«Jesús dijo: El que os eschuche a vosotros, me escucha a mí; y el que
os desprecie me desprecia a mí; y el que me desprecia a mí, desprecia
al que me envió» (San Lucas 10, 16).
San Clemente María Hofbauer
Cierto día, en una taberna de Varsovia, entra un sacerdote pidiendo
limosna; un jugador, al verle, le insulta y le escupe en la cara. El
sacerdote saca el pañuelo, se limpia y dice blandamente: «Caballero,
esto es para mí; ¿puede darme ahora alguna cosa para los huérfanos del
Niño Jesús?». Aquel hombre se sintió vencido y se hizo amigo de quien
así le respondía. Al verle desaparecer por la puerta de la taberna,
todos se preguntaban quién podía ser aquel cura de manteo descolorido,
que tenía tal dominio.
Era un santo, y se llamaba Clemente María Hofbauer. Noveno de los doce
hijos de un carnicero, había nacido en Taßwitz –actual Tasovice– (Moravia), en 1751. A los siete años, y en plena guerra, muere su padre,
Pablo Hofbauer (forma germanizada de Dvorák). Desde ese momento tendrá que ir haciéndose la vida casi
solo. Solo, no; después del entierro, su madre, María Steer, le lleva
delante de un crucifijo y le dice: «Mira, hijo, en adelante Éste será tu
padre. Guárdate de afligirle con un pecado».
Quiere ser sacerdote, pero la vida le obliga a mudar seis veces de ruta;
a los treinta años consigue estudiar teología, gracias a la generosidad
de unas señoras, a las que más tarde el Santo sabrá agradecer; sólo a
los treinta y cuatro llega a ser sacerdote, en Roma, cuando entra en la
Congregación de los Redentoristas.
En 1785 vuelve a Viena. El emperador José II está en el apogeo de sus reformas, con lo que se llamó el josefinismo,
queriendo someter la Iglesia al Estado, y acaba de suprimir centenas de
casas religiosas. Clemente marcha con su compañero Tadeo Huebl a
Polonia, para trabajar en la iglesia de San Bennón, de Varsovia. Los
comienzos fueron duros; no tenían nada; dormían sobre una mesa, porque
la humedad entraba por todos los lados. El aspecto de la ciudad era
malo: el jansenismo y el regalismo atenazaban toda la vida católica; la
masonería se había apoderado, sin trabajo, de las clases altas; los
alemanes, que formaban la colonia más numerosa, preferían ir a las
capillas protestantes antes que a las iglesias polacas.
Poco a poco, la iglesia de San Bennón se convierte en un centro de
irradiación religiosa, llegando nuevas vocaciones para el trabajo. Cinco
veces al día se renovaba la asistencia, llenándose la iglesia, que
tenía capacidad para unas mil personas; había diariamente tres sermones
en polaco y dos en alemán; tres misas solemnes, a veces con orquesta,
Vía crucis, visita al Santísimo Sacramento y oficio parvo, oración de la
mañana y de la noche, con meditación. El Santo no perdonaba gasto
ninguno para el esplendor del culto, que era una gran atracción, incluso
para incrédulos y judíos, siendo el comienzo de muchas conversiones. A
pesar de las influencias jansenistas, las comuniones ascienden a 104.000
por año.
Clemente presiente y utiliza los métodos del apostolado moderno.
Mantiene gratuitamente una escuela de primera enseñanza y profesional,
para trescientos niños y doscientas niñas, a los que enseña a ser
apóstoles de sus familias. Abre un orfanato; para mantenerlo se ve
obligado a mendigar por casas y tabernas; un día se le vio llamando a la
puerta del sagrario. Funda un colegio-seminario de vocaciones
sacerdotales. Organiza una asociación de laicos, hombres y mujeres, con
algunas características de los actuales institutos seculares; tenían
días de retiro, círculos de estudio y apostolado; después de un año de
prueba, hacían el voto de fidelidad a la Iglesia y al Papa, y la promesa
de edificar el reino de la gracia en los prójimos. Al mismo tiempo
piensa en el establecimiento de su Congregación; funda personalmente
seis casas, pero ve con tristeza que apenas levanta el pie, la fundación
desaparece; dos tentativas en los Balcanes y Ucrania no tuvieron mejor
éxito; los redentoristas que están bajo sus órdenes tienen que buscar
diez casas sucesivas en once años; los gobiernos protestantes o
regalistas los echan de una diócesis a otra; el mismo Clemente, por este
motivo, estuvo preso.
