«¿Qué cosa es vuestra vida? Un vapor que por un poco de tiempo aparece, y luego desaparece» (Santiago 4, 15).
San Hilario de Poitiers
Después de haber dedicado la Octava de la Epifanía al Emmanuel manifestado, la Santa Iglesia que se emplea constantemente en servicio del divino Infante y de su Madre hasta el día en que ésta acuda al Templo para presentar y ofrecer el fruto bendito de sus entrañas; la Santa Iglesia, decimos, celebra la ñesta de muchos amigos de Dios, que nos señalan en el cielo el camino que conduce de las alegrías de la Natividad al misterio de la Purificación.
Y ya desde el día siguiente al dedicado a celebrar el Bautismo de Cristo, se nos presenta Hilario, honra de la Iglesia de las Galias, hermano de Atanasio y de Eusebio de Vercelli en las luchas que sostuvo por la divinidad del Emmanuel. Apenas han terminado las persecuciones sangrientas del paganismo, cuando comienza la herejía de Arrio. Había éste jurado arrebatar a Cristo la gloria y los honores de la divinidad, después que Aquel había vencido por sus Mártires la violencia y la política de los Césares. Tampoco flaqueó la Iglesia en este nuevo campo de batalla; numerosos mártires sellaron con su sangre, derramada por príncipes cristianos pero herejes, la divinidad del que se dignó aparecer en la flaqueza de la carne; y al lado de estos generosos atletas brillaron otros mártires de deseo, grandes Doctores que defendieron con su saber y elocuencia aquella fe de Nicea que había sido la de los Apóstoles. En primera fila aparece Hilario, educado, como dice Jerónimo, sobre el coturno galo, adornado con las galas de Grecia, Ródano de la elocuencia latina, e insigne Doctor de la Iglesia, según San Agustín.
De genio sublime, y profunda doctrina, Hilario es más grande aún por su amor al Verbo encarnado y su celo por la libertad de la Iglesia; devorado siempre por la sed del martirio, y siempre invencible, en una época en que la fe, vencedora de los tiranos pareció por un momento que iba a extinguirse, víctima de la astucia de los príncipes y de la cobarde defección de muchos pastores.
VIDA
Nació San Hilario en Aquitania, entre el año 310 y 320. Ligado primeramente por el matrimonio, fué luego electo obispo de Poitiers, en 353. Perseguía entonces a los católicos el emperador Constancio: opúsose Hilario con todas sus fuerzas a la herejía arriana, lo que le valió, en 356, el destierro a Frigia. Allí escribió sus doce libros sobre la Trinidad. En 360 se halla en Constantinopla pidiendo permiso al emperador para tener una disputa sobre la fe con los herejes. Estos, para desembarazarse de él, consiguen que se le envíe de nuevo a Poitiers. Gracias a sus desvelos, toda la Galia, condena en el concilio nacional de París, la herejía arriana el año 361. Muere en 368. El 29 de Marzo de 1851, Pío IX le declaró Doctor de la Iglesia.
SU LUCHA POR LA LIBERTAD DE LA IGLESIA.
