“Él fue probado por medio del oro, y hallado perfecto, por lo que reportará gloria eterna. Él podía pecar y no pecó, hacer mal y no le hizo: por eso sus bienes están asegurados en el Señor, y celebrará sus limosnas toda la congregación de los santos”. (Eclesiástico 31, 10-11)
Beato Amadeo IX, tercer duque de Saboya
El Beato Amadeo de Saboya fue el noveno de este nombre y el tercer duque de aquel Estado; vivió treinta y siete años (1435-1472); reinó solamente siete (1465-1472); y fue inscrito en el catálogo de los bienaventurados dos siglos más tarde bajo el pontificado del Beato Inocencio XI.
La Saboya fue siempre uno de los lugares más bellos de la región alpina; situada en el centro de Europa, en territorio francés, al occidente de la cadena de los Alpes, guarda dentro de sí las cumbres más elevadas desde el Monte Blanco hasta el monte Thabor. La magnificencia de sus costas, la grandiosidad de su paisaje, su infinita variedad, los contrastes de color y de vida, la melancólica belleza de las ruinas de castillos y monasterios, ofrecen un espectáculo estupendo, que arrebata la admiración. Sus habitantes son conocidos por la bondad de su carácter y por la sencillez de sus costumbres; defendidos del influjo y contacto con otras gentes por la aspereza de sus montañas, han sabido conservar sus primitivas tradiciones. El saboyano es fuerte y alegre; tiene pocas necesidades y sabe desde antiguo solucionárselas por sí mismo; es además religioso y amante de sus instituciones. Cada uno de los siete valles principales de las tierras saboyanas tiene su propia fisonomía en tipos y maneras, hablándose por este motivo de los “siete países saboyanos”, variedades de un mismo tipo social montañés.
La casa de Saboya es una de las familias más antiguas e ilustres, que han reinado en Europa casi hasta nuestros días. Parece ser que su fundador fue Humberto I Blancamano, descendiente de la casa de Sajonia, que vivió en los años 985 al 1048; prestó buenos servicios al rey de Arlés Rodolfo III, y al emperador Conrado el “Sálico”, recibiendo en recompensa numerosas tierras y privilegios. A través de los siglos el Estado saboyano fue ensanchando sus límites geográficos; las guerras entre los señores feudales, las alianzas, las capitulaciones matrimoniales y las herencias de nobles, fueron abriendo camino al esplendor de la casa de Saboya. En el siglo XV, durante el largo gobierno de Amadeo VIII, los dominios saboyanos alcanzaron la máxima extensión, comprendiendo entre otros territorios la Saboya, el Piamonte y el País de Vaud. Aunque se había avanzado notablemente en el sentido de sustituir el antiguo régimen feudal por un Estado moderno, sin embargo, aún no había desaparecido la organización feudal, que se desarrolló más en la Saboya que en el Piamonte, con grandes y poderosas casas señoriales, afincadas en los cerrados valles alpinos con escasos centros urbanos.
Amadeo VIII de Saboya, de sobrenombre “el Pacífico”, consiguió en 1416 del emperador Segismundo la transformación del condado en ducado, recibiendo la solemne investidura. Destacaron en este príncipe sus inquietudes espirituales y su amor por la vida ascética, llegando a crear en la corte un acentuado ambiente de religiosidad, dentro del cual discurrieron los primeros años de vida de su nieto el Beato Amadeo IX de Saboya. Amadeo VIII “el Pacífico”, después de haber llevado su casa a una altura jamás soñada en tiempos atrás, se dedicó a dejar el gobierno en manos de su hijo Luis II de Saboya y a retirarse a la vida eremítica con algunos de sus mejores amigos y fieles consejeros; fundó la Orden Militar de San Mauricio, a la que señaló como residencia un nuevo monasterio levantado por su mandato en Ripaglia, cerca de Tournon, y entró en el retiro con sus amigos el día 16 de octubre de 1434, vistiendo todos una túnica y capucha grises, llevando como distintivo un cinturón dorado y una cruz también dorada sobre el pecho. La decisión del duque de Saboya causó honda impresión en Europa, y llamó la atención de los Padres del concilio de Basilea, quienes, después de haber depuesto al Papa de Roma Eugenio IV, lo eligieron como sucesor de San Pedro. El duque aceptó la tiara y fue consagrado y coronado el 24 de julio de 1440 con el nombre de Félix V; nueve años más tarde, en bien de la paz de la Iglesia, el antipapa Félix renunció al papado en el concilio de Lausana de 1449; el nuevo pontífice Nicolás V lo preconizó cardenal obispo de Saboya y delegado apostólico en Saboya y parte de Suiza; murió en 1451 y sus huesos hallaron descanso en un magnífico monumento erigido en su nombre en la catedral de Turín.
