Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
INTRODUCCIÓN
La Religión Católica no tuvo nunca que temer sino el no ser estudiada, para que no se le admirase, o no ser practicada, para que no se le aprovechase. Estudiarla y practicarla da por resultado el encontrar prodigios de sabiduría en cuanto esa divina religión enseña o propone, y a la vez reconocer las dulzuras inefables y los frutos de virtud y santidad que en sus sagradas prácticas se contienen.
Tal sucede con la institución y la práctica del Rosario, que con razón se califica de santísimo. Si alguna institución, si alguna creación de mística piedad ha podido parecer pequeño pensamiento, y su práctica vulgar ejercicio piadoso de almas apocadas, es el Rosario; y sin embargo, esa institución es un portento de sabiduría, y esa práctica de piedad es un cúmulo de oradas y de dichas, como vamos a hacerlo palpar en estos estudios. Aquí no hay más sino que admirar, si se estudia; sino que saciarse de gracias y dichas, si se gusta.
Si los católicos tibios en su fe y en su piedad, entendiesen bien lo que es el Rosario, ya que no le rezan le rezarían; lo mismo habría de suceder y aún sucede, con los preocupados protestantes, si quisiesen reconocer que el Rosario es la flor del Evangelio y el perfume del amor a Jesucristo; y que no hay mejor manera de entender y pedir el vino del amor a Jesucristo, que como se vio en las bodas de Caná: por medio de María. Por fin, si los que rezan el Rosario conocieren bien el don de Dios y le rezaren y meditaren penetrándose bien de la grande obra que en ello practican, quedarán maravillados de la ciencia de su santa religión y de las gracias y delicias que nuestro Dios como su fuente, y nuestra Madre Amabilísima como su viaducto, tienen para aquellos que los invocan.
De ahí, que en esto del Rosario es gratísimo encontrar su origen histórico en un Santo Domingo, admirablemente elegido por la Reina del Cielo para dar a conocer el gran pensamiento de su institución, para ponerlo en ejercicio y para obtener un triunfo tan grandioso como lo ha sido la conversión y extinción de los herejes albigenses, sectarios tan hostiles y adversos al Cristianismo, como los racionalistas el día de hoy, y tan funestos en sus propósitos como los actuales socialistas. Quiere decir, que el Rosario vino a detener por ocho siglos ese luctuosísimo diluvio de la moderna impiedad en que está hoy anegado el mundo cristiano, y esa proterva audacia socialista de que hoy se ven amenazados los cristianos y aun los mismos descreídos moderados, con la diabólica y pavorosamente franca guerra de aquellos furiosos a Dios, a la familia y a la sociedad.
Quien estudiare lo que fueron los albigenses, ya que sabe lo que son los descreídos modernos y los socialistas, reconocerá cuán maravilloso es el poder de Dios al cumplir a su Iglesia la promesa de no ser destruida y al valerse para ello de la invocación a la Vencedora de todas las herejías. Reconocerá también ese observador la sabiduría de la Iglesia, que con el Rosario venció en Lepanto a los musulmanes y más tarde en Viena; en todas y siempre con el Rosario convirtió a los malos, e hizo más perfectos a los buenos. Y más que todo, tiene de reconocerse que la diabólica persecución mucho peor que la faraónica, con que hoy los descreídos se obstinan en acabar con el Cristianismo y toda religión en el mundo, puede ser superada, y lo será ¡vive Dios! con la invocación del Rosario.
No en vano el sapientísimo Pontífice León XIII (que Dios guarde) lo ha comprendido así con luminosísima mirada, y así lo ha proclamado en solemne encíclica y ha hecho un llamamiento a todos los fieles israelitas, para que unidos en esa poderosísima invocación, obtengan de la intercesión de María la salvación del pueblo de Israel, de la heredad del Señor y de su Ungido. He aquí sus palabras, dirigidas a los Obispos de todo el Orbe:
A esa gran palabra del magno León XIII, tan llena de verdad y oportunidad como la de todas sus grandiosas encíclicas, ha precedido otra mayor bajo algún aspecto, y es la de un gran hecho sobrenatural: el de las apariciones de la Virgen Santísima en Lourdes, apariciones de evidente verdad que han llenado el mundo con esplendores celestiales. Estos hechos son una nueva apología del Rosario: una pastorcita que le reza, la santa aparición que es atraída y queda complacidísima con tales preces, y las diversas demostraciones con que esa aparición da a entender que hoy, como en todos los siglos, y hoy más que nunca, está pronta a socorrernos y salvarnos. Y su excitativa, compendiada en dos expresiones: "penitencia" e "Inmaculada Concepción," acompañada y seguida de ruidosísimos milagros, viene hoy a ser preconizada por la gran Encíclica del Rosario.
En cuanto a nosotros, sin más misión que la del buen deseo, pero sujetos del todo a la censura de la Santa Iglesia, cuya fe por dicha queremos profesar con humildísima obediencia, vamos a continuar este emprendido estudio, porque creemos prestar a Dios por medio de su amabilísima Madre, el especial homenaje que le debemos por inmensos favores recibidos de su bondad, gracias a la intercesión de la compasiva Señora, favores que esperamos habrán de acrecentarse a nosotros y a nuestros deudos, amigos y lectores, y habrán de tener feliz término en la eterna salvación nuestra y de ellos, como de tan Gran Rey y de tan Gran Reina lo esperamos.
CAPÍTULO I: ¿QUÉ ES EL ROSARIO?
Un benemérito apologista católico de los aciagos días del siglo pasado, definía así el Rosario: «Viene a ser un compendio del Evangelio, una especie de historia de la vida, pasión y triunfos del Señor, puesta con claridad al alcance de los más rústicos, y propia para grabar en su memoria la verdad del Cristianismo» (NICOLÁS SILVESTRE BERGIER, Diccionario de Teología).
Esta es, digamos así, la teoría del Rosario, cuya práctica, que viene a integrar toda su institución, está magistralmente expresada por el citado gran Pontífice reinante, en la ya dicha encíclica:
Y así, cuando consideremos cuál es la materia de esa oración vocal y cuál es la de la mental, y cómo pueden entrar en conveniente unión, y qué tan sabia es la inventiva de esa oración y de esa meditación, ya podremos ponernos al tanto de lo grandioso de institución como esa y de su portentosa sencillez, los dos extremos del infinito, el fórtiter y suáviter de lo divino.
Eso quiere decir que la inventiva del Rosario es obra divina, estando al más seguro criterio, y que de no constarnos, como ciertamente nos consta, que esta gran práctica fue revelada por la Virgen Santísima a Santo Domingo, bastará que examinemos las calidades de ese gran invento de piedad, para creerlo fundadamente así con razonable certeza.
Tres memorables salutaciones, las cuales valen por tres grandiosos himnos que jamás del cielo a la tierra pudieron mayores haberse entonado en obsequio de una criatura para gloria del Increado, tres memorables salutaciones son la materia del Rosario: la del Arcángel embajador de Dios, anunciando a la humildísima María la Encarnación del Unigénito en su sacratísimo seno: «Te saludo María, llena eres de gracia, el Señóles contigo, bendita eres entre todas las mujeres»; —La de Isabel, madre del prodigioso Juan Bautista, la que llena del Espíritu Santo y sabedora de esa gran embajada y de esa Alteza suprema de la Madre del Verbo, le dice también como el Arcángel, sobrecogida de respeto y agradecimiento, al ser en sus montañas visitada generosamente por María: «Bendita eres entre todas las mujeres» y «bendito es, añade, el fruto de tu vientre»; — Y la del Gran Concilio de los Obispos, reunidos en Éfeso contra Nestorio, quienes al proclamar fervientes el dogma católico, después de discusión luminosísima llena de sabiduría, de piedad y de la ciencia profunda de la Biblia y de la Tradición, en medio de las aclamaciones del pueblo de Éfeso que llora de alegría, exclaman así para siempre: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».
¡Qué salutaciones! ¡Qué tres himnos de triunfo! ¡Que himnos para honrar al Increado! ¡Qué celestial materia digna del espectáculo de los ángeles y de los hombres, para que, en voces concordes de estos con aquellos, los hombres no sólo aplaudan sino que rueguen y hagan una oración, como la cual, ninguna puede ser tan bien acogida ante el trono del Santísimo Dios!
Y esas tres tan breves salutaciones, dichas una sola vez en su origen por el ángel y por los hombres, escritas para siempre en el libro del Santo Evangelio y en les augustos anales de la Iglesia, merecedoras por lo mismo de ser solemnemente repetidas de los cristianos, por vía no sólo de aplauso sino de oración, ¿en qué forma pudieran ser repetidas?
Ciento y cincuenta veces; ese es el invento divino, como vamos a admirarlo. Antes diremos, que hubo desventurados volterianos en nuestra Patria, que con insensata soberbia se burlaron cual de cosa inepta, de la repetición del Ave María, como se hace en el Rosario. Insensata soberbia; porque el hombre no es ángel, y si sólo con la repetición de sus actos de pensar, puede conseguir el efecto que el ángel consigue, de una vez, por la intensidad con que piensa, ¿cómo no ha de ser sabio que el hombre repita el Ave María, para pensar mejor en ella? ¿Y por qué no uno y cien esfuerzos en penetrarse bien de la gran dicha de esa salutación? En ella se contiene la expresión del infinito amor de Dios a los humanos, expresión que merece ser cantada, ser amada, ser pagada con las alabanzas de todos los ángeles, con la sangre de todos los mártires, con el amor de todos los santos y todos los justos.
Volteriano: si no es que niegues la verdad de la Encarnación del Hijo de Dios, no puedes negar que es muy sabio repetir, como se repite en el Rosario, esa memorable salutación angélica, esa memorable salutación de la madre del Bautista, esa memorable salutación del Santo Concilio y de la muy piadosa ciudad de Éfeso, la noche de su triunfo contra Nestorio.
Sí, cristiano: repite, repite esas dulcísimas palabras. La repetición de las trompetas santas durante siete días, hizo caer con estrépito, en momento inesperado para los impíos, las murallas de la inexpugnable Jericó. Educa tu alma en esa santa repetición, que es gran gloria para Dios, gran honra para la Madre suya y Madre nuestra; gran medio de agradecimiento de lo que les debes, de alivio de lo que te aqueja, de conjuro de lo que te amenaza, y por fin, de goce de lo que anhelas por conseguir.
Esta elección de la materia de la oración del Rosario, tan admirable de por sí, no lo es menos por la del número de sus repeticiones; y en esto figuran hasta profecías bíblicas que en la invención del Rosario se cumplen, como vamos a hacerlo notar. Aprovecharemos sobre lo nuestro también lo ajeno de piadosos autores, cuya lectura ha quedado, por desgracia, relegada a sólo el humilde pueblo, o ya por lo anticuado del estilo de su redacción, o por la baja que el fervor de los creyentes ilustrados ha sufrido.
Si el número de los Salmos es de ciento cincuenta, muy armónico resulta que el mismo sea el de las Ave Marías en el Rosario, como que unas y otros constituyen una repetición de alabanzas, con la diferencia de que los Salmos son alabanza encubierta en profecía, y el Ave María es la realidad con el luminoso cumplimiento de lo profetizado.
Los Salmos fueron la alabanza oficial litúrgica del sacerdocio de la Sinagoga y lo son hoy del de la Ley de gracia, y el Rosario con sus ciento cincuenta repeticiones, es la alabanza de todo el pueblo distribuido en sus hogares o congregado en el Templo o en procesión en las calles; sin que por eso dejen de prestar su homenaje Papas, Obispos y demás sacerdotes de la Santa Iglesia, con el Santísimo Rosario, ya a la cabeza del pueblo congregado, ya también esas altas dignidades, como los simples fieles en el retiro de su hogar, en el seno de su familia.
