Oh médico divino de las almas y de los cuerpos, Jesús Redentor, que durante tu vida mortal favoreciste a los enfermos, sanándolos con el toque de tu mano onnipotente, nosotros, llamados a la árdua misión de médicos, te adoramos y reconocemos en Ti nuestro excelso modelo y apoyo.
Sean siempre guiados por Ti la mente, el corazón y la mano, de manera que merezcamos la alabanza y el honor que el Espíritu Santo adscribe a nuestro oficio (cfr. Eccli. 38).
Aumenta en nosotros la conciencia de ser en alguna forma colaboradores tuyos en la defensa y en el desarrollo de las creaturas humanas, e instrumentos de tu misericordia.
Ilumina nuestras inteligencias en la ardua resolución contra las innumerables enfermedades de los cuerpos, a fin que, valiéndonos rectamente de la ciencia y de sus progresos, no nos sean ocultas las causas de los males, ni nos lleven a engaño sus síntomas, sino que con juicio seguro podamos indicar los remedios dispuestos por tu Providencia.
Dilata nuestros corazones con tu amor, para que, reconociéndote en los enfermos, particularmente en los más abandonados, respondamos con incansable preocupación a la confianza que ellos ponen en nosotros.
Haz que, imitando tu ejemplo, tengamos paterna compasión, seamos sinceros al aconsejar, diligentes en curar, ajenos al engaño, suaves al preanunciar el misterio del dolor y de la muerte; sobre todo que seamos firmes en la defensa de tu santa ley del respeto a la vida, contra los asaltos del egoísmo y de los instintos perversos.
Como médicos que nos gloriamos de tu nombre, prometemos que nuestra actividad se moverá constantemente en la observancia del orden moral y bajo el imperio de sus leyes.
Concédenos, finalmente, que nosotros mismos, por la conducta cristiana de la vida y el recto ejercicio de la profesión, merezcamos un día oír de tus labios la beatificante sentencia y promesa a aquellos que te visitaron enfermo en los hermanos: «Venid, oh benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros» (Matth. 25, 34). Así sea.
Oración compuesta por el Papa Pío XII, quien concedió 3 años de Indulgencia cada vez (Decreto de la Sagrada Penitenciaría Apostólica, 10 de Mayo de 1957).
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