San Severino, patrono de Viena, Austria y Baviera, llega el año 454 a la Nórica, como apóstol. Sufrían ya aquellas fronteras del Imperio romano la inminente sacudida de bárbaros y hunos.
En Austria, a orillas del Danubio, nadie conoce su patria ni su edad; para el mensajero del Evangelio, sus años son la eternidad y su patria el reino de Cristo en todo el mundo y en el cielo. Quizá provenía de Roma, habla en buen latín, pero sabe mucho del Oriente, desde Egipto a Jerusalén y Bizancio.
Un personaje de origen desconocido, eremita sin patria que se niega a decir el lugar de su nacimiento, su pasado es un misterio. No es sacerdote ni está investido de ninguna autoridad, pero al poco de llegar a la región danubiana, aquella Nórica que corresponde aproximadamente a la Austria actual y que era camino obligado de las invasiones bárbaras, todo el mundo le reverencia y le obedece.
Muy pronto, los habitantes descubrieron el ascetismo del monje, que caminaba descalzo incluso en invierno, usaba siempre una túnica, dormía en el suelo con el cilicio, ayunaba asiduamente y en Cuaresma comía una sola vez a la semana. También descubrieron sus dones de profecía, como cuando en la primera aldea de Nórico donde vivió, llamada Asturis por los romanos (actual Klosterneuburg), predicó al pueblo que hiciera penitencia: «Los bárbaros están muy cerca; cerrad las puertas de la ciudad, poneos en estado de defensa y, sobre todo, rezad y haced penitencia». No le hicieron caso y se refugió en Comagena (hoy Tulln): la invasión, como testimonió un superviviente, tuvo lugar precisamente en el día profetizado por el santo.
Cristianiza las orillas del Danubio desde Viena a Passau fortaleciendo la fe de los indígenas, amansando sorprendentemente a los feroces guerreros que cruzan aquellas tierras en busca del sur (Odoacro, rey de los hérulos, que pronto será dueño y señor de toda Italia, sentía por él un gran respeto) y poniendo las bases de un orden y una civilización que sirvieran de dique a la tumultuosidad de los tiempos.
Se niega a ser obispo, pero funda monasterios, rescata cautivos, sustenta a los pobres, es un vivo ejemplo de caridad, robustece la disciplina e incluso se muestra experto en cuestiones militares, organizando retiradas estratégicas. Anuncia la vida eterna y se ocupa al máximo de la presente, y al morir los que le han conocido se sentirán huérfanos.
El año 482 en la fiesta de Epifanía, anuncia su muerte, aconseja a cristianos y religiosos su fidelidad al evangelio entre las invasiones que se avecinan; y, después de recibir el viático, muere santamente cuando sus acompañantes cantaban el salmo: Alabad al Señor en sus Santos (salmo 150), mientras entonaba el último verso: «Que cada alma alabe al Señor».
Un barrio de Viena, Sievering, le debe su nombre, y Austria le reconoce como su primer apóstol. Seis años más tarde, ante la irrupción de los bárbaros, sus cristianos descubren el cuerpo de San Severino, está incorrupto y, en una carreta, lo llevan hasta el Castrum Lucullanum en Nápoles; de allí pasaría en el 902 al monasterio napolitano de los santos Severino y Sossio. Después de la supresión de los monasterios de 1806, el arzobispo Michele Arcangelo Lupoli hizo trasladar los cuerpos de San Severino y San Sossio a la ciudad de Frattamaggiore (Nápoles). Actualmente, los restos mortales del santo se veneran junto a los de San Sossio en una capilla de la iglesia matriz de esta ciudad. Reliquias del santo también se veneran en la iglesia a él dedicada en San Severo (Foggia) y en la iglesia matriz de Striano (Nápoles).
ORACIÓN (Del Misal Romano-Monástico).
Oh Dios, que habitas entre los santos y no abandonas los corazones piadosos, por la intercesión de San Severino líbranos de los deseos terrenos y de la concupiscencia de la carne, para que Te sirvamos a Ti solo, Señor, con libertad de alma. Por J. C. N. S. Amén.
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