lunes, 8 de marzo de 2021

SAN JUAN DE DIOS, CONFESOR

«Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra» (San Mateo V, 14).
  
    
Nació Juan Ciudad Duarte el 25 de Marzo de 1495, y a los ocho años fue acogido en casa de Francisco Cid Mayoral en Torralba de Oropesa, de Toledo, sirviendo de pastor con gran diligencia y aprecio de todos. A los 22 años, huyendo de las insistencias de Francisco Mayoral para que se casara con su hija, se alistó en las tropas del capitán de infantería Juan Ferruz, quien a su vez estaba al servicio del Emperador Carlos I, en la defensa de Fuenterrabía, contra las tropas francesas. Fue para él una dura experiencia, siendo expulsado por negligencia en el cuidado del botín de su compañía (se salvó en el último momento de ser ahorcado). A pesar de ello, volvió a combatir en las tropas de Fernando Álvarez de Toledo y Zúñiga, conde de Oropesa en 1532, en el auxilio de Carlos V a Viena, sitiada por los turcos de Solimán I. 
   
Luego de estas correrías de guerra, Juan volvió a España y a sus labores pastoriles. Cierto día, con el recuerdo de su patria (le dijeron que nació en Montemayor Nuevo, villa del Obispado de Évora en Portugal; y que sus padres se llamaban Andrés Cidade y Teresa Duarte, de un linaje venido a menos pero de profunda piedad). Partió hacia allá, para enterarse por boca de un tío suyo que sus padres habían muerto (Teresa murió al poco tiempo de desaparecer Juan –secuestrado o influenciado por un clérigo, la cuestión está disputada–, y Andrés se hizo monje franciscano en Lisboa). Juan resolvió dejar el mundo, y con la bendición de su tío regresa a España, y pasando a Gibraltar, decide ir al África para morir como mártir a manos de los infieles. En el barco coincide con un caballero de apellido Almeida y su esposa e hijas, desterrados a Ceuta por el rey de Portugal. Juan trabaja de sirviente para ellos, pero caen enfermos y él empieza a trabajar en la construcción de las murallas de la ciudad para socorrerlos (el patrimonio de los Almeida se acabó). Las obras de las murallas eran poco menos que esclavizantes, por lo que muchos de los constructores huían a Tetuán y renegaban de Cristo para seguir a Mahoma. Posteriormente, por consejo de un fraile franciscano, regresa a Gibraltar y, con algunos ahorros, compró libros y estampas, tal vez por hacer apostolado más que por ganar dinero (a cuantos le preguntaban por libros de caballería, él les persuadía de comprar libros piadosos). En 1538 llega a Granada, estableció su tenderete en la Puerta de Elvira.

En ese tiempo, un predicador recorría la Andalucía. Era el Beato Juan de Ávila, que a cambio de las Indias, el arzobispo de Sevilla le ordenó predicar en toda su provincia eclesiástica: Y en 1539, sus caminos coincidieron:
“… El día del bienaventurado mártir San Sebastián, en la ciudad de Granada se hacía entonces una fiesta solemne en la ermita de los Mártires… y sucedió predicar un excelente varón, maestro en teología, llamado el maestro Ávila, luz y resplandor de santidad… (Juan de Dios) oídas aquellas razones vivas de aquel varón, en que engrandecía el premio que el Señor había dado a su santo mártir, por haber padecido por su amor tantos tormentos, sacando de aquí a lo que se debía poner un cristiano por servir a su Señor y no ofenderle, y padecer a trueque de esto mil muertes; y ayudado con la gracia del Señor, que dio vida a aquellas palabras, de tal manera se le fijaron en sus entrañas y fueron a él eficaces, que luego mostraron bien su fuerza y virtud.
    
