domingo, 7 de marzo de 2021

BREVE REGLA PARA QUIEN COMIENZA EN LA VIDA ESPIRITUAL

El que desea agradar a Dios y aprovechar algo en la vida espiritual, y al fin llegar a la perfección, lo primero, ha de abominar todas las herejías y cismas, allegándose firmemente a la Iglesia Católica, y sujetándose humildemente a ella. Porque todos los que se apartan de la Iglesia, aunque en lo exterior vivan muy bien, están apartados de Dios y de la compañía de los santos.
   
Teniendo pues el fundamento de la Fe, edifiquen luego sobre él una vida santa y buena.
    
Sirva a Dios, y reverencie y pida favor a la Virgen María Madre de Dios, y a los ciudadanos del cielo, no con descuido o por alguna costumbre seca, sino con diligencia y devoción.

Contemple con ánimo agradecido la vida de Cristo, en especial su santísima pasión.
   
Procure con todas sus fuerzas imitar la humildad, obediencia, mansedumbre, paciencia, resignación, modestia, benignidad y caridad de su maestro y Señor.
     
Déjese y niegue a sí mismo en todos sus deseos e inclinaciones malas por amor de Dios.
    
Persiga y mortifique de continuo en sí varonilmente y desarraigue de todo punto su propio amor y propia voluntad, y échela toda en la de Dios: de suerte que todo lo que Dios quisiere lo quiera también él: y reciba con gusto todo lo que Dios permitiere que le venga como cosa muy importante, ora le sea dulce, ora amargo.
    
Desnúdese totalmente, y despójese de todo propio gusto y elección.
  
Aún en los buenos deseos se resigne en Dios, pidiéndole que se haga en el su voluntad, y no la suya propia.
    
No ponga desordenamente su afición en alguna criatura mortal. Despida y renuncie todos los regalos sensuales y deleites de la carne.
    
Esté de veras muerto al mundo, y no quiera ni desee ver alguna cosa ni oírla, como si fuese ciego o sordo, más de lo que fuere necesario ver u oír.
    
Cuando da al cuerpo el sustento ordinario, tenga gran cuenta con no cargar el vientre o el espíritu con demasiada comida o bebida.
    
Coma y beba con modestia y templanza, y no ande con esas cosas buscando deleite; y si lo siente, no vaya asido a él, ni le dé allá dentro lugar.
     
Todos los bocados que come, si no está impedido, mójelos con el espíritu en la Preciosísima Sangre de Cristo y saque la bebida de sus sabrosas llagas.
    
Quiera más los manjares comunes y simples que los costosos y exquisitos: porque a Cristo le dieron a beber hiel y vinagre.
    
Empero acuérdese que pierde la virtud de la abstinencia el que con apetito desordenado come, aunque sea manjares vilísimos; y no la pierde el que sin semejante apetito come manjares delicados.
    
Y así, aquel cuya sensualidad se deleita más con fruta y agua que con perdices y vino, si por amor de Dios se abstiene de la fruta y agua (gustando poco, o nada de ello) merece más que si se abstuviese de vino y perdices.
    
Pelee pues con grande ánimo contra la sensualidad el que ama de veras la vida espiritual y la perfección, negándole con prudencia lo que ella apetece desordenamente. Mas no destruya la naturaleza y su cuerpo con alguna abstinencia intolerable, ni con algún demasiado rigor de vida, siguiendo su juicio.
   
En todas las cosas guarde medida y santa discreción, y sujétese a los buenos consejos.
    
No busque cosas superfluas, mas conténtese con poco: no busque vanidad ni curiosidad en los vestidos ni en otra cosa ninguna.
    
No le salga de la boca palabra que lastime ni que sea deshonesta o de murmuración, ni consienta que otra la diga: sino procure con discreción atajar semejantes pláticas.
    
Aborrezca mucho la mentira.
    
Huya el ser arrogante y lisonjero.
    
No sea áspero ni mordaz en sus palabras, sino dulce y apacible, mas no procure dar gusto a los hombres con palabras afectadas.
   
Asimismo huya las palabras vanas, impertinentes, añadidas y ociosas.
    
