¿Qué significa esto? ¡Cuanto más adelantamos en la celebración de las festividades, menos numerosas son las reuniones! Sin embargo, no por tal motivo nos volveremos más perezosos los que asistimos. Porque, si atiendes al número, son menos los asistentes; pero si adviertes a la presteza de su ánimo no son menos: ¡quiero decir que son menos en número pero más fervorosos! Se han reducido en número para que se muestre quiénes de entre vosotros son fieles; y sepamos quiénes acuden a la festividad anual por simple costumbre y quiénes por el anhelo de escuchar la palabra divina y quiénes por oír la lectura espiritual. El domingo anterior estaba aquí presente la ciudad en pleno: ¡llenos estaban los recintos y la multitud semejaba los oleajes que vienen y van! Mas, por mi parte, prefiero vuestra quietud y me es más agradable que aquellas marejadas; estimo en más vuestra tranquilidad que aquel tumulto de las turbas.
Podíamos entonces contar el número de asistentes; ahora contamos los afectos llenos de piedad. Si quisiéramos pesar en una balanza esta reunión de pocos hombres, compuesta en su mayor parte de gente pobre, y la otra numerosísima y compuesta en su mayor parte de ricos, encontraríamos que ésta prepondera. Aun cuando, si se tiene en cuenta el número, seáis menos, si atendemos al efecto y al empeño, debéis ser estimados en más. Así se procede en las cosas que pueden pesarse. Si se toman diez estateras de oro y se les pone en un platillo de la balanza y en el otro se echan cien monedas de bronce, ciertamente las cien monedas harán bajar el fiel en su favor. Y sin embargo, las otras diez que son de oro, si se tiene en cuenta la materia, se tendrán por de más peso y más preciosas, porque preponderan a causa de la preciosidad de su materia. De manera que puede suceder que quienes son en número menos, se hayan de estimar en más que los numerosos y tenerse por más honorables.
Mas ¿para qué pongo tales ejemplos tomados de las cosas triviales, cuando lo conveniente es traer al medio la sentencia pronunciada por Dios? ¿Qué dice ésta?: Mejor es uno que hace la voluntad de Dios, que infinitos pecadores! - Con frecuencia sucede que hay que equiparar un solo hombre a muchos otros. Incluso a veces se tiene a uno solo por más honorable y de mayor precio que todo el orbe de la tierra. Tomaré el testimonio de las palabras de Pablo. Como hubiera hecho mención de los pobres, afligidos y perseguidos y adoloridos, añadió: Anduvieron errantes, cubiertos de pieles de oveja y de cabra, necesitados, atribulados, maltratados, aquellos de quienes no era digno el mundo?
¿Qué dices? ¿No era digno el mundo de unos hombres afligidos, necesitados, que no tenían ni patria? ¿No ves cómo has contrapuesto a unos pocos tan gran cantidad de otros? ¡Lo veo, responde, y precisamente por tal motivo aseguro que el mundo no era digno de ellos! ¡Conozco perfectamente la naturaleza de semejantes monedas! ¡Si pongo en la balanza por una parte la tierra, el mar, los reyes, los Prefectos, y toda la naturaleza humana, y por otra a dos o tres pobres, confiadamente aseguro que estos últimos preponderarán! ¡Eran aquéllos arrojados de su patria, pero tenían por patria la Jerusalén de allá arriba! ¡Pasaban la vida en pobreza, pero eran ricos en piedad! ¡Los odiaban los hombres, pero eran gratos a Dios!
¿Quiénes son esos hombres? ¡Elías, Eliseo y los demás de aquel tiempo! No te fijes en que ni siquiera tenían el suficiente sustento, sino en que Elías abrió el cielo con su boca e igualmente lo cerró; y en que su manto de piel de oveja hizo retroceder el río Jordán. Cuando tales cosas me vienen a la memoria, a veces me gozo y a veces me duelo. Me gozo por vosotros los que asistís a la reunión. Me duelo por los ausentes. ¡Me duelo intensamente y me resulta gravoso y se me atribula el corazón! Porque ¿quién será tan insensible que no se duela al ver que se pone mucho mayor empeño en las cosas del demonio? ¡No nos quedaría esperanza de perdón ni excusa suficiente con sólo que en tales cosas se pusiera un empeño igual! Pero cuando supera con mucho tal empeño en aquellas cosas ¿qué lugar a defensa puede quedarnos?
