Borromeo, que durante su vida había meditado a menudo las penas de Jesús en la pasión viendo al morir una imagen de Éste, se sintió de tal manera confortado, que fue obligado a exclamar: «¡Oh, qué alivio me aporta tan querida vista!» (P. Giovanni Petro Giussano, Vida del Santo). Convertida Santa Jacinta Marescotti se entregó por entero al amor del Crucificado, el cual le reveló la hora de su muerte; y ella abrazando cariñosamente el crucifijo, plácidamente expiró (Flaminio Annibali de Latera OFM, Vida de la Santa). ¿Quién de nosotros no anhela auxilios especiales de Jesús en el trance de la muerte? Procurémonoslo, pues, siendo devotos de su Sangre meditando a menudo las penas en medio de las cuales fue derramada.
EJEMPLO
Elena
de Massimi, niña de trece años, a menudo prorrumpía en amargo llanto,
al pensar en los dolores de Jesús; se embriagaba en su Sangre,
recibiendo los santos sacramentos; y cuando le fue administrado el
viático, se vio junto a ella a Jesús, que con su Sangre Divina roció
toda el alma de ella; la cual fue vista por San Felipe Neri, entre coro
de ángeles volar al Cielo (Pietro Giacomo Bacci CO, Vida de San Felipe Neri, parte III, c. II., n. 9.). ¡He aquí la hermosa muerte de quien ama la Sangre Preciosa!
Se medita y se pide lo que se desea conseguir.
OBSEQUIO: Rezad tres Pater Noster, Ave María y Gloria Patri a Jesús Crucificado, rogándole que por su Sangre os asista en vuestra agonía.
JACULATORIA: Por vuestra Sangre, al alma mía, Jesús, concédele, dulce agonía.
ORACIÓN PARA ESTE DÍA
Salvador
mío crucificado, cuando yo menos piense, me hallaré en el lecho de
muerte, ¡quién sabe entre cuantos dolores, entre cuántas tentaciones,
entre cuántas ansiedades y dudas sobre mi salvación eterna! ¿Quién podrá
entonces conformarme? No mis parientes, ni mis amigos, ni cualquiera
otra persona del mundo; solo Vos, Redentor mío, podréis ayudarme en
aquella extrema hora. Y sin embargo, por amor de los hombres tantas
veces os he ofendido a Vos. Perdóname, oh Jesús, ya que en adelante
quiero aborrecer al mundo para servir y amar solo a Vos, Señor mío
crucificado, Quiero siempre haceros compañía al pie de la Cruz, pensando
con tierna compasión en las penas entre las cuales en ella agonizasteis
y derramasteis por mí vuestra Sangre; y Vos, por esa Sangre Preciosa y
por esa vuestra dolorosa agonía, asistidme, confortadme, salvadme a la
hora de mi muerte. Amén.
¡Oh Corazón de mi amado Jesús, cargado con la pesada Cruz de mis culpas, coronado con las espinas de mis ingratitudes y llagado con la lanza de mis pecados! ¡Oh Jesús de mi vida! Cruz, espinas y lanza he sido para vuestro Corazón con mis repetidas ofensas: éste es el retorno con que, ingrato, he correspondido a las dulces y amorosas lágrimas de Belén y a la extrema pobreza en que por mi amor nacisteis; éste es el agradecimiento y recompensa que han tenido vuestros trabajos y vuestra Preciosísima Sangre derramada con tanto amor por la salud de mi alma; esta es la paga de aquella excesiva fineza que obrasteis en el Cenáculo, cuando, abrasado en caridad y encendido en divinas llamas, os quedasteis por mi amor sacramentado, buscando amante la bajeza de mi pecho para recreo de vuestra bondad. ¡Oh Jesús de toda mi alma! Parece que hemos andado a competencia los dos, Vos con finezas, yo con ingratitudes; Vos con un amor que no tiene igual, y yo con un menosprecio que no tiene semejante; Vos con tanto amor regalándome y dándome en el Sacramento la dulzura de vuestro Corazón y yo dándoos por la cara con la hiel de mis culpas. ¡Oh Corazón de mi amado Jesús! ¡Oh Jesús de mi corazón, piadosísimo en esperarme! Compadeceos de mi miseria y perdonadme misericordioso cuanto ingrato os he ofendido, concediéndome benigno que esas espinas con que os veo punzado saquen lágrimas de mi corazón contrito, con que llore mis repetidas ingratitudes, y por esas vuestras amorosas y dulces llagas, llagad y herid éste mi corazón con la dulce y ardiente flecha de vuestro amor, para que os ame y sirva, para que os alabe y bendiga, y después eternamente gozaros. Amén.
℣. Señor, nos redimisteis con vuestra sangre.
℟. Y nos habéis hecho un Reino para nuestro Dios.
ORACIÓN
Dios omnipotente y eterno, que habéis constituido a vuestro Hijo único Redentor del mundo y que quisisteis ser aplacado con su Sangre; te rogamos nos concedas que de tal modo veneremos el precio de nuestra salvación, y por su virtud seamos preservados en la tierra de los males de la presente vida, que nos regocijemos después con fruto perpetuo en los cielos. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor, que contigo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
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