«La Esposa de Cristo no puede ser adúltera, pues es incorruptible y pura. Solo una casa conoce, guarda la inviolabilidad de un solo tálamo con pudor casto. Ella nos conserva para Dios y destina para el reino a los hijos que ha engendrado. Todo el que se separa de la Iglesia se une a una adúltera, se aleja de sus promesas y no conseguirá las recompensas de Cristo. El que abandona la Iglesia de Cristo es un extraño, un profano, un enemigo. No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre.
Tanto puede uno pretender salir a salvo fuera de la Iglesia, cuanto podía uno salvarse fuera del arca de Noé. Así nos lo avisa el Señor diciendo: “El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt. 12, 30). Quien rompe la paz y la concordia de Cristo está contra Cristo. Quien recoge en otra parte, fuera de la Iglesia, disipa la Iglesia de Cristo. Dice el Señor: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn. 10, 30); y también está escrito del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: “estos tres son una sola cosa” (1ª Jn. 5, 8). ¿Cree alguien que esta unidad que viene de la fuerza divina, que está estrechamente conectada con los Sacramentos divinos, puede romperse en pedazos en la Iglesia y ser separada por las divisiones de voluntades que colisionan? El que no guarda aquella unidad, no guarda la ley de Dios, no guarda la fe del Padre y del Hijo, no conserva la vida y la salvación».
SAN CIPRIANO DE CARTAGO, Sobre la unidad de la Iglesia, 6.
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