El asunto de los Salmos es la alabanza A Dios por los beneficios de la Creación y los mayores de la Encarnación, Redención y Glorificación, todavía estos en su estado profético; y es tan grande esa alabanza, que, no por haberse cumplido en mucha parte esas profecías, deja de merecer el Salterio el constituir la base de la alabanza oficial del cuerpo sacerdotal de la Santa Iglesia; disponiéndolo así la sabia Providencia para que la gloria de su Cristo se vea haber sido siempre una, así en los siglos de ayer como en los de hoy, y que así lo será en los de mañana: «Christus heri el hódie, ipse et in sǽcula». —El asunto del Rosario es la alabanza por los beneficios de la Creación y por todos los ya dichos de la Ley de gracia, ya cumplidos, ya después que ha resplandecido su gloria, ya después que el Padre Celestial, dando al mundo su Hijo Unigénito, le ha convencido del amor inmenso y compasivo que le tiene, ya que hemos visto al Verbo hecho carne, lleno de gracia y de verdad, ya que hemos sabido de los labios del amable Jesús, que, verle a Él, es como ver al Padre, como si viésemos a Dios, como si Dios mismo se nos hubiese mostrado.
Pero el asunto del Rosario, no conteniendo explícitamente de por sí, en su oración vocal, todo el de los Salmos, está integrado, como ya se sabe, con el de la meditación sobre el recuerdo de todos los misterios de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, y con los de gozo, dolores y glorias de su Santa Madre, completándose así la armonía del rezo de los Salmos con el del Rosario; porque, lo repetimos, el movimiento de pensamientos y afectos en los Salmos, tiene por principal materia la profecía abundantísima de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, y no pocos misterios referentes a la Santa Madre de Dios.
Con razón por eso, pensando en la institución del Rosario, se ve el profundo alcance de esa aserción bíbiica por la que podemos estar ciertos deque la Palabra de Dios, el querer absoluto de Dios, imposible es que queden en vano. Dios quiso amor, Dios quiso alabanza, Dios quiso prender fuego a la tierra y abrasarla en amor; Dios quiso ser alabado por este amor de los hombres, quiso que una oblación limpia se le ofreciese en todas partes y a todas horas, desde el Oriente hasta el Ocaso, y quiso que su pasión y muerte, y su última cena, como lo dijo explícitamente el Verbo Divino, y por consecuencia Sus otros grandes misterios, se recordasen por los cristianos; y he ahí cómo ese querer no queda en vano: la estupenda institución de la Misa por una parte, y la estupenda del Rosario por otra, cumplen a maravilla con ese divino querer.
En toda la redondez de la tierra, desde los primeros siglos cristianos la Misa, y, desde el siglo de Santo Domingo, el Rosario, no han cesado de levantar al cielo la oblación pura de grandísimo número de cristianos, mediante la que se devuelven gracias, al Padre, por su amor con que nos dio a su dulcísimo Jesús y a esa dulcísima Señora, Madre de su Hijo y Madre nuestra. Y este movimiento de tantas alabanzas ha venido siempre en aumento, al impulso maravilloso de la hostilidad de los pecadores y de los impíos.
Nótese con ello esa otra consonancia admirable entre los fines del Rosario y los de la Misa: «Hoc fácite in meam commemoratiónem» (Haced esto en memoria de mí).
¿Quería Jesucristo que sus inmensos favores y los de su Madre amabilísima no se echasen en olvido, con la alabanza del recuerdo de agradecimiento y de amor? Lo ha conseguido portentosamente; porque jamás, desde que lo quiso, ha dejado de tener entre los hombres muchísimos que hacen diario recuerdo de lo que le debemos a Él y a la Reina; número que todos los días va en prodigioso aumento; y que plegue a vosotros ¡oh piadosos Jesús y María! aumentemos el que esto escribe y los que lo escrito leyeren. Que ese amor bienhadado de los Pablos e Ignacios, de los Ireneos y Atanasios, Cirilos y Leones, Gregorios e Ildefonsos, Anselmos y Bernardos, Domingos y Franciscos, Tomás y Buenaventura, Brígidas y Catalinas, Magdalenas de Pazzi y Teresas de Jesús, Píos V, Felipe Neri e Ignacio de Loyola, María de Ágreda, Alfonso de Ligorio y Bernardita de Lourdes, Pío IX y su no menos dichoso Sucesor; que ese amor bienhadado de tan distinguidos cristianos, haga de nosotros lo que fueron ellos.
Por fin, en este punto, para dar idea breve de las armonías que reinan entre el número de las alabanzas del Rosario en sus Ave Marías y el de muchas figuras proféticas del Antiguo Testamento, bastará transcribir algunos conceptos de un libro muy popular entre los cristianos piadosos de las naciones hispano-americanas:
Cúmplenos ahora exponer lo que corresponde a ese asunto de recuerdo y meditación de los grandes misterios de Jesucristo y de María, con que se entrelaza la oración vocal en el Rosario; pero esto ya reclama un nuevo capítulo, que es el siguiente.
CAPÍTULO II: DE LA MEDITACIÓN DE LOS GRANDES MISTERIOS DE JESUCRISTO Y DE MARÍA EN EL ROSARIO, Y DE SU ENLACE CON LA ORACIÓN VOCAL
Fácil fuera sentir pesada la práctica de la oración mental; pero sería insensato desconocer que no hay ejercicio más razonable, digno y levantado que el de ese género de oración, y que no hay dicha tanta como la de meditar en los asuntos del cielo. Porque si el ejercicio de las potencias del alma es en el cielo conocer a Dios y gozarle, todo en premio y galardón de una vida de prueba, en la tierra esas mismas potencias no pueden tener otro objeto verdaderamente necesario que el de anticiparse a conocer y desear por mérito, por fe y por amor laboriosos, lo que sólo así puede conocerse y amarse después con la fruición de infinita dicha.
Una sola cosa es necesaria, dícenos el Divino Jesús; y así, quien sabe dar importancia a la meditación de los asuntos de piedad y de su salvación eterna por consecuencia, ése es cuerdo y ése es prudente, los demás son locos; decía con sobrada razón San Agustín en equivalentes palabras. Por eso los místicos, esos hombres verdaderamente sabios, consideran como asegurada la salvación eterna de aquél que hace oración mental todos los días, siquiera unos cuantos minutos; y por el contrario, ven un funesto presagio en la carencia de esa oración en tal otro, por más que ése no aparezca con vicios.
Esto supuesto, si oración mental debemos hacer so pena de perdernos, ¿qué oportunidad diaria podemos encontrar mejor, que la que nos ofrece la celeste inventiva del Rosario? Aquí que podemos decir poseídos de filial contento: sí, Padre Celestial, sí Hijo Unigénito hecho hombre por nuestra salvación, sí misericordiosa Madre de Jesús y Madre nuestra, ya lo sabemos y nos es grato proclamarlo y saborearlo en nuestros corazones; una sola cosa es necesaria, una sola cosa de vida eterna: conocerte a ti, Dios verdadero, y a tu Mesías Jesucristo, y a La que es el camino de ese camino. ¿En qué pensamos, en qué nos gozamos, qué podrá salvarnos si no es la meditación de vuestros misterios, ¡oh Jesús! ¡oh María!, en medio de la repetición de la salutación angélica y de esa oración que nuestro Jesús nos enseñó a recitar ante su Padre celestial? No pueden darse actos más gratos y meritorios, que los que vamos a reseñar brevemente como inventario de santa riqueza. Hélos aquí:
CAPÍTULO III: OBSERVACIONES PREVIAS SOBRE LA ECONOMÍA DE LA REVELACIÓN DE LOS MISTERIOS DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, EN RELACIÓN DE LOS DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO - REVELACIÓN BÍBLICA - REVELACIONES PRIVADAS
La piedad, como toda virtud y como virtud superior, tuvo siempre que ser esforzada. Poca piedad hizo que los herejes pretendiesen guiarse sólo por la Biblia y menospreciasen la Tradición sagrada; poca piedad ha hecho también que herejes, como los jansenistas y racionalistas o católicos contagiados de racionalismo, pretendiesen no salir de lo dogmáticamente obligatorio y despreciasen las revelaciones hechas sin título de dogma a las almas santas, olvidando así lo que ya el Espíritu Santo, por San Pablo, nos prevenía: «Prophetías nólite spérnere, ómnia autem probáte» «no queráis despreciar las profecías; examinarlas sí» (I Tesalonicenses V, 20 y 21). Y así como no quedaba ni podía quedar cerrado el registro de los milagros, con sólo los milagros evangélicos, tampoco las revelaciones del Espíritu Santo a su Iglesia, tenían por qué reducirse a las solas que constituyen el depósito de los libros bíblicos o de la Tradición Apostólica.
En principio, sería poner límites a la munificencia divina el no querer aceptar lo que de otra manera, que con la revelación bíblica o apostólica, se notificase por Dios a nuestra piedad; siendo así que bajo la inspección y el gobierno del Episcopado y, sobre todo, del Romano Pontífice, no hay temor de que fiel alguno sufra las alucinaciones de la falsa piedad o de la soberbia; pues con el establecimiento de la Iglesia docente, nuestro Dios, Dios de verdad y sabiduría, proveyó de una vez a todo. Por eso, no será nunca señal de espíritu de obediencia el declararse reacio a creer y a aprovechar las revelaciones privadas que se proponen a nuestra piedad bajo el visto bueno de la Iglesia.
De esas privadas revelaciones hay contingente no escaso para explanar y detallar los datos preciosos de la vida, pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo y de la vida de su Santísima Madre, como son los de las revelaciones de Santa Brígida, la venerable María de Ágreda y Sor Catalina Emmerich.
Nuestro siglo, que en el sentido del mal se ve ya concluir ofreciendo los mayores horrores de apostasía del seno de su Ciudad anticristiana, ha visto, en sentido contrario, ir desapareciendo esa falta de piedad de muchos de los hijos fieles de la Ciudad de Dios. En días menos felices llegaron muchos fieles a ver con menosprecio y aun con hostilidad, lo que no fuese absolutamente obligatorio por absolutamente auténtico y dogmático; sin considerar la economía de los favores y de las voluntades divinas, entrando en el orden de éstas lo de precepto y lo de consejo, y en el orden de las revelaciones lo dogmático y lo de piedad. Y así como fuera injurioso a nuestro Dios el menospreciar su consejo, sólo porque no era precepto, y más el menospreciarlo sistemáticamente, injurioso y mucho tiene que ser el menospreciar las revelaciones, y más, sistemáticamente, porque no obliguen bajo el anatema de la Iglesia.
Pasó por dicha el tiempo de la ceguedad; ya no hay o son pocos los jansenistas; los hijos fieles de la Iglesia honran ya todo lo que su Madre juzga digno de honra, y estiman como luz todo lo que su Madre les propone como luz, aun cuando esta luz no sea la que recibieron los Apóstoles, puesto que «la mano de Dios no se ha abreviado». Recojamos, pues, con respeto y reconocimiento y saboreemos ese maná celeste que de tiempo en tiempo, y ya muerto Moisés, se digna enviarnos el Divino Jehová del Nuevo Testamento.
Es muy provechoso notar, en cuanto la ciencia divina nos brinda a que la estudiemos, la sapientísima conveniencia de que las revelaciones divinas fuesen, según de hecho lo han sido, las relativas a Nuestro Señor Jesucristo, como del Verbo humanado, como de nuestro Dios único, Criador, Redentor y Glorificador abundantes, principales y dogmáticas; y que muchas de las relativas a la Virgen Madre, muy grande sobre todas las criaturas, pero subalterna ante su Dios y Criador, no constasen de esa manera dogmática; sin que por esto dejase de convenir que, con otra solemnidad de carácter subalterno, se revelasen las glorias de la Madre, para gloria de su Hijo y provecho nuestro. Más todavía: aun tratándose de la revelación concerniente a la persona y a los hechos de ese divino Hijo Redentor nuestro, convenientísimo era que no todos nos constasen por el Evangelio ni por la Tradición Apostólica; pero que tampoco dejasen de constarnos por otros medios, como han sido los de las comunicaciones privadas.