De buena gana calle cuando está en su mano callar, salvo sino corre peligro la caridad o la obediencia: pero no sea en su silencio grave o desabrido, ni sea enfadoso a los demás: y cuando hubiere de hablar si es posible, diga pocas palabras, y estas con mucho recato.
    
Antes que hable pidiendo a Dios favor, determine en su corazón de no hablar más de lo que importa.
     
No sea fácil en contradecir a nadie porfiadamente, ni sea temeroso en sus palabras: mas en diciendo la verdad una o dos veces, si no le oyen, deje que los demás sientan como quisieren y calle como que no sabe, si no es que de su silencio nazca algún peligro de alma.
    
Cuando afirmare alguna cosa, tenga costumbre de hablar debajo de duda, como si dijese: Si no me engaño es así, o pienso que es así, etc.
    
No se deleite demasiado con la compañía, sino ame la soledad y ocúpese en Dios y en las cosas divinas, conforme a la gracia que Dios le diere: más entre los hombres sea tratable y afable.
    
Estime en mucho el tiempo, aunque sea muy poco, y no piense que le emplea mal y sin provecho cuando no hace cosa ninguna exterior, si interiormente está ocupado en Dios.
   
Ninguna cosa estime en más que la santa obediencia, sabiendo cuán acepto sacrificio es a Dios la perfecta mortificación de la propia voluntad.
   
Mucho mejor es comer templadamente por la obediencia a gloria de Dios, que seguir por su propia voluntad la abstinencia rigurosa de los padres antiguos.
    
Dios estima en mucho y paga con excelente galardón todo lo que se hace por la obediencia, por más vil y desechado que sea lo que se hiciere.
    
No es posible que agrade a Dios obra ninguna, si anda con ella la desobediencia. Obedezca pues con prontitud y rostro alegre y corazón devoto a sus prelados como al mismo Dios, aunque a caso sean imperfectos y tengan muchas faltas, y hónrelos.
   
Asimismo obedezca a sus iguales y a los inferiores en las cosas lícitas. Esté siempre dispuesto para dejar y cortar sus ejercicios, por más santos que sean, por acudir a la caridad y a la obediencia.
    
No sea muy amigo de su parecer, más con prudencia estime en más el parecer ajeno que el propio, a la gloria de Dios.
    
Permita que cualquiera lo enseñe y reprehenda, y a los que lo reprenden no les responda con enojo y desabrimiento, sino con dulzura y suavidad, conociendo de buena gana su culpa.
    
Si es acusado injustamente o reprendido, no se defienda o excuse con soberbia: más imitando a su Señor, escoja el callar, si acaso de semejante silencio no naciese algún escándalo.
    
Derríbese y humíllese a toda criatura, por amor de Dios.
    
No se engría ni se estime en más, ni se agrade de si mismo, ni imagine que es algo aunque haya recibido del Señor grandes consuelos y dones interiores y exteriores, porque aquellas cosas son dones de Dios y nos son suyas, solo el pecado es cosa suya.
   
Así que no usurpe ni atribuya a sí esos dones de Dios, más volviéndolos todos a Él enteramente, y atribuyéndole a Él totalmente sus buenas obras, confiese de corazón que de sí no es nada, ni tiene nada, ni sabe nada, ni puede nada.
    
Hágase humilde con esta consideración, teniendo a todos los hombres en más que a sí, porque si los bienes que él ha recibido de Dios los hubieran recibido hombres muy malos, acaso hubieran vivido mejor que él, y si no lo hubiera Dios amparado con su gracia de continuo, hubiera pecado más gravemente que otro ninguno.
   
Júzguese pues, por el más vil de todos, y presuma de sí que no merece que la tierra lo sufra.
   
Mortifique en sí con gran diligencia todo afecto de vanagloria.
   
No desee ser conocido de los hombres, o ser alabado o tenido por santo, antes desee que nadie lo conozca, y que todos lo desprecien y estimen en poco.
   
Procure la gracia y el amor de Dios, y no el de los hombres.
   
Aprenda a sufrir humildemente, sin queja ni murmuración, las injurias, afrentas,  calumnias, aflicciones y daños que permitiéndolo Dios le fueron hechas: creyendo sin duda que se las envía Dios.
   