Su nieto, el Beato Amadeo IX de Saboya, nació en Tournon el 1 de febrero de 1435, habiendo sido el hijo primogénito de Luis II de Saboya y de Ana de Lusiñán, hija del rey de Chipre. La dulcedumbre del lago de Ginebra, al pie de cuyas colinas se alza el pequeño pueblo de Tournon, comunicó al joven Amadeo su encanto y su poesía, y las cimas nevadas del San Bernardo Y del Monte Blanco infundieron en su alma el amor por todo lo cándido y puro. Sus cristianos padres lo educaron en el santo temor de Dios, juntamente con sus otros diecisiete hermanos. Muy pronto se manifestaron en el príncipe los piadosos sentimientos y una natural inclinación hacia la virtud; de niño, cuando jugaba y paseaba por los jardines de su palacio, gustaba de hincarse de rodillas y elevar sus manos y sus ojos al cielo, dirigiendo a Dios fervorosas jaculatorias; de joven, se apartaba del fastuoso brillo de la corte, prefiriendo la conversación con los pastores y la meditación en la pasión de Jesucristo, arrasándosele los ojos de lágrimas al contemplar el crucifijo. Su semblante siempre risueño, sus maneras apacibles, su estilo a la vez humano y majestuoso, le hicieron muy pronto dueño de todos los corazones. El Beato Amadeo de Saboya tuvo desde los primeros años de su juventud aquélla dulzura, aquel encanto e irresistible simpatía que desprende la santidad verdadera; sin votos de religión, sin hábitos sacerdotales, en medio del bullicio de una corte europea del medioevo, supo llevar a la práctica aquel mandamiento de Jesucristo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”; porque la santidad puede y debe hacerse en todos los lugares y tiempos, y en todos los modos de vida, acomodando nuestra voluntad a la voluntad de Dios y guardando sus santos preceptos.
Después del tratado de Cleppié (1453), a los diecisiete años de edad, Amadeo IX de Saboya contrajo matrimonio con Violante de Valois, también conocida con el nombre de Yolanda de Saboya, hija del rey de Francia Carlos VII y hermana del más tarde también rey de Francia Luis XI, de la cual estaba prometido desde la cuna (1436). Fue Violante una mujer afectuosa, fiel y amante de su casa y familia; ambos esposos estuvieron desde un principio muy unidos, no sólo en la comunidad de vida, sino principalmente en la rectitud de conciencia y en idénticos sentimientos. La castidad matrimonial fue fecunda, habiendo nacido del amor conyugal nueve hijos, a los que sus padres supieron legar, además de los bienes de fortuna, su religión y virtud; una de sus hijas subió a los altares con el nombre de Beata Luisa de Saboya, la cual, muerto su marido, se encerró en un convento de clarisas, siendo autorizado su culto por el Papa Gregorio XVI.