Si ni por el Evangelio ni la Tradición sagrada apostólica, convino que supiésemos si fueron numerosísimos y cruentos en exceso esos azotes que recibió nuestro dulce Jesús, «con cuyos cardenales fuimos curados», como tantos siglos antes dijo el Profeta, ¿quién duda lo conveniente que era para los fines de la gloria del Verbo y el bien de las almas amantes suyas, revelar esos detalles de la historia de la pasión divina mediante los que supiésemos más y más sus glorias? Grandes han sido las de ese combate en que a la rabia diabólica de Satanás, secundada por la perfidia farisaica y la maldad gentílica, se opuso la pasmosa mansedumbre que tantos himnos ha hecho entonar y hará entonar para siempre en honor del divino Cordero. Convenientísimo era, y digna recompensa de la piedad de esa reina de Suecia de inmortal renombre, Santa Brígida, que a ella la escogiese el Cielo para oír de los labios de la Reina de los ángeles y de la misericordia, tan dichosa revelación, como es esa, en que la altísima Señora refiere los detalles de la flagelación del divino Jesús y los inmensos dolores de la dulce Madre. Extraño sería que Dios, tan espléndido en sus favores y, permítasenos la frase, tan lógico en sus voluntades, no hubiese contentado de esa suerte la santa curiosidad de los que le aman. ¡Los detalles de los azotes, los de muchos pasos de la Vía Sacra, la impresión de las llagas en el excelentísimo hijo de Dios, Francisco de Asís, cómo no propender a creerlos, apenas la Iglesia nos diga: «puedes creerlo», si es tan verosímil, dado lo que es Dios y dado lo que son sus Santos!
Y así, nada menos que para los altos fines de la institución del Rosario, son grandemente verosímiles (credibília facta sunt nimis) esas revelaciones que se llaman privadas y que lo son sólo de cierta manera, porque sus fines son altamente públicos, de muchos detalles de la vida, pasión, muerte y resurrección del Hijo, y de los gozos y dolores de la vida, asunción y coronación de la excelsa Madre. Otra razón ha habido también para que las fuentes dogmáticas de la revelación divina no contuviesen muchos detalles más a menos excelentes acerca de nuestro divino Jesús y de su Madre amabilísima: la de proceder de lo iniciado a lo consumado, de lo general a lo detallado, de lo perfecto a lo más perfecto, y esa razón es la misma que ha presidido al desenvolvimiento de la enseñanza y del triunfo de cada uno de los dogmas. El Rey de los siglos ha querido que sus altísimos favores resplandeciesen, no con la súbita rapidez de la luz del rayo, sino con la sublime lentitud de la luz del día, que de alba cándida se transforma en aurora rubicunda, de ésta en alegre mañana y, andando las horas, en pleno y esplendoroso medio día; y aun luego, de un día para otro día, esa misma luz va adquiriendo nuevas entonaciones y colorido, conforme va acrecentando su reinado la primavera.
Así es como el sol divino Jesucristo ha ido más y más cada hora y cada día dando a conocer la luz de su gloria; y si fue conveniente brillase en Nicea con nueva luz a más de la que surgió en su aurora de la resurrección en Jerusalén, y todavía con más luz en Éfeso y en Calcedonia, y que a su semejanza la Madre amabilísima fuese en aumento de glorias de su asunción a su proclamación dogmática en Éfeso y últimamente en el Vaticano, conveniente ha sido también que la luz de nuevas revelaciones fuese de tiempo en tiempo entonando y colorando la luz del tiempo precedente.
Así el hombre meditaría con detenimiento lo que es tan digno de ser meditado con el exquisito gusto de las cosas celestes, y después que en los relatos evangélicos y a la luz ele las piadosas reflexiones de los Santos Padres, hubiese hecho entrar en su mente y en su corazón esa buena nueva de los hechos gloriosos de Jesús y de María, se le darían a saber y a gustar relatos aún más íntimos de esos dos luminares de nuestra infinita dicha; se le diría cuanto pudiese saberse de ese divino Verbo humanado, cuanto pudiese saberse de esa admirable Madre de Dios, para más servirlos, para más amarlos, para más asegurar nuestra esperanza en la visión gloriosa de la Patria que nos está prometida.
Demos, por tanto, mucha importancia, amado lector, cuanta nos permita nuestra Madre la Santa Iglesia, a la buena nueva de esas revelaciones de esas almas bienaventuradas, revelaciones con que contamos para ampliar con ellas las dulces meditaciones del Rosario. Lejos de desatenderlas, habremos de reconocerlas como un tesoro, fiados en el ejemplo de los bíblicos expositores como un Cornelio Alápide, a quien, bajo los auspicios de la Santa Iglesia, seguiremos en la exposición de los misterios del Rosario. Entremos en tan grata materia; consíganos de su Hijo divino, nuestra dulce Madre, desempeñar un provechoso trabajo en lo que vamos escribiendo; nada sabemos, muy tibios somos; pero deseamos hacer algo en honor de nuestra Reina, para captarnos la benevolencia del adorable Rey.
«¡Dignáre nos laudáre te, Virgo Sacráta!».
CAPÍTULO IV: DE LA MEDITACIÓN DE LAS FRASES DEL PADRE NUESTRO, EL AVE MARÍA Y EL GLORIA PATRI
Pero la grandeza de los elementos del Rosario consiste no sólo en lo dicho; no sólo en el recuerdo de sus grandes misterios en sus tres series referentes a Jesucristo y a María; no sólo en la alteza de las tres grandes oraciones, “Pater noster”, “Ave María” y “Gloria Patri”; no sólo en su alteza, digamos así, mas en su profundidad y anchura. Que es como proponernos estos problemas:
¡Y cómo que sí! Vamos no sólo a demostrarlo sino aun a hacerlo admirar.
El temor santo, el amor hermoso, la fe en el gran Dios y en su Salvador; la santa esperanza, la alabanza y el homenaje a la Magestad del gran Rey y Padre de los humanos y de todo lo criado; el Salvador, el Cristo, el Mesías, el Ungido; la Mujer, la Mujer fuerte, la Madre de Aquél que vencería a la serpiente; la Reina, la Madre del Rey, la Hija del gran Rey, toda gloria a la Santísima Trinidad: ese es el resumen, el fin, el medio, el principio, el todo del Antiguo Testamento así como del Nuevo; el Alfa y el Omega de todas las letras de esa doble revelación del gran Rey de la eternidad en su sabiduría y amor al hombre.
Pues bien: todo esto resumen y formulan esas tres frases del Padre nuestro, el Ave María y la doxología o Gloria Patri. Si es en el Antiguo Testamento y principalmente en los Salmos, todas las alabanzas a ese Dios, que «en el principio crió el cielo y la tierra»; a ese Dios a quien Isaías glorifica como «Señor de los Ejércitos", y Moisés como «Triunfador Caudillo», y David como «Dios de los dioses», como el «Señor, el Rey y Dios de nuestro corazón»; todas esas alabanzas resúmense, amplíanse y resuélvense en esta frase que dice más que todas aquellas: «¡Padre nuestro! santificado sea tu nombre». Fin de todas las cosas, derecho supremo del Criador de todas ellas, razón de toda teología, de toda acción de criatura: la Gloria de Dios es sobre todo.
Al criarnos Dios, ¿qué móvil podía tener más razonable que su propia gloria, que la manifestación de su bondad santísima? ¿Qué alabanza puede, por tanto, ser más propia de la criatura a su Criador, que esa de invocarle, invocarle como Padre y no pedirle por principio sino la gloria del invocado? Si el rey profeta se extasiaba cuando decía, refiriéndose a la denominación de «Señor y Rey nuestro» que a Dios es debida: «Señor, Señor Dios nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la redondez de la tierra», con cuánta mayor razón no lo habría hecho al saber que el Salvador nos enseñó a exclamar: «¡Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre!», «tu nombre», el de Padre del hombre, a causa de que Jesucristo, como hijo verdadero del hombre, es decir, de la siempre Virgen María, se ha hecho hermano nuestro y por ende ha hecho que Dios sea nuestro Padre.
Mas, una sóla cosa es necesaria, una sobre todas: amar al sumo bien, amar a Dios; esta es la justicia, esta es la dicha; esto inculcó Moisés, esto cantó David con entusiasmo, esto enaltecieron con profecía insigne los Profetas: «Y bien, Israel, ¿qué otra cosa quiere de tí el Señor Dios tuyo, sino que le ames con todo tu corazón y con toda tu alma?» y David: «Inmaculada es la ley del Señor», «dichosos los que en sus pasos cumpliendo esa ley, no se apartan de tal camino»; e Isaías: «Esto dice el Señor: cesad de obrar mal, haced lo que es bien, obrad lo que es justo»; y todos los Profetas no darán anuncios sino en pro de la ley del Señor, que es el bien y que es la dicha. Mas, nuestro Salvador, Hijo de Dios vivo, lo dirá mejor en esta sola frase: «Padre nuestro hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo».
Es, pues, indudable y muy hermoso, que en la invocación y peticiones primeras del Padre nuestro, se resumen, formulan y mejoran las de los Salmos, de los Profetas y de todo el Antiguo Testamento. Las alabanzas y deprecaciones á la Madre, del Salvador de Israel, se resumen no menos, se formulan y mejoran en la segunda parte de la gran oración cristiana, es decir, en el «Ave María».
En Moisés, en David, en los Profetas, en los inspirados historiadores del Antiguo Testamento, grandes son los encomios a la Madre futura o prefigurada del Salvador. En Moisés, «ella quebrantará la cabeza de la serpiente, será la Madre de la vida, será la fecunda, la hermosa»; en Samuel, será la «dolorida», la Madre del Hijo milagroso; en David, será la «codiciada del Rey» por su «decoro y modestia»; en Salomón, la «toda bella», la «única», la «escogida entre millares»; en los Profetas, será la Virgen Madre y siempre Virgen, que concibe y pare a Emmanuel, Dios con nosotros; en los Historiadores santos, será Ester la salvadora de su pueblo, será Judit la «gloria de Jerusalén».
Mas en las palabras del Ángel y de Isabel; María Madre de Jesús es la «llena de gracia», la «Madre de Dios», la suprema criatura, la obra maestra de todos los siglos. ¿A quién antes que a ella, y a quién después que a ella pudo y podrá decirse: «Santa María, Madre de Dios, llena de gracia, Dios está así contigo (como tu hijo verdadero); ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte»?
Toda la ley de Dios, toda justicia y santidad nuestra, (hágase tu voluntad, oh Señor); toda la gloria de Dios (santificado sea tu nombre); todo el bien nuestro (venga a nos tu reino); toda la virtud nuestra (perdonamos a nuestros deudores); todo el santo temor nuestro (no nos dejes caer en tentación); todos los bienes de vida y bien nuestro (el pan nuestro de cada día dánosle hoy), están contenidos en preciosa fórmula en esa gran oración, y más de lo que en ella se contiene no hay en el Antiguo Testamento.
Y así del Ave María... En tratándose de la mujer, de «la gran mujer», de la Madre del Salvador, predicha y prefigurada, toda la grandeza de ella («llena de gracia»), todo el respeto de los mismos ángeles hacia ella (Ave llena de gracia, el Señor es contigo) (el arcángel calla el nombre de ella al saludarla, mudo en eso por sumo respeto, como enmudece para nombrar a Dios); toda la superioridad de esa mujer sobre todos (bendita eres entre las mujeres); toda la excelencia de la madre (Madre de Dios); el ser Dios ese hijo (bendito el fruto de tu vientre, Jesús); todo eso está contenido en preciosa fórmula en el Ave María, y más de lo que en ella se contiene no hay en el Antiguo Testamento, en el cual admirablemente se habló de una mirra y de un cinamomo que habrían de esparcir olor suavísimo en los tiempos de la ley de gracia, que no es otro que el buen olor de sus inmensas virtudes y singularísima gloria.
Pero no sólo así: el «Padre nuestro, el Ave María y el Gloria Patri», son la flor del Nuevo Testamento, así como el resumen del Antiguo.
Por lo que hace al «Padre nuestro», esa perfectísima oración, como la llama el Ángel de las escuelas, contiene, como él explica, todo cuanto debe desearse y el orden en que debe implorarse. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir sino a desear. ¿Y qué es lo deseable para nosotros? Nuestro fin, que es Dios, y esto de dos maneras: primero, en cuanto su gloria es sobre todo; segundo, en cuanto queremos gozar de ella; y a estos dos deseos corresponde el exclamar: primero, «Santificado sea tu nombre», y después «venga a nosotros tu reino». Mas a este fin conducen dos medios, uno directo y de suyo propio, haciendo lo que nos merezca la dicha eterna, la voluntad de Dios, formulada en esta petición: «hágase tu voluntad»; otro, como un auxilio para poner ese medio, la fuerza para conformarnos a esa voluntad; esa fuerza la pedimos así: «el pan nuestro de cada día dánosle hoy», que se refiere a la Santa Eucaristía y a todo sustento de cuerpo y alma. A esto se agregan tres peticiones más, para la remoción de tres obstáculos que impiden el fin: el pecado, y a esto viene el pedir «perdónanos nuestras deudas»; la tentación, y a esto «no nos dejes caer, en tentación»; la penalidad presente, y a esto «líbranos de todo mal».