No se enoje ni quiera mal a los que le dan semejantes pesadumbres, antes se ha de mostrar con ellos blando y benigno, a ejemplo de su Señor Jesucristo, y no hable de sus defectos, si alguna necesidad o provecho evidente no lo fuerza.
    
Conozca que nadie lo puede molestar ni fatigar tanto que no haya él merecido más por sus pecados e ingratitudes.
   
Sea hombre sin doblez ni engaño. Ame a todos los hombres, sin sacar ninguno, con un amor sincero y común.
   
A todos los tenga en lugar de hermanos y hermanas, despidiendo todo amor sensual y carnal. Desee que todos alcancen la bienaventuranza.
   
No juzgue el hombre por lo exterior y visible, sino por la excelencia del alma invisible que es hecha a imagen de Dios.
   
No tenga desabrimiento con nadie, mas con todos sea apacible y suave, mostrándoles el rostro sereno y alegre.
   
Sufra con piedad las faltas ajenas más todo lo que fuere con la honra de Dios, corríjalo de buena gana, o procure que se corrija y enmiende.
   
Aborrezca el pecado en el hombre, más no al hombre por el pecado: porque al hombre hízolo Dios, y al pecado no lo hizo Dios sino el hombre.
   
Esté siempre con voluntad de hacer el bien, ayudar y consolar a todos, en especial a los enemigos.
    
Compadézcase de los que pecan, y de los fatigados y afligidos. Y tenga singular compasión de las almas que están penando en el Purgatorio.
   
Para dolerse más fácilmente de los pecados y trabajos ajenos, y gozarse de los bienes, imagine que cualquiera hombre del mundo es él mismo.
   
A nadie tenga envidia ni murmure de nadie; sienta bien de todos: despida luego de su corazón cualquiera mala sospecha que le sobreviniere, a nadie tenga en poco.
   
No desespere de ningún pecador, porque el que ahora es malo, puede con la gracia de Dios ser bueno y mudarse.
  
Determine dentro de sí firmemente de no juzgar a nadie, eche siempre a la mejor parte las obras o palabras ajenas, oyendo o mirando todas las cosas sencillamente.
   
Deje las cosas malas que lo sean: empero ninguna cosa juzgue temerariamente; ninguna cosa determine ni afirme por cierta, mas ruegue a Dios por sí, que es muy grande pecador, y por los demás que hacen mal.
    
Todas las adversidades y molestias que le fatigan el cuerpo y el alma, como quiera y de donde quiera que vengan, las reciba de la mano de Dios y no de otra parte, y súfralas por amor de Dios, con animo resignado y sufrido, hasta el fin y último punto, creyendo que le son de mucha importancia, aunque acaso le parezca lo contrario. Alabe a Dios y déle gracias, porque de puro amor se las envía.
   
No se turbe por cosa ninguna que en el mundo suceda, mas en toda ponga con discreción los ojos en la divina providencia, sin la cual ni una hoja cae del árbol.
   
Déjese a sí mismo y todos sus cosas seguramente en esa divina providencia, y con humildad en cualquier suceso, tenga firme confianza en el Señor, acudiendo a Él siempre por la oración, como lo aconseja el Salmista, diciendo: Arroja todos tus negocios en el Señor, que Él te los sacará a buen puerto.
   
Y el apóstol San Pedro nos aconseja también que arrojemos en Él toda nuestra solicitud, porque tiene cuidado de nosotros.
   
No deje lo bueno que hubiere comenzado, aunque le falte el consuelo interior y sea juntamente fatigado de gravísimas tentaciones, más lleno de confianza persevere en el Señor, no buscando algunos consuelos vanos con qué aliviar la naturaleza fatigada.
   
Por más disparates y torpezas que el demonio le ofrezca a su corazón, no haga caso de ellas, apartando luego de allí los ojos del alma. Porque semejantes cosas mucho mejor las vencerá no haciendo caso de ellas, que si quisiese atender o pesar en ellas, y estar altercando con ellas: ni imagine que por eso ofende a Dios en algo,  de que haya de confesarse, si del todo le desagradan, y les da luego de mano.
   