¡Todos los días nos solicitan los espectáculos, y nadie hay que vacile, nadie tardo en acudir, nadie que ponga como pretexto sus ocupaciones y sus negocios para no correr allá, sino todos se abalanzan como si no tuvieran negocio alguno ni cuidado, y estuvieran totalmente libres! ¡Ni el anciano reverencia sus canas, ni el joven teme el ardor de la lujuria y de su propia naturaleza, ni el rico piensa que con eso cubre de oprobio su dignidad! En cambio, si se ha de venir a la iglesia, todos se tornan tardos y perezosos, como si para venir hubiera que despojarse y descender desde una sublime honra y dignidad; y tras de venir, luego se hinchan como si hubieran hecho un favor a Dios. En cambio, cuando se apresuran al teatro en donde hay espectáculos lascivos y cantares impúdicos, no creen cubrir de vergüenza sus riquezas y sus títulos nobiliarios.
¡Quisiera yo saber en dónde se encuentran ahora los que el día pasado perturbaban nuestra reunión; porque su presencia trajo consigo un verdadero tumulto! ¡Yo quisiera saber qué hacen ahora, y si se ocupan en algo más útil que lo que nosotros traemos entre manos! ¡Más aún: no es ninguna ocupación la que los retiene por allá, sino sólo el humo e hinchazón del orgullo! Pero ¿hay algo más vano que eso? Pregunto: ¿por qué, oh hombre, sientes de ti tan alta y soberbiamente? ¿Te parece que nos haces un favor si cuando acá vienes nos prestas tu atención y escuchas lo tocante a la salvación de tu alma? Pregunto: ¿por qué motivo te glorías, o de qué cosa? ¿De la riqueza? ¿De los vestidos de seda? ¿Por qué no piensas mejor que son simplemente tejidos fabricados por gusanos e invenciones propias de gente bárbara? ¡Los usan las meretrices muelles y los violadores de sepulcros y los ladrones!
¡Advierte cuáles son las verdaderas riquezas y finalmente apéate de tu orgullo hinchado y vano! ¡Considera lo humilde de tu naturaleza! ¡Tierra eres y polvo y ceniza y pavesa y humo y sombra y heno y flor de heno! Y siendo de tal naturaleza, te pregunto ¿puedes gloriarte? Pero ¿qué cosa habrá más ridícula que ésta? ¿Es que mandas sobre muchos hombres? ¿Qué te aprovecha imperar sobre muchos hombres cuando eres esclavo de tus pasiones y te tienen aprisionado? ¡Es como si alguno en su casa fuera azotado y cubierto de golpes por sus criados, pero en saliendo a la calle y viniendo al foro se gloriara de mandar sobre muchos! Cuando te azota la codicia, cuando te cubre de heridas la lujuria, cuando eres esclavo de toda clase de pasiones ¿te glorías de imperar sobre quienes son de tu misma raza? ¡Y ojalá de verdad imperaras sobre ellos! ¡Ojalá fueras partícipe de sus mismos honores!
No digo tales cosas por acusar a los ricos, sino a quienes usan mal de sus riquezas. Las riquezas no son en sí malas, si queremos usarlas como conviene; lo malo es la soberbia y el orgullo. Si las riquezas fueran malas ninguno de nosotros anhelaría llegar al seno de Abraham; porque éste tuvo trescientos dieciocho criados domésticos. De manera que no son malas las riquezas. Lo malo es el abuso que de ellas hacemos. Del mismo modo que al hablaros hace poco acerca de la embriaguez no acusé al vino -puesto que toda criatura de Dios es buena y ninguna se ha de rechazar sino recibirlas con acciones de gracias-, así ahora igualmente, no acuso a los ricos ni me enojo contra los dineros, sino contra el mal uso del dinero que se gasta en torpezas y liviandades. Los dineros se han llamado para que usemos de ellos, y no abusen ellos de nosotros. Por igual motivo se llaman posesiones para que nosotros los poseamos y no ellos a nosotros. Entonces ¿por qué tienes como tu ¡señor al que es siervo? ¿Por qué has invertido el orden natural?