En el año 1465 el Beato Amadeo IX de Saboya sucedió a su padre en el trono, y con este motivo las virtudes que adornaron al príncipe alcanzaron mayor brillo con la diadema. Desde un primer momento, sabedor de que toda autoridad y poder viene de Dios, se esforzó en imponer en la corte sus piadosas tendencias, volviendo la vida cortesana a lograr el mismo o mayor nivel de religiosidad que tuvo en los tiempos de su abuelo Amadeo VIII “el Pacífico”. El ejemplo de los príncipes es siempre poderoso y eficaz en la mejoría de las costumbres; el modo de vida del Beato Amadeo de Saboya impuso en todos sus vasallos un sello tan fuerte de honradez, que por mucho tiempo se vio el vicio desamparado en todos sus Estados. La falta de compostura en el templo, el hablar con menosprecio de la religión, las conversaciones licenciosas en la corte, eran motivo suficiente para incurrir en la desgracia del príncipe, quien siempre se mostró resoluto e intransigente cuando estuvieron por medio los intereses de Dios. Fue norma constante en su vida de gobierno el anteponer el servicio de Dios a todas las restantes cosas. No hubo a la sazón corte más brillante ni mejor arreglada en toda Europa; reinando la paz y la justicia con todos sus derechos, y extendiéndose la vigilancia del príncipe a todos sus Estados con segura política interior.
Argumento singular de santidad en el Beato Amadeo de Saboya fue su amor a los pobres; teniendo delante de los ojos aquellas palabras de Jesucristo: “Lo que hiciereis con los necesitados, conmigo lo hacéis”, solía repetir, para justificar sus afanes en favor de los desvalidos: “Me conduelo tanto de los pobres, que al verlos no puedo contenerlas lágrimas. Si no amase a los pobres, me parecería que no amaba a Dios”. Empleó mucha parte de sus riquezas en fundar hospitales y en dotar los ya existentes con mayores rentas, conservándose todavía en el Piamonte y en la Saboya numerosos vestigios de la magnificencia del caritativo príncipe. Con su propia mano atendía a los necesitados, gozando al distribuirles personalmente las limosnas, visitaba a los enfermos en sus humildes viviendas, socorriéndoles con tanto cariño y solicitud, que alguno de ellos llegó a decir, que sólo por haber sido asistido por el santo duque bendecía la hora en que Dios le había postrado en el lecho víctima de penosa enfermedad; llamábanle el padre de los necesitados, y a su palacio, el jardín de los pobres.
La tradición nos ha conservado una simpática anécdota, que nos descubre hasta dónde llegó la caridad del corazón del Beato Amadeo de Saboya. En cierta ocasión, habiéndole preguntado un embajador de un príncipe extranjero si tenía jauría de perros y si le gustaba la caza como entretenimiento, el duque le contestó: “Tengo otros entretenimientos, en los que me ocupo con mayor placer; deseo que vea el señor embajador con sus propios ojos el, objeto de mis distracciones”. Seguidamente el príncipe abrió el balcón de la sala, descubriéndose un gran patio, en el cual iban y tornaban numerosos criados atendiendo y dando de comer a más de quinientos pobres. “Ved ahí señor embajador, mis divertimientos, con los que intento conseguir el reino de los cielos”. El embajador intentó diplomáticamente censurar la conducta del santo duque, y le dijo: “Muchas gentes se echan a mendigar por pereza y holgazanería”. A lo que respondió el caritativo príncipe: “No permita el cielo que entre yo a investigar con demasiada curiosidad la condición de los pobres que acuden a mi puerta; porque si el Señor mirase de igual manera nuestras acciones, nos hallaría con mucha frecuencia faltos de rectitud”. Replicó el embajador: “Si todos los príncipes fuesen de semejante parecer, sus súbditos buscarían más la pobreza que la riqueza”. A lo que contestó el Beato Amadeo de Saboya: “¡Felices los Estados en los que el apego a las riquezas se viera por siempre desterrado! ¿Qué produce el amor desordenado de los bienes materiales, sino orgullo, insolencia, injusticia y robos? Por el contrario, la pobreza tiene un cortejo formado por las más bellas virtudes”. Añadió el embajador: “En verdad que vuestra ciencia, en relación con los restantes príncipes de este mundo, es totalmente distinta; porque en todas partes es mejor ser rico que pobre, pero en vuestros Estados los pobres son los preferidos”. Continuó el santo duque: “Así lo he aprendido de Jesucristo. Mis soldados me defienden de los hombres; pero los pobres me defienden delante de Dios”. Ningún otro príncipe rayó a tanta altura en el ejercicio de la caridad; un día sus ministros le advirtieron que el tesoro se hallaba exhausto a causa de tantas limosnas, y el santo no dudó un momento en entregarles el rico collar de la orden militar que llevaba sobre su pecho, para remediar las necesidades más urgentes de los pobres que acudían a su palacio. Fue siempre clemente y compasivo, sin que estas cualidades le desviaran en ningún caso de la justicia, que administraba con entera rectitud.
