La Masonería (o mejor, la Judería Internacional por medio de la masonería), en su odio visceral a su enemiga la Iglesia Católica, ha llegado a valerse de los políticos y jueces seglares para impulsar leyes contrarias a ella, como llegó a verse en el Piamonte y en la Italia post-unificación. Ante ello, el Papa León XIII publicó en italiano la encíclica “Dall’alto dell’Apostolico Seggio” (cuyo título latino es Ab Apostólici Sólii celsitúdine) advirtiendo al clero y los fieles sobre el programa masónico, encíclica que fue traducida al español en 1891 por el padre Pedro Adán Brioschi, pro-vicario general (y posteriormente Arzobispo) de Cartagena en Colombia. (Cortesía de Humberto de Jesús Guillén y Morales).
ENCÍCLICA “Dall’alto dell’Apostolico Seggio”, DEL SANTÍSIMO SEÑOR NUESTRO LEÓN XIII, POR LA
DIVINA PROVIDENCIA PAPA, A LOS OBISPOS, CLERO Y
PUEBLO DE ITALIA, SOBRE LA MASONERÍA Y SUS PELIGROS.
Venerables Hermanos, dilectos hijos, salud y
bendición apostólica.
De lo alto de la Cátedra Apostólica, en donde
la Providencia divina Nos ha colocado, para cuidar de la salvación de todos los pueblos, dirígese a menudo nuestra mirada hacia la Italia, en cuyo
seno por acto de singular predilección ha puesto
Dios la Sede de su Vicario, y por la cual sin embargo se Nos proporcionan actualmente muchas y
gravísimas amarguras. No Nos entristecen las ofensas personales, ni las privaciones y sacrificios que
nos impone el actual orden de cosas, ni las injurias
y desprecios que una prensa audaz tiene libertad plena de lanzar contra Nos cotidianamente. Si se trarara solo de Nuestra Persona, si no viéramos la
ruina hacia la cual encamínase la Italia amenazada
en su fe, soportaríamos en silencio las ofensas, contentos con repetir Nos también lo que decía de sí
mismo uno de los más ilustres Predecesores Nuestros: «Si terræ meæ captívitas per quotidiána moménta non excrésceret, de despectióne mea atque irrisióne lætus tacérem» [si no se esclavizase cada día más a mi patria, satisfecho callaría el desprecio y
la irrisión de mi persona. San Gregorio Magno, Epístola al emperador Mauricio. Regístrum Gregórii, 5]. Pero además de la independencia y dignidad de la Santa Sede, trátase de
la misma religión y de la salvación de todo un país, y de un país que desde los primeros tiempos abrazó la fe católica y conservóla siempre celosamente. Parece increíble y, sin embargo es verdad: hemos
llegado al punto de tener que temer por esta nuestra Italia la pérdida de la fe.
Distintas veces hemos dado el grito de alarma
para que se advirtiese el peligro; pero no creemos
haber hecho lo suficiente. De frente a reiterados
y cada día más rudos ataques, sentimos más poderosa la voz del deber que Nos mueve a hablaros nuevamante a Vosotros, Venerables Herrmanos, a nuestro Clero y al pueblo italiano. Así como el enemigo combate sin tregua, así no nos conviene quedar
callados e inertes ni a Nos ni a Vosotros quienes por la Misericordia divina hemos sido constituidos custodios y defensores de la Religión de
los pueblos confiados a nuestros cuidados, Pastores y vigilantes centinelas de la grey de Cristo
para la cual hemos de estar dispuestos, si fuera
necesario, a sacrificarlo todo, aun la vida.
No diremos cosas nuevas, porque los hechos
que pasaron no cambian; y de ellos hemos tenido
que hablar otras veces según se Nos presentó la oportunidad.
Pero entendemos epilogarlos aquí de cierto modo y agruparlos como en un solo cuadro a fín de deducir las consecuencias que de ellos se derivan para común enseñanza. Son hechos incontestables acaecidos
es plena luz del día, no aislados sino enlazados unos con otros de tal suerte que en su serie revelan con plena evidencia un plan, del cual son la
actuación y el desarrollo. El plan no es nuevo;
pero nuevos son el atrevimiento, la rapidez y el encarnizamiento con que se pone en práctica actualmente. Es el plan de las sectas que se desarrolla ahora
en Italia, especialmente en lo concerniente a la Iglesia y la Religión, con el objeto notorio de reducirlas, si fuera posible, a la nada. Inútil es examinar a las sectas que llámanse masónicas; el juicio ya está formado; los fines, los medios, las doctrinas, la acción, todo es conocido con certidumbre indiscutible. Poseidas por el espíritu de Satanás, de quien son instrumento, arden, como su inspirador, en
odio mortal e implacable contra Jesucristo y su Obra, y hacen cuanto pueden para abatirla o esclavizarla. Esta guerra en la actualidad se sostiene más que en cualquiera otra parte, en Italia, en donde la religión Católica ha echado más hondas raíces, y sobre todo en Roma, que es el centro de la unidad católica y la Sede del Pastor y Maestro universal de la Iglesia.
Conviene recordar desde el principio las diversas fases de esta guerra. Se comenzó por derribar so pretexto político el principado civil de los Papas: pero la caída de éste, según las intenciones secretas de los verdaderos jefes, abiertamente declaradas enseguida, debía servir para destruir o a lo menos estorbar el supremo poder espiritual de los Romanos Pontífices.