De manera que yo anhelo saber qué hacen a estas horas los que nos abandonaron y no se presentaron a esta reunión, y en qué cosas se ocupan. O juegan a los dados, o se empeñan en asuntos seculares que rebosan en tumultos. Si estuvieras acá, oh hombre, estarías en el puerto y en la tranquilidad. No te perturbaría el administrador presentándose acá, ni te molestaría el criado con los negocios del siglo. Nadie te causaría cólera. Al revés, en absoluta paz, tomarías parte en la lectura de las Sagradas Escrituras. No hay aquí llantos, no hay tumultos. Hay bendiciones, hay preces y predicación espiritual y cambio hacia el cielo. Te apartarías de este sitio llevando contigo la prenda del reino de los cielos.
Entonces ¿por qué motivo has abandonado esta opípara y rica mesa espiritual y te has ido a esa otra repleta de molestias? ¡Has abandonado el puerto! ¡Has cambiado la tranquilidad por el tumulto de las turbas! ¡Grave cosa es que no estén presentes los pobres que entonces estaban! Pero no lo es tanto como que no estén los ricos. ¿Por qué? Porque los pobres, al fin y al cabo, se encuentran impedidos por ocupaciones necesarias, por los diarios cuidados del taller, pues han de procurarse el sustento con el trabajo de sus manos. Tienen que cuidar de sus hijos y los han de educar y defender a sus esposas; y si no trabajan no pueden vivir. No lo digo para tejer una defensa en su favor, sino para demostrar que los ricos son dignos de mayor reprensión. Cuanto más gozan de seguridad, más quedarán condenados; puesto que ninguna cosa de las propias de los pobres, les impide venir.
¿Veis a los judíos que son rebeldes a Dios y resisten al Espíritu Santo y son de dura cerviz? ¡Pues los que no han acudido a la reunión son peores! Si los sacerdotes les dicen que se ha de cesar en el trabajo durante siete días o diez o veinte o treinta, no los contradicen. ¡Y eso que nada hay tan molesto como semejante inacción! Cierran sus puertas, no encienden fuego, no acarrean agua, no se les permite hacer ningún otro menester ni trabajo; sino, atados al descanso como con una cadena, en nada contradicen. Yo, en cambio, no impero tales cosas. No ordeno que te abstengas del trabajo durante siete días ni diez; únicamente que me proporciones dos horas al día, y te guardes las demás. ¡Y ni siquiera esas dos me concedes! Ni es a mí a quien las has de conceder sino a ti mismo, para que saques algún consuelo con las oraciones de los prelados, y salgas de aquí colmado de bendiciones, y en todos sentidos vayas seguro, por haberte revestido las armas espirituales y haberte vuelto invencible e inexpugnable al demonio.
Pregunto: ¿qué cosa habrá más deleitable que semejante ocupación? Aun cuando necesitaras pasar aquí diez días completos, ¿qué habría más excelente? ¿Qué más seguro? ¡Aquí en donde hay tantos hermanos, en donde está el Espíritu Santo, en donde está en medio Jesús juntamente con el Padre! ¿Qué otra reunión buscas que sea de semejante calidad? ¿Qué otro Senado? ¿Qué otra junta? ¡Llena está la mesa de tantos bienes! ¡Lo mismo están la lectura de las Sagradas Escrituras y las bendiciones y las preces y la conversación con los santos! Y tú ¿buscas otras reuniones y conversaciones? ¿De qué perdón serás tenido digno?
Todo lo anterior lo he dicho no únicamente para que lo oigáis vosotros, pues no necesitáis de semejante medicina, ya que por las obras demostráis estar sanos, ya que obedecéis y con tan gran empeño demostráis vuestro cariño a las cosas santas. He dicho tales cosas para que de vosotros las escuchen los que no están presentes. Ni les vayáis a decir que solamente me ocupé en acusar a quienes no asistieron, sino referidles íntegro mi discurso desde su principio. Traedles a la memoria a los judíos y lo de los negocios seculares. Decidles cuánto más excelente es esta reunión. Hacedles ver cuán grande empeño ponen en los negocios seculares; y cuán alta es la recompensa que espera a quienes acá se congregan. Si sólo les decís que los acusé, los moveréis a ira y les abriréis una herida en vez de procurarles la medicina.