Pero quiso Dios probar su virtud con diferentes y graves adversidades, purificando el alma de su siervo como oro en crisol, para que resplandeciera mayormente su santidad. Porque la virtud tanto más vale, cuanto mayor esfuerzo significa; por ello la santidad es patrimonio de almas heroicas, aunque ayudadas siempre de la gracia divina. Durante toda la vida se vio el Beato Amadeo de Saboya atormentado por frecuentes ataques de epilepsia; esta enfermedad, tan sensible como vergonzosa por los impropios movimientos que causan las contorsiones, le sirvió para ejercitarse en la paciencia cristiana, aceptando con alegría la voluntad del cielo. Solía repetir: “Nada más útil para los grandes y poderosos, que las dolencias habituales, que les sirven de freno para reprimir la vivacidad de las pasiones y templan las dulzuras de esta vida con una amargura saludable”. Por razón de esta dolencia, los enfermos atacados de epilepsia vienen acudiendo en sus súplicas al Beato Amadeo de Saboya, desde el momento de su muerte, como a especial abogado, encontrando eficaz ayuda y remedio para su mal.
Otra fuente de numerosos sinsabores y grandes amarguras para el Beato Amadeo de Saboya fue la defensa de sus Estados, en tiempos en que la ambición de los príncipes multiplicaba las guerras. Rico de virtudes personales, pero pobre de salud, el santo duque hubiera abdicado si la duquesa Yolanda, mujer de gran energía, no se lo hubiera impedido, para asegurar la sucesión de sus hijos, ocupándose ésta directamente del gobierno de Estado por encomienda de su esposo. Conocedores de esta situación de aparente debilidad, algunos príncipes de los Estados colindantes intentaron incrementar sus dominios a costa de la casa de Saboya, e incluso algún familiar del santo duque pretendió destronarlo para ceñirse la corona ducal; unos y otros tropezaron con la entereza del Beato Amadeo de Saboya en la defensa de sus derechos, quien supo poner remedio pacífico a violentas situaciones con la magnanimidad de su corazón. Concedió inmediatamente la libertad al duque Galeazzo María Sforcia, tan pronto como supo que sus soldados lo habían arrestado, sorprendiéndolo al atravesar disfrazado las tierras de Saboya, cuando regresaba desde Francia a sus Estados; sin embargo, no pudo conseguir la amistad del duque, desde antiguo enemigo de la casa de Saboya. Años más tarde, cuando el marqués de Monferrato rechazó el derecho del Beato Amadeo IX de Saboya al homenaje, reclamado en conformidad con el tratado de 1412, dando con ello origen a la guerra en el Piamonte, el duque de Milán, Galeazzo María Sforcia, intervino a favor del marqués; la duquesa Yolanda se alió con Borgoña y Venecia, nombró capitán general de sus tropas a Felipe de Bressa, hermano del duque de Saboya, y logró ayuda de su hermano Luis XI de Francia; mas otra vez el bondadoso corazón del Beato Amadeo se interpuso a favor del duque de Milán, firmó con él nuevos tratados, le dio como esposa a su hermana menor Bona de Saboya, logrando una paz definitiva en 1468. Felipe de Bressa, de carácter levantisco e inquieto, apoyado por el duque de Borgoña, intentó apoderarse del Estado, asediando a Montmélian en 1471, donde se encontraba la corte; pero tan sólo pudo hacer prisionero a su hermano Amadeo, mientras Yolanda se refugiaba en Grenoble, salvando a sus hijos en Francia; la intervención de Luis XI de Francia y la presión diplomática de Milán y Suiza hicieron el acuerdo; Felipe de Bressa dejó que Amadeo retornase con su mujer, devolvió las fortalezas, y obtuvo para sí la lugartenencia por benigna concesión de su hermano ya enfermo de muerte. Yolanda de Saboya condujo ahora al príncipe al Piamonte, estableciéndose en la ciudad de Verceli, en otros tiempos de la corona de Saboya, pero a la sazón en poder del duque de Milán, amparándose en la protección del duque.
