domingo, 17 de marzo de 2019

JESUITAS A LA DERIVA

Por Sandro Magister para INFOVATICANA.
 
  
“Me parece que estoy en buena Compañía…”. Así un exultante Antonio Spadaro ha saludado vía twitter la salida de “Confesiones de jesuitas”, la reedición ampliada de un libro ya publicado en 2003, con el título “31 jesuitas se confiesan”, en el que ahora también aparece él, junto con otros 37 jesuitas entre los cuales algunos muy importantes, vivos y difuntos, de Avery Dulles a Carlo Maria Martini, de Roberto Tucci a Tomás Spidlik, de Jon Sobrino a Robert F. Taft, de Adolfo Nicolás a Arturo Sosa Abascal, los últimos dos generales de la Compañía de Jesús.
  
Los editores del libro, los catalanes Valentí Gómez-Oliver y Josep M. Benítez-Riera, escriben en el prefacio que estímulo del aggiornamento de este conjunto de testimonios ha sido la elección del primer Papa jesuita de la historia. A cada uno de ellos han pedido que “confiesen” su experiencia personal de vida, para componer una especie de autorretrato colectivo de la Compañía de Jesús, llegado hoy con Jorge Mario Bergoglio al culmen de la Iglesia.
   
Pero atención. “Confesiones de jesuitas” está lejos de ser un libro celebrativo. El Padre Spadaro no se debe haber dado cuenta, visto cómo ha exultado encontrándose en medio de una Compañía que no resulta, de ninguna manera, que sea tan “buena”, según la opinión de algunos de sus mismos hermanos.
   
Basta leer, para entender esto, la confesión de Xavier Tilliette, francés, muerto a casi cien años el 10 de diciembre de 2018, y saludado el día después en el “L’Osservatore Romano” como“no sólo un filósofo y un teólogo de gran clase, sino un verdadero jesuita”.
  
Tilliette no tenía rivales como estudioso del filósofo alemán Schelling, al que dedicó un libro monumental insuperado hasta el día de hoy. Sino que sus investigaciones se extendían aún más, en la frontera entre fe y razón, lo que le ha procurado la admiración y la amistad de gigantes del pensamiento católico del siglo XX, como Gaston Fessard, Henri de Lubac, Jean Daniélou, Hans Urs von Balthasar, los primeros tres también ellos jesuitas. Y merece la pena leer el recuerdo conmovido que le dedicó en “L’Osservatore Romano” el también jesuita Jacques Servais, discípulo de von Balthasar y autor de la más importante entrevista teológica a Joseph Ratzinger después de su renuncia al papado.
  
Pues bien, esto es lo que Tilliette escribe –entre otras muchas cosas– en su “confesión”.
  
Para comenzar, estas palabras suyas son como un título a lo que sigue:
“Mi vocación religiosa en la Compañía de Jesús fue precoz y prácticamente no ha vacilado jamás. Solo durante los últimos decenios, ante los cambios que la hacían irreconocible en su marco, ha sido puesta a dura prueba y han surgido los interrogantes: sobre el ejercicio de los votos, la pobreza y la obediencia, sobre la función de los superiores, sobre el futuro de la Compañía”.
  
Uno de los momentos de inflexión fue 1968, que Tilliette vivió en París, precisamente cuando se dedicaba en cuerpo y alma a su monumental estudio sobre Schelling, y mientras otro jesuita más célebre, Michel de Certeau –al que años después el Papa Francisco ha definido “el más grande teólogo para nuestros días”, pero al que de Lubac ha tachado de “Joaquinita” prendado de una presunta época de oro ya sin la institución Iglesia– al contrario, exaltaba la revolución como momento de liberación total:
“Viví muy mal la crisis de mayo de 1968, a la que fui reacio enseguida. El entusiasmo de un Michel de Certeau me parecía completamente incongruente. Se asistía al saqueo de esta institución venerable, la universidad, y de rechazo a una conmoción de la Compañía de la que nunca se ha recuperado”.
Este “desmoronamiento”, Tilliette lo describe así, en una Compañía de Jesús llegada a ser irreconocible para él y para tantos otros jesuitas:
“De forma paralela a la conmoción inesperada de 1968, y sin relación con ella, había tenido lugar la transformación razonable de la Iglesia a raíz del Concilio. Pero el aumento de libertad que le siguió tuvo consecuencias desastrosas para los escolasticados de la Compañía. En aquella ocasión también viví muy mal la evolución o transformación de nuestro modo de vida. La rebelión de los escolasticados me parecía absurda. Yo estaba convencido de que la Compañía tenía los nervios más sólidos y una fuerza interior capaz de superar la crisis sin ceder en nada de lo esencial. El resultado no ha sido el que yo esperaba. Gracias a Dios, el espíritu se ha salvado, pero el cuerpo del espíritu, la letra, ha sufrido de forma duradera. Es una dura prueba que ha sido infligida a los jesuitas de mi generación, de la generación precedente y de la siguiente. Quizá sea carencia de flexibilidad, falta de adaptación, pero ya no se reconocen en el estilo de vida laxa que se ha instaurado, ya no reconocen a la orden que en otro tiempo los acogió. Las congregaciones generales han tomado nota de los cambios que se han producido en los comportamientos, de la voluntad de independencia de sus miembros, de la permisividad que viene de la sociedad civil y que se ha difundido entre nosotros. Estas han arrinconado el tesoro de las reglas, la prioridad de las prioridades ya no es la vida religiosa comunitaria, que se ha roto en pedazos, sino la preocupación por la justicia y la predilección por los pobres. Hermoso ideal que corre el riesgo de quedarse en meras palabras y ser irrealizable para la mayoría”.
  