En 1808, Napoleón, el amo de Europa, desde Bayona, expulsa los
redentoristas de Varsovia, gloriándose en el decreto de haberlos
expulsado de otras ciudades. El 17 de junio un batallón de militares
rodea la iglesia; el Santísimo estaba expuesto; San Clemente tuvo que
bajar del púlpito y los otros padres interrumpir las confesiones.
Después de una prisión de un mes, fueron dispersados por cuatro
naciones. Para el Santo fue el mayor dolor. Su fe es fuerte y no
desanima: «Nos abandonamos al querer de Dios... Que Él sea glorificado».
Buen caminante, después de ser preso dos veces más y de pasar por el
peligro de ser fusilado como espía, llega a Viena, que lo recibe con
cuatro días de cárcel, como a un ladrón. Se encuentra otra vez en el
comienzo, como hacía veinte años. Pero ve una gran claridad: «Todo lo
que a nosotros nos parece contrario, nos conduce donde Dios quiere».
Sus caminos se han terminado. Exteriormente su vida tiene un marco muy
oscuro; desde 1813, capellán de las monjas ursulinas. A pesar de que el
Gobierno mantiene sus reformas, que atan meticulosamente las actividades
apostólicas y a pesar de que la situación de Europa central es, según
la frase del Santo, peor que en los tiempos de Lutero, Santa Ursula se
transformará en un fermento de vida católica. Después de predicar el
primer domingo a media docena de personas, las monjas ven, admiradas,
que el siguiente la iglesia está llena. Aquella predicación era un
acontecimiento en la ciudad. Se predicaba de la caridad y del
cristianismo universales, pero San Clemente habla precisamente de lo que
los otros callan: de la Iglesia católica, del papa, de la Virgen, de la
redención, de los sacramentos. Es un atrevimiento que cada día le trae
un auditorio mayor. El grupo más numeroso, después del pueblo sencillo,
es el de los estudiantes, artistas y profesores de la universidad. Toda
su vida predicó sencillamente, dando la sensación de que era como un
testigo que había visto y palpado las cosas. No era el gusto de oírle,
era volver a casa transformado. Sus argumentos no admitían réplica;
cuando habló sobre los sacramentos, había dicho una mujer: «¿Qué diría
la gente si la vieja del herrero comulgase muchas veces?». Otro día
alude San Clemente desde el púlpito: «¿Y qué diría la gente si la vieja
del herrero fuera al infierno?». Quien no faltaba a sus sermones era la
policía, que le dio el mayor disgusto de la vida: le prohibió predicar.
El confesionario y los moribundos nadie se los podía quitar; le veían de
noche, envuelto en su viejo manteo y con una linterna en la mano,
entrar por los barrios más apartados; solía decir que si tenía tiempo
para rezar un rosario en el camino, el éxito era seguro. Cierta noche,
insultado y rechazado, se clavó en la puerta, diciendo con una calma
glacial: «Veo la muerte que llega y he visto morir a muchos que se
salvaban; ahora quiero ver cómo muere un condenado». El moribundo se
confesó. Los pobres tampoco se los quitaban, y a su entierro, entre una
multitud de ellos, asistió un buen grupo de viejos soldados que los
gobiernos abandonaban después de estropearlos en las guerras. Hasta las
mismas monjas sintieron frecuentemente su caridad; en cierta ocasión se
les presentó con un cordero bajo el manteo.
La obra más bella de estos años fue el trabajo con la juventud de Viena.
