lunes, 26 de febrero de 2024

DAVID, MODELO DEL PENITENTE

Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA.
  
Reproche del profeta Natán al rey David, que hace después penitencia (Miniatura del Salterio de París –Constantinopla, mediados del siglo X–, Biblioteca Nacional de Francia, Manuscrito griego 136, folio 136 verso).
  
Nació David como pobre pastor de ganado, pero su piedad hacia Dios y su valor entre los hombres lo llevaron a la Real corona de Palestina. Con las pruebas que hizo de sí mismo en los bosques despedazando osos y quebrándoles las mandíbulas a los leones, preludió a la gran victoria que reportó del gigante Goliat, en premio de la cual tuvo como esposa a la hija del rey Saúl. Mas la envidia cambióle bien pronto al suegro en émulo y enemigo y le fue preciso usar mucho del ingenio para sustraerse de sus insidias. Después de muchos golpes dados y recibidos de los filisteos, muerto finalmente Saúl en un hecho de armas, traspasándose por su propia mano con espada para no caer en manos de sus enemigos, David, aclamado del pueblo por rey, fue elevado al Trono de Israel que Dios le había prometido. El principio de su gobierno fue fastidioso, debiendo liberarse de los enemigos extranjeros que infestaban el Reino y de los domésticos que seguían el partido del rey difunto. Pero con la fuerza debilitó a los primeros y con la mansedumbre se ganó a los segundos. Mansuetúdo tua multiplicávit me: él mismo lo dice (I Reg. XXII, 36). Así dilatado el imperio y establecido en el solio, estaba en estado de gozar una larga paz, dentro del Reino con los súbditos y fuera con los príncipes vecinos. Mas un gravísimo ultraje a sus embajadores por los amonitas lo obligó a blandir las armas. Para vengarse pues de la afrenta envió a sus tropas bajo la dirección del general Joab e hizo asediar Rabat, ciudad capital del reino. Pero mientras por sus soldados combatía gloriosamente contta los amonitas, él cae vergonzosamente postrado y vencido al ser abatido por una tentación.
     
Corría el año decimosexto de su reinado y el cuadragésimonoveno de su edad (año 1035 antes de Cristo), año verdaderamente climatérico para él, y siendo ya entrada la estación en la que solían los reyes ir a la guerra, él estaba en Jerusalén gozando del ocio de una paz fingida. Cuando un día, después del reposo tomado en un terrado de su palacio le resultó de casualidad vista de lejos una mujer que estaba lavándose en una fuente de su jardín. Era esta Betsabé, mujer de Urías heteo, caballero no menos probo de mano que de corazón, el cual entonces hallábase con el ejército en el asedio de Rabat. El mísero rey postrado en cama de fuera por el objeto lujurioso, arrastrado dentro por el apetito concupiscente y empujado por aquel demonio que él mimso llamó meridiano, pronto se arrastró a la tentación; luego que al ver a la mujer en el baño, fue en seguida el desearla, el buscarla, y el quererla sin considerar ni a Dios que lo había elevado de los rebaños a la regia dignidad, ni a la fidelidad de un vasallo que estaba actualmente guerreando por él, ni a todo el reino al cual daba escándalo tan grave. Gran documento del cuán poco podemos confiarnos en nosotros mismos frente a la ocasión. Y porque las caídas de los justos suelen ser precipicios, añadiendo David pecado a pecado, después de haber quitado al inocente Urías la honra le quitó también la vida, escribiendo al general Joab que lo pusiese en las primeras filas de sus escuadrones, a fin que entre los asaltos fuese de los primeros en morir, como se siguió. Ni aquí se detuvo porque a su pecado agregó la obstinación, perseverando en aquel fin hasta un año; y más hubiese sido si Dios, teniendo piedad, no mandaba al profeta Natán a rescatarlo de aquel profundo letargo donde yacía.
    
A las palabras del hombre de Dios y a la intimación de los males que le vendrían en castigo de su pecado, al final se despertó, abrió los ojos, entró en sí mismo, conoció su gran fallo y lo confesó ante el profeta y lo lloró ante Dios y mientras vivió hizo asperísima penitencia. Afligió con cilicio su carne: Ego áutem indúebar cilício (Ps. XXXIV, 13). Se maceró con ayunos: Humiliábam in jejúnio ánimam meam (Ibid.). Esparcía de ceniza las viandas de la mesa real: Cínerem támquam panem manducábam (Ps. CI, 10). Y porque al sus ojos detenerse a mirar una beldad peligrosa le fueron las primeras guías a la transgresión de la Divina Ley, los condenó a volverse fuentes de lágrimas penitentes: Éxitus, o como otros leen, Fontes aquárum deduxérunt óculi mei, quia non custodíerunt legem tuam (Ps. CXVIII, 136). Y si una noche pecó manchando la fe del tálamo conyugal, para cancelar esta mancha lavó su lecho con llanto amargo todas las noches de su vida: Lavábo per síngulas noctes lectum meum, lácrymis meis stratum meum rigábo (Ps. VI, 6). Gran ejemplo de penitencia en un rey de tan alto dominio y también gran confusión de aquellos cristianos, los cuales después de haber bebido la iniquidad como agua, cuando se reducen a penitencia no saben exprimir un suspiro de su corazón, ni de sus ojos una lágrima. Y como han relatado en secreto al Sacerdote sus culpas y recitado aquellas pocas preces que les son impuestas por penitencia, creen haber satisfecho enteramente a Dios tan gravemente ofendido, al prójimo de ellos escandalizado y a sí mismos deudores de tan grande suma. No hizo así ciertamente el rey David.
   