En cambio, si les demostráis que yo no los acusé corno enemigos, sino que me dolí de ellos como amigo, y llegáis a persuadirlos de que: “Leales son las heridas de quien ama, más que los besos engañosos del que aborrece”, recibirán la acusación con mucho placer, porque se fijarán no en las palabras sino en la intención del predicador. ¡Curad en esta forma a vuestros hermanos! ¡A nosotros toca dar cuenta de vosotros los que estáis presentes; pero a vosotros darla de quienes están ausentes! Nosotros no podemos ir a conversar personalmente con ellos. Por esto conversamos con ellos por vuestro medio y mediante vuestra enseñanza. ¡Séanos vuestra caridad un como puente para llegar hasta ellos! ¡Haced que mediante vuestra lengua llegue hasta sus oídos nuestra predicación!
Suficientemente nos hemos ocupado de los que no vinieron y nada más hay que añadir. Podíamos haber dicho otras cosas. Mas para no gastar todo el tiempo en semejante acusación, de lo que no se derivaría utilidad alguna para vosotros los que estáis presentes, ¡Ea! ¡Vamos a poneros delante la mesa con un alimento nuevo y no acostumbrado! ¡Digo nuevo y no acostumbrado, teniendo en cuenta no la mesa espiritual, sino vuestros oídos!
En los días anteriores explicamos las palabras del apóstol y del Evangelio, al hablar de Judas, y también explicamos lo referente a los profetas. Ahora vamos a hablaros de los Hechos de los Apóstoles. Y es el motivo por el que llamé insólito y desacostumbrado este alimento. Es decir: es acostumbrado en cuanto que pertenece a las Sagradas Escrituras; pero es desacostumbrado porque vuestros oídos no están acostumbrados a esta narración. Por cierto, hay muchos que ni siquiera saben si existe el libro de los Hechos. Otros muchos lo han despreciado por creerlo demasiado claro y sencillo. De manera que para unos el conocerlo y para otros el ignorarlo, les resulta motivo de desidia. Vale la pena corregir la negligencia de unos y otros, a fin de que quienes ya lo conocen y creen claramente entenderlo y lo mismo los que no lo conocen, vean que hay en él sentencias oscuras y profundísimas.
Ante todo es necesario que sepamos quién escribió el libro, porque es el mejor orden en la investigación: conocer si su autor es algún hombre o es Dios. Si es un hombre, para rechazarlo, puesto que dice el Señor: “A nadie llaméis maestro sobre la tierra”; y si es Dios, para que lo recibamos y acatemos. En este último caso, el libro es del cielo y escuela nuestra. ¡Tan alta es la dignidad de la presente reunión que no aprendemos nada de los hombres, sino de Dios mediante los hombres! Tenemos que investigar quién escribió el libro, cuándo lo esescribió, de qué escribió y por qué motivo se ha ordenado que se lea en la presente festividad. Porque probablemente en todo el año no habéis oído que se lea. Saber también esto, es de provecho. Finalmente habernos de inquirir la causa de que lleve semejante título: Hechos de los Apóstoles.
En verdad no deben pasarse a la ligera los títulos, y entrarse desde luego por el principio del libro, sino que hay que considerar antes que nada el nombre. Así como acá en nosotros, nos resulta más claro el conocimiento del cuerpo precisamente por la cabeza, de manera que la cara que está en la parte superior nos da más clara noticia, así el título puesto en la parte superior y como en la frente del libro, hace que el resto del escrito nos sea mejor conocido. ¿No advertís lo mismo aun en las imágenes? Encima está puesta la imagen que lleva el nombre del rey, y luego en el pedestal del monumento se encuentran inscritas sus hazañas y sus empresas preclaras.
Lo mismo puede observarse en las Sagradas Escrituras. En la parte superior se encuentra dibujada la imagen del Rey, más abajo están escritas sus victorias, trofeos y hechos preclaros. Lo mismo procedemos al recibir una carta. No la abrimos al punto ni nos entregamos enseguida a la lectura de su contenido; sino que primero recorremos la inscripción que lleva en el exterior, y por ésta sabemos quién nos ha escrito y a quién viene dirigida la carta. Pues entonces ¿no será cosa absurda que tanto empeño pongamos en los asuntos seculares y que no nos impacientemos ni perturbemos, sino que vayamos haciendo ordenadamente cada cosa, y en cambio acá en los negocios espirituales nos impacientemos y al punto nos lancemos a los comienzos del escrito?