De otra manera no menos admirable se resume el Evangelio en la gran oración dominical, adaptándose a los siete dones del Espíritu Santo y a las bienaventuranzas. San Agustín, citado por Santo Tomás, lo observa así admirablemente: (De Sermóne Dómini in monte), diciendo:
Es, pues, el «Padre nuestro", según los mejores intérpretes (ver a Cornelio Alápide), oración a las tres divinas personas; por eso, aun cuando el nombre de Jesucristo no suena en ella, se deja entender.
Por eso el complemento de esa gran oración es el Ave María, que también viene a ser como oración a Jesucristo (bendito el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios). Esta sola observación basta para que se comprenda cuánta es la grandeza y magnificencia del Ave María.
Complemento de una y otra es el «Gloria Patri»; porque es la Santísima Trinidad la que se ha invocado en esas dos oraciones, y ese «Santificado sea tu nombre» se refiere al nombre del Criador, del Redentor, del Santificador; «al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo». Y como el medio admirable del que se valió esa Santa Trinidad, y medio de que sigue valiéndose para la gran obra de su amor es la Santísima Virgen María, de ahí el que el Ave María sea dignísimo reclamo de la oración dominical y que sea también medio para toda consumación de alabanza a Dios, cual es esta: Gloria a la Santísima Trinidad, «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».
Decirse puede, y con razón, que la oración dominical es un breviario del Evangelio, y así lo llaman Tertuliano y San Cipriano, como nota Alápide (libro de la Oración, cap. I; y San Cipriano, libro de la Oración): Evangélii breviárium; y también que ese breviario se integra con el «Ave María» y el «Gloria Patri», como antes observamos, y se integra, como es no menos de observarse, buscando el alcance de significación de cada una de las palabras de esas frases.
Si es en el «Ave María», en ese ave tenemos la salutación por la encarnación del divino Verbo, por el nacimiento del Dios niño, por la exaltación en Cruz del dolorido Verbo, por la resurrección del Verbo glorioso; ¡Ave! te saludamos, a ti que concibes, a ti que alumbras, a ti que acompañas en su pasión, a ti que acompañas en su triunfo al divino Verbo; el Señor es contigo, contigo en su gracia y en su gloria para con nosotros; bendito el «fruto de tu vientre», bendito al ser concebido en ti, al nacer de ti, al entrar contigo a Jerusalén como víctima, al ser exaltado en Cruz, al resucitar, al ascender a los cielos; Santa María, madre eres de Dios, y por ende y con gran verdad, madre de su Evangelio, madre de su gran obra de salvación, de reparación y de glorificación; «ruega por nosotros pecadores», si Jesucristo es el Redentor de los pecadores, tú eres el medio de esa redención entre nosotros y Jesucristo.
Por fin, en ese «Ave María» hay una potente práctica de penitencia y de ascetismo de gran provecho para todos: «ruega por nosotros pecadores»: la confesión de nuestros pecados ante la inmaculada Madre del «Cordero que quita los pecados del Mundo», y la meditación de la muerte, «el memoráre novísima tua», con la invocación preventiva de la que es «Refugio de los pecadores».
Es, pues, el Rosario, no sólo poderoso para que no pequemos, por cuanto insiste con tal repetición en recordarnos el día de nuestra muerte, sino aun para hacernos santos, por cuanto sobre la base de ese santo temor, levanta la edificación del más bello y santo de los amores, el amor de Jesucristo hecho hombre por nosotros, muerto en Cruz por nosotros, resucitado y ascendido para aplicarnos su redención, santificarnos y elevarnos a su gloria.
Y ahora sea el temor de la muerte, ahora el amor de las bondades de nuestro Dios, ahora el recuerdo de los gozos, de los dolores o de las glorias de nuestro Jesús y de su santa Madre, exclamaremos siempre: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo; terminación que cumple al fiel creyente del verdadero Dios; terminación igual a aquella con que Jesucristo cierra su gran carrera de luz del mundo, antes de volver a los cielos de donde descendió; revelación plenísima de la excelsa Trinidad divina: «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (San Mateo XXVIII, 19).
Tanto así se contiene en las frases de esas tres pequeñas oraciones de que consta el santísimo Rosario.
A LA SIEMPRE
VIRGEN MARÍA SANTÍSIMA, LA INMACULADA CONCEPCIÓN, REINA EXCELSA DE CIELOS
Y TIERRA;
MADRE AMABILÍSIMA DEL NIÑO DIOS;
MADRE DOLOROSA DE
ESE CORDERO DIVINO, HECHO VÍCTIMA VOLUNTARIA
POR LA SALUD DEL MUNDO;
MADRE GLORIOSA DEL RESUCITADO Y VENCEDOR JESÚS,
ASCENDIDO A LOS CIELOS Y ENTRONIZADO A LA DIESTRA DEL PADRE;
MADRE ADMIRABLE EN SUS GOZOS, DOLORES Y GLORIAS: ESPEJO EL MÁS LIMPIO Y LUCIENTE DE
LAS TERNURAS, MÉRITOS Y TRIUNFOS DE NUESTRO
GRAN REY JESUCRISTO.
¡SEÑORA Y MADRE NUESTRA:
ROGAD POR EL POBRE AUTOR DE ESTE LIBRO, Y ROGAD
NO MENOS, POR LAS HONORABLES PERSONAS QUE
PARA ESTA PUBLICACIÓN
HAN PRESTÁDOI.E AUXILIO GENEROSO!
INTRODUCCIÓN
La Religión Católica no tuvo nunca que temer sino el no ser estudiada, para que no se le admirase, o no ser practicada, para que no se le aprovechase. Estudiarla y practicarla da por resultado el encontrar prodigios de sabiduría en cuanto esa divina religión enseña o propone, y a la vez reconocer las dulzuras inefables y los frutos de virtud y santidad que en sus sagradas prácticas se contienen.
Tal sucede con la institución y la práctica del Rosario, que con razón se califica de santísimo. Si alguna institución, si alguna creación de mística piedad ha podido parecer pequeño pensamiento, y su práctica vulgar ejercicio piadoso de almas apocadas, es el Rosario; y sin embargo, esa institución es un portento de sabiduría, y esa práctica de piedad es un cúmulo de oradas y de dichas, como vamos a hacerlo palpar en estos estudios. Aquí no hay más sino que admirar, si se estudia; sino que saciarse de gracias y dichas, si se gusta.
Si los católicos tibios en su fe y en su piedad, entendiesen bien lo que es el Rosario, ya que no le rezan le rezarían; lo mismo habría de suceder y aún sucede, con los preocupados protestantes, si quisiesen reconocer que el Rosario es la flor del Evangelio y el perfume del amor a Jesucristo; y que no hay mejor manera de entender y pedir el vino del amor a Jesucristo, que como se vio en las bodas de Caná: por medio de María. Por fin, si los que rezan el Rosario conocieren bien el don de Dios y le rezaren y meditaren penetrándose bien de la grande obra que en ello practican, quedarán maravillados de la ciencia de su santa religión y de las gracias y delicias que nuestro Dios como su fuente, y nuestra Madre Amabilísima como su viaducto, tienen para aquellos que los invocan.
De ahí, que en esto del Rosario es gratísimo encontrar su origen histórico en un Santo Domingo, admirablemente elegido por la Reina del Cielo para dar a conocer el gran pensamiento de su institución, para ponerlo en ejercicio y para obtener un triunfo tan grandioso como lo ha sido la conversión y extinción de los herejes albigenses, sectarios tan hostiles y adversos al Cristianismo, como los racionalistas el día de hoy, y tan funestos en sus propósitos como los actuales socialistas. Quiere decir, que el Rosario vino a detener por ocho siglos ese luctuosísimo diluvio de la moderna impiedad en que está hoy anegado el mundo cristiano, y esa proterva audacia socialista de que hoy se ven amenazados los cristianos y aun los mismos descreídos moderados, con la diabólica y pavorosamente franca guerra de aquellos furiosos a Dios, a la familia y a la sociedad.
Quien estudiare lo que fueron los albigenses, ya que sabe lo que son los descreídos modernos y los socialistas, reconocerá cuán maravilloso es el poder de Dios al cumplir a su Iglesia la promesa de no ser destruida y al valerse para ello de la invocación a la Vencedora de todas las herejías. Reconocerá también ese observador la sabiduría de la Iglesia, que con el Rosario venció en Lepanto a los musulmanes y más tarde en Viena; en todas y siempre con el Rosario convirtió a los malos, e hizo más perfectos a los buenos. Y más que todo, tiene de reconocerse que la diabólica persecución mucho peor que la faraónica, con que hoy los descreídos se obstinan en acabar con el Cristianismo y toda religión en el mundo, puede ser superada, y lo será ¡vive Dios! con la invocación del Rosario.
No en vano el sapientísimo Pontífice León XIII (que Dios guarde) lo ha comprendido así con luminosísima mirada, y así lo ha proclamado en solemne encíclica y ha hecho un llamamiento a todos los fieles israelitas, para que unidos en esa poderosísima invocación, obtengan de la intercesión de María la salvación del pueblo de Israel, de la heredad del Señor y de su Ungido. He aquí sus palabras, dirigidas a los Obispos de todo el Orbe:
«¡Obrad, pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar a María y por salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia la Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en los designios providenciales el que en estos tiempos de prueba para la Iglesia, florezca más que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.
Quiera Dios que excitadas por nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros llamamientos, las naciones cristianas busquen, con ardor cada día mayor, la protección de María; que se acostumbren cada vez más al rezo del Rosario, a ese culto que nuestros antepasados tenían el hábito de practicar, no sólo como remedio siempre presente a sus males, sino como noble adorno de la piedad cristiana». (Encíclica “Suprémi Apostolátus Offício”, 1 de Septiembre de 1883).
A esa gran palabra del magno León XIII, tan llena de verdad y oportunidad como la de todas sus grandiosas encíclicas, ha precedido otra mayor bajo algún aspecto, y es la de un gran hecho sobrenatural: el de las apariciones de la Virgen Santísima en Lourdes, apariciones de evidente verdad que han llenado el mundo con esplendores celestiales. Estos hechos son una nueva apología del Rosario: una pastorcita que le reza, la santa aparición que es atraída y queda complacidísima con tales preces, y las diversas demostraciones con que esa aparición da a entender que hoy, como en todos los siglos, y hoy más que nunca, está pronta a socorrernos y salvarnos. Y su excitativa, compendiada en dos expresiones: "penitencia" e "Inmaculada Concepción," acompañada y seguida de ruidosísimos milagros, viene hoy a ser preconizada por la gran Encíclica del Rosario.
En cuanto a nosotros, sin más misión que la del buen deseo, pero sujetos del todo a la censura de la Santa Iglesia, cuya fe por dicha queremos profesar con humildísima obediencia, vamos a continuar este emprendido estudio, porque creemos prestar a Dios por medio de su amabilísima Madre, el especial homenaje que le debemos por inmensos favores recibidos de su bondad, gracias a la intercesión de la compasiva Señora, favores que esperamos habrán de acrecentarse a nosotros y a nuestros deudos, amigos y lectores, y habrán de tener feliz término en la eterna salvación nuestra y de ellos, como de tan Gran Rey y de tan Gran Reina lo esperamos.
Ciudad Victoria, 6 de Septiembre de 1892.
CAPÍTULO I: ¿QUÉ ES EL ROSARIO?
Un benemérito apologista católico de los aciagos días del siglo pasado, definía así el Rosario: «Viene a ser un compendio del Evangelio, una especie de historia de la vida, pasión y triunfos del Señor, puesta con claridad al alcance de los más rústicos, y propia para grabar en su memoria la verdad del Cristianismo» (NICOLÁS SILVESTRE BERGIER, Diccionario de Teología).