De esta manera mereció ser honrado el santo Obispo Hilario, por haber conservado gracias a sus heroicos esfuerzos y hasta exponiendo su cabeza, la fe en el más importante misterio. Otra de sus glorias es el haber defendido el gran principio de la Libertad de la Iglesia, sin el cual la Esposa de Cristo se halla amenazada de perder su fecundidad y su vida. Ya hemos honrado días atrás la memoria del Santo Mártir de Cantorbery; hoy celebramos la fiesta de uno de los más ilustres confesores cuyo ejemplo ilustró y animó a aquel en su lucha. Ambos dos se inspiraron en las lecciones dadas por los mismos Apóstoles a los ministros de Cristo, cuando ellos se presentaron por vez primera ante los tribunales de este mundo y pronunciaron aquella gran sentencia «es menester obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos, V, 29). Pero si unos y otros se manifestaron enérgicos contra la carne y la sangre, fue, porque estaban desasidos de los bienes terrenos, y porque habían comprendido que la verdadera riqueza del cristiano y del Obispo están en la humildad y en la desnudez del pesebre, la única fuerza victoriosa que acompaña a la sencillez y flaqueza del Niño que nos ha nacido. Habían saboreado las lecciones de la escuela de Belén, y esa es la razón de que no pudieran ser seducidos por promesas de paz, honores y riquezas. ¡Cuán digna surge en el seno de la Iglesia esta nueva familia de héroes de Cristo! Y aunque la diplomacia de los tiranos que quieren aparecer como cristianos a pesar del cristianismo, les prive obstinadamente de la gloria del martirio ¡cuán potente resuena su voz, proclamando la libertad que se debe al Emmanuel y a sus ministros! Saben decir a los príncipes, con nuestro gran Obispo de Poitiers, en su primera Memoria a Constancio: «Augusto glorioso, tu singular inteligencia sabe más bien que no conviene, que no es posible obligar por la fuerza a que hombres que se oponen con todas sus fuerzas a ellos, se sometan y unan a los que continuamente esparcen la semilla corrompida de una doctrina espúrea. La única finalidad de tus trabajos, de tus proyectos, de tu gobierno, de tus vigilias debe ser el hacer gozar a todos tus súbditos de las dulzuras de la libertad. Ningún medio mejor de apaciguar las revueltas, de unir a los que violentamente se habían separado, y librar a todos de la esclavitud haciéndolos dueños de su vida. Deja, pues, que lleguen a tus piadosos oídos todas esas voces que gritan: «Soy católico, no quiero ser hereje; soy cristiano, no soy arriano: prefiero morir en este mundo, antes de consentir que la fuerza de un hombre corrompa la pureza virginal de la verdad» (Migne, Patrología Latina, tomo X. columnas 557-558).
SUPREMACÍA DE LA LEY DIVINA.
Cuando a los oídos de Hilario llegó el nombre de la Ley profanada, para justificar la traición de que era víctima la Iglesia por parte de los que preferían los favores del César al servicio de Jesucristo, entonces el santo Pontífice, lanzó su libro Contra Auxencio, recordando valerosamente a sus colegas el origen de la Iglesia que sólo pudo establecerse oponiéndose a muchas leyes humanas y que se gloría de no obedecer a todas aquellas que impiden su conservación, desarrollo y actividades.
«¡Cuánta compasión nos inspiran todos esos trabajos que algunos se toman en nuestro tiempo, y cuánto nos lamentamos al considerar las falsas opiniones del mundo, cuando nos encontramos con hombres que piensan que las cosas humanas pueden acudir en auxilio de Dios, y que trabajan en defender a la Iglesia de Cristo por medio de la ambición mundana! Decidme, vosotros Obispos ¿qué apoyo tuvieron los Apóstoles en la predicación del Evangelio? ¿Qué poderes les ayudaron a predicar a Cristo, a convertir a casi todas las naciones del culto de los ídolos al del Dios verdadero? ¿Acaso obtenían dignidades de la corte, aquellos que entonaban himnos a Dios en las cárceles y en las cadenas, después de haber sido azotados? ¿Acaso organizaba Pablo a la Iglesia de Cristo por medio de edictos de un Nerón, de un Vespasiano, o de un Decio, y con el odio de estos príncipes cuando floreció la predicación de la palabra divina? Aquellos Apóstoles que vivían del trabajo de sus manos, que celebraban sus reuniones en lugares ocultos, que recorrían los pueblos, ciudades y naciones por mar y tierra, desafiando los Senados-Consultos y los edictos imperiales ¿acaso no tenían las llaves del Reino de los cielos? Más bien era el poder de Dios quien triunfaba de las pasiones humanas, en aquellos tiempos en que la predicación de Cristo se extendía tanto más cuanto mayores obstáculos encontraban» (Migne, Patrología Latina, tomo X, columnas 610-611).