Él, más allá de la penitencia secreta de su pecado (si se puede decir secreto lo que hace un rey, a los ojos de su corte), quiso más hacer público al mundo su arrepentimiento. A este fin compuso y dejó a la posteridad el Salmo quincuagésimo, que nosotros llamamos el Miserére, a fin que si todo el reino cayó en escándalo por su vergonzosa caída, todos, presentes y futuros, supiesen cuán altamente estaba arrepentido y por él aprendiesen cómo arrepentirse de sus pecados y pedir a Dios misericordia; o si lo habían imitado como pecador, lo imitasen aún como penitente, que fue precisamente la respuesta que diera San Ambrosio a Teodosio emperador luego que este con el ejemplo de la caída de David excusábase de la matanza que hizo en Tesalónica: Qui secútus es errátem, seqúere pœniténtem. La Iglesia llama feliz la caída de Adán porque mereció tener a Cristo como su reparador. Yo no diré feliz la caída de David, sino que diré felices nosotros los cuales tenemos en él pœniténtiæ typum como lo dice San Cirilo Jerosolimitano y que por este gran ejemplar de penitencia podamos aprender el modo de llorar y de arrepentirnos de nuestros fallos. Llora el Santo Rey y hasta ahora sigue a llorar su pecado en este su Salmo y cuantos en el mundo Cristiano lloran sus culpas, de él toman su voz, los sentimientos y los afectos. Su dolor lo hace propio de cada uno. Todos lloran con él y él llora con todos. No se oye otra cosa en boca de los penitentes fieles que el Miserére. Esto lo cantan hasta las mujeres y los niños. De esto resuenan nuestros templos y en los días más santos aún las plazas y las calles. Y parece que en la Iglesia no se sepa hacerse un acto público de penitencia que no se entone este dolentísimo Salmo, el cual con razón entre los siete penitenciales tiene el lugar del medio como el Sol entre los siete planetas […] como decía San Agustín: no debería ningún Cristiano dirigirse al fin de la vida si antes no ha hecho penitencia y no ha llorado sus culpas. Y como el Santo enseñó a los otros, así lo practicó para sí mismo. Porque después de haber llorado en vida todos los fallos de su lúbrica juventud y haber con más lágrimas que con tinta escrito y publicado al mundo los libros de sus Confesiones, relata Posidonio en su vida que cuando le sobrellegó su última enfermedad, se hizo poner en torno a su lecho escritos a grandes caracteres los Salmos Penitenciales de David y los iba leyendo y al leerlos, de sus ojos salían ríos de llanto. No quiso acabar de llorar sino con el fin de su vida. Avecinándose pues el fin de mi mortal peregrinación, no he creído gastar mejor este último que en la meditación de este Salmo, ocupándome todo en pensamientos y afectos de penitencia. Y he querido con la imprenta hacerlos comunes a todos a fin que cada uno antes de morir bramase de llorar sus culpas y antes de comparecer ante el severo Tribunal del Divino Juez, deseando aplacarlo con actos verdaderos de contrición, tenga aquí dispuesto el modo de hacerlo a modo de este Real Penitente, el cual por su penitencia mereció ser el Padre del futuro Mesías y que de su estirpe naciese el Salvador del Mundo. No sin razón el Papa San Gregorio nos lo propone para imitar en el comentario que hizo de este Salmo: Quísquis désperans de vénia, ágere pœniténtiam dúbitat, Davídem pœniténtem ad ánimum redúcat. Audiámus David clamántem, et nos cum eo clamémus. Audiámus geméntem, et congemiscámus. Audiámus flentem, et lacrymémur (Quien, desesperando del perdón, duda de hacer penitencia, llame a su alma a David penitente. Oigamos a David que clama, y con él clamemos. Oigámoslo gimiente, y con él gimamos. Oigámoslo llorar, y lloremos). Hasta aquí el Pontífice.

PADRE ALESSANDRO DIOTALLEVI SJ, L’idea di un vero penitente ravvisata nel penitente re Davide da lui espressa nel salmo cinquantesimo e proposta ad ogni penitente cristiani, Introducción. Viena, imprenta de Matías Andrés Schmidt, 1804.

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