Esta es, digamos así, la teoría del Rosario, cuya práctica, que viene a integrar toda su institución, está magistralmente expresada por el citado gran Pontífice reinante, en la ya dicha encíclica:
«La fórmula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de nuestra salvación, y en este asunto de meditación está mezclada y como entrelazada con la Salutación Angélica, una oración jaculatoria a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo».De suerte que es el Rosario oración vocal y oración mental o meditación, que unidas entre sí estrechamente vienen a ser, como dice San Bernardo: «La oración una antorcha, de la cual la meditación recibe la luz», según la cita de un piadoso escritor moderno: «Orátio et meditátio sibi ínvicem copulántur, et per oratiónem illuminátur meditátio» (Mons. LOUIS JOSEPH MENGHI D’ARVILLE, Protonotario Apostólico. Anuario de María, o El verdadero Siervo de la Virgen Santísima).
Y así, cuando consideremos cuál es la materia de esa oración vocal y cuál es la de la mental, y cómo pueden entrar en conveniente unión, y qué tan sabia es la inventiva de esa oración y de esa meditación, ya podremos ponernos al tanto de lo grandioso de institución como esa y de su portentosa sencillez, los dos extremos del infinito, el fórtiter y suáviter de lo divino.
Eso quiere decir que la inventiva del Rosario es obra divina, estando al más seguro criterio, y que de no constarnos, como ciertamente nos consta, que esta gran práctica fue revelada por la Virgen Santísima a Santo Domingo, bastará que examinemos las calidades de ese gran invento de piedad, para creerlo fundadamente así con razonable certeza.
Tres memorables salutaciones, las cuales valen por tres grandiosos himnos que jamás del cielo a la tierra pudieron mayores haberse entonado en obsequio de una criatura para gloria del Increado, tres memorables salutaciones son la materia del Rosario: la del Arcángel embajador de Dios, anunciando a la humildísima María la Encarnación del Unigénito en su sacratísimo seno: «Te saludo María, llena eres de gracia, el Señóles contigo, bendita eres entre todas las mujeres»; —La de Isabel, madre del prodigioso Juan Bautista, la que llena del Espíritu Santo y sabedora de esa gran embajada y de esa Alteza suprema de la Madre del Verbo, le dice también como el Arcángel, sobrecogida de respeto y agradecimiento, al ser en sus montañas visitada generosamente por María: «Bendita eres entre todas las mujeres» y «bendito es, añade, el fruto de tu vientre»; — Y la del Gran Concilio de los Obispos, reunidos en Éfeso contra Nestorio, quienes al proclamar fervientes el dogma católico, después de discusión luminosísima llena de sabiduría, de piedad y de la ciencia profunda de la Biblia y de la Tradición, en medio de las aclamaciones del pueblo de Éfeso que llora de alegría, exclaman así para siempre: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».
¡Qué salutaciones! ¡Qué tres himnos de triunfo! ¡Que himnos para honrar al Increado! ¡Qué celestial materia digna del espectáculo de los ángeles y de los hombres, para que, en voces concordes de estos con aquellos, los hombres no sólo aplaudan sino que rueguen y hagan una oración, como la cual, ninguna puede ser tan bien acogida ante el trono del Santísimo Dios!
Y esas tres tan breves salutaciones, dichas una sola vez en su origen por el ángel y por los hombres, escritas para siempre en el libro del Santo Evangelio y en les augustos anales de la Iglesia, merecedoras por lo mismo de ser solemnemente repetidas de los cristianos, por vía no sólo de aplauso sino de oración, ¿en qué forma pudieran ser repetidas?
Ciento y cincuenta veces; ese es el invento divino, como vamos a admirarlo. Antes diremos, que hubo desventurados volterianos en nuestra Patria, que con insensata soberbia se burlaron cual de cosa inepta, de la repetición del Ave María, como se hace en el Rosario. Insensata soberbia; porque el hombre no es ángel, y si sólo con la repetición de sus actos de pensar, puede conseguir el efecto que el ángel consigue, de una vez, por la intensidad con que piensa, ¿cómo no ha de ser sabio que el hombre repita el Ave María, para pensar mejor en ella? ¿Y por qué no uno y cien esfuerzos en penetrarse bien de la gran dicha de esa salutación? En ella se contiene la expresión del infinito amor de Dios a los humanos, expresión que merece ser cantada, ser amada, ser pagada con las alabanzas de todos los ángeles, con la sangre de todos los mártires, con el amor de todos los santos y todos los justos.
Volteriano: si no es que niegues la verdad de la Encarnación del Hijo de Dios, no puedes negar que es muy sabio repetir, como se repite en el Rosario, esa memorable salutación angélica, esa memorable salutación de la madre del Bautista, esa memorable salutación del Santo Concilio y de la muy piadosa ciudad de Éfeso, la noche de su triunfo contra Nestorio.
Sí, cristiano: repite, repite esas dulcísimas palabras. La repetición de las trompetas santas durante siete días, hizo caer con estrépito, en momento inesperado para los impíos, las murallas de la inexpugnable Jericó. Educa tu alma en esa santa repetición, que es gran gloria para Dios, gran honra para la Madre suya y Madre nuestra; gran medio de agradecimiento de lo que les debes, de alivio de lo que te aqueja, de conjuro de lo que te amenaza, y por fin, de goce de lo que anhelas por conseguir.
Esta elección de la materia de la oración del Rosario, tan admirable de por sí, no lo es menos por la del número de sus repeticiones; y en esto figuran hasta profecías bíblicas que en la invención del Rosario se cumplen, como vamos a hacerlo notar. Aprovecharemos sobre lo nuestro también lo ajeno de piadosos autores, cuya lectura ha quedado, por desgracia, relegada a sólo el humilde pueblo, o ya por lo anticuado del estilo de su redacción, o por la baja que el fervor de los creyentes ilustrados ha sufrido.
Si el número de los Salmos es de ciento cincuenta, muy armónico resulta que el mismo sea el de las Ave Marías en el Rosario, como que unas y otros constituyen una repetición de alabanzas, con la diferencia de que los Salmos son alabanza encubierta en profecía, y el Ave María es la realidad con el luminoso cumplimiento de lo profetizado.
Los Salmos fueron la alabanza oficial litúrgica del sacerdocio de la Sinagoga y lo son hoy del de la Ley de gracia, y el Rosario con sus ciento cincuenta repeticiones, es la alabanza de todo el pueblo distribuido en sus hogares o congregado en el Templo o en procesión en las calles; sin que por eso dejen de prestar su homenaje Papas, Obispos y demás sacerdotes de la Santa Iglesia, con el Santísimo Rosario, ya a la cabeza del pueblo congregado, ya también esas altas dignidades, como los simples fieles en el retiro de su hogar, en el seno de su familia.
El asunto de los Salmos es la alabanza A Dios por los beneficios de la Creación y los mayores de la Encarnación, Redención y Glorificación, todavía estos en su estado profético; y es tan grande esa alabanza, que, no por haberse cumplido en mucha parte esas profecías, deja de merecer el Salterio el constituir la base de la alabanza oficial del cuerpo sacerdotal de la Santa Iglesia; disponiéndolo así la sabia Providencia para que la gloria de su Cristo se vea haber sido siempre una, así en los siglos de ayer como en los de hoy, y que así lo será en los de mañana: «Christus heri el hódie, ipse et in sǽcula». —El asunto del Rosario es la alabanza por los beneficios de la Creación y por todos los ya dichos de la Ley de gracia, ya cumplidos, ya después que ha resplandecido su gloria, ya después que el Padre Celestial, dando al mundo su Hijo Unigénito, le ha convencido del amor inmenso y compasivo que le tiene, ya que hemos visto al Verbo hecho carne, lleno de gracia y de verdad, ya que hemos sabido de los labios del amable Jesús, que, verle a Él, es como ver al Padre, como si viésemos a Dios, como si Dios mismo se nos hubiese mostrado.
Pero el asunto del Rosario, no conteniendo explícitamente de por sí, en su oración vocal, todo el de los Salmos, está integrado, como ya se sabe, con el de la meditación sobre el recuerdo de todos los misterios de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, y con los de gozo, dolores y glorias de su Santa Madre, completándose así la armonía del rezo de los Salmos con el del Rosario; porque, lo repetimos, el movimiento de pensamientos y afectos en los Salmos, tiene por principal materia la profecía abundantísima de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, y no pocos misterios referentes a la Santa Madre de Dios.
Con razón por eso, pensando en la institución del Rosario, se ve el profundo alcance de esa aserción bíbiica por la que podemos estar ciertos deque la Palabra de Dios, el querer absoluto de Dios, imposible es que queden en vano. Dios quiso amor, Dios quiso alabanza, Dios quiso prender fuego a la tierra y abrasarla en amor; Dios quiso ser alabado por este amor de los hombres, quiso que una oblación limpia se le ofreciese en todas partes y a todas horas, desde el Oriente hasta el Ocaso, y quiso que su pasión y muerte, y su última cena, como lo dijo explícitamente el Verbo Divino, y por consecuencia Sus otros grandes misterios, se recordasen por los cristianos; y he ahí cómo ese querer no queda en vano: la estupenda institución de la Misa por una parte, y la estupenda del Rosario por otra, cumplen a maravilla con ese divino querer.
En toda la redondez de la tierra, desde los primeros siglos cristianos la Misa, y, desde el siglo de Santo Domingo, el Rosario, no han cesado de levantar al cielo la oblación pura de grandísimo número de cristianos, mediante la que se devuelven gracias, al Padre, por su amor con que nos dio a su dulcísimo Jesús y a esa dulcísima Señora, Madre de su Hijo y Madre nuestra. Y este movimiento de tantas alabanzas ha venido siempre en aumento, al impulso maravilloso de la hostilidad de los pecadores y de los impíos.
Nótese con ello esa otra consonancia admirable entre los fines del Rosario y los de la Misa: «Hoc fácite in meam commemoratiónem» (Haced esto en memoria de mí).
¿Quería Jesucristo que sus inmensos favores y los de su Madre amabilísima no se echasen en olvido, con la alabanza del recuerdo de agradecimiento y de amor? Lo ha conseguido portentosamente; porque jamás, desde que lo quiso, ha dejado de tener entre los hombres muchísimos que hacen diario recuerdo de lo que le debemos a Él y a la Reina; número que todos los días va en prodigioso aumento; y que plegue a vosotros ¡oh piadosos Jesús y María! aumentemos el que esto escribe y los que lo escrito leyeren. Que ese amor bienhadado de los Pablos e Ignacios, de los Ireneos y Atanasios, Cirilos y Leones, Gregorios e Ildefonsos, Anselmos y Bernardos, Domingos y Franciscos, Tomás y Buenaventura, Brígidas y Catalinas, Magdalenas de Pazzi y Teresas de Jesús, Píos V, Felipe Neri e Ignacio de Loyola, María de Ágreda, Alfonso de Ligorio y Bernardita de Lourdes, Pío IX y su no menos dichoso Sucesor; que ese amor bienhadado de tan distinguidos cristianos, haga de nosotros lo que fueron ellos.
Por fin, en este punto, para dar idea breve de las armonías que reinan entre el número de las alabanzas del Rosario en sus Ave Marías y el de muchas figuras proféticas del Antiguo Testamento, bastará transcribir algunos conceptos de un libro muy popular entre los cristianos piadosos de las naciones hispano-americanas:
«En el Arca de Noé se halla este número (ciento cincuenta) porque, como dice la Escritura, a los ciento y cincuenta días, que es el número sagrado del Rosario, los manantiales del abismo que anegaban la tierra se cerraron; las nubes y las tormentas cesaron; fueron a menos las aguas del diluvio; descansó el Arca sobre los montes y se acordó Dios de Noé y de todos los animales; por donde se conoce cuántas son las maravillas que andan juntas con la sombra del Santísimo Rosario. Con él se cierran las puertas del abismo infernal; con él se serena el cielo, cesan las tempestades y rigores de la Divina Justicia; van a menos las tribulaciones y descansa la Iglesia, y se acuerda el Señor de los hombres y animales del Arca; esto es, de los buenos y malos cristianos.