¿Queréis saber cuánta sea la fuerza del título y cuánto su poder y el tesoro inmenso que se encuentra depositado en los títulos de la Escritura? ¡Atended y escuchad, a fin de que no despreciéis los encabezados de los Sagrados Libros! En cierta ocasión Pablo entró en Atenas. La narración del hecho se contiene en este libro. Encontró en la ciudad no un libro sagrado sino un altar consagrado a los ídolos. Y en el altar halló una inscripción que decía “AL DIOS DESCONOCIDO”. Pues bien: ¡no la pasó de largo, sino que por medio de la inscripción echó abajo el altar!
El bienaventurado Pablo que estaba lleno de la gracia del Espíritu Santo no pasó de largo la inscripción de un altar ¿y tú pasas de largo los títulos de los Libros Sagrados? ¡No descuidó lo que los atenienses -que eran idólatras- habían escrito! ¿Y tú no crees necesario lo que escribió el Espíritu Santo? ¿Qué perdón mereces?
Pero veamos ya cuán grande virtud poseía la inscripción. Y cuando hayas entendido cuán grande fuerza proporcionó a Pablo aquella inscripción verás que lo mismo pueden hacer, y con mayor eficacia, los títulos de la Sagrada Escritura. Entró Pablo en la ciudad, encontró el altar con la dicha inscripción: Al Dios desconocido. Y ¿qué hizo? ¡Todos eran gentiles, todos impíos! ¿Qué convenía hacer? ¿Hablarles del Evangelio? ¡Se habrían burlado! ¿De los libros de los profetas y los mandatos de la Ley? ¡No le habrían creído! Entonces ¿qué hizo? ¡Recurrió al altar y derribó y sujetó a sus enemigos con sus mismas armas!
Fue lo que él mismo había ya dicho: “Me hago todo a todos. Con los judíos como judío, con los que están fuera de la Ley, como si yo estuviera fuera de la Ley”. Vio el altar, vio la inscripción, se levantó en el Espíritu Santo. ¡Porque tal es la gracia del Espíritu Santo! ¡Hace que quienes la han recibido, de todo saquen ganancia! ¡De tal calidad son nuestras armas espirituales! Porque dice: “Doblegando todo pensamiento a la obediencia de Cristo” Vio el altar y no tuvo temor. Atrajo hacia sí al altar; o por mejor decir, haciendo caso omiso de la escritura material, le cambió el sentido. Cuando en una guerra un General observa a un soldado valeroso que combate en el ejército enemigo, va y lo toma por los cabellos y lo arrastra a su campamento y lo obliga a pelear en su favor; pues del mismo modo Pablo, como se encontrara con la inscripción en el altar, la pasó a su propio ejército como si hubiera topado con un milite enemigo, y la puso a combatir a su lado contra los mismos atenienses, a fin de que no fuera a herir a Pablo juntamente con los atenienses. Porque tal inscripción era la espada de los atenienses y cuchillo de los enemigos; pero precisamente este cuchillo fue el que cortó la cabeza de los enemigos. No habría sido Pablo tan admirable si con sus armas los hubiera vencido, pues razonablemente hubiera sucedido tal cosa. Lo verdaderamente nuevo e insólito sucede cuando echamos sobre los enemigos sus propias armas como una máquina de guerra3 y les causa una herida mortal la espada que contra nosotros blandían.
¡Tal es la virtud del Espíritu Santo! Así procedió en otro tiempo David. Salió al combate sin armas, para que se manifestara la gracia de Dios. Como si dijera: ¡nada humano hay en esto, porque Dios lucha en nuestro favor! De manera que salió sin armas y derribó la torre del filisteo. Y luego como no tuviera espada, corrió y arrebató la de Goliat y con ésta cortó la cabeza del bárbaro. Igualmente procedió Pablo mediante la inscripción. Os voy a explicar la fuerza de la inscripción para que quede más en claro su fuerza y el modo como Pablo obtiene la victoria.
Entró, pues, Pablo en Atenas y encontró un altar en donde había una inscripción que decía: al Dios desconocido. Pero ¿quién era ese Dios desconocido, sino Cristo? ¿Observas cómo liberó la inscripción de la cautividad del diablo en que estaba, mas no para hacer daño con ella a quienes la habían grabado, sino para salvarlos y en provecho de ellos? Preguntará alguno: ¿acaso los atenienses habían escrito aquello en referencia a Cristo? ¡Si la hubieran escrito en referencia a Cristo, la cosa no habría sido tan admirable! ¡Lo admirable es que habiendo ellos escrito una cosa, Pablo la haya podido cambiar en otra!
