viernes, 15 de marzo de 2019

SAN CLEMENTE MARÍA HOFBAUER, APÓSTOL DE LOS UNIVERSITARIOS Y PROPAGADOR DE LA ORDEN REDENTORISTA

«Jesús dijo: El que os eschuche a vosotros, me escucha a mí; y el que os desprecie me desprecia a mí; y el que me desprecia a mí, desprecia al que me envió» (San Lucas 10, 16).
  
San Clemente María Hofbauer
 
Cierto día, en una taberna de Varsovia, entra un sacerdote pidiendo limosna; un jugador, al verle, le insulta y le escupe en la cara. El sacerdote saca el pañuelo, se limpia y dice blandamente: «Caballero, esto es para mí; ¿puede darme ahora alguna cosa para los huérfanos del Niño Jesús?». Aquel hombre se sintió vencido y se hizo amigo de quien así le respondía. Al verle desaparecer por la puerta de la taberna, todos se preguntaban quién podía ser aquel cura de manteo descolorido, que tenía tal dominio.
  
Era un santo, y se llamaba Clemente María Hofbauer. Noveno de los doce hijos de un carnicero, había nacido en Taßwitz –actual Tasovice– (Moravia), en 1751. A los siete años, y en plena guerra, muere su padre, Pablo Hofbauer (forma germanizada de Dvorák). Desde ese momento tendrá que ir haciéndose la vida casi solo. Solo, no; después del entierro, su madre, María Steer, le lleva delante de un crucifijo y le dice: «Mira, hijo, en adelante Éste será tu padre. Guárdate de afligirle con un pecado».
  
Quiere ser sacerdote, pero la vida le obliga a mudar seis veces de ruta; a los treinta años consigue estudiar teología, gracias a la generosidad de unas señoras, a las que más tarde el Santo sabrá agradecer; sólo a los treinta y cuatro llega a ser sacerdote, en Roma, cuando entra en la Congregación de los Redentoristas.
   
En 1785 vuelve a Viena. El emperador José II está en el apogeo de sus reformas, con lo que se llamó el josefinismo, queriendo someter la Iglesia al Estado, y acaba de suprimir centenas de casas religiosas. Clemente marcha con su compañero Tadeo Huebl a Polonia, para trabajar en la iglesia de San Bennón, de Varsovia. Los comienzos fueron duros; no tenían nada; dormían sobre una mesa, porque la humedad entraba por todos los lados. El aspecto de la ciudad era malo: el jansenismo y el regalismo atenazaban toda la vida católica; la masonería se había apoderado, sin trabajo, de las clases altas; los alemanes, que formaban la colonia más numerosa, preferían ir a las capillas protestantes antes que a las iglesias polacas.
   
Poco a poco, la iglesia de San Bennón se convierte en un centro de irradiación religiosa, llegando nuevas vocaciones para el trabajo. Cinco veces al día se renovaba la asistencia, llenándose la iglesia, que tenía capacidad para unas mil personas; había diariamente tres sermones en polaco y dos en alemán; tres misas solemnes, a veces con orquesta, Vía crucis, visita al Santísimo Sacramento y oficio parvo, oración de la mañana y de la noche, con meditación. El Santo no perdonaba gasto ninguno para el esplendor del culto, que era una gran atracción, incluso para incrédulos y judíos, siendo el comienzo de muchas conversiones. A pesar de las influencias jansenistas, las comuniones ascienden a 104.000 por año.
   