Está así mismo figurado en el Tabernáculo de Moisés (como lo dice la Escritura) en todos sus números, de diez, cincuenta, y ciento y cincuenta, en las cortinas, hebillas, presillas y círculos o coronas de oro, con que se había de vestir el Arca, adornar el Santuario y perfeccionar todo el Tabernáculo; por todo lo cual debes entender las virtudes de que se vistió y adornó el Arca María Santísima, el Sancta Sanctórum, y el Altar de los Sacrificios, que es la Sacratísima humanidad, con todos los misterios de su santísima vida. Y en las hebillas, presillas y círculos de oro, que eran ciento y cincuenta y unían las cortinas y vestuario del Arca y Santuario, has de considerarlas ciento y cincuenta Ave Marías del Santísimo Rosario, que unen y juntan en uno entero las virtudes, obras y misterios de Cristo y su Madre, de que se vistieron sus santísimas almas, y se visten todas las de los cristianos». (Fray PEDRO DE SANTA MARÍA Y ULLOA OP, Arco iris de paz: cuya cuerda es la Consideración y Meditación para rezar el Santísimo Rosario de Nuestra Señora)
Cúmplenos ahora exponer lo que corresponde a ese asunto de recuerdo y meditación de los grandes misterios de Jesucristo y de María, con que se entrelaza la oración vocal en el Rosario; pero esto ya reclama un nuevo capítulo, que es el siguiente.
CAPÍTULO II: DE LA MEDITACIÓN DE LOS GRANDES MISTERIOS DE JESUCRISTO Y DE MARÍA EN EL ROSARIO, Y DE SU ENLACE CON LA ORACIÓN VOCAL
Fácil fuera sentir pesada la práctica de la oración mental; pero sería insensato desconocer que no hay ejercicio más razonable, digno y levantado que el de ese género de oración, y que no hay dicha tanta como la de meditar en los asuntos del cielo. Porque si el ejercicio de las potencias del alma es en el cielo conocer a Dios y gozarle, todo en premio y galardón de una vida de prueba, en la tierra esas mismas potencias no pueden tener otro objeto verdaderamente necesario que el de anticiparse a conocer y desear por mérito, por fe y por amor laboriosos, lo que sólo así puede conocerse y amarse después con la fruición de infinita dicha.
Una sola cosa es necesaria, dícenos el Divino Jesús; y así, quien sabe dar importancia a la meditación de los asuntos de piedad y de su salvación eterna por consecuencia, ése es cuerdo y ése es prudente, los demás son locos; decía con sobrada razón San Agustín en equivalentes palabras. Por eso los místicos, esos hombres verdaderamente sabios, consideran como asegurada la salvación eterna de aquél que hace oración mental todos los días, siquiera unos cuantos minutos; y por el contrario, ven un funesto presagio en la carencia de esa oración en tal otro, por más que ése no aparezca con vicios.
Esto supuesto, si oración mental debemos hacer so pena de perdernos, ¿qué oportunidad diaria podemos encontrar mejor, que la que nos ofrece la celeste inventiva del Rosario? Aquí que podemos decir poseídos de filial contento: sí, Padre Celestial, sí Hijo Unigénito hecho hombre por nuestra salvación, sí misericordiosa Madre de Jesús y Madre nuestra, ya lo sabemos y nos es grato proclamarlo y saborearlo en nuestros corazones; una sola cosa es necesaria, una sola cosa de vida eterna: conocerte a ti, Dios verdadero, y a tu Mesías Jesucristo, y a La que es el camino de ese camino. ¿En qué pensamos, en qué nos gozamos, qué podrá salvarnos si no es la meditación de vuestros misterios, ¡oh Jesús! ¡oh María!, en medio de la repetición de la salutación angélica y de esa oración que nuestro Jesús nos enseñó a recitar ante su Padre celestial? No pueden darse actos más gratos y meritorios, que los que vamos a reseñar brevemente como inventario de santa riqueza. Hélos aquí:
- Hacer filial y amoroso recuerdo, todos los días, de que Dios Padre nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo Unigénito, quien se hizo hombre por nuestra salvación en el seno de la Santa Virgen; entregar seriamente el alma a la consideración de ese sacramento de piedad, como San Pablo llama a la Encarnación del Verbo Divino; deducir seriamente de ello el propósito de huir del pecado y cultivar la virtud para merecer la eterna recompensa, evitando el eterno castigo: todo esto fiados en que, si el Padre ha querido que su Unigénito se haga hombre, ha sido para facilitarnos la manera de ganar el cielo;
- Hacer filial y amoroso recuerdo de ese primer ejercicio de la misericordia, con que la Madre de Dios se apresura a llevar a la casa de Isabel, la santificación del futuro Precursor del Mesías; contemplar seriamente la grandeza de esa Madre de Dios que así inaugura el reinado de sus misericordias, la manifestación de sus inmensas virtudes, que á impulso de estas prorrumpe en ese grandioso himno del Magníficat, el más bello que jamás entonó criatura, himno inmortal, en alto grado profético, de humildad y de amor a Dios y a los humanos; deducir de tan excelsas virtudes de nuestra Hermana, el deseo y el aliento de imitarlas en nuestra medida y en nuestra esfera;
- Hacer el recuerdo filial y amoroso y contemplar seriamente al Verbo humanado en el establo de Belén la noche hermosísima de su nacimiento, la adoración de los Pastores y de los Reyes y el himno de gloria y de paz de las multitudes angélicas; la dulzura inefable de la Madre de Dios ante su Hijo hecho párvulo y la del castísimo esposo de la siempre Virgen; la consagración de la pobreza y la glorificación de la virginidad; la destrucción del reinado de las vanidades humanas y la iniciación de todos los hombres amantes del bien y de la virtud, en esa senda bienaventurada por la que se va en pos de Jesucristo y de su Madre fidelísima;
- Hacer filial y amoroso recuerdo y seriamente poner la atención en ese espectáculo tan humilde a la vez que grandioso, del ofrecimiento del Niño Dios en el Templo, en brazos de María, acto profetizado siglos antes; contemplar, cómo allí, a la vez que los ancianos Simeón y Ana la profetisa, alcanzan, sólo ellos dos, la dicha suspirada por millares y millares de israelitas durante siglos, es iniciada la joven Madre de Dios en el presentimiento del acerbo suplicio del Calvario, y le es anunciada esa cuchilla que de manera diversa tenía que traspasar su corazón y el alma de Jesucristo. ¡Consoladora enseñanza de paciencia en los grandes trabajos con que han ele alternar los justos los goces de la virtud!
- Hacer el filial y amoroso recuerdo con el interés del agradecimiento, de esa otra escena de la vida de Cristo y de su dulce Madre, en que el Divino Infante desaparece como perdido durante tres días a la dolorida Madre, que al fin le halla gozosa en el Templo; preludios de la futura muerte y resurrección del Verbo humanado, y una enseñanza más de que quien sufriendo busca a Dios, con gozo le hallará;
- Contemplamos esa agonía de Jesucristo, que hiere su alma antes de que los hombres piensen quizá todavía cuánto es lo que van a herir su cuerpo; esa agonía en medio de la sublime oración del Huerto, oración y agonía que de lejos acompañó sin duda la gran Madre;
- Contemplamos esa escena de Jesús atado a la columna del Pretorio y azotado rabiosamente por la soldadesca romana sobornada por los fariseos, inspirados éstos por el mismo infierno en su diabólica lucha con el Redentor; y a la vez la dulcísima Señora, modelo incomparable de mansedumbre y de ternura, no menos que de estupenda fortaleza y abnegación, presente como Reina de los mártires ante el sangriento suplicio. ¡Enseñanza en que se inspiraron los prodigios de tantos mártires, que muy en breve siguieron y han seguido hasta hoy ese martirio de la Madre de Jesús!
- Contemplamos ese espectáculo del ensangrentado Divino Reo, mudo por sublime paciencia, sin la arrogancia del estoico ni el abatimiento del cobarde; insigne Varón de dolores tan único en la sublimidad de su paciencia, que sólo un Hombre Dios podía ser como ese Justo, escarnecido, befado con la corona de espinas y el harapo de manto real, saludado procazmente por la canalla farisaica y compadecido y adorado con hondos gemidos por la ínclita Reina y los pocos fieles que la Acompañan. ¡Qué enseñanzas tan dignas de agradecerse y aplaudirse hora por hora!
- Contemplamos esa marcha triunfal del Verbo con su cetro de la cruz por la calle de la Amargura, para tomar después posesión de un trono de ignominia que más tarde será el gran título de sus glorias; ese camino de la cruz en pie la víctima cae tres veces desfallecida; en que se ofrecen: la grande predilección divina de un pasajero de Cirene, afortunado en ser compelido a compartir la portación de la cruz; la predilección divina de las compasivas mujeres que lloran al que los fariseos insultan; la predilección de esa Verónica que animosa emprende la obra de limpiar el dulcísimo rostro de Jesucristo, ganando así una gloria que envidiarán los héroes; esa calle de la Amargura, repetimos, en que se nos presentá el dolorosísimo encuentro de la incomparable Madre con el Hijo Divino;
- Contemplamos, por fin, el Calvario, pedestal del trono de la cruz en que la víctima es clavada en medio de dos facinerosos, uno de los cuales, en contraste con el desventurado impenitente de la izquierda, arrebata el cielo a última hora; en ese patíbulo, el septenario de admirables palabras y enseñanzas inmortales del Salvador, y siempre firme y asociada a su pasión la Madre, que es allí declarada también Madre de los humanos. El recuerdo diario y solemne de tan grandes favores de nuestro Dios, digno es de hacerse en el Rosario, y admira reconocer en tanta sencillez de institución, tan sublime cumplimiento de lo que no podía menos de reclamar la sabiduría del amor infinito: atizar sin cesar el recuerdo del amor agradecido;
- Jesucristo resucitado, la tempestad disipada, las aguas de amargura reducidas a sus abismos, la heroica Reina de los mártires saludada primero que todos por su glorificado Hijo, y salva ya de tan inaudito sufrir. La Resurrección del Señor, esperanza y prenda de la nuestra, enseñanza de recompensa perdurable después del brevísimo sufrir de la prueba. La Resurrección, grandioso argumento, incontrastable, contra el cual los enemigos ele nuestra santa Religión jamás han hecho sino tartamudear vergonzosas objeciones. La Resurrección, escuela de celeste gozo en que el amor filial aprende a buscar las cosas de Dios y a olvidar los placeres transitorios de este destierro;
- Otro triunfo: la Ascensión de Jesucristo, a la vista de la Madre y de los discípulos, complemento del gozo de la Resurrección y de sus glorias, principio de un nuevo orden de vida espiritual, de amor más perfecto y meritorio, en que se ama a quien no se ve, sin el aliciente del consuelo sensible de su vista y de sus palabras, nuevo orden de amor en que la Reina de las Vírgenes es constituida como siempre la primera, para nuestro consuelo y enseñanza;
- Otra gloria: la Pentecostés, la venida del Consolador, caridad del Padre y del Hijo, Dios como ellos, que es enviado e infundido en el alma de la nueva Iglesia formada de las primicias dichosísimas de los hijos de Dios, de esa Madre que en lugar de Jesús preside humildemente a todos sus discípulos, y que de entonces hasta su Tránsito gobernará con modestísima sabiduría en una especie de orden privado, porque el orden público está encargado a Pedro;
- Las glorias de la Madre: el Tránsito y la Asunción de nuestra Reina, cuyo recuerdo es de tan elevada perfección como el de la Resurrección de Jesucristo; en él termina la contemplación de nuestra Madre en su vida sensible, digamos así, a nuestros ojos y a nuestros oídos, y a la vez comienza el ejercicio de ese afecto levantado, al que debemos aspirar los que hemos de salir en breve de este Egipto y tomar posesión del Edén celeste;
- Ciérrase esta serie admirabilísima de recuerdos de meditación, con el definitivo triunfo de María la Madre de la misericordia, constituida Reina de todo lo criado, de los ángeles y de los hombres, y encumbrada en trono á la diestra de su Hijo, en el que no cesará de estar rogando por nosotros, llenando inumerables páginas de los anales de la Iglesia con sus prodigios de piedad para con los justos y aun los más rebeldes pecadores.
