La España ha sido en todos tiempos un campo fértil en grandes Santos, y la sangre de los muchos gloriosos Mártires con que fue regada desde los primeros siglos de la Iglesia, ha aumentado considerablemente su número. Entre
tantos héroes cristianos que regaron el jardín de la Iglesia con su
sangre, se vió un prodigioso número de tiernas vírgenes que,
elevándose sobre la delicadeza de su edad y sexo, insultaron la fiereza
de los más crueles tiranos, siendo unos milagros de la gracias. Una de
éstas fué santa Leocadia, natural de la ciudad de Toledo y de las más
nobles y antiguas familias del país. Nació a fines del siglo tercero, y
sus padres la educaron según los principios de la religión cristiana.
Prevenida con las dulces impresiones de la gracia, su virtud se había
anticipado a la edad de la razón, y desde sus más tiernos años manifestó
un juicio superior. Su principal diversión era la oración; no conoció
más galas que las de la virtud, y su mayor atractivo era el retiro.
Vivía
en su casa Leocadia como verdadera religiosa, y hallándose en la más
alta reputación de prudencia y de virtud, fué cuando Daciano vino a
Toledo con título de gobernador de España terraconense, por los
emperadores Diocleciano y Maximiano. Nunca hubo tirano más cruel, más
bárbaro, ni más enemigo de la fe católica entonces.
Luego
que entró a Toledo hizo publicar los edictos de los emperadores y
prohibió con pena de la vida adorar a otro Dios que a los suyos. Mandó
hacer una exacta pesquisa de todos los cristianos y que se le diese una
lista de ellos. Como Leocadia era conocida hasta de los paganos, fue
puesta la primera en cabeza de esta lista.
Desde
luego advirtió Daciano que si podía pervertirla, sería ésta su mayor
conquista, y mandó que compareciese en su tribunal. Apenas oyó Leocadia
el nombre del gobernador, se preparó para el martirio; renovó el voto de
su virginidad, y con fervor ofreció a Dios su vida. Animada del valor
que sólo Dios puede inspirar, se presentó a Daciano, el cual quedó
prendado de su hermosura y modestia: se levantó para hacerle este honor,
y le dijo en tono dulce y afable:
“Estoy informado de la nobleza de tu nacimiento del mérito de tus abuelos y de las bellas cualidades de tu persona. Yo veo que, aunque el retrato que me han hecho de ti sea brillante, es inferior aún a tu propio mérito. Daré parte a los emperadores del tesoro que está oculto en Toledo. No dudes que irás en breve a la corte y que hallarás un partido digno de tu nacimiento: No he querido dar crédito a una calumnia que me han dicho, porque tienes bastante entendimiento y prudencia para seguir una secta tan despreciada de todos y que está prohibida en todo el imperio romano”.
Oyó
la santa este discurso con los ojos bajos, sin la menor alteración, y
le respondió con tono firme sin faltar jamás a su modestia:
“Muy reconocida estoy, señor, al concepto que habéis formado de mí y a la honra que hacéis a mi familia; pero permitidme, señor, que os diga que me causa gran dolor la prevención que tenéis contra los cristianos y el desprecio que hacéis de la religión cristiana. Sólo puede no estimarla el que no la conoce; pero basta ser racional para persuadirse que esta religión es sólo la verdadera; los dioses que llaman del imperio son unos dioses fabulosos: sola la religión cristiana nos hace conocer al verdadero Dios, y nos enseña que la verdadera nobleza no se halla sino en el que le sirve; jamás reconoceré a otro Dios que a éste, y pondré toda mi gloria en ser cristiana”.
Pareció
que toda la asamblea aplaudió éstas razones, y al mismo Daciano le dió
golpe una intrepidez tan bien fundada; pero haciéndose cargo que era
cosa vergonzosa ceder a las razones de una doncella cristiana, toda su
admiración se trocó en furor, y mirando a la santa con ojos terribles,
le dijo: “anda, vil esclava, indigna de la familia de que has nacido”.
Luego, volviéndose a los verdugos, les dijo: “Supuesto que esa
mujerzuela profesa la lay de un galileo que murió en una cruz, tratadla
como a una esclava y moledla a palos”. La orden se ejecutó con crueldad.
No quería el tirano que muriera en este suplicio, y mandó luego
encerrarla en un obscuro calabozo, a fin de reservarla para mayores
tormentos.
Viendo
la santa que lloraban los cristianos por verla en un estado tan
lastimoso, les dijo: “Bien podéis tenerme envidia y dar gracias a Dios
por el favor que me hace de que padezca por mi divino Esposo
Jesucristo”. Alababa a Dios la santa en el calabozo noche y día, y
prefería su prisión a los palacios más magníficos del mundo. Supo los
horribles tormentos que había padecido en Mérida santa Eulalia, noticia
que la enterneció mucho, y la horrible persecución que se encendía
contra los siervos de Jesucristo. Suplicó entonces al Señor que la
sacase de una tierra tan feliz, en la que su divino nombre iba a estar
en execración, y besando una cruz que había grabado con una piedra en su
dedo, expiró luego. Esta preciosa muerte sucedió el día 9 de diciembre
del año 303. Los paganos arrojaron el cuerpo al campo; pero los
cristianos lo enterraron en un sitio muy cercano, donde se edificó una
magnífica iglesia en su nombre. En ella sucedió aquél milagro referido
por los doctores antiguos.
Estando
en oración San Ildefonso, arzobispo de Toledo, en el sepulcro de esta
santa, en presencia del rey Recesvinto y de toda su corte, se levantó la
lápida del sepulcro, de donde salió santa Leocadia cubierta con un gran
velo, y le dijo al santo arzobispo: “Eres dichoso Ildefonso, en tener
una devoción tan tierna a María Santísima; y por haber defendido con
tanto valor su gloria y prerrogativas insignes contra sus enemigos, te
aseguro que todo lo debes esperar de su poder y bondad”. Durante esta
milagrosa aparición, tomó San Ildefonso un pedazo de velo de la santa,
el que cortó con el cuchillo que el rey llevaba; esta preciosa reliquia
permanece actualmente en el sagrario de la santa iglesia de Toledo. Hay
en ésta ciudad tres iglesias con el nombre de la santa: una en el sitio
donde nació, otra donde estuvo presa, y la tercera donde fue enterrada.
En una de las iglesias de Santa Leocadia se han celebrado la mayor parte
de los concilios de Toledo, lo que prueba la gran veneración que
siempre se ha tenido a ésta gran santa.
Dr. JUAN JULIÁN CAPARROS. Año Cristiano (Diciembre). Imprenta de Benito Cano, Madrid, 1791.
ORACIÓN
Te
suplicamos, Señor, nos ayuden las oraciones y méritos de tu virgen y
mártir Santa Leocadia, para que, quien por la confesión de tu Nombre
afrontó prisiones y muerte, por su patrocinio nos defienda de la cárcel
eterna. Por J. C. N. S. Amén.
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