Fue como el comienzo de una Acción Católica. Reunió un grupo grande de
escritores, estudiantes y artistas de toda clase. El romanticismo
católico fue acunado por San Clemente. Uno de los más destacados fue
Federico Schlegel, convertido del protestantismo y verdadero iniciador
de la escuela romántica; junto a él podríamos poner una lista de
celebridades, como Adán Müller, Zacarías Werner, Felipe Veit, José
Otmaro Rauscher (más tarde cardenal), el poeta Clemente Brentano y
muchas personas de la nobleza austríaca. El movimiento de conversiones
fue grande, especialmente entre protestantes, judíos y católicos tibios.
Algunos de éstos fueron a Roma, donde se formó otro centro unido a
Clemente y donde maduraron muchas conversiones, como la del pintor Juan
Federico Overbeck. Con intuición alegre de sus necesidades y
aspiraciones, les dirigía personalmente y les daba una formación seria y
seguridad contra el racionalismo; les acostumbraba a la pobreza, a la
humildad, a la frecuencia de sacramentos; se preocupaba de sus
necesidades materiales; los llevaba a pasear por las calles de Viena,
haciéndoles perder el respeto humano, les metía un rosario en el hueco
de la mano y les mandaba ser apóstoles.
La influencia de estos jóvenes era como un contagio de Cristo. Fundaron
un colegio para las clases dirigentes. En la universidad protestaban
contra los errores de los profesores; el de Derecho llamó a la policía,
que echó la culpa a Clemente, «pues trastornaba la cabeza de los
estudiantes». La mayor parte eran escritores y bajo la inspiración del
Santo fueron los primeros que atacaron a los enciclopedistas franceses y
filósofos alemanes; fundaron varios periódicos y revistas de arte y
filosofía, siendo los iniciadores del periodismo católico. A la sombra
del Santo fue naciendo el partido romántico católico, cuya influencia
politico-religiosa se notó en el Congreso de Viena, 1814, donde se
quería reorganizar Europa y donde varios de sus discípulos tomaron
parte. Estrechamente vigilado por la policía, el Santo tenía contacto
directo con el nuncio y con muchos de los congresistas, que le buscaban
en su propia casa, como el príncipe heredero, Luis de Baviera. Se
consiguió, y no fue poco, que la Iglesia no quedase parcelada en
iglesias nacionales, como muchos congresistas y eclesiásticos querían.
San Clemente era el hombre de la Iglesia, a la que amaba
apasionadamente, sintiéndose totalmente feliz como hijo de ella, y para
ella pensaba en todos los medios de apostolado. Era un auténtico genio
católico y Zacarías Werner decía que las tres fuerzas de su tiempo eran
Napoleón, Goethe y Clemente.
En noviembre de 1818 le obligan a escoger el destierro, por ser
religioso. Y en los siete meses en que suspenden la sentencia y en que
los treinta años de trabajo parecen una cadena de fracasos, sigue
esperando; aquí está la grandeza del Santo: estar seguro de Dios. Y Dios
le prepara la contradicción más bella. En 1819 el emperador Francisco
II es recibido en Roma. De tal manera le habla el Papa sobre Clemente,
que desde Italia da una orden que muda totalmente su suerte. El Santo,
aunque sabe que no verá el triunfo en la tierra, prepara sus futuros
novicios: eran treinta y dos. Su salud va decayendo y el 5 de marzo de
1820 termina su último sermón exhortando a pensar «que vendrá la noche,
en la cual nadie puede trabajar, porque el árbol, del lado que caiga,
así quedará por toda la eternidad».
El 16 llega el decreto imperial autorizando la Congregación y es
depositado junto al cadáver del Santo. Había muerto el día anterior, al
toque del Ángelus de las 18:00h.
GREGORIO MARTÍNEZ ALMENDRES CSSR. (Año Cristiano, Tomo I. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966)
ORACIÓN
Oh Dios, que fortaleciste admirablemente la fe y honraste la invicta
constancia en la virtud del bienaventurado San Clemente María: te
suplicamos, por sus méritos y ejemplo, nos hagas fuertes en la fe y
fervientes en la caridad, para conseguir los premios eternos. Por J. C.
N. S. Amén.
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