Y para que no quedara duda alguna acerca del fin verdadero al cual se miraba, vino inmediatamente la supresión de las Órdenes religiosas, que disminuyó mucho el número de los obreros evangélicos para el sagrado ministerio y la asistencia religiosa, como también para la propagación de la fe entre los infieles. Más tarde quiso extenderse igualmente a los clérigos la obligación del servicio militar, con la necesaria consecuencia de obstáculos generales y numerosos puestos al reclutamiento y a la conveniente formación del Clero secular. Se tocó el patrimonio eclesiástico, parte confiscándolo en absoluto, y parte recargándolo con las más enormes contribuciones, a fin de empobrecer al Clero y a la Iglesia, y privar a esta de los medios de que necesita acá abajo para vivir y promover instituciones y obras en auxilio de su divino apostolado. Lo declararon públicamente los mismos sectarios: «Para disminuir la influencia del Clero y de las asociaciones clericales, hay que emplear un solo medio eficaz; despojarlos de todos sus bienes, reducirlos a pobreza extrema». Por otra parte la acción del Estado toda se dirige a borrar de la nación cualquier rastro religioso y cristiano; de las leyes y de todo lo que es vida oficial se destierra por sistema toda inspiración y toda idea religiosa, cuando no se combate directamente: las públicas manifestaciones de fe y de piedad católica o son prohibidas o con vanos pretextos son estorbadas de mil maneras. A la familia se le han quitado su base y constitución religiosa proclamando lo que llaman matrimonio civil y fomentando la instrucción que se quiere totalmente laica, desde los primeros elementos hasta la enseñanza superior de las Universidades; de suerte que las nuevas generaciones, por lo que depende del Estado, están como obligadas a crecer sin idea alguna de religión, enteramente en ayunas de las primeras y esenciales nociones de sus deberes para con Dios.
Es esto poner el hacha a la raíz, ni sabría imaginarse medio más universal y eficaz para sustraer de la influencia de la Iglesia y de la fe a la sociedad, la familia, los individuos. «Desarraigar por todos los medios el clericalismo [a saber, el catolicismo] en sus cimientos y en sus mismas fuentes de vida, es decir, en la escuela y familia» es la declaración auténtica de escritores masones.
Diráse que esto no sucede solo en Italia, sino que es el sistema de gobierno al cual se confoman generalmente las Naciones. Respondemos que semejante objeción no destruye sino más bien confirma cuanto decimos de las intenciones y de la acción de la Masonería en Italia. Sí, aquel sistema es adoptado y puesto en práctica doquiera ejerce la Masonería su impío y nefasto influjo, y puesto que es extensamente esparcida, semejante sistema anticristiano es también extensamente aplicado. Pero la aplicación se hace más rápida y general y se lleva más facilmente a los extremos en aquellos paises, cuyos gobiernos están más bajo la acción de la secta y mejor promueven sus intereses. Y por mala suerte en el núnlero de estos paíse hállase presentemente la nueva Italia. No es hoy que está bajo el influjo impío y maléfico de las sectas; sino que hace algún tiempo que éstas, habiéndose vuelto absolutamente dominadoras y poderosas, la tiranizan a su antojo. Aquí la dirección de la cosa pública, por lo que atañe la Religión, es enteramente conforme a las aspiraciones de las sectas: las cuales para llevarlas a cabo, enuentran en los depositarios del poder fautores declarados y dóciles instrumentos. Las leyes contrarias a la Iglesia y las medidas ofensivas para ella son antes propuestas, decretadas y resueltas en el seno de las reuniones sectarias: basta que una cosa cualquiera tenga cierta apariencia, aun lejana, de causar vergüenza o daño a la Iglesia para verla inmediatamente favorecida y promovida.
Entre los hechos más recientes recordaremos la aprobación del nuevo Código penal, en el cual lo que se ha querido con más pertinacia, no obstante todas las razones en contra, fueron los artículos contra el Clero que constituyen para éste como una ley de excepción, y llegan hasta a considerar como criminales algunos actos que son para él sacrosantos deberes del ministerio. La ley sobre Obras Pías, en virtud de la cual todo el patrimonio de la caridad acumulado por la piedad y la religión de los antepasados, a la sombra y bajo la tutela de la Iglesia, fue sustraido a toda acción e injerencia de esta, había sido propuesta, hace muchos años, en las reuniones de la secta, precisamente porque debía irrogar una nueva ofensa a la Iglesia, disminuir su influencia social y suprimir de una vez una gran cantidad de legados para el culto. A esto añadióse la obra eminentemente sectaria, a saber, la erección del monumento al famoso apóstata de Nola [Giordano Bruno], promovida, querida, puesta en práctica con la ayuda y el favor de los jefes de la Francmasonería, la cual por boca de los mismos intérpretes más autorizados del pensamiento sectario no se ruborizó en confesar su objeto y declarar su significado. El objeto fue avergonzar al Papado; el significado es que se quiere sustituir ahora a la fe católica la más absoluta libertad de examen, de crítica, de pensamiento, de conciencia, y bien se conoce el sentido de semejante lenguaje en boca de los sectarios.
Vinieron a corroborar todo esto las declaraciones más explícitas hechas públicamente por quien es jefe del gobierno [Crispi], declaraciones que suenan cabalmente así: «La lucha verdadera y real que el gobierno tiene el mérito de haber comprendido, es la lucha entre la fe y la Iglesia por un lado, el libre examen y la razón por otro. Intente la Iglesia su reacción, procure encadenar nuevamente la razón y la libertad de pensamiento, haga todo esfuerzo para vencer, pero el gobierno en esta lucha se declara abiertamente en favor de la razón contra la fe y se impone la tarea de hacer que el Estado sea la expresión evidente de esta razón y libertad; tarea que, no ha mucho, oímos confirmada audazmente en análoga circunstancia».