Rodeado de tantas desventuras, el Beato Amadeo de Saboya fortalecía la entereza de su carácter y la bondad de su corazón con los consuelos de la religión; muchas veces fue a pie, acompañado de su esposa, a Chambery, para tributar culto al Santo Sudario, que se veneraba en aquella ciudad; fue muy devoto de la Santísima Virgen, a la que llamaba su Señora y a la que honraba con frecuentes devociones; hizo a Roma de incógnito una visita, encontrando en aquellos santos lugares paz para su alma e incremento de su piedad, dejando en la iglesia de San Pedro y en otras de la Ciudad Eterna ricos presentes.
Consumido, en fin, a violencias de tantos rigores, conociendo cercano su acabamiento, llamó a su presencia a los principales señores de su corte, nombró regente de sus Estados a la duquesa, su mujer, fiel compañera, e hizo testamento político con estas palabras: “Mucho os recomiendo a los pobres, derramad sobre ellos liberalmente vuestras limosnas, y el Señor derramará abundantemente sobre vosotros sus bendiciones; haced justicia a todos sin acepción de personas; aplicad todos vuestros esfuerzos para que florezca la religión y para que Dios sea servido”. Este fue su testamento, y también el programa de su política durante los pocos años de su reinado. Murió en Verceli en el año 1472 en el día 31 de marzo, fecha en que la Iglesia celebra su fiesta. La noticia de su muerte puso fin a las procesiones públicas rogativas, llevando el luto a todos los lugares de la Saboya y el Piamonte. Fue sepultado en la románica iglesia de San Eusebio de Verceli, debajo de las gradas del altar mayor, confirmando el cielo con numerosos milagros la fama de santidad que ya en vida gozaba Amadeo IX de Saboya.
Su compaisano San Francisco de Sales un siglo más tarde, haciendo viaje a Roma, quiso pasar por Verceli, para rezar delante de las reliquias del siervo de Dios Amadeo, encontrando alegría para su alma en la iglesia de San Eusebio; y testigo del vivo culto popular, alimentado con los muchos prodigios acaecidos junto a su sepulcro, rogó al papa Paulo V que fuese canónicamente reconocido; pero fue otro siglo después cuando el papa Beato Inocencio XI concedió a Amadeo IX de Saboya los honores de la beatificación, y dio licencia para que se rezase oficio y se dijese misa en su honra dentro de los dominios del duque de Saboya y dentro de Roma en la iglesia de la nación. En el largo espacio de cinco siglos no se ha entibiado la devoción de los pueblos hacia el santo duque, existiendo en la actualidad en casi todos los lugares del antiguo ducado de Saboya numerosos testimonios del culto popular.
Uno de sus sucesores, Carlos Manuel I (1580-1630), durante su reinado mandó acuñar algunas monedas de plata con la efigie del Beato Amadeo, rodeada de la siguiente inscripción: “Bendice a tu descendencia”; el pueblo llamó a las monedas mayores de nueve florines “Beatos Amadeos”, y a las monedas más pequeñas de tres florines simplemente “beatas”, nombre que sirvió durante mucho tiempo para designar en general a todas las monedas de plata de pequeño tamaño en los países de Europa.
DOROTEO FERNÁNDEZ RUIZ. Año Cristiano, Tomo I. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.
ORACIÓN
Oh Dios, que trasladaste a tu confesor el bienaventurado Amadeo del principado terreno a la gloria celestial, concédenos te suplicamos, que por sus méritos y su imitación nos desprendamos de los bienes temporales, para no perder los eternos. Por J. C. N. S. Amén.
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