Porque, acabado el sermón, salió de allí como fuera de sí, dando voces pidiendo a Dios misericordia… dando saltos y corriendo… hasta llegar a su posada… echó mano de los libros que tenía, y los que trataban de caballerías y cosas profanas hacíalos con las manos muchos pedazos y con los dientes, y los que eran de vidas de santos… dábalos libremente de gracia al primero que se los pedía por amor de Dios… Y así desnudo, descalzo y descaperuzado, siguió otra vez por las calles más principales de Granada dando voces, queriendo, desnudo, seguir al desnudo Jesucristo… Así, Juan, de esta manera fue pidiendo misericordia al Señor… Fue tanto lo que de esto hacía, que visto por personas honradas…, y lo llevaron a la posada del padre Ávila… (que) le admitió por hijo de confesión desde entonces, (y lo despidió) diciéndole: ‘Hermano Juan,… id en hora buena, con la bendición de Dios y la mía; que yo confío en el Señor que no os será negada su misericordia’”. (Francisco de Castro, Historia de la vida y sanctas obras de Juan de Dios, y de la institución de su Orden, y principio de su hospital. En Gómez Moreno M. San Juan de Dios. Primicias históricas suyas, Madrid 1950, p. 44.45-48).
Se resolvió internarlo en el Hospital Real (construido inicialmente por los Reyes Católicos para los enfermos del “mal francés”, pero luego se destinó para los desequilibrados mentales), donde fue tratado con la terapia usada entonces: golpes con varas, azotes. Él se regocijaba en esos tratos para sí, pero protestaba que trataran así a los demás pacientes. Esta experiencia le ayudó a madurar su vocación, que expresó con estas palabras: “Jesucristo me traiga a tiempo y me dé gracia para que yo tenga un hospital, donde pueda recoger los pobres desamparados y faltos de juicio, y servirles como yo deseo.” (Francisco de Castro, o.c., p. 52).
   
Al enterarse, el padre Ávila regresa a Granada y le aconseja ir al monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe en Extremadura, donde se preparó en las artes médicas. Al otoño siguiente, Juan regresa a Granada, donde empieza su proyecto de asistir a los enfermos y desamparados. Primero en las casas de sus bienhechores, y luego alquila una pequeña casa en la calle Lucena. Era el año 1540. Ya nuestro Juan tenía una fama de santidad, tal que el obispo de Tuy, Sebastián Ramírez de Fuenleal, que a la sazón se hallaba en Granada, le cambia el nombre a Juan de Dios y le impone un hábito negro, como divisa de su apostolado.

Nuestro Santo se rodeó de varios discípulos. Uno de ellos era Antón Martín de Aragón, que había llegado a Granada desde Valencia para vengar la muerte de su hermano Pedro, que fue asesinado por no quererse casar con cierta mujer. San Juan de Dios le convirtió, y se unió a su labor de caridad en el hospital de Granada. Al morir el Santo, el padre Antón fundó un hospital en Madrid y otro en Córdoba, y reuniendo las fundaciones surgidas en muchos lugares de España, nació la Orden Hospitalaria (que después será conocida como “de San Juan de Dios”), siendo aprobada por San Pío V mediante la Bula Licet ex debíto el 1 de enero de 1572 y recibiendo la regla de San Agustín. Sixto V la elevó a orden religiosa con la bula Etsi pro debíto, el 1 de octubre de 1586. Clemente VIII la redujo a congregación el 13 de febrero de 1592 con la bula Ex ómnibus. Pablo V, con el breve Románus Póntifex, el 16 de marzo de 1619, la elevó definitivamente como Orden Hospitalaria de San Juan de Dios.
  
Un día el Gran Hospital de Granada se incendió y Juan de Dios entró varias veces por entre las llamas a sacar a los enfermos y aunque pasaba por en medio de enormes llamaradas no sufría quemaduras, y logró salvarle la vida a todos aquellos pobres.
    
Otro día el río bajaba enormemente crecido y arrastraba muchos troncos y palos. Juan necesitaba abundante leña para el invierno, porque en Granada hace mucho frío y a los ancianos les gustaba calentarse alrededor de la hoguera. Entonces se fue al río a sacar troncos, pero uno de sus compañeros, muy joven, se adentró imprudentemente entre las violentas aguas y se lo llevó la corriente. El santo se lanzó al agua a tratar de salvarle la vida, y como el río bajaba supremamente frío, esto le hizo daño para su enfermedad de artritis y empezó a sufrir espantosos dolores.
    