A la luz de hechos y declaraciones semejantes aparece más que nunca evidente qne la idea Nuestra que en lo concerniente a la Religión, preside la marcha de la cosa pública en Italia, es la ejecución del programa masónico. Se ve cuanta parte fue ejecutada ya, se sabe cuanto queda todavía para ejecutar; y puede preverse con certeza que mientras los destinos de Italia estén en manos de gobernantes sectarios o adictos a las sectas, se llevará su actuación más o menos rápidamente, según las circunstancias, hasta el más completo desarrollo. Su acción es ahora dirigida a obtener los siguientes fines, según los votos expresados y las resoluciones tomadas en sus asambleas más autorizadas, votos y resoluciones todos inspirados por un odio a muerte contra la Iglesia: «Abolición en las escuelas de cualquiera instrucción religiosa, y fundación de institutos en donde también la juventud femenina sea sustraida a toda influencia clerical, cualquiera que ésta sea; puesto que el Estado que debe ser absolutamente ateo, tiene el derecho y el deber enajenables de formar el corazón y el espíritu de los ciudadanos, y ninguna escuela ha de sustraerse ni a su inspiración ni a su vigilancia. Aplicación rigurosa de todas las leyes vigentes dirigidas a asegurar la independencia absoluta de la sociedad civil de las influencias clericales. Cumplimiento riguroso de las leyes qua suprimen las corporaciones religiosas, y empleo de todos los medios para hacerlas eficaces. Arreglo de todo el patrimonio eclesiástico, partiendo por el principio que la propiedad de este pertenece al Estado, y su administración a los poderes civiles. Exclusión de todo elemento católico o clerical de todas las administraciones públicas, de las obras pías, de los hospitales, de las escuelas, de los concejos en los cuales se preparan los destinos de la patria, de las academias, de los círculos, de las asociaciones, de los comités, de las familias; exclusión de todo, doquiera, para siempre. En cambio la influencia masónica debe hacerse sentir en todas las circunstancias de la vida social y volverse dueña y árbitra de todo. Con esto se allanará la vía para la abolición del Papado; así la Italia quedará libre de su implacable y mortal enemigo, y Roma que fue en lo pasado el centro de la Teocracia universal, sera en el porvenir el centro de la secularización universal, en donde debe ser proclamada ante el mundo entero la Magna Carta de la libertad hnmana». Son éstas declaraciones, aspiraciones y resoluciones auténticas de francmasones o de sus asambleas.
Sin exagerar para nada, tal es el estado presente y futuro que se prevé para la Religión en Italia. Disimular su gravedad sería un error funesto. Reconocerlo como es, y afrontarlo con evangélica prudencia y fortaleza, deducir los deberes que impone a todos los católicos y a nosotros principalmente quienes en calidad de Pastores hemos de cuidar de éstos y llevarlos a la salvación es secundar los fines de la Providencia, y hacer obra de sabiduría y de celo pastoral. Por lo que Nos toca, el Apostólico oficio nos obliga a protestar altamente de nuevo contra todo lo que en perjuicio de la Religión se ha hecho, se hace o se intenta hacer en Italia; defensores y custodios como somos de los sagrados derechos de la Iglesia y del Pontificado, abiertamente rechazamos y ante todo el mundo catúlico denunciamos las ofensas que la Iglesia y el Pontificado reciben continuamente, de un modo particular en Roma, y que Nos hacen más dificil el gobierno de la familia católica, más insoportable e indigna nuestra condición. Por lo demás tenemos la resolución bien firme de no omitir cosa alguna de nuestra parte, que sirva para mantener la fe viva y ardiente en el pueblo italiano y para protegerla contra los ataques enemigos. Apelamos, pues, oh Venerables Hermanos, también a vuestro celo y a vuestro amor por las almas, a fin de que convencidos de la gravedad del peligros que estas corren, procuréis los remedios y hagáis todo lo posible para conjurarlo. Ningún medio que esté a nuestro alcance ha de despreciar; todos los recursos de la palabra, todos los recursos de la acción, todo el inmenso tesoro de auxilios y gracias que la Iglesia pone en nuestras manos, deben emplearse para la formación de un Clero instruido y animado por el espíritu de Jesucristo para la cristiana educación de la juventud, para la extirpación de las malas doctrinas, para la defensa de las verdades católicas, para la conservación del carácter y del espíritu cristiano en las familias.
Tocante al pueblo católico, es necesario ante todo que se le haga conocer el verdadero estado de las cosas en Italia en materia de religión, la índole esencialmente religiosa que tiene la lucha contra el Pontificado, y el objeto verdadero hacia el cual se propende, a fin de que vea con la evidencia de los hechos de cuántas maneras es acechado en su religión, y se persuada del gran riesgo que corre de ser privado y despojado del tesoro inestimable de la fe. Adquirida tal persuasión, y convencidos por otra parte que sin fe es imposible gustar a Dios y salvarse, comprenderán que se trata del más grande, para no decir del único negocio que cada cual tiene el deber de poner al cubierto sobre todo, y a pesar de cualquiera sacrificio, so pena de su eterna infelicidad. También comprenderán fácilmente que, siendo este tiempo de lucha encarnizada y abierta, sería cobardía abandonar el campo y esconderse. Tal deber es el de permanecer en su puesto, de mostrarse a cara descubierta verdaderos católicos por creencias y obras conformes a su fe, y tanto para honor de ésta y gloria del Supremo Jefe, cuya bandera siguen, como para no tener la gravísima desgracia de ser rechazados en el último día y no ser reconocidos como suyos por el Juez supremo, quien ha declarado que el que no está con él está contra él. Sin ostentación y sin temor, den pruebas de aquel verdadero valor que nace de la conciencia del cumplimiento de un sacrosanto deber ante Dios y ante los hombres. A esta franca profesión de fe deben los Católicos unir una perfecta sumisión y un filial amor para con la Iglesia, un sincero respeto para con los Obispos, y una absoluta adhesión y obediencia hacia el Romano Pontífice. En una palabra reconocerán cuán necesario sea alejarse de todo lo que es obra de las sectas, o que es por las sectas favorecido y promovido, por ser ciertamente contagiado por el espíritu anticristiano que las informa; y entregarse en cambio con actividad, ánimo y constancia a las obras católicas, a las asociaciones e instituciones benditas por la Iglesia, reconocidas y sostenidas por los Obispos y el Romano Pontítice.