Clemente presiente y utiliza los métodos del apostolado moderno. Mantiene gratuitamente una escuela de primera enseñanza y profesional, para trescientos niños y doscientas niñas, a los que enseña a ser apóstoles de sus familias. Abre un orfanato; para mantenerlo se ve obligado a mendigar por casas y tabernas; un día se le vio llamando a la puerta del sagrario. Funda un colegio-seminario de vocaciones sacerdotales. Organiza una asociación de laicos, hombres y mujeres, con algunas características de los actuales institutos seculares; tenían días de retiro, círculos de estudio y apostolado; después de un año de prueba, hacían el voto de fidelidad a la Iglesia y al Papa, y la promesa de edificar el reino de la gracia en los prójimos. Al mismo tiempo piensa en el establecimiento de su Congregación; funda personalmente seis casas, pero ve con tristeza que apenas levanta el pie, la fundación desaparece; dos tentativas en los Balcanes y Ucrania no tuvieron mejor éxito; los redentoristas que están bajo sus órdenes tienen que buscar diez casas sucesivas en once años; los gobiernos protestantes o regalistas los echan de una diócesis a otra; el mismo Clemente, por este motivo, estuvo preso.
    
En 1808, Napoleón, el amo de Europa, desde Bayona, expulsa los redentoristas de Varsovia, gloriándose en el decreto de haberlos expulsado de otras ciudades. El 17 de junio un batallón de militares rodea la iglesia; el Santísimo estaba expuesto; San Clemente tuvo que bajar del púlpito y los otros padres interrumpir las confesiones. Después de una prisión de un mes, fueron dispersados por cuatro naciones. Para el Santo fue el mayor dolor. Su fe es fuerte y no desanima: «Nos abandonamos al querer de Dios... Que Él sea glorificado».
    
Buen caminante, después de ser preso dos veces más y de pasar por el peligro de ser fusilado como espía, llega a Viena, que lo recibe con cuatro días de cárcel, como a un ladrón. Se encuentra otra vez en el comienzo, como hacía veinte años. Pero ve una gran claridad: «Todo lo que a nosotros nos parece contrario, nos conduce donde Dios quiere».
    
Sus caminos se han terminado. Exteriormente su vida tiene un marco muy oscuro; desde 1813, capellán de las monjas ursulinas. A pesar de que el Gobierno mantiene sus reformas, que atan meticulosamente las actividades apostólicas y a pesar de que la situación de Europa central es, según la frase del Santo, peor que en los tiempos de Lutero, Santa Ursula se transformará en un fermento de vida católica. Después de predicar el primer domingo a media docena de personas, las monjas ven, admiradas, que el siguiente la iglesia está llena. Aquella predicación era un acontecimiento en la ciudad. Se predicaba de la caridad y del cristianismo universales, pero San Clemente habla precisamente de lo que los otros callan: de la Iglesia católica, del papa, de la Virgen, de la redención, de los sacramentos. Es un atrevimiento que cada día le trae un auditorio mayor. El grupo más numeroso, después del pueblo sencillo, es el de los estudiantes, artistas y profesores de la universidad. Toda su vida predicó sencillamente, dando la sensación de que era como un testigo que había visto y palpado las cosas. No era el gusto de oírle, era volver a casa transformado. Sus argumentos no admitían réplica; cuando habló sobre los sacramentos, había dicho una mujer: «¿Qué diría la gente si la vieja del herrero comulgase muchas veces?». Otro día alude San Clemente desde el púlpito: «¿Y qué diría la gente si la vieja del herrero fuera al infierno?». Quien no faltaba a sus sermones era la policía, que le dio el mayor disgusto de la vida: le prohibió predicar.
   
El confesionario y los moribundos nadie se los podía quitar; le veían de noche, envuelto en su viejo manteo y con una linterna en la mano, entrar por los barrios más apartados; solía decir que si tenía tiempo para rezar un rosario en el camino, el éxito era seguro. Cierta noche, insultado y rechazado, se clavó en la puerta, diciendo con una calma glacial: «Veo la muerte que llega y he visto morir a muchos que se salvaban; ahora quiero ver cómo muere un condenado». El moribundo se confesó. Los pobres tampoco se los quitaban, y a su entierro, entre una multitud de ellos, asistió un buen grupo de viejos soldados que los gobiernos abandonaban después de estropearlos en las guerras. Hasta las mismas monjas sintieron frecuentemente su caridad; en cierta ocasión se les presentó con un cordero bajo el manteo.
   