Después de tantísimos trabajos, ayunos y trasnochadas por hacer el bien, y resfriados por ayudar a sus enfermos, la salud de Juan de Dios se debilitó totalmente. Él hacía todo lo posible porque nadie se diera cuenta de los espantosos dolores que lo atormentaban día y noche, pero al fin ya no fue capaz de simular más. Sobre todo la artritis le tenía sus piernas retorcidas y le causaba dolores indecibles. Entonces una venerable señora de la ciudad llamada Ana Osorio obtuvo del señor arzobispo Pedro Guerrero autorización para llevarlo a su casa y cuidarlo un poco. El santo se fue ante el Santísimo Sacramento del altar y por largo tiempo rezó con todo el fervor antes de despedirse de su amado hospital. Le confió la dirección de su obra a Antón Martín, junto con otro hombre, Pedro Velasco, a quien Antonio odiaba por ser el asesino de su hermano; y después de amigarlos, logró el santo que le ayudaran en su obra en favor de los pobres, como dos buenos amigos.
    
Al llegar a la casa de la rica señora, exclamó Juan: “Oh, estas comodidades son demasiado lujo para mí que soy tan miserable pecador”. Allí trataron de curarlo de su dolorosa enfermedad, pero ya era demasiado tarde.
   
El 8 de marzo de 1550, media hora después de maitines, sintiendo que le llegaba la muerte, se arrodilló en el suelo y exclamó: “Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo”, y quedó muerto, así de rodillas. Había trabajado incansablemente durante diez años dirigiendo su hospital de pobres, con tantos problemas económicos que a veces ni se atrevía a salir a la calle a causa de las muchísimas deudas que tenía; y con tanta humildad, que siendo el más grande santo de la ciudad se creía el más indigno pecador. El que había sido apedreado como loco, fue acompañado al cementerio por el obispo, las autoridades y todo el pueblo, como un santo.
   
Después de muerto obtuvo de Dios muchos milagros en favor de sus devotos y el Papa Alejandro VIII lo declaró santo el 16 de octubre de 1690. Es Patrono de los que trabajan en hospitales y de los que propagan libros religiosos. Pío XII lo proclamó copatrono de Granada el 6 de marzo de 1940.
  
Los principales datos fueron tomados de la Historia de la vida y santas obras de Juan de Dios, escrita por el padre Francisco de Castro OH, maestro director del Hospital de Granada.
   
MEDITACIÓN SOBRE LA MANSEDUMBRE
I. Practica la mansedumbre, ahoga con esmero los movimientos incipientes de la cólera; ¿qué ganas con satisfacer esta violenta pasión, que turba tu entendimiento, y que atormenta a sus servidores y amigos? Acuérdate de la mansedumbre de Jesucristo. ¡Qué alegría experimentarás por haber reprimido este arranque! ¡Qué recompensa recibirás si te vences a ti mismo! «Los que triunfan de sí mismos hacen violencia al cielo» (San Cipriano).
   
II. Practica la suavidad, soportando el mal humor y las imperfecciones del prójimo. Quieres que te soporten tus defectos, es muy razonable que uses de igual indulgencia para con los demás. Ese carácter molesto que reprochas en tu hermano es un defecto de la naturaleza; acaso ella te trató a ti peor todavía, y te hizo más desagradable para el prójimo. Examina tus defectos, y soportarás fácilmente los de los demás.
   
III. Practica la mansedumbre soportando que se te menosprecie. ¿Quién eres tú, en definitiva, para que tanto te cueste soportar desprecios? Tu nada y tus pecados muy merecido tienen este trato. Si te los conociesen dirían mucho más. ¿y qué mal pueden hacerte ante Dios las palabras que te digan? Más aun, ¿qué corona no merecerías si las sufrieses con paciencia? Si fueses verdaderamente humilde, nada te costaría sufrir el desprecio y los malos tratos. «La humildad suaviza todas las tribulaciones» (San Eusebio).

La mansedumbre. Orad por los enfermos.

ORACIÓN
Oh Dios, que después de haber abrasado con vuestro amor al bienaventurado Juan, lo hicisteis andar sano y salvo en medio de las llamas y por su intermedio enriquecisteis a vuestra Iglesia con una nueva familia, haced, en consideración a sus méritos, que el fuego de su caridad nos purifique de nuestras manchas y nos eleve hasta la eternidad bienaventurada. Por J. C. N. S. Amén.

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