Y puesto que el principal instrumento de que se valen los enemigos es la prensa, en gran parte inspirada y sostenida por ellos, conviene que los católicos opongan la buena a la mala prensa, para defensa de la Verdad, la tutela de la Religión, el sostén de los derechos de la Iglesia. Y como es tarea de la prensa católica descubrir las pésimas intenciones de las sectas, ayudar y secundar la acción de los sagrados Pastores, defender y promover las obras católicas, es deber de los fieles sostenerla eficazmente, ya sea rehusando o retirando todo favor a la prensa perversa, ya sea contribuyendo directamente cada uno en la medida de sus fuerzas, a hacerla vivir y prosperar, para lo cual creemos que hasta ahora no se ha hecho en Italia lo suficiente. Por último, los argumentos sugeridos por Nos a todos los católicos, especialmente en las Encíclicas Humánum genus y Sapiéntiæ christiánæ, deben ser aplicados y recomendados de un modo particular a los Católicos de Italia. Y si para permanecer fieles a estos deberes tendrán algo que sufrir o sacrificar, anímense pensando que el reino de los Cielos exige violencia, y solo haciéndose violencia se conquista, y que quien se ama a sí mismo y ama sus cosas más que a Jesucristo, no es digno de Él. El ejemplo de tantos invictos campeones quienes lo sacrificaron generosamente todo y en todo tiempo por la fe, los auxilios peculiares de la gracia que hacen suave el yugo de Jesucristo y alivian su peso, han de servir poderosamente para aumentar su valor y sostenerlos en el glorioso combate.
No hemos considerado hasta aquí sino el lado religioso de la presente condición de cosas en Italia, pues es para Nos importantísimo y eminentemente propio del oficio Apostólico que desempeñamos. Mas vale la pena de considerar también el lado social y político, a fin de que vean los italianos que no es solamente el amor de la religión, sino también el más sincero y noble amor de la patria que ha de excitarlos a oponerse a los impíos conatos de las sectas. Basta observar, para convencerse, qué porvenir se prepare para la Italia, en el orden social y político, por gente que tiene por objeto, y no lo disimula, combatir sin tregua al catolicismo y al Papado.
Ya la prueba de lo pasado es por sí muy elocuente. Lo que en este primer período de su nueva vida haya sufrido la Italia tocante a la moralidad pública y privada, a la seguridad, al orden y la tranquilidad interna, a la prosperidad y riqueza nacional, es más conocido por los hechos que por las palabras que Nos podríamos decir. Los mismos que tendrían interés en esconderlo, forzados por la verdad, no lo ocultan. Nos diremos solamente que en las condiciones presentes, por una triste pero verdadera necesidad, las cosas no podrían marchar de otro modo: la secta masónica, por más que ostente un espíritu de beneficencia y filantropía, no puede sino ejercer una influencia funesta: y cabalmente funesta porque combate e intenta destruir la religión de Cristo, verdadera bienhechora de la humanidad.
Todos saben cuánto y por cuantos lados influye saludablemente la religión en la sociedad. Es incontestable que la suma moral pública y privada forma el honor y la fuerza de los Estados. Pero es incontestable igualmente que sin religión no hay buena moral, ni pública ni privada. De la familia constituida sólidamente sobre sus bases naturales toma vida, incremento y vigor la sociedad. Pues bien, sin religión y moralidad, el consorcio doméstico no tiene estabilidad, y los vínculos de familia se debilitan y disuelven. La prosperidad de los pueblos y de las naciones viene de Dios y de sus bendiciones. Si un pueblo no solo no lo reconoce así, sino que se rebela contra el Señor, y en la soberbia de su espíritu implícitamente le dice que no necesita de Él, aquella no es sino un simulacro de prosperidad destinado a desaparecer, apenas quiera Dios confundir la orgullosa audacia de sus enemigos. La religión es la que penetrando hasta el fondo de la conciencia de cada uno le hace sentir la fuerza del deber y lo mueve a cumplirlo. La religión es la que comunica a los príncipes sentimientos de justicia y amor para con sus súbditos; hace a éstos fieles y sinceramente adictos a aquéllos, vuelve rectos y buenos a los legisladores, justos e incorruptibles a los magistrados, valientes hasta el heroísmo a los militares, concienzudos y atentos a los gobernantes. La religión es la que mantiene la concordia y el afecto entre los cónyuges, el amor y la veneración entre los padres e hijos; que inspira a los pobres el respeto por los bienes ajenos, y a los ricos el buen uso de sus haberes. De esta fidelidad a los deberes y de este respeto a los derechos ajenos nacen el orden, la tranquilidad, la paz que son parte tan importante de la prosperidad de un pueblo y de una Nación. Abolida la religión, todos estos bienes inmensamente preciosos desaparecerían con ella de la sociedad.
Para la Italia la pérdida sería más sensible aun. Sus mayores glorias y grandezas, en virtud de las cuales tuvo por largo tiempo el primado entre las más cultas naciones, son inseparables de la Religión, la cual o las produjo, o las inspiró o ciertamente las favoreció, las ayudó y fomentó. Tocante a públicas franquicias muy alto hablan sus Comunes; tocante a glorias militares hablan numerosísimas empresas memorables contra los enemigos declarados del nombre Cristiano; tocante a ciencias hablan las universidades, que fundadas, favorecidas y dotadas de privilegios por la Iglesia, fueron su asilo y teatro; tocante al arte, hablan numerosos monumentos de toda clase, de los cuales está profusamente sembrada toda Italia; tocante a obras en beneficio de los pobres, de los desgraciados, de los obreros, hablan muchísimas fundaciones de la caridad cristiana, asilos abiertos a todo género de indigencia e infortunio, y las asociaciones y corporaciones crecidas bajo la égida de la religión.
