Francisco Javier María Bianchi nació en Arpino, ciudad del Ducado de Sora (una región dependiente nominalmente del Reino de Nápoles, pero que de facto era de los Estados Papales) el 2 de Diciembre de 1743, siendo coterráneo de los antiguos cónsules romanos Gayo Mario y Marco Tulio Cicerón.
Su madre Faustina Morelli le había enseñado a socorrer a los pobres, habiendo fundado ella en la casa familiar un hospital con diez y seis camas, para atender a los pobres enfermos. Pero él no era precisamente piadoso en sus primeros años, pues reconoció ser goloso y haber hurtado algún dinero a sus padres, vicios los cuales fue abandonando.
Compì i suoi primi studi nel Collegio dei Santi Carlo e Filippo ad Arpino, retto dai Chierici Regolari di San Paolo, detti anche Barnabiti, fondati nel 1530 a Milano da padre Antonio Maria Zaccaria (canonizzato nel 1897).
Sentendosi orientato alla vita consacrata, in un primo tempo pensò di entrare nella Compagnia di Gesù, ma poi scelse l’Ordine a cui appartenevano i suoi maestri. I genitori, invece, avrebbero preferito vederlo sacerdote diocesano. Mentre proseguiva gli studi, il 2 marzo 1757 vestì la talare; ventiquattro giorni dopo, invece, gli fu praticata la prima tonsura dal vescovo di Nola.
La vocazione si faceva sempre più forte, insieme ai contrasti con i genitori, i quali colsero il fatto che Francesco Saverio fosse nipote di un sacerdote per inviarlo a studiare presso il Seminario di Nola: lì, intorno al 1758, conobbe don Alfonso Maria de’ Liguori, fondatore dei Redentoristi (canonizzato nel 1839). Il 20 maggio 1759 ricevette gli Ordini Minori.
Nel 1760, per volere del padre, tornò ad Arpino e fu iscritto alla facoltà di Giurisprudenza dell’Università di Napoli. Nel settembre 1762 rientrò in famiglia, ma respinse i tentativi di distoglierlo dalla vocazione, che compresero anche una proposta di matrimonio.
El santo hizo sus estudios eclesiásticos en Nápoles y recibió la tonsura a los catorce años. Su padre Carlos Antonio, se opuso tenazmente a que el joven entrara en la vida religiosa, y Francisco Javier atravesó un período de angustioso conflicto entre la voluntad de sus padres (que preferían que fuese sacerdote diocesano) y lo que él consideraba como la voluntad de Dios. Finalmente acudió a San Alfonso de Ligorio en busca de consejo, durante una de las misiones del santo. Este le confirmó en su vocación y Francisco Javier, venciendo todas las oposiciones (que incluyeron enviarlo a estudiar Derecho en la Universidad de Nápoles, y hasta una propuesta de matrimonio), entró en la Congregación de los Clérigos Regulares de San Pablo, más conocidos con el nombre de Padres Barnabitas, con quienes había estudiado. Probablemente a consecuencia de los esfuerzos que había hecho para superar esa prueba, el santo cayó enfermo y sufrió terriblemente durante tres años. Por fin, logró rehacerse, realizó grandes progresos en sus estudios y se distinguió particularmente en la literatura y en las ciencias. Fue ordenado sacerdote en 1767. Sus superiores le dieron muestras de excepcional confianza, ya que no sólo le permitieron oír confesiones a pesar de ser muy joven (cosa muy rara en Italia), sino que le nombraron superior de dos colegios, a la vez. El santo ejercitó este cargo durante quince años.
Le fueron confiados otros muchos oficios de importancia, pero Francisco Javier se sentía cada vez más llamado a despegarse de las cosas terrenas y con sagrarse enteramente a la oración y los ministerios sacerdotales. Así pues, empezó a llevar una vida de extremada mortificación y austeridad. Pasaba gran parte de su tiempo en el confesionario, a donde miles de personas iban a consultarle. Su salud se resintió y le sobrevino una debilidad tan grande, que apenas podía arrastrarse para ir de un sitio a otro. No por ello cambió Francisco Javier su forma de vida, sino que siguió adelante como si nada sucediese. Su valiente resolución de vivir al servicio de los demás parece haber dado una eficacia especial a sus palabras y oraciones, de suerte que todos le consideraban como un santo.
Cuando las congregaciones religiosas fueron dispersadas en Nápoles, Francisco Javier se hallaba en un estado lamentable; tenía las piernas hinchadas y cubiertas de llagas, y había que llevarle cargado al altar para que celebrara la misa. Esto tuvo la ventaja de merecerle privilegios especiales, pues las autoridades le permitieron conservar el hábito religioso y permanecer en el colegio, donde vivió totalmente solo en la más estricta observancia religiosa.
Se cuentan muchos milagros y profecías del P. Bianchi. En el proceso de beatificación se hizo mención de dos notables casos en los que multiplicó el dinero para pagar deudas. Durante la erupción del Vesubio, en 1805, la población llevó al santo en vilo hasta el río de lava, que se detuvo en cuanto Francisco Javier hizo la señal de la cruz, frente a él. La veneración que los napolitanos le tenían al fin de su vida era ilimitada: "Roma tuvo su Neri (negro) –decían–, pero nosotros tenemos a nuestro Bianchi (blanco), que no es menos bueno". Muchos años antes, una de sus penitentes, Santa María Francisca de Nápoles, muerta en 1791, había prometido al P. Bianchi que se le aparecería tres días antes de que él pasara a mejor vida. Este estaba persuadido de que la santa cumpliría su promesa, como sucedió en efecto. San Francisco Javier Bianchi exhaló el último suspiro el 31 de enero de 1815, dejando en Bartolomé Corvo la tarea de restaurar la Orden Barnabita en Nápoles, suprimida por las leyes napoleónicas en 1810. El Papa León XIII lo beatificó el 22 de enero de 1893, y el papa Pío XII lo canonizó el 21 de octubre de 1951 m.
Ver P. Rudoni, Virtu e meraviglie del ven. Francesco S. M. Bianchi (1823); C. Kempf, The Holiness of the Church in the Nineteenth Century (1916), pp. 96-97; Analecta Ecclesiastica, 1893, pp. 54 ss.
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