Vale la pena explicar primero por qué los atenienses escribieron ahí: al Dios desconocido. ¿Por qué lo escribieron? Tenían abundancia de dioses o por mejor decir de demonios, puesto que: “Todos los dioses de los gentiles son demonios”. Los tenían patrios y extranjeros. ¿Observáis qué cosa tan de burla? ¡Si es Dios no es extranjero, puesto que es el Señor de todo el orbe! ¡Bien! Tenían algunos dioses recibidos de sus padres y otros recibidos de las naciones vecinas, por ejemplo de los escitas, tracios y egipcios. Si vosotros estuvierais versados en la erudición profana, os referiría todas sus historias.
Pues bien: como no los habían recibido todos desde los principios, sino que poco a poco se les habían ido introduciendo, unos en tiempos de sus padres y otros en su mismo tiempo, se reunieron y dijeron: “Así como desconocíamos estos segundos dioses, puesto que hasta más tarde los recibimos y conocimos, puede suceder que exista algún otro que sea de verdad dios y que nosotros desconocemos; y que sin darnos cuenta lo descuidemos y no le demos culto”. ¿Qué fue, pues, lo que hicieron? Levantaron un altar y le pusieron la inscripción: al Dios desconocido, para significar con esto que si acaso existía algún otro dios que aún no se les manifestara, también a éste le daban culto.
¿Observas la superstición excesiva? Pues por tal motivo Pablo les dijo al principio: “¡Os veo en todo como más religiosos!, puesto que dais culto no sólo a los dioses conocidos sino también a los que aún no conocéis”. Los atenienses habían escrito: al dios desconocido, pero Pablo les dio la interpretación. Porque ellos se referían a otros dioses, pero Pablo lo pasó a Cristo y así atrajo a su obediencia el sentido de la inscripción y la hizo colocarse bajo las órdenes de su propio ejército: “Al que dais culto sin conocerlo a ese os anuncio yo”, les dice. Porque no hay otro Dios desconocido sino Cristo. Mira su prudencia espiritual. Enseguida le iban a oponer que: “Nuevos dogmas pones en nuestros oídos, en nuevas cosas te empeñas, nos traes un dios que nosotros no hemos conocido”. Pues para quitarles semejante novedad y manifestarles que no predicaba ningún Dios nuevo, sino al mismo que ya de antemano habían determinado dar culto, añadió y dijo: “¡Al que sin saberlo adoráis vosotros a ese yo os lo anuncio!”.
Como si les dijera: “vosotros os habéis adelantado: vuestro culto se ha adelantado a mi predicación. No me opongáis que vengo a traeros un Dios nuevo. Yo no hago sino anunciaros al mismo a quien vosotros, sin saberlo, ya adoráis. Porque a Cristo no se le ha de erigir un altar como el vuestro, sino otro vivo y espiritual. Sin embargo, por medio de este altar puedo yo conduciros al otro. De modo semejante, anteriormente los judíos daban culto a Dios; pero después se apartaron de aquel culto material y fueron conducidos al otro espiritual cuantos creyeron”.
¿Ves la sabiduría de Pablo y su prudencia? ¿Ves en qué forma los venció, no usando de las sentencias de los profetas ni del Evangelio, sino de la inscripción? ¡No quieras, pues, carísimo, pasar de largo los encabezados de las Sagradas Escrituras! Si estás atento y vigilas, sacarás utilidad aun de lo que otros escribieron; pero si eres negligente y perezoso, ni aun de las Sagradas Escrituras te aprovecharás. Quien sabe lucrar, de todo saca ganancia; pero el que no sabe, aunque encuentre un tesoro se queda sin nada.
¿Quieres que te ponga delante otro argumento de cómo uno dijo un dicho en cierto sentido, pero luego el Evangelista trajo y aplicó la fuerza de lo dicho a su propia intención? Atended para que veáis cómo también el Evangelista trajo a los entendimientos cautivos a obedecer a Cristo! Y para que, advirtáis cómo, si podemos traer los dichos ajenos cautivos, mucho más podremos nosotros sacar provecho si negociamos con los propios. “Era Pontífice aquel año Caifás”. Porque esto fue propio de la perversidad de los judíos: manchar de tal manera la dignidad sacerdotal que el pontificado fuera venal. Anteriormente no sucedía así, sino que el Pontificado sólo se terminaba con la muerte del Pontífice. Pero en ese tiempo, aun viviendo lo despojaban de semejante honor.
Siendo, pues, Caifás Pontífice de aquel año, armó a los judíos contra Cristo y les decía ser conveniente que muriera. No por tener algo de que acusarlo, sino porque él se moría de envidia. ¡Tal es la condición de los envidiosos! ¡Tal el pago que suelen dar a los beneficios que se les hacen! Por tal motivo, declarando la causa de las asechanzas que le tendían a Cristo, dijo Caifás: “Conviene que muera un solo hombre y no que perezca toda la nación”. Pero mira la forma en que la fuerza de este parecer vino a favorecernos y se pasó a nuestro partido. Comprenderás cómo la sentencia ciertamente fue pronunciada por el sacerdote, pero su sentido pudo luego convertirse en espiritual. Conviene que muera un solo hombre y no que perezca toda la nación. Pero el Evangelista añade: “Esto no lo decía por sí mismo, sino que, como fuera Pontífice de ese año, profetizó que convenía morir Cristo no únicamente por los judíos, sino por todas las gentes. Por eso dijo: Conviene que muera un solo hombre y no que perezca todo el pueblo”. ¿Ves el poder de Dios y cómo obliga a las lenguas de los enemigos a hablar en favor de la verdad?
Con lo dicho es suficiente -si es que lo recordáis- para que no pasemos de largo los títulos de la Sagrada Escritura. Ahora quisiera yo explicaros quién es el autor del libro, y cuándo lo escribió, y por qué motivo. Pero por de pronto, guardemos en la memoria lo dicho. Lo demás, si Dios quiere, os lo pagaremos mañana. Porque tengo determinado lo que resta de la predicación de hoy aplicarlo a los recién iluminados. Y llamo recién iluminados no a quienes hace dos o tres días o hace diez han sido iluminados, sino a quienes lo han sido hace un año y más tiempo aún. Porque también a éstos es necesario llamarlos así. Aunque pongamos sumo empeño en el cultivo de nuestra alma, todavía podemos ser recientemente iluminados, si conservamos la juventud que el bautismo nos confirió. No es el tiempo lo que constituye al recién iluminado, sino la vida limpia de pecado. Puede suceder incluso que apenas pasados dos días pierdan la dignidad de semejante apelación los que no se guarden de pecado.
Voy a poneros un ejemplo de alguien que recientemente iluminado perdió en dos días la gracia y el honor de recién iluminado. Y traigo el ejemplo a fin de que viendo a éste caído pongáis en seguridad vuestra salvación. Es necesario que se os corrija y se os vuelva a la salud no sólo con los ejemplos de quienes se mantuvieron en pie, sino también de los que cayeron vencidos. Simón Mago, dice la Escritura, se había convertido; y una vez bautizado no se apartaba de Felipe, lleno de admiración por sus milagros. Pero al cabo de unos pocos días, se tornó a su antigua perversidad y quería alcanzar con dineros su salvación. Pues bien: ¿qué le dijo Pedro a este recién iluminado?: “Veo que estás lleno de maldad y envuelto en lazos de iniquidad. Por tal motivo ruega al Señor que te sea perdonada semejante iniquidad”. Aún no había entrado a la palestra y ya había sucumbido con una caída no digna de perdón.
De manera que así como tras de dos días podemos caer y perder la apelación y gracia de recién iluminados, así podemos conservar este nombre venerando y esta realidad preciosa de la iluminación durante diez y veinte años y hasta el fin de la vida. Lo testifica Pablo, el apóstol, quien precisamente resplandeció sobre todo en su ancianidad. Puesto que no es esta juventud de la iluminación propia de la naturaleza, sino que está en nuestra potestad el ser ancianos o permanecer jóvenes. En lo corporal, aun cuando se ponga todo empeño, aunque no se deje piedra por mover, aunque nunca se aflija al cuerpo, aunque lo guarde alguno en su casa, aunque no lo quebrante con perpetuos trabajos y fatigas, a pesar de todo, por ley natural, envejecerá. Mas cuanto al alma no sucede lo mismo.