La virtud y la fuerza de la religión son inmortales, porque vienen de Dios: ella tiene tesoros de gracia, remedios eficacísimos para las necesidades de todos los tiempos, y de cualquiera época, a las cuales sabe admirablemente aplicarlos. Lo que ha sabido y podido hacer en otros tiempos es capaz de hacerlo también ahora con energía siempre nueva y floreciente. Quitar, pues, la religión a la Italia es esterilizar de una vez la fuente más fecunda de tesoros y gracias inapreciables.
Además, uno de los más grandes y formidables peligros que corre la sociedad presente son las agitaciones de los socialistas que amenazan destruirla desde sus cimientos. La Italia no está exenta de tan grave peligro: y aunque otras naciones están más infestadas que la Italia por este espíritu de subversión y desorden, no es sin embargo menos cierto que ese mismo espíritu va propagándose ampliamente y afianzándose cada día también en sus poblaciones. Es tal su mala naturaleza, es tanto el poder de su organización, tanta la osadía de sus propósitos, que es menester reunir todas las fuerzas conservadoras para detener sus progresos e impedir con feliz éxito su triunfo. De estas fuerzas la primera y la principal es la que puede dar la religión y la Iglesia, sin las cuales serán inútiles o impotentes las leyes más severas, los rigores de los tribunales, la misma fuerza armada. Y así como un tiempo contra las hordas bárbaras no valió la fuerza bruta, sino la virtud de la religión cristiana que dominando los ánimos, apagó su crueldad, ennobleció sus costumbres y las volvió dóciles a la voz de las verdades y de la ley evangélicas, así contra el furor de las muchedumbres desenfrenadas no habrá barrera eficaz sin el saludable poder de la religión, la cual haciendo brillar en las inteligencias la luz de la verdad e inspirando en los corazones los santos preceptos de la moral de Jesucristo, despierte la voz de la conciencia y del deber, ponga freno al espíritu antes que a la mano, y apague el ímpetu de la pasión. Mover guerra, pues, a la religión, es privar a la Italia del auxiliar más poderoso para combatir a un enemigo que se hace cada día más formidable y amenazador.
Pero esto no es todo. Así como en el orden social la guerra hecha a la religión es funestísima y muy perjudicial para la Italia, así en el orden político la enemistad con la Santa Sede y con el Romano Pontífice es para la Italia fuente de gravísimos daños. Esto tampoco es necesario demostrarlo: basta, para complemento de nuestro pensamiento, recoger en pocas palabras las conclusiones.
La guerra movida al Papa significa para la Italia, en lo interno, división profunda entre la Italia oficial y la gran parte de italianos verdaderamente católicos, y toda división es debilidad; significa privarla del favor y concurso de la parte más netamente conservadora; significa fomentar un conflicto religioso que jamás aprovechó para el bien público, sino que más bién encierra los funestos gérmenes de males y castigos gravísimos. En lo exterior, el desacuerdo con la Santa Sede, además de privar a Italia del prestigio y esplendor que infaliblemente le vendrían viviendo en paz con el Pontificado, le aleja a los católicos de todo el mundo, le impone inmensos sacrificios, ¡y en cualquiera ocasión puede proporcionar a sus enemigos un arma para dirigírsela contra!
¡He aquí el bienestar y la grandeza que apareja a la Italia quien teniendo en mano sus destinos, hace cuanto puede para abatir, segun la impía aspiración de las sectas, la religión católica y el Papado!
Supóngase en cambio, que desapareciendo toda solidaridad y connivencia con las sectas se dejen a la Religión y a la Iglesia, como a las más grandes fuerzas sociales, verdadera libertad y pleno ejercicio de sus derechos. ¡Cuán feliz cambio tendría lugar en los destinos de Italia! Los perjuicios y peligros de que nos quejábamos arriba como consecuencia de la guerra hecha a la Religión y la Iglesia, no solo cesarían cesando la lucha, sino que volverían a florecer en el clásico suelo de la Italia católica las grandezas y glorias de que fueron siempre la Religión y la Iglesia fecundas portadoras. De su divina virtud nacería espontáneamente la reforma de las costumbres públicas y privadas, se consolidarían los vínculos de la familia; y en todas las clases sociales bajo el influjo religioso se despertaría el más vivo sentimiento del deber y de la fidelidad en cumplirlo. Las cuestiones sociales que ahora tienen tan preocupados los ánimos, se encaminarían hacia la mejor y más complpta solución, debido a la práctica aplicación de los preceptos de caridad y justicia evangélicas; las públicas libertades, no pudiendo degenerar en licencia, servirían exclusivamente para el bien y se volverían en realidad dignas del hombre; las ciencias, por la verdad de que es maestra la Iglesia, y las artes, por la inspiración poderosa que la religión deriva de lo alto y que tiene el secreto de inspirar a los hombres, tendrían pronto nueva excelencia. Hecha la paz con la Iglesia, quedarían más y más aseguradas la unidad religiosa y la concordia civil: cesaría la división entre los católicos fieles a la Iglesia y la Italia, la cual adquiriría así un elemento poderoso de orden y de conservación. Oídos los justos reclamos del Romano Pontifice, reconocidos sus soberanos derechos, y puesto nuevamente en condición de verdadera y efectiva independencia, ya no tendrían motivo para considerar la Italia como enemiga de su Padre común los católicos de las otras partes del mundo, los mismos, que no por ajeno impulso ni inconscientes de lo que quieren, sino por sentimiento de fe e imposición del deber, levantan unánimemente la voz para reivindicar la dignidad y libertad del Pastor Supremo de sus almas. Antes aumentarán el respeto y la consideración de los otros pueblos con Italia si esta estuviese de acuerdo con la Sede Apostólica, la cual así como hizo experimentar de un modo especial a los italianos los beneficios de su presencia entre ellos, así con los tesoros de la fe que se propagaron siempre desde este centro de bendición y salud, hizo también que se esparciese entre todas las gentes grande y respetado el nombre Italiano. La Italia reconciliada con el Pontífice y fiel a su religión, estaría en vía de emular dignamente las antiguas glorias: y de todo lo que es verdadero progreso en nuestros tiempos no podría si no recibir nuevo impulso para adelantar en su glorioso camino. Y Roma, ciudad católica por excelencia, preordenada por Dios como centro de la Religión de Cristo y Sede de Su Vicario, lo cual fue causa de su estabilidad y grandeza al través de tantos siglos y tan variadas vicisitudes, colocada nuevamente bajo el pacífico y paterno cetro del Romano Pontífice volvería a ser lo que la hicieron la Providencia y los siglos, no reducida a la condición de capital de un reino particular ni dividida entre dos diferentes y soberanos poderes, dualismo contranio a su historia, sino capital digna del mundo católico, grande con toda la majestad de la Religión y del sumo Sacerdocio, maestra y ejemplo de moralidad y civilización para los pueblos.