PERSECUCIÓN SIN MARTIRIO.
Pero cuando llega el momento de dirigirse al mismo Emperador y protestar de la esclavitud de la Iglesia, Hilario, el más dulce de los hombres se apodera de aquella santa ira que el mismo Cristo empleó contra los profanadores del Templo; y su apostólico celo desafía todas las amenazas, señalando los peligros del sistema inventado por Constancio para acabar con la Iglesia de Cristo después de haberla deshonrado.
«Ha llegado la hora de hablar; porque se ha pasado el tiempo del silencio: Debemos esperar a Cristo, pues el reino del Anticristo ha comenzado. Lancen gritos los pastores, porque los mercenarios se han dado a la fuga. Demos la vida por nuestras ovejas, pues los ladrones han entrado y el león furioso da vueltas a nuestro alrededor. Vayamos al encuentro del martirio; pues el ángel de Satán se ha transformado en ángel de luz.
¡Oh Dios omnipotente! ¿por qué no hiciste que naciera en tiempo de Nerón o de Decio para ejercer mi ministerio? Repleto del Espíritu Santo y acordándome de Isaías serrado por medio, no hubiera temido el ecúleo, ni me hubiera asustado del fuego pensando en los Jóvenes Hebreos que cantaban en medio de las llamas; ni me hubieran infundido pavor la cruz, ni el desgarro de los miembros, con la memoria del buen ladrón trasladado al Paraíso después de semejante suplicio; ni los abismos del mar o el furor de las olas me hubieran desanimado, porque allí hubiera acudido el ejemplo de Jonás y de Pablo para recordarme que tus fieles pueden vivir bajo las aguas.
Hubiera luchado feliz contra todos tus enemigos declarados, porque no me hubiera cabido la menor duda de que eran verdaderos perseguidores, los que con el hierro, el fuego, y los tormentos pretendían obligarme a negar tu Nombre; mi muerte hubiera bastado para darte testimonio. Hubiera luchado abierta y confiadamente contra los renegados, verdugos y asesinos; y el pueblo, ante una pública persecución, me hubiera seguido como a su jefe, en el sacrificio del martirio.
Pero hoy día tenemos que combatir contra un perseguidor disfrazado, contra un enemigo que nos halaga, contra el anticristo Constancio, que no emplea golpes sino caricias, que no destierra a sus víctimas para darles la vida verdadera, sino que las colma de riquezas para luego entregarlas a la muerte, que no les concede la libertad de las mazmorras, sino que les otorga la esclavitud de los honores en sus palacios; que no desgarra sus costados, pero profana sus corazones; que no corta la cabeza con la espada, pero mata el alma con el oro; que no publica edictos para condenar a la hoguera, pero enciende para cada uno el fuego del infierno. No disputa por temor a ser vencido, pero halaga para vencer; confiesa a Cristo para renegarle; procura una falsa unidad para evitar la paz; persigue ciertos errores, para mejor destruir la doctrina de Cristo; honra a los Obispos para que dejen de ser Obispos; construye iglesias y al mismo tiempo echa por tierra la fe.
Y no se me acuse de maledicencia o calumnia; deber de los ministros de la verdad es, no decir más que lo verdadero. Si algo falso decimos, consentimos que nuestras palabras sean consideradas como infames, pero si probamos que todo esto es cierto, no habremos hecho más que imitar la libertad y modestia de los Apóstoles, pues sólo hablamos después de un largo silencio.