Un momento revelador de la crisis de la Compañía, Tilliette lo ve en lo que sucedió después de la muerte del cardenal Jean Daniélou, en la casa parisina de una prostituta, a la que había conducido al umbral de la conversión:
“Algo se ha roto en mí desde la muerte del cardenal Daniélou, cuando la calumnia llegó también de las filas de la Compañía y la actitud de los superiores fue torpe y mediocre. En lugar de volar en socorro de un hermano asesinado, se saciaron bajas venganzas. Fue entonces cuando dudé de mi orden, de su discernimiento, de su capacidad caballeresca. Caí de lo alto de mi ideal, como Mallarmé. Antes de entrar en ella y a lo largo de mi formación, tenía un ideal muy alto de la Compañía, de su espíritu de cuerpo, de su solidaridad”.

Como profesor de filosofía, primero en los institutos de formación de los jesuitas, y después en el Instituto Católico de París y por fin en la Universidad Gregoriana, Tilliette dice que también ha visto evaporarse en la Compañía el primado de los “intelectuales”:
“He pasado mi existencia de jesuita en los cargos tradicionales de director y de profesor de colegio, de redactor de revistas y de escritor, de profesor de universidad. He asumido esas tareas más bien austeras convencido de que el humanismo jesuita es primordial y de que los intelectuales son la pupila de los ojos de la Compañía. Parece que hoy día ya no es lo mismo y que se da preferencia a los ministerios directamente apostólicos. Creo más bien que se hace de necesidad virtud; el reclutamiento no permite mantener un alto nivel de estudios y los superiores no disponen de sujetos capaces de cubrir las vacantes a medida que se producen. Desde este punto de vista, el futuro de la Compañía es bastante sombrío. Se cierran casas y se amontona a los ancianos en residencias dotadas de personal médico. Sin duda, no hay otra solución. Pero nos gustaría que este fracaso inevitable no fuese acompañado por el discurso eufórico que se ha convertido en ritual y que recuerda los comunicados de derrota durante la guerra”.
  
Haciendo un balance, el cuadro que bosqueja Tilliette de la sociedad contemporánea es oscuro, también por el silencio de los “superiores”:
“Llegado a la edad en que se inclinan las sombras por el camino, tengo derecho a confesar una decepción que comparto con muchos. He cambiado infinitamente menos que mi entorno vital y es un sufrimiento sentirse desfasado, antimoderno y, por desgracia, cómplice, porque la influencia del ambiente circundante es demasiado fuerte. No hay que incriminar a nadie, aunque haya faltado en ciertos momentos una palabra decidida de los superiores. La mentalidad materialista reina y se extiende sin ser contrarrestada por la conciencia colectiva. Dios está ausente de los corazones. El inocente y la víctima valen menos que el culpable. Una sociedad que mueve cielo y tierra contra la pena de muerte y, al mismo tiempo, justifica y preconiza el aborto libre, está en lo más bajo de la escala de la perversión”.
Sin embargo, la conclusión está llena de esperanza, porque más que la pertenencia a la Compañía, vale el servicio a la Iglesia:
“Nuestra época, una de las más oscuras de la Historia, ve sin embargo florecer sacrificios sublimes, heroísmos, ejemplos de santidad. Dan ganas de repetir con Gertrud von le Fort después de la primera guerra mundial: sola en el desastre y en la ruina universal resiste la Iglesia. La santa Iglesia católica, como un faro en la colina. Que permanece intacta en su divina esencia incluso cuando nuestros pecados han manchado su noble rostro. La primera educación me inculcó el amor y el respeto por la Iglesia, sus sacramentos, su liturgia, el refugio de misericordia, de oración y de ciencia que ofrece a los pueblos del mundo. La vida de los santos, el ejemplo del padre de Lubac, la lectura asidua de Claudel me han enseñado a venerar la Iglesia, a subordinar la pertenencia a la Compañía al servicio de la Iglesia y del Papa, para el cual fue creada y continúa siendo su razón de ser. No la Compañía como tal, sino algunos jesuitas de todas las edades deben hacer un serio examen de conciencia. El mío no tranquiliza, es verdad, y me instruyo un proceso cada día. Pero no creo que haya pecado intencionalmente contra la luz”.

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