La obra más bella de estos años fue el trabajo con la juventud de Viena. Fue como el comienzo de una Acción Católica. Reunió un grupo grande de escritores, estudiantes y artistas de toda clase. El romanticismo católico fue acunado por San Clemente. Uno de los más destacados fue Federico Schlegel, convertido del protestantismo y verdadero iniciador de la escuela romántica; junto a él podríamos poner una lista de celebridades, como Adán Müller, Zacarías Werner, Felipe Veit, José Otmaro Rauscher (más tarde cardenal), el poeta Clemente Brentano y muchas personas de la nobleza austríaca. El movimiento de conversiones fue grande, especialmente entre protestantes, judíos y católicos tibios. Algunos de éstos fueron a Roma, donde se formó otro centro unido a Clemente y donde maduraron muchas conversiones, como la del pintor Juan Federico Overbeck. Con intuición alegre de sus necesidades y aspiraciones, les dirigía personalmente y les daba una formación seria y seguridad contra el racionalismo; les acostumbraba a la pobreza, a la humildad, a la frecuencia de sacramentos; se preocupaba de sus necesidades materiales; los llevaba a pasear por las calles de Viena, haciéndoles perder el respeto humano, les metía un rosario en el hueco de la mano y les mandaba ser apóstoles.
   
La influencia de estos jóvenes era como un contagio de Cristo. Fundaron un colegio para las clases dirigentes. En la universidad protestaban contra los errores de los profesores; el de Derecho llamó a la policía, que echó la culpa a Clemente, «pues trastornaba la cabeza de los estudiantes». La mayor parte eran escritores y bajo la inspiración del Santo fueron los primeros que atacaron a los enciclopedistas franceses y filósofos alemanes; fundaron varios periódicos y revistas de arte y filosofía, siendo los iniciadores del periodismo católico. A la sombra del Santo fue naciendo el partido romántico católico, cuya influencia politico-religiosa se notó en el Congreso de Viena, 1814, donde se quería reorganizar Europa y donde varios de sus discípulos tomaron parte. Estrechamente vigilado por la policía, el Santo tenía contacto directo con el nuncio y con muchos de los congresistas, que le buscaban en su propia casa, como el príncipe heredero, Luis de Baviera. Se consiguió, y no fue poco, que la Iglesia no quedase parcelada en iglesias nacionales, como muchos congresistas y eclesiásticos querían.
   
San Clemente era el hombre de la Iglesia, a la que amaba apasionadamente, sintiéndose totalmente feliz como hijo de ella, y para ella pensaba en todos los medios de apostolado. Era un auténtico genio católico y Zacarías Werner decía que las tres fuerzas de su tiempo eran Napoleón, Goethe y Clemente.
   
En noviembre de 1818 le obligan a escoger el destierro, por ser religioso. Y en los siete meses en que suspenden la sentencia y en que los treinta años de trabajo parecen una cadena de fracasos, sigue esperando; aquí está la grandeza del Santo: estar seguro de Dios. Y Dios le prepara la contradicción más bella. En 1819 el emperador Francisco II es recibido en Roma. De tal manera le habla el Papa sobre Clemente, que desde Italia da una orden que muda totalmente su suerte. El Santo, aunque sabe que no verá el triunfo en la tierra, prepara sus futuros novicios: eran treinta y dos. Su salud va decayendo y el 5 de marzo de 1820 termina su último sermón exhortando a pensar «que vendrá la noche, en la cual nadie puede trabajar, porque el árbol, del lado que caiga, así quedará por toda la eternidad».
   
El 16 llega el decreto imperial autorizando la Congregación y es depositado junto al cadáver del Santo. Había muerto el día anterior, al toque del Ángelus de las 18:00h.
  
GREGORIO MARTÍNEZ ALMENDRES CSSR. (Año Cristiano, Tomo I. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966)
  
ORACIÓN
Oh Dios, que fortaleciste admirablemente la fe y honraste la invicta constancia en la virtud del bienaventurado San Clemente María: te suplicamos, por sus méritos y ejemplo, nos hagas fuertes en la fe y fervientes en la caridad, para conseguir los premios eternos. Por J. C. N. S. Amén.

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