Públicamente te digo, oh Constancio, lo que hubiera dicho a Nerón, lo que Decio y Maximiano hubieran oído de mis labios: Peleas contra Dios, persigues a la Iglesia y a los santos, odias a los predicadores de Cristo, destruyes la religión, eres un tirano, si no en el terreno de lo humano, al menos en el de lo divino. Esto es lo que os hubiera dicho a ti y a ellos; ahora escucha lo que guardo para ti sólo. Bajo el disfraz de cristiano, eres un nuevo enemigo de Cristo; precursor del Anticristo, ejecutas ya sus odiosos misterios. Como tu vida es contraria a la fe, te atreves a crear nuevas fórmulas; distribuyes los obispados a los tuyos, substituyendo a los buenos con los malos. Con un nuevo método de astucia, hallas el medio de perseguir sin hacer mártires.
¡Cuánto más deudores somos a vuestra crueldad, Nerón, Decio y Maximiano! Gracias a vosotros vencimos al diablo. La piedad recogió en todas partes la sangre de los mártires, y sus venerandos restos dan testimonio de Cristo por doquier. Pero tú, más cruel que todos los tiranos, nos atacas con mucho mayor peligro nuestro, dejándonos apenas la esperanza del perdón. A los que tuvieron la desgracia de flaquear no les queda ya la excusa de poder enseñar al Juez eterno las huellas del tormento o las cicatrices de sus cuerpos desgarrados, para que se les perdone su debilidad a causa de la violencia. ¡Oh el más criminal de los mortales!, de tal modo sabes mezclar los males de la persecución, que no das lugar al perdón en la falta, ni al martirio en la confesión.
Bien te reconocemos ¡oh lobo de rapiña, bajo tus vestidos de oveja! Con el oro del Estado adornas el santuario de Dios; ofrécesle a El lo que arrebatas a los templos de los Gentiles, lo que sacas por la fuerza con tus edictos y tributos. Recibes a los Obispos con el mismo beso traidor con que Cristo fue entregado. Bajas la cabeza cuando te bendicen, y pisoteas la fe por el suelo; perdonas los impuestos a los clérigos para hacer cristianos renegados; pierdes tus derechos para que Dios pierda los suyos» (Contra Constancio, en Migne, Patrología Latina, tomo X, columnas 577-587).
LUCHA CONTRA EL NATURALISMO.
Tal era la fortaleza de este santo obispo ante un príncipe que terminó haciendo también mártires; pero no tuvo Hilario que luchar solamente contra el César. La Iglesia ha llevado en todo tiempo en su seno cristianos a medias a quienes la educación, cierto bienestar, el éxito de la influencia o del talento, retienen entre los católicos, pero cuyo espíritu se halla pervertido por el mundo. Se han creado una Iglesia a lo humano, pues bajo el influjo de su naturalismo, su espíritu es incapaz de captar la esencia sobrenatural de la verdadera Iglesia. Hechos a las vicisitudes de la política, a los hábiles giros por medio de los cuales los hombres de Estado logran mantener un equilibrio pasajero a través de las crisis, les parece que la Iglesia debe contar con sus enemigos, aun en la declaración de sus dogmas; que puede equivocarse sobre la conveniencia de sus decisiones; en una palabra, que su precipitación puede acarrearle perjuicios lamentables a ella y a aquellos a quiénes compromete. Arboles desraizados, dice un apóstol, porque efectivamente sus raíces no tocan ya con el suelo que les podría haber alimentado y dado fecundidad. Las promesas formales de Jesucristo, el gobierno directo del Espíritu Santo en la Iglesia, las ansias del verdadero cristiano de oír proclamar hasta en sus detalles las verdades que son el alimento de la fe en espera de la visión, la obediencia ciega que de antemano se debe a toda definición salida o que ha de salir de la Iglesia hasta la consumación del mundo, todo eso no pertenece para ellos al orden práctico. En la embriaguez de su política mundana y del aliento que reciben de parte de los enemigos de la Iglesia, hacerse responsables delante de Dios y de la historia por sus esfuerzos desesperados, para evitar la promulgación de una verdad revelada.
LA PAZ EN LA UNIDAD Y LA VERDAD.
