«Tú ibas vestida de redes y lazos de concupiscencia, y cuando andabas, los ibas tendiendo tú misma por las calles, y por todos los demás sitios o lugares por donde caminabas. Es verdad, que no proferias palabras que incitasen o moviesen a lascivia, ni hablabas, ni decías con la lengua, vamos y cometamos la culpa; pero sí, sí lo decias con los pasos, y con los ademanes y movimientos de tu cuerpo. Tal vez te juzgarás inocente, porque a nadie has convidado con tus palabras a la torpeza, ni jamás te has brindado y ofrecido a ella; pero no es así, pues lejos de haber quedado libre de la culpa, has venido a incurrir en cierta especie de fornicación con lo mismo que tú has hecho. No ves que con el aire y aspecto de tu persona ibas llamando la atención de cuantos te miraban. No ves que encendías por tí misma el fuego de la concupiscencia: y si con la profusión de tus adornos y profanidades has inducido al prójimo para que fuese adúltero, ¿cómo no has de ser tú adúltera también, cuando diste la causa para que se cometiese el adulterio?
Tú afilaste la espada, y armándote con ella, has herido por fin a aquella miserable alma: tú, infeliz y desgraciada, has preparado y dispuesto con tus propios adornos el fatal veneno que diste a beber, y con que quitaste la vida a tu pobre hermano. Pues ¿cómo habrás de quedar libre jamás del terrible castigo que te has merecido con el homicidio? Dime, ¿a quiénes tenemos odio y aversión? ¿A quién castigan los legisladores y los jueces? ¿A los que beben el mortal veneno o a quienes preparándolo y mezclándolo en el cáliz, con arte para que otros se pierdan? ¿Es que no tenemos poco menos que compasión a las víctimas y una profunda indignación a los envenenadores? ¿Por ventura sufrirían que estos últimos dijeran para justificarse: Pero yo no me he herido a mí mismo, sólo he hecho perecer a otro? ¿No es precisamente por eso que afrontan una pena más grave?
Así mismo tú, desgraciada, has preparado la copa abominable, tú has dado la bebida mortal, y luego, cuando ese hombre la ha bebido, cuando ha sucumbido, ¡crees maravillosamente defenderte diciendo que tú misma no la has bebido, que otro simplemente recibió la copa de tu mano! Tú recibirás un castigo mil veces más terrible que el de los envenenadores ordinarios, porque la muerte que tú causas es incomparablemente más lamentable, porque tú no matas el cuerpo sino el alma. Y no es a enemigos a quienes les has hecho esto, ni fuiste urgida por cualquier necesidad imaginaria ni provocada por una injuria, sino por tu necia vanidad y soberbia. Tú te ostentas en la ruina de las almas de otros, y haces de su muerte espiritual tu pasatiempo».
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Carta Pastoral Quod reguláres feminæ viris cohabitáre non débeant (Que las mujeres bajo régimen ascético no deben habitar junto a los hombres). En Obras Completas (traducción francesa del P. Jean-François Bareille, canónigo honorario de Tolosa y Lyon), tomo I. Librería de Louis Vivès, París 1865, págs. 227-228. Traducción nuestra.
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