Si tú no la arruinas, si no la atormentas con cuidados seculares y mundanas solicitudes, retendrá perpetuamente su juventud y la conservará intacta. ¿No ves las estrellas fijas en el firmamento? ¡Hace ya seis mil años que mandan su luz, y ninguna se ha oscurecido en lo más mínimo! Si pues en las cosas naturales la luz ha permanecido así tan joven y viva, ¿en las de la voluntad no podrá permanecer igual a sí misma y tal como al principio brillaba? Más aún: ¡si queremos, no sólo permaneceremos iguales, sino que nuestra luz se tornará más espléndida, hasta el punto de emular a los rayos mismos del sol!
¿Quieres ver en qué forma podemos durante largo tiempo ser recientemente iluminados? ¡Oye con qué palabras habla Pablo a quienes habían sido iluminados mucho tiempo antes: “Entre los cuales aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida, para gloria mía”! Os habéis despojado de la antigua vestidura ya desgarrada; se os ha ungido con el óleo espiritual; habéis sido liberados todos: ¡que nadie se torne a la primitiva esclavitud! Todo esto es como una guerra y certamen. En un certamen no toma parte ningún esclavo, ningún siervo. Si se descubre que es esclavo se le castiga y excluye del catálogo del ejército. Ni es semejante costumbre exclusiva de nuestra milicia, sino común con los certámenes olímpicos. Una vez que los atletas han pasado en la ciudad treinta días, se les lleva en torno por los suburbios, y estando presente la multitud el pregonero clama: “¿Hay alguien que acuse a este hombre?” De manera que removida toda sospecha acerca de su condición servil, finalmente es admitido a la palestra.
Pues si el demonio para sus certámenes no admite a los esclavos ¿cómo tú, hecho esclavo del pecado, te atreves a entrar en el certamen de Cristo? ¡Allá clama el pregonero: “¿Hay alguien que acuse?”! Acá en cambio, no clama así Cristo, sino que, aun cuando todos acusen al reo antes del bautismo, El dice: “¡Yo lo recibiré en mi servicio y lo libraré de la esclavitud; y una vez liberado lo presentaré en la palestra!” ¿Observas la benignidad del que preside los certámenes? ¡No investiga la vida precedente! ¡Sólo exige cuentas de lo que luego va a seguirse! Cuando eras esclavo tenías infinitos acusadores: la conciencia, los pecados, todos los demonios. Cristo dice: “ninguno de tus acusadores me ha irritado en contra tuya, de manera que yo no te he juzgado indigno de mis certámenes; sino que te he admitido a la lucha, no por tu dignidad, sino por mi benignidad. ¡Permanece en el estadio y combate ya sea en la carrera, ya en el pugilato o en el pancracio; y no pelees escondido ni en vano y sin objetivo!”.
¡Oye lo que hizo Pablo! En cuanto salió del bautismo comenzó al punto a combatir y a predicar afirmando que este es el hijo de Dios; y ya desde el día primero confundía y refutaba a los judíos. ¿No puedes tú predicar, ni tienes la ciencia del Evangelio? ¡Pues enseña mediante tus obras y conversaciones, y con el brillo de tus procederes! Porque dice Cristo: “Así luzca vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.
¿No puedes confundir con tu palabra a los judíos? ¡Confúndelos con tu modo de vivir! ¡Haz que los gentiles se conmuevan e inclinen a creer mediante tu cambio de vida! Si ven al que era lascivo, perverso, desidioso, corrompido, cambiar de pronto; y que una vez que ha cambiado por la gracia, también muestra su cambio en el modo de vivir, ¿no quedarán confundidos y dirán lo que del ciego decían los judíos: “¡Es él! ¡No es él! ¡De verdad es el mismo!” ¡Semejantes palabras son propias de hombres que han quedado confundidos! ¡Dudar de un hombre que les es conocido, discutirlo, no creer a su propia conciencia ni a sus propios ojos, significa estar confundidos!
Aquel ciego echó de sí la ceguedad corporal, tú echa la espiritual. El miró hacia el sol sensible, tú mira al Sol de justicia. Ya conociste al Señor. ¡Procede en forma digna de tal conocimiento, para que logres conseguir el reino de los cielos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea al Padre la gloria, el honor y el imperio juntamente con el Santo y vivificante Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre el principio de los Hechos de los Apóstoles. En Homilías de San Juan Crisóstomo (Traducción del P. Rafael Ramírez Torres SJ), Tomo I. Editorial TRADICIÓN S.A. México D. F., Agosto de 1976.
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