También Hilario había de encontrar en su camino hombres a quienes asustaba la palabra consubstancial, como a otros les ha asustado la de transubstanciación o la de infalibilidad. Como muro de bronce opúsose a su cobardía y a sus cálculos vulgares. Escuchémosle a él, comentado por el más elocuente de sus sucesores:
«La paz, me decís, vais a turbar la paz, vais a estorbar la unión”. [...] “Bello nombre ese de la paz; bella cosa también la unidad; pero ¿quién ignora que para la Iglesia y para el Evangelio no existe otra paz y otra unidad que la paz y unidad de Jesucristo?”. — “Pero, no sabéis, dicen todavía, no sabéis con quién tenéis que mediros, y ¿no tenéis miedo?”. — “Sí, tengo miedo ciertamente; tengo miedo de los peligros que corre el mundo: tengo miedo de la terrible responsabilidad que pesaría sobre mí por la connivencia y complicidad de mi silencio. Tengo miedo, finalmente, del juicio divino, tengo miedo por mis hermanos salidos de la senda de la verdad, tengo miedo por mí, cuyo deber es volverles al buen camino”. Y añaden: “¿Es que no existen lícitas reticencias, miramientos necesarios?”. Hilario respondía a esto, que la Iglesia no necesita recibir lecciones, ni puede olvidar su misión esencial. Ahora bien, esta misión es la siguiente: “Minístros veritátis decet vera proférre” [Conviene que los ministros de la verdad declaremos lo que es verdadero]». (Obras del Cardenal Pie, obispo de Potiers, tomo VI. Discurso pronunciado en Roma en la Iglesia de S. Andrés della Valle, el 14 de enero de 1870)
DOM PRÓSPER GUERANGER OSB. El Año Litúrgico (1ª edición española). Editorial Aldecoa, Burgos 1956.
MEDITACIÓN SOBRE LA VIDA HUMANA
I. ¿Qué cosa es la vida humana? Es, dice el apóstol Santiago, un vapor que, casi al mismo tiem po, aparece y desaparece. ¡Qué corta es esta vida! Apenas comenzamos a vivir es menester, ya, pensar en morir. ¡Qué insegura es! No sabemos cuándo concluirá. Mas, ¡cuán llena está de miserias! ¿Puedes decir con verdad que has vivido un día siquiera sin disgusto? Sin embargo, amamos esta vida tan miserable, y tememos la muerte que debe abrirnos el paraíso: es que nuestra fe no es lo bastante viva.
II. Nuestra vida no debe ser considerada en sí misma solamente; debe, además, considerarse como un tránsito a la eternidad. No vivimos para siempre, sino para morir un día, y para merecer el cielo. En lo único en que debemos emplear el tiempo de nuestra vida es, pues, en trabajar para merecer, después de ella, una eternidad feliz. Examinemos en particular todas nuestras acciones. ¡Ay! ¡Trabajamos en hacer fortuna, en consolidar nuestra reputación en esta tierra, como si debiéramos vivir en ella eterna mente!
III. Pronto terminará esta vida, y comenzará la eternidad, para ser recompensados o castigados, según el buen o mal uso que hayamos hecho de ella. ¡Tan poco tiempo tenemos para merecer una eternidad de dicha, y lo empleamos en otras cosas! No sabemos cuánto durará este tiempo; trabajemos, pues, seriamente. ¿Qué no se sufre para prolongar algunos instantes una vida miserable? ¡Y nada se quiere soportar para merecer una vida eterna y bienaventurada!
La lectura espiritual. Orad por los sacerdotes.
ORACIÓN
Oh Dios, que habéis instruido a vuestro pueblo con las verdades de la salvación por ministerio del bienaventurado Hilario, haced, benignamente, que después de tenerlo en la tierra como doctor y guía, lo tengamos como intercesor en el cielo. Por J. C. N. S. Amén.
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