CAPÍTULO III: OBSERVACIONES PREVIAS SOBRE LA ECONOMÍA DE LA REVELACIÓN DE LOS MISTERIOS DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, EN RELACIÓN DE LOS DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO - REVELACIÓN BÍBLICA - REVELACIONES PRIVADAS
La piedad, como toda virtud y como virtud superior, tuvo siempre que ser esforzada. Poca piedad hizo que los herejes pretendiesen guiarse sólo por la Biblia y menospreciasen la Tradición sagrada; poca piedad ha hecho también que herejes, como los jansenistas y racionalistas o católicos contagiados de racionalismo, pretendiesen no salir de lo dogmáticamente obligatorio y despreciasen las revelaciones hechas sin título de dogma a las almas santas, olvidando así lo que ya el Espíritu Santo, por San Pablo, nos prevenía: «Prophetías nólite spérnere, ómnia autem probáte» «no queráis despreciar las profecías; examinarlas sí» (I Tesalonicenses V, 20 y 21). Y así como no quedaba ni podía quedar cerrado el registro de los milagros, con sólo los milagros evangélicos, tampoco las revelaciones del Espíritu Santo a su Iglesia, tenían por qué reducirse a las solas que constituyen el depósito de los libros bíblicos o de la Tradición Apostólica.
En principio, sería poner límites a la munificencia divina el no querer aceptar lo que de otra manera, que con la revelación bíblica o apostólica, se notificase por Dios a nuestra piedad; siendo así que bajo la inspección y el gobierno del Episcopado y, sobre todo, del Romano Pontífice, no hay temor de que fiel alguno sufra las alucinaciones de la falsa piedad o de la soberbia; pues con el establecimiento de la Iglesia docente, nuestro Dios, Dios de verdad y sabiduría, proveyó de una vez a todo. Por eso, no será nunca señal de espíritu de obediencia el declararse reacio a creer y a aprovechar las revelaciones privadas que se proponen a nuestra piedad bajo el visto bueno de la Iglesia.
De esas privadas revelaciones hay contingente no escaso para explanar y detallar los datos preciosos de la vida, pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo y de la vida de su Santísima Madre, como son los de las revelaciones de Santa Brígida, la venerable María de Ágreda y Sor Catalina Emmerich.
Nuestro siglo, que en el sentido del mal se ve ya concluir ofreciendo los mayores horrores de apostasía del seno de su Ciudad anticristiana, ha visto, en sentido contrario, ir desapareciendo esa falta de piedad de muchos de los hijos fieles de la Ciudad de Dios. En días menos felices llegaron muchos fieles a ver con menosprecio y aun con hostilidad, lo que no fuese absolutamente obligatorio por absolutamente auténtico y dogmático; sin considerar la economía de los favores y de las voluntades divinas, entrando en el orden de éstas lo de precepto y lo de consejo, y en el orden de las revelaciones lo dogmático y lo de piedad. Y así como fuera injurioso a nuestro Dios el menospreciar su consejo, sólo porque no era precepto, y más el menospreciarlo sistemáticamente, injurioso y mucho tiene que ser el menospreciar las revelaciones, y más, sistemáticamente, porque no obliguen bajo el anatema de la Iglesia.
Pasó por dicha el tiempo de la ceguedad; ya no hay o son pocos los jansenistas; los hijos fieles de la Iglesia honran ya todo lo que su Madre juzga digno de honra, y estiman como luz todo lo que su Madre les propone como luz, aun cuando esta luz no sea la que recibieron los Apóstoles, puesto que «la mano de Dios no se ha abreviado». Recojamos, pues, con respeto y reconocimiento y saboreemos ese maná celeste que de tiempo en tiempo, y ya muerto Moisés, se digna enviarnos el Divino Jehová del Nuevo Testamento.
Es muy provechoso notar, en cuanto la ciencia divina nos brinda a que la estudiemos, la sapientísima conveniencia de que las revelaciones divinas fuesen, según de hecho lo han sido, las relativas a Nuestro Señor Jesucristo, como del Verbo humanado, como de nuestro Dios único, Criador, Redentor y Glorificador abundantes, principales y dogmáticas; y que muchas de las relativas a la Virgen Madre, muy grande sobre todas las criaturas, pero subalterna ante su Dios y Criador, no constasen de esa manera dogmática; sin que por esto dejase de convenir que, con otra solemnidad de carácter subalterno, se revelasen las glorias de la Madre, para gloria de su Hijo y provecho nuestro. Más todavía: aun tratándose de la revelación concerniente a la persona y a los hechos de ese divino Hijo Redentor nuestro, convenientísimo era que no todos nos constasen por el Evangelio ni por la Tradición Apostólica; pero que tampoco dejasen de constarnos por otros medios, como han sido los de las comunicaciones privadas.
Si ni por el Evangelio ni la Tradición sagrada apostólica, convino que supiésemos si fueron numerosísimos y cruentos en exceso esos azotes que recibió nuestro dulce Jesús, «con cuyos cardenales fuimos curados», como tantos siglos antes dijo el Profeta, ¿quién duda lo conveniente que era para los fines de la gloria del Verbo y el bien de las almas amantes suyas, revelar esos detalles de la historia de la pasión divina mediante los que supiésemos más y más sus glorias? Grandes han sido las de ese combate en que a la rabia diabólica de Satanás, secundada por la perfidia farisaica y la maldad gentílica, se opuso la pasmosa mansedumbre que tantos himnos ha hecho entonar y hará entonar para siempre en honor del divino Cordero. Convenientísimo era, y digna recompensa de la piedad de esa reina de Suecia de inmortal renombre, Santa Brígida, que a ella la escogiese el Cielo para oír de los labios de la Reina de los ángeles y de la misericordia, tan dichosa revelación, como es esa, en que la altísima Señora refiere los detalles de la flagelación del divino Jesús y los inmensos dolores de la dulce Madre. Extraño sería que Dios, tan espléndido en sus favores y, permítasenos la frase, tan lógico en sus voluntades, no hubiese contentado de esa suerte la santa curiosidad de los que le aman. ¡Los detalles de los azotes, los de muchos pasos de la Vía Sacra, la impresión de las llagas en el excelentísimo hijo de Dios, Francisco de Asís, cómo no propender a creerlos, apenas la Iglesia nos diga: «puedes creerlo», si es tan verosímil, dado lo que es Dios y dado lo que son sus Santos!
Y así, nada menos que para los altos fines de la institución del Rosario, son grandemente verosímiles (credibília facta sunt nimis) esas revelaciones que se llaman privadas y que lo son sólo de cierta manera, porque sus fines son altamente públicos, de muchos detalles de la vida, pasión, muerte y resurrección del Hijo, y de los gozos y dolores de la vida, asunción y coronación de la excelsa Madre. Otra razón ha habido también para que las fuentes dogmáticas de la revelación divina no contuviesen muchos detalles más a menos excelentes acerca de nuestro divino Jesús y de su Madre amabilísima: la de proceder de lo iniciado a lo consumado, de lo general a lo detallado, de lo perfecto a lo más perfecto, y esa razón es la misma que ha presidido al desenvolvimiento de la enseñanza y del triunfo de cada uno de los dogmas. El Rey de los siglos ha querido que sus altísimos favores resplandeciesen, no con la súbita rapidez de la luz del rayo, sino con la sublime lentitud de la luz del día, que de alba cándida se transforma en aurora rubicunda, de ésta en alegre mañana y, andando las horas, en pleno y esplendoroso medio día; y aun luego, de un día para otro día, esa misma luz va adquiriendo nuevas entonaciones y colorido, conforme va acrecentando su reinado la primavera.
Así es como el sol divino Jesucristo ha ido más y más cada hora y cada día dando a conocer la luz de su gloria; y si fue conveniente brillase en Nicea con nueva luz a más de la que surgió en su aurora de la resurrección en Jerusalén, y todavía con más luz en Éfeso y en Calcedonia, y que a su semejanza la Madre amabilísima fuese en aumento de glorias de su asunción a su proclamación dogmática en Éfeso y últimamente en el Vaticano, conveniente ha sido también que la luz de nuevas revelaciones fuese de tiempo en tiempo entonando y colorando la luz del tiempo precedente.
Así el hombre meditaría con detenimiento lo que es tan digno de ser meditado con el exquisito gusto de las cosas celestes, y después que en los relatos evangélicos y a la luz ele las piadosas reflexiones de los Santos Padres, hubiese hecho entrar en su mente y en su corazón esa buena nueva de los hechos gloriosos de Jesús y de María, se le darían a saber y a gustar relatos aún más íntimos de esos dos luminares de nuestra infinita dicha; se le diría cuanto pudiese saberse de ese divino Verbo humanado, cuanto pudiese saberse de esa admirable Madre de Dios, para más servirlos, para más amarlos, para más asegurar nuestra esperanza en la visión gloriosa de la Patria que nos está prometida.
Demos, por tanto, mucha importancia, amado lector, cuanta nos permita nuestra Madre la Santa Iglesia, a la buena nueva de esas revelaciones de esas almas bienaventuradas, revelaciones con que contamos para ampliar con ellas las dulces meditaciones del Rosario. Lejos de desatenderlas, habremos de reconocerlas como un tesoro, fiados en el ejemplo de los bíblicos expositores como un Cornelio Alápide, a quien, bajo los auspicios de la Santa Iglesia, seguiremos en la exposición de los misterios del Rosario. Entremos en tan grata materia; consíganos de su Hijo divino, nuestra dulce Madre, desempeñar un provechoso trabajo en lo que vamos escribiendo; nada sabemos, muy tibios somos; pero deseamos hacer algo en honor de nuestra Reina, para captarnos la benevolencia del adorable Rey.
«¡Dignáre nos laudáre te, Virgo Sacráta!».
CAPÍTULO IV: DE LA MEDITACIÓN DE LAS FRASES DEL PADRE NUESTRO, EL AVE MARÍA Y EL GLORIA PATRI
Pero la grandeza de los elementos del Rosario consiste no sólo en lo dicho; no sólo en el recuerdo de sus grandes misterios en sus tres series referentes a Jesucristo y a María; no sólo en la alteza de las tres grandes oraciones, “Pater noster”, “Ave María” y “Gloria Patri”; no sólo en su alteza, digamos así, mas en su profundidad y anchura. Que es como proponernos estos problemas:
- ¿En las frases divinamente inspiradas de esas oraciones, habrá intención y virtud bastante para reunir y compendiar todos los géneros de afectos y alabanzas del Salterio y de todo el Antiguo Testamento, del Evangelio y de todo el Testamento Nuevo?
- ¿Podrá decirse que en esas frases, a más del espíritu de alabanza, se alienta el de penitencia y aun provechosísimo ascetismo?
- ¿Podrá decirse que el Rosario es como un Breviario para uso del pueblo cristiano y como el compendio del gran libro que recita la Iglesia universal?
¡Y cómo que sí! Vamos no sólo a demostrarlo sino aun a hacerlo admirar.
El temor santo, el amor hermoso, la fe en el gran Dios y en su Salvador; la santa esperanza, la alabanza y el homenaje a la Magestad del gran Rey y Padre de los humanos y de todo lo criado; el Salvador, el Cristo, el Mesías, el Ungido; la Mujer, la Mujer fuerte, la Madre de Aquél que vencería a la serpiente; la Reina, la Madre del Rey, la Hija del gran Rey, toda gloria a la Santísima Trinidad: ese es el resumen, el fin, el medio, el principio, el todo del Antiguo Testamento así como del Nuevo; el Alfa y el Omega de todas las letras de esa doble revelación del gran Rey de la eternidad en su sabiduría y amor al hombre.
Pues bien: todo esto resumen y formulan esas tres frases del Padre nuestro, el Ave María y la doxología o Gloria Patri. Si es en el Antiguo Testamento y principalmente en los Salmos, todas las alabanzas a ese Dios, que «en el principio crió el cielo y la tierra»; a ese Dios a quien Isaías glorifica como «Señor de los Ejércitos", y Moisés como «Triunfador Caudillo», y David como «Dios de los dioses», como el «Señor, el Rey y Dios de nuestro corazón»; todas esas alabanzas resúmense, amplíanse y resuélvense en esta frase que dice más que todas aquellas: «¡Padre nuestro! santificado sea tu nombre». Fin de todas las cosas, derecho supremo del Criador de todas ellas, razón de toda teología, de toda acción de criatura: la Gloria de Dios es sobre todo.
