El 1 de Febrero, las religiosas Ana María Vaillot y Odilia Baumgarten fueron fusiladas en odio a la fe católica por la misma República que predicaba «Libertad, Igualdad y Fraternidad» en la plaza de Avrillé.
Ana María nació el 13 de mayo de 1736 en Fontenebleau y fue bautizada el mismo día por un Sacerdote de la Misión, el P. Francisco Brunet. Su padre, murió a los pocos meses de su nacimiento. Ana María conoció desde muy joven el sufrimiento. A los 27 años empezó el postulantado con las Hijas de la Caridad y el 25 de septiembre de 1761 ingresó en el Seminario en París. Estuvo destinada a Saint-Louis-en-I´Ile, en Fontenay-le-Comte, en Vandreé, en Longué y en Saint-Pierre Montlimart. Se desconoce la fecha en que llegó a Angers, destinada al Hospital San Juan. En el momento del arresto era responsable de la despensa del Hospital San Juan de Angers.
Odilia nació el 19 de noviembre de 1750 en Gondescange, Lorena, Francia. Fue bautizada al día siguiente. Le habían precedido en su hogar dos hermanas y un hermano; pero los tres fallecieron apenas de un año. Odile fue una gran alegría para su familia. A los 24 años dejó el molino familiar por el postulantado que hizo en Metz. Entró en el seminario de las Hijas de la Caridad el 4 de agosto de 1775. Destinada a Brest en 1776, partió para Angers a comienzos del año siguiente. Pronto le confiaron la responsabilidad de la farmacia del Hospital San Juan.
El hospital de Angers fue fundado en 1153 por Enrique II, Conde de Anjou y Rey de Inglaterra, en reparación del asesinato de Santa Tomás Becket. A finales de Noviembre de 1639, Santa Luisa de Marillac llega con 3 Hermanas y el 6 de diciembre de 1639 se establecen en él; así se culminó la evolución de la Cofradía de la Caridad de las jóvenes, en la Compañía de las Hijas de la Caridad. El Hospital de San Juan Evangelista de Angers fue el primero del que se harían cargo las Hijas de la Caridad como hospitalarias y la primera obra importante lejos de París y de los superiores.
Lo más significativo era el hecho de que por primera vez se actuaba con independencia de las Damas de la Caridad y representaba el gran reto a la nueva Compañía. Ahí se comprobarra su capacidad, su efectividad y su futuro.
Proclamada en 1792 la República en Francia se decreta la supresión de todas las corporaciones eclesiásticas. Maximiliano Robespierre se fue apoderando gradualmente del poder hasta llegar a ejercer una verdadera dictadura. Todos los conventos fueron suprimidos y la Iglesia pasó a depender del Estado. Se crearon Comités y Tribunales que de forma arbitraria juzgaron e hicieron caer miles de cabezas, no sólo de aristócratas o privilegiados del antiguo régimen, sino de todos aquéllos que, según el partido, representasen algún peligro para sus intereses.
El 2 de septiembre, la Sociedad popular del Oeste se alborota al saber que las Hermanas siguen tranquilas en el Hospital. Se envia a la municipalidad una petición para que, lo más pronto posible, se hiciera prestar juramento a las Hermanas y se las despojase del hábito. Ante la negativa de las Hermanas y para que sirviesen de escarmiento para las demás, el 19 de enero de 1794 fueron arrestadas Sor Odilia y Sor María Ana. Ocho días más tarde comparecen ante el juez acusadas de «fanáticas y rebeldes a las leyes del país«. Las actas de sus interrogatorios van marcadas con una cruz y una «P» que significaba que debian morir fusiladas, como los pobres, pues la guillotina era para la gente acomodada.
Amaneció el sábado 1 de febrero de 1794, y el comisario de la prisión se presenta con una larga lista en la mano y comienza a llamar a las víctimas. Nuestras Hermanas, junto al resto de prisioneros, 398 personas en total, en su mayoría mujeres, son atadas de dos en dos a una cuerda central. El largo convoy de condenados, custodiado por gendarmes y encabezado por harapientos, borrachos, y banda de músicos, avanza hacia el campo donde serán ejecutados. Recorren los tres kilómetros del trayecto que separa la prisión del campo donde van a ser fusilados, cantando cánticos y salmos.
Las Hermanas, que iban al final de la cadena, se adelantaron. Al verlas, un grito se dejó oír: ¡Gracia para las Hermanas! Fue tan irresistible el movimiento levantado, que el comandante cedió a él. Espontáneamente se adelantó hacia las Hermanas y les dijó: «Ciudadanas: tenéis tiempo todavía de escapar a la muerte… Volved a vuestras casas. No hagáis el juramento, puesto que os contraría, yo tomo sobre mí la responsabilidad de decir que lo habéis prestado y os doy mi palabra de que no os sucederá nada malo ni a vuestras compañeras que están presas». – «Gracias, – respondió Sor María Ana- por su generoso ofrecimiento. Nuestra conciencia no nos permite prestar el juramento. Y tampoco queremos pasar por haberlo hecho».
El oficial guardó silencio y, a continuación, con un gesto de impotencia desesperada, levantó el sable dando la señal para que empezaran los fusilamientos.
En el momento en que iban a cubrirles la cara, dijeron: «No, no, no ocultaremos nuestras caras; ¿acaso es una vergüenza morir por Jesucristo? Al contrario, que nos vea toda la ciudad».
Sor María Ana no cayó a la primera descarga, únicamente se rompió el brazo. Pudo entonces sostener a Sor Odilia, inanimada y sangrando, mientras llegaba su hora. Con su muerte ellas expresaron cómo era su vida. Lo atestiguado con su sangre lo venían atestiguando con su fe y su acción. Al morir proclaman a quién habían servido durante la vida. Junto con ellas mueren muchas otras mujeres, casadas, solteras y viudas, vinculadas de una u otra manera a las Vicentinas, 45 de ellas beatificadas junto con Sor María Ana y Sor Odilia. El grupo comprende edades muy dispares, desde los 65 años de la viuda Simona Chauvigné vda. de Charbonneau, hasta los 23 años de la joven laica María Leroy; muchas de ellas son familiares de sangre entre sí como las hermanas Magdalena y Juana María Sailland D’Epinatz. Hay restos de familias enteras, cuyos hombres habían muerto en el alzamiento contra la Revolución
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