Los pecados que ha hecho son los que está obligado a confesar, pero no son pecado las tentaciones a que no ha dado consentimiento. Una cosa es sentir en sí el mal, y otra consentir en él.
   
Muchos santos sintieron algunas veces en su carne movimientos viciosos, empero hiciéronles contradicción con la razón y voluntad.
   
No deje de comulgar ni de ocuparse en otros ejercicios virtuosos porque ordenándolo Dios sea fatigado de algún desamparo, tinieblas, pobreza interior o de otras semejantes angustias.
    
Bien es verdad que entonces le serán penosos y desabridos sus ejercicios, pero (si hace lo que es de su parte) a Dios le serán muy agradables.
    
No piense que están la santidad de la vida en los grandes consuelos y dulzura interior: ni tampoco piense que aquella blandura sensible de corazón con quien uno se resuelve fácilmente en lágrimas es devoción cierta,  porque esa muchas veces la suelen también tener los herejes y los paganos.
   
La verdadera devoción es una buena voluntad con que el hombre se ofrece al servicio, honra y voluntad de Dios. Esta dura aunque el corazón esté seco y el alma estéril.
   
De manera que no ha de desear el varón espiritual desordenadamente la suavidad interior, mas con el mismo animo ha de carecer de ella, que tenerla.
   
Reciba los consuelos divinos con humildad y con hacimiento de gracias, cuando Dios quisiere consolarlo, empero mire no use para su deleite de los dones de Dios, ni busque en ellos su último fin.
    
Tan puro, simple, libre y sosegado ha de estar allá dentro cuando Dios lo regala y visita con su benignidad, como sino sintiere nada. Porque no es lícito buscar su descanso y quietud en los dones de Dios, sino en el mismo Dios. Conozca que es totalmente indigno aún del más mínimo don de Dios.
   
Si mientras ora o reza no puede estar atento, no por ello desmaye, porque también aprovecha la oración aunque sea distraída y la recibe Dios, con tal que semejante distracción sea contra la voluntad del que ora o reza, y con que él haga buenamente lo que es de su parte: ofreciendo a Dios su buen deseo, perseverando con cuidado y reverencia en sus oraciones.
   
Así que no se ha de inquietar por eso ni perder la paciencia, ni fatigarse mucho más; ha de resignarse en Dios humildemente y gozarse de que tiene un Dios tan bueno.
   
(…)
   
Quien estas cosas leyere, sea de manera que proponga firmemente con el favor de Dios de mostrar en sus costumbres lo que aquí lee: que de otra suerte poco o nada le servirá la lección.
    
Trabaje pues cada día más y más por mortificar en sí toda propiedad, quiero decir, su propia voluntad y propio gusto, porque la naturaleza de continuo se anda mirando a la cara, y buscándose a sí misma y su propio interés.
   
Trabaje por desarraigar de su corazón todas las pasiones y afectos viciosos, y no desespere ni se turbe, aunque sienta en sí muy poca mortificación,  y aunque haya de pelear muchos años contra sí mismo: porque quien aprende algún oficio, antes que lo sepa perfectamente trabaja en él mucho tiempo.
   
Y si saliere de esta vida perseverando en semejante lucha, sin llegar a la perfección, con todo eso será bienaventurado, y será recibido en el gozo eterno de su Señor.
   
Así que pida, busque y llame con humildad y perseverancia a la puerta del benignísimo y liberalísimo Dios. Porque orando de esta manera, a su tiempo recibirá todo lo que fuere necesario para agradar a Dios: recibirá al mismo Dios en un modo excelentísimo.
   
Persuádase lo que quisiere, vuélvase adonde se le antojare, no es posible que aproveche si no trabaja perpetuamente por morir a los vicios y a todas las cosas de este mundo (pero de suerte que no confíe en su trabajo, sino en sola la misericordia y gracia de Dios).
   
Porque en la verdadera mortificación y resignación está escondida la verdadera y alegre vida. La cual tenga por bien de darnos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, un Dios, que es bendito por los siglos eternos. Amén.
  
Las obras de Ludovico Blosio, Abad leciense, monje de San Benito” (Fray Gregorio de Alfaro OSB, traductor). Barcelona, imprenta de Lucas Sánchez, 1609, págs. 454-460.

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