Al criarnos Dios, ¿qué móvil podía tener más razonable que su propia gloria, que la manifestación de su bondad santísima? ¿Qué alabanza puede, por tanto, ser más propia de la criatura a su Criador, que esa de invocarle, invocarle como Padre y no pedirle por principio sino la gloria del invocado? Si el rey profeta se extasiaba cuando decía, refiriéndose a la denominación de «Señor y Rey nuestro» que a Dios es debida: «Señor, Señor Dios nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la redondez de la tierra», con cuánta mayor razón no lo habría hecho al saber que el Salvador nos enseñó a exclamar: «¡Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre!», «tu nombre», el de Padre del hombre, a causa de que Jesucristo, como hijo verdadero del hombre, es decir, de la siempre Virgen María, se ha hecho hermano nuestro y por ende ha hecho que Dios sea nuestro Padre.
Mas, una sóla cosa es necesaria, una sobre todas: amar al sumo bien, amar a Dios; esta es la justicia, esta es la dicha; esto inculcó Moisés, esto cantó David con entusiasmo, esto enaltecieron con profecía insigne los Profetas: «Y bien, Israel, ¿qué otra cosa quiere de tí el Señor Dios tuyo, sino que le ames con todo tu corazón y con toda tu alma?» y David: «Inmaculada es la ley del Señor», «dichosos los que en sus pasos cumpliendo esa ley, no se apartan de tal camino»; e Isaías: «Esto dice el Señor: cesad de obrar mal, haced lo que es bien, obrad lo que es justo»; y todos los Profetas no darán anuncios sino en pro de la ley del Señor, que es el bien y que es la dicha. Mas, nuestro Salvador, Hijo de Dios vivo, lo dirá mejor en esta sola frase: «Padre nuestro hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo».
Es, pues, indudable y muy hermoso, que en la invocación y peticiones primeras del Padre nuestro, se resumen, formulan y mejoran las de los Salmos, de los Profetas y de todo el Antiguo Testamento. Las alabanzas y deprecaciones á la Madre, del Salvador de Israel, se resumen no menos, se formulan y mejoran en la segunda parte de la gran oración cristiana, es decir, en el «Ave María».
En Moisés, en David, en los Profetas, en los inspirados historiadores del Antiguo Testamento, grandes son los encomios a la Madre futura o prefigurada del Salvador. En Moisés, «ella quebrantará la cabeza de la serpiente, será la Madre de la vida, será la fecunda, la hermosa»; en Samuel, será la «dolorida», la Madre del Hijo milagroso; en David, será la «codiciada del Rey» por su «decoro y modestia»; en Salomón, la «toda bella», la «única», la «escogida entre millares»; en los Profetas, será la Virgen Madre y siempre Virgen, que concibe y pare a Emmanuel, Dios con nosotros; en los Historiadores santos, será Ester la salvadora de su pueblo, será Judit la «gloria de Jerusalén».
Mas en las palabras del Ángel y de Isabel; María Madre de Jesús es la «llena de gracia», la «Madre de Dios», la suprema criatura, la obra maestra de todos los siglos. ¿A quién antes que a ella, y a quién después que a ella pudo y podrá decirse: «Santa María, Madre de Dios, llena de gracia, Dios está así contigo (como tu hijo verdadero); ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte»?
Toda la ley de Dios, toda justicia y santidad nuestra, (hágase tu voluntad, oh Señor); toda la gloria de Dios (santificado sea tu nombre); todo el bien nuestro (venga a nos tu reino); toda la virtud nuestra (perdonamos a nuestros deudores); todo el santo temor nuestro (no nos dejes caer en tentación); todos los bienes de vida y bien nuestro (el pan nuestro de cada día dánosle hoy), están contenidos en preciosa fórmula en esa gran oración, y más de lo que en ella se contiene no hay en el Antiguo Testamento.
Y así del Ave María... En tratándose de la mujer, de «la gran mujer», de la Madre del Salvador, predicha y prefigurada, toda la grandeza de ella («llena de gracia»), todo el respeto de los mismos ángeles hacia ella (Ave llena de gracia, el Señor es contigo) (el arcángel calla el nombre de ella al saludarla, mudo en eso por sumo respeto, como enmudece para nombrar a Dios); toda la superioridad de esa mujer sobre todos (bendita eres entre las mujeres); toda la excelencia de la madre (Madre de Dios); el ser Dios ese hijo (bendito el fruto de tu vientre, Jesús); todo eso está contenido en preciosa fórmula en el Ave María, y más de lo que en ella se contiene no hay en el Antiguo Testamento, en el cual admirablemente se habló de una mirra y de un cinamomo que habrían de esparcir olor suavísimo en los tiempos de la ley de gracia, que no es otro que el buen olor de sus inmensas virtudes y singularísima gloria.
Pero no sólo así: el «Padre nuestro, el Ave María y el Gloria Patri», son la flor del Nuevo Testamento, así como el resumen del Antiguo.
Por lo que hace al «Padre nuestro», esa perfectísima oración, como la llama el Ángel de las escuelas, contiene, como él explica, todo cuanto debe desearse y el orden en que debe implorarse. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir sino a desear. ¿Y qué es lo deseable para nosotros? Nuestro fin, que es Dios, y esto de dos maneras: primero, en cuanto su gloria es sobre todo; segundo, en cuanto queremos gozar de ella; y a estos dos deseos corresponde el exclamar: primero, «Santificado sea tu nombre», y después «venga a nosotros tu reino». Mas a este fin conducen dos medios, uno directo y de suyo propio, haciendo lo que nos merezca la dicha eterna, la voluntad de Dios, formulada en esta petición: «hágase tu voluntad»; otro, como un auxilio para poner ese medio, la fuerza para conformarnos a esa voluntad; esa fuerza la pedimos así: «el pan nuestro de cada día dánosle hoy», que se refiere a la Santa Eucaristía y a todo sustento de cuerpo y alma. A esto se agregan tres peticiones más, para la remoción de tres obstáculos que impiden el fin: el pecado, y a esto viene el pedir «perdónanos nuestras deudas»; la tentación, y a esto «no nos dejes caer, en tentación»; la penalidad presente, y a esto «líbranos de todo mal».
De otra manera no menos admirable se resume el Evangelio en la gran oración dominical, adaptándose a los siete dones del Espíritu Santo y a las bienaventuranzas. San Agustín, citado por Santo Tomás, lo observa así admirablemente: (De Sermóne Dómini in monte), diciendo:
«Si es el temor de Dios, por el que son bienaventurados los pobres de espíritu, pidamos que sea santificado el nombre de Dios en los hombres por su temor santo; si es la piedad, por la que son bienaventurados tos mansos, pidamos que venga a nosotros su reino, a fin de que nos amansemos y no le resistamos; si es la ciencia por la que son bienaventurados los que lloran, oremos que se haga su voluntad y entonces no lloraremos; si es la fortaleza por la que son bienaventurados los que tienen hambre, oremos que nos dé el pan nuestro de cada día; si es el consejo por el que son bienaventurados los misericordiosos, perdonemos las deudas, para que se nos perdonen las nuestras, si es el entendimiento por el que son bienaventurados los limpios de corazón, oremos a fin de no tener dos corazones, para seguir las cosas temporales, que son para nosotros causas de tentación; si es la sabiduría por la que son bienaventurados los pacíficos, porque se llaman hijos de Dios, oremos que se nos libre de mal, pues la misma liberación nos hará libres hijos de Dios».También de esta otra manera:
«En la palabra “Padre” está implícita la profesión de fe y amor al Criador, al Redentor y al Santificador, por el cual, como dice San Pablo (Romanos VIII, 15), recibiendo el espíritu de adopción de hijos, en él clamamos: ¡Abbá! esto es “oh Padre”; en la palabra “nuestro” está la profesión de fe y amor a la Iglesia y a la asociación o comunión de los Santos, que se determina con las palabras “tu reino”. La fe y el deseo de la gracia en las palabras “hágase tu voluntad”, y el más perfecto acto de caridad hacia Dios, que se extiende luego al prójimo, en las palabras “perdonamos a nuestros deudores”. “Perdónanos”, expresión de penitencia; “perdonamos”, amor a los enemigos; “no nos dejes caer en tentación”: otra vez la necesidad de la gracia».
Es, pues, el «Padre nuestro", según los mejores intérpretes (ver a Cornelio Alápide), oración a las tres divinas personas; por eso, aun cuando el nombre de Jesucristo no suena en ella, se deja entender.
Por eso el complemento de esa gran oración es el Ave María, que también viene a ser como oración a Jesucristo (bendito el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios). Esta sola observación basta para que se comprenda cuánta es la grandeza y magnificencia del Ave María.
Complemento de una y otra es el «Gloria Patri»; porque es la Santísima Trinidad la que se ha invocado en esas dos oraciones, y ese «Santificado sea tu nombre» se refiere al nombre del Criador, del Redentor, del Santificador; «al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo». Y como el medio admirable del que se valió esa Santa Trinidad, y medio de que sigue valiéndose para la gran obra de su amor es la Santísima Virgen María, de ahí el que el Ave María sea dignísimo reclamo de la oración dominical y que sea también medio para toda consumación de alabanza a Dios, cual es esta: Gloria a la Santísima Trinidad, «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».
Decirse puede, y con razón, que la oración dominical es un breviario del Evangelio, y así lo llaman Tertuliano y San Cipriano, como nota Alápide (libro de la Oración, cap. I; y San Cipriano, libro de la Oración): Evangélii breviárium; y también que ese breviario se integra con el «Ave María» y el «Gloria Patri», como antes observamos, y se integra, como es no menos de observarse, buscando el alcance de significación de cada una de las palabras de esas frases.
Si es en el «Ave María», en ese ave tenemos la salutación por la encarnación del divino Verbo, por el nacimiento del Dios niño, por la exaltación en Cruz del dolorido Verbo, por la resurrección del Verbo glorioso; ¡Ave! te saludamos, a ti que concibes, a ti que alumbras, a ti que acompañas en su pasión, a ti que acompañas en su triunfo al divino Verbo; el Señor es contigo, contigo en su gracia y en su gloria para con nosotros; bendito el «fruto de tu vientre», bendito al ser concebido en ti, al nacer de ti, al entrar contigo a Jerusalén como víctima, al ser exaltado en Cruz, al resucitar, al ascender a los cielos; Santa María, madre eres de Dios, y por ende y con gran verdad, madre de su Evangelio, madre de su gran obra de salvación, de reparación y de glorificación; «ruega por nosotros pecadores», si Jesucristo es el Redentor de los pecadores, tú eres el medio de esa redención entre nosotros y Jesucristo.
Por fin, en ese «Ave María» hay una potente práctica de penitencia y de ascetismo de gran provecho para todos: «ruega por nosotros pecadores»: la confesión de nuestros pecados ante la inmaculada Madre del «Cordero que quita los pecados del Mundo», y la meditación de la muerte, «el memoráre novísima tua», con la invocación preventiva de la que es «Refugio de los pecadores».
Es, pues, el Rosario, no sólo poderoso para que no pequemos, por cuanto insiste con tal repetición en recordarnos el día de nuestra muerte, sino aun para hacernos santos, por cuanto sobre la base de ese santo temor, levanta la edificación del más bello y santo de los amores, el amor de Jesucristo hecho hombre por nosotros, muerto en Cruz por nosotros, resucitado y ascendido para aplicarnos su redención, santificarnos y elevarnos a su gloria.
Y ahora sea el temor de la muerte, ahora el amor de las bondades de nuestro Dios, ahora el recuerdo de los gozos, de los dolores o de las glorias de nuestro Jesús y de su santa Madre, exclamaremos siempre: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo; terminación que cumple al fiel creyente del verdadero Dios; terminación igual a aquella con que Jesucristo cierra su gran carrera de luz del mundo, antes de volver a los cielos de donde descendió; revelación plenísima de la excelsa Trinidad divina: «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (San Mateo XXVIII, 19).
Tanto así se contiene en las frases de esas tres pequeñas oraciones de que consta el santísimo Rosario.
Orar puede Detener las Peores Tempestades mas ahora en estos tiempos en los cuales el mundo no esta bien y necesitamos de mucha fortaleza, hay que tener fee en Dios y todo pasara
ResponderEliminar