No son estas, Venerables Hermanos, vanas ilusiones sino esperanzas basadas sobre el más sólido y verdadero fundamento. La afirmación que hace tiempo se está repitiendo, ser los católicos y el Pontífice los enemigos de Italia, casi otros tantos aliados de los partidos subversivos, no es sino gratuita injuria y descarada calumnia esparcidas adrede por las sectas para esconder sus malos propósitos y no hallar estorbo en la execrable obra de descatolizar a la Italia. La verdad que aparece clarísima por cuanto hemos dicho hasta ahora, es que los católicos son los mejores amigos del propio país, y que dan prueba de ardiente y sincero amor no solamente hacia la religión de sus padres, sino también hacia su patria, apartándose enteramente de las sectas, rechazando su espíritu y sus obras, haciendo todo esfuerzo para que la Italia no pierda sino que conserve viva la fe, no combata a la Iglesia sino que le permanezca fiel como hija, no ataque al Pontificado, sino que se reconcilie con él. Trabajad, oh Venerables Hermanos, con ahínco a fin de que la luz de la verdad ilumine las muchedumbres de suerte que estas comprendan finalmente dónde se encuentra su verdadero interés, y se persuadan de que solo de la fidelidad a la religión, de la paz con la Iglesia y el Romano Pontífice se puede esperar para la Italia un porvenir digno de su glorioso pasado. En esto quisiéramos que se fijaran no diremos los afiliados a las sectas quienes, con propósito deliberado, piensan hallar en las ruinas de la religión católica el nuevo arreglo de la Península, sino los otros que sin tener tan malas intenciones fomentan la obra de aquellos sosteniendo su política, y particularmente los jóvenes tan fáciles a equivocarse a causa de su inexperiencia y vehemencia de sentimientos. Quisiéramos que cada cual se persuadiese de que el camino por el cual vamos no puede sino ser fatal para la Italia; y si Nos denunciarnos una vez más el peligro, lo hacemos movidos por la conciencia del deber y por el amor de la patria.
Mas para iluminar las inteligencias y hacer eficaces nuestros esfuerzos, es menester implorar sobre todo los auxilios del Cielo. Por consiguiente, a nuestra común acción, oh Venerables Hermanos, únase la oración. Y sea una oración general, constante, fervorosa, que haga dulce violencia al corazón de Dios y lo vuelva propicio a esta nuestra Italia, de manera que aleje de ella toda desgracia, especialmente aquella que sería la más terrible de todas, la pérdida de le fe. Pongamos por Mediadora cerca de Dios a la gloriosísima Virgen María, la invicta Reina del Rosario que tanto poder tiene sobre las fuerzas del infierno y tantas veces ha hecho sentir a la Italia los efectos de su amor maternal. Acudamos también con confianza en los Santos Apóstoles Pedro y Pablo que conquistaron para la fe esta tierra bendita, la santificaron con sus fatigas y bañaron con su sangre.
Entretanto os sea prenda de los auxilios que pedimos y de Nuestro especialísimo afecto la Apostólica Bendición que de lo íntimo del corazón impartimos a Vosotros, Venerables Hermanos, a Vuestro Clero y al pueblo Italiano.
Conviene recordar desde el principio las diversas fases de esta guerra. Se comenzó por derribar so pretexto político el principado civil de los Papas: pero la caída de éste, según las intenciones secretas de los verdaderos jefes, abiertamente declaradas enseguida, debía servir para destruir o a lo menos estorbar el supremo poder espiritual de los Romanos Pontífices.
Y para que no quedara duda alguna acerca del fin verdadero al cual se miraba, vino inmediatamente la supresión de las Órdenes religiosas, que disminuyó mucho el número de los obreros evangélicos para el sagrado ministerio y la asistencia religiosa, como también para la propagación de la fe entre los infieles. Más tarde quiso extenderse igualmente a los clérigos la obligación del servicio militar, con la necesaria consecuencia de obstáculos generales y numerosos puestos al reclutamiento y a la conveniente formación del Clero secular. Se tocó el patrimonio eclesiástico, parte confiscándolo en absoluto, y parte recargándolo con las más enormes contribuciones, a fin de empobrecer al Clero y a la Iglesia, y privar a esta de los medios de que necesita acá abajo para vivir y promover instituciones y obras en auxilio de su divino apostolado. Lo declararon públicamente los mismos sectarios: «Para disminuir la influencia del Clero y de las asociaciones clericales, hay que emplear un solo medio eficaz; despojarlos de todos sus bienes, reducirlos a pobreza extrema». Por otra parte la acción del Estado toda se dirige a borrar de la nación cualquier rastro religioso y cristiano; de las leyes y de todo lo que es vida oficial se destierra por sistema toda inspiración y toda idea religiosa, cuando no se combate directamente: las públicas manifestaciones de fe y de piedad católica o son prohibidas o con vanos pretextos son estorbadas de mil maneras. A la familia se le han quitado su base y constitución religiosa proclamando lo que llaman matrimonio civil y fomentando la instrucción que se quiere totalmente laica, desde los primeros elementos hasta la enseñanza superior de las Universidades; de suerte que las nuevas generaciones, por lo que depende del Estado, están como obligadas a crecer sin idea alguna de religión, enteramente en ayunas de las primeras y esenciales nociones de sus deberes para con Dios.
Es esto poner el hacha a la raíz, ni sabría imaginarse medio más universal y eficaz para sustraer de la influencia de la Iglesia y de la fe a la sociedad, la familia, los individuos. «Desarraigar por todos los medios el clericalismo [a saber, el catolicismo] en sus cimientos y en sus mismas fuentes de vida, es decir, en la escuela y familia» es la declaración auténtica de escritores masones.
Diráse que esto no sucede solo en Italia, sino que es el sistema de gobierno al cual se confoman generalmente las Naciones. Respondemos que semejante objeción no destruye sino más bien confirma cuanto decimos de las intenciones y de la acción de la Masonería en Italia. Sí, aquel sistema es adoptado y puesto en práctica doquiera ejerce la Masonería su impío y nefasto influjo, y puesto que es extensamente esparcida, semejante sistema anticristiano es también extensamente aplicado. Pero la aplicación se hace más rápida y general y se lleva más facilmente a los extremos en aquellos paises, cuyos gobiernos están más bajo la acción de la secta y mejor promueven sus intereses. Y por mala suerte en el núnlero de estos paíse hállase presentemente la nueva Italia. No es hoy que está bajo el influjo impío y maléfico de las sectas; sino que hace algún tiempo que éstas, habiéndose vuelto absolutamente dominadoras y poderosas, la tiranizan a su antojo. Aquí la dirección de la cosa pública, por lo que atañe la Religión, es enteramente conforme a las aspiraciones de las sectas: las cuales para llevarlas a cabo, enuentran en los depositarios del poder fautores declarados y dóciles instrumentos. Las leyes contrarias a la Iglesia y las medidas ofensivas para ella son antes propuestas, decretadas y resueltas en el seno de las reuniones sectarias: basta que una cosa cualquiera tenga cierta apariencia, aun lejana, de causar vergüenza o daño a la Iglesia para verla inmediatamente favorecida y promovida.
Entre los hechos más recientes recordaremos la aprobación del nuevo Código penal, en el cual lo que se ha querido con más pertinacia, no obstante todas las razones en contra, fueron los artículos contra el Clero que constituyen para éste como una ley de excepción, y llegan hasta a considerar como criminales algunos actos que son para él sacrosantos deberes del ministerio. La ley sobre Obras Pías, en virtud de la cual todo el patrimonio de la caridad acumulado por la piedad y la religión de los antepasados, a la sombra y bajo la tutela de la Iglesia, fue sustraido a toda acción e injerencia de esta, había sido propuesta, hace muchos años, en las reuniones de la secta, precisamente porque debía irrogar una nueva ofensa a la Iglesia, disminuir su influencia social y suprimir de una vez una gran cantidad de legados para el culto. A esto añadióse la obra eminentemente sectaria, a saber, la erección del monumento al famoso apóstata de Nola [Giordano Bruno], promovida, querida, puesta en práctica con la ayuda y el favor de los jefes de la Francmasonería, la cual por boca de los mismos intérpretes más autorizados del pensamiento sectario no se ruborizó en confesar su objeto y declarar su significado. El objeto fue avergonzar al Papado; el significado es que se quiere sustituir ahora a la fe católica la más absoluta libertad de examen, de crítica, de pensamiento, de conciencia, y bien se conoce el sentido de semejante lenguaje en boca de los sectarios.
Vinieron a corroborar todo esto las declaraciones más explícitas hechas públicamente por quien es jefe del gobierno [Crispi], declaraciones que suenan cabalmente así: «La lucha verdadera y real que el gobierno tiene el mérito de haber comprendido, es la lucha entre la fe y la Iglesia por un lado, el libre examen y la razón por otro. Intente la Iglesia su reacción, procure encadenar nuevamente la razón y la libertad de pensamiento, haga todo esfuerzo para vencer, pero el gobierno en esta lucha se declara abiertamente en favor de la razón contra la fe y se impone la tarea de hacer que el Estado sea la expresión evidente de esta razón y libertad; tarea que, no ha mucho, oímos confirmada audazmente en análoga circunstancia».
A la luz de hechos y declaraciones semejantes aparece más que nunca evidente qne la idea Nuestra que en lo concerniente a la Religión, preside la marcha de la cosa pública en Italia, es la ejecución del programa masónico. Se ve cuanta parte fue ejecutada ya, se sabe cuanto queda todavía para ejecutar; y puede preverse con certeza que mientras los destinos de Italia estén en manos de gobernantes sectarios o adictos a las sectas, se llevará su actuación más o menos rápidamente, según las circunstancias, hasta el más completo desarrollo. Su acción es ahora dirigida a obtener los siguientes fines, según los votos expresados y las resoluciones tomadas en sus asambleas más autorizadas, votos y resoluciones todos inspirados por un odio a muerte contra la Iglesia: «Abolición en las escuelas de cualquiera instrucción religiosa, y fundación de institutos en donde también la juventud femenina sea sustraida a toda influencia clerical, cualquiera que ésta sea; puesto que el Estado que debe ser absolutamente ateo, tiene el derecho y el deber enajenables de formar el corazón y el espíritu de los ciudadanos, y ninguna escuela ha de sustraerse ni a su inspiración ni a su vigilancia. Aplicación rigurosa de todas las leyes vigentes dirigidas a asegurar la independencia absoluta de la sociedad civil de las influencias clericales. Cumplimiento riguroso de las leyes qua suprimen las corporaciones religiosas, y empleo de todos los medios para hacerlas eficaces. Arreglo de todo el patrimonio eclesiástico, partiendo por el principio que la propiedad de este pertenece al Estado, y su administración a los poderes civiles. Exclusión de todo elemento católico o clerical de todas las administraciones públicas, de las obras pías, de los hospitales, de las escuelas, de los concejos en los cuales se preparan los destinos de la patria, de las academias, de los círculos, de las asociaciones, de los comités, de las familias; exclusión de todo, doquiera, para siempre. En cambio la influencia masónica debe hacerse sentir en todas las circunstancias de la vida social y volverse dueña y árbitra de todo. Con esto se allanará la vía para la abolición del Papado; así la Italia quedará libre de su implacable y mortal enemigo, y Roma que fue en lo pasado el centro de la Teocracia universal, sera en el porvenir el centro de la secularización universal, en donde debe ser proclamada ante el mundo entero la Magna Carta de la libertad hnmana». Son éstas declaraciones, aspiraciones y resoluciones auténticas de francmasones o de sus asambleas.
Sin exagerar para nada, tal es el estado presente y futuro que se prevé para la Religión en Italia. Disimular su gravedad sería un error funesto. Reconocerlo como es, y afrontarlo con evangélica prudencia y fortaleza, deducir los deberes que impone a todos los católicos y a nosotros principalmente quienes en calidad de Pastores hemos de cuidar de éstos y llevarlos a la salvación es secundar los fines de la Providencia, y hacer obra de sabiduría y de celo pastoral. Por lo que Nos toca, el Apostólico oficio nos obliga a protestar altamente de nuevo contra todo lo que en perjuicio de la Religión se ha hecho, se hace o se intenta hacer en Italia; defensores y custodios como somos de los sagrados derechos de la Iglesia y del Pontificado, abiertamente rechazamos y ante todo el mundo catúlico denunciamos las ofensas que la Iglesia y el Pontificado reciben continuamente, de un modo particular en Roma, y que Nos hacen más dificil el gobierno de la familia católica, más insoportable e indigna nuestra condición. Por lo demás tenemos la resolución bien firme de no omitir cosa alguna de nuestra parte, que sirva para mantener la fe viva y ardiente en el pueblo italiano y para protegerla contra los ataques enemigos. Apelamos, pues, oh Venerables Hermanos, también a vuestro celo y a vuestro amor por las almas, a fin de que convencidos de la gravedad del peligros que estas corren, procuréis los remedios y hagáis todo lo posible para conjurarlo. Ningún medio que esté a nuestro alcance ha de despreciar; todos los recursos de la palabra, todos los recursos de la acción, todo el inmenso tesoro de auxilios y gracias que la Iglesia pone en nuestras manos, deben emplearse para la formación de un Clero instruido y animado por el espíritu de Jesucristo para la cristiana educación de la juventud, para la extirpación de las malas doctrinas, para la defensa de las verdades católicas, para la conservación del carácter y del espíritu cristiano en las familias.
Tocante al pueblo católico, es necesario ante todo que se le haga conocer el verdadero estado de las cosas en Italia en materia de religión, la índole esencialmente religiosa que tiene la lucha contra el Pontificado, y el objeto verdadero hacia el cual se propende, a fin de que vea con la evidencia de los hechos de cuántas maneras es acechado en su religión, y se persuada del gran riesgo que corre de ser privado y despojado del tesoro inestimable de la fe. Adquirida tal persuasión, y convencidos por otra parte que sin fe es imposible gustar a Dios y salvarse, comprenderán que se trata del más grande, para no decir del único negocio que cada cual tiene el deber de poner al cubierto sobre todo, y a pesar de cualquiera sacrificio, so pena de su eterna infelicidad. También comprenderán fácilmente que, siendo este tiempo de lucha encarnizada y abierta, sería cobardía abandonar el campo y esconderse. Tal deber es el de permanecer en su puesto, de mostrarse a cara descubierta verdaderos católicos por creencias y obras conformes a su fe, y tanto para honor de ésta y gloria del Supremo Jefe, cuya bandera siguen, como para no tener la gravísima desgracia de ser rechazados en el último día y no ser reconocidos como suyos por el Juez supremo, quien ha declarado que el que no está con él está contra él. Sin ostentación y sin temor, den pruebas de aquel verdadero valor que nace de la conciencia del cumplimiento de un sacrosanto deber ante Dios y ante los hombres. A esta franca profesión de fe deben los Católicos unir una perfecta sumisión y un filial amor para con la Iglesia, un sincero respeto para con los Obispos, y una absoluta adhesión y obediencia hacia el Romano Pontífice. En una palabra reconocerán cuán necesario sea alejarse de todo lo que es obra de las sectas, o que es por las sectas favorecido y promovido, por ser ciertamente contagiado por el espíritu anticristiano que las informa; y entregarse en cambio con actividad, ánimo y constancia a las obras católicas, a las asociaciones e instituciones benditas por la Iglesia, reconocidas y sostenidas por los Obispos y el Romano Pontítice.
Y puesto que el principal instrumento de que se valen los enemigos es la prensa, en gran parte inspirada y sostenida por ellos, conviene que los católicos opongan la buena a la mala prensa, para defensa de la Verdad, la tutela de la Religión, el sostén de los derechos de la Iglesia. Y como es tarea de la prensa católica descubrir las pésimas intenciones de las sectas, ayudar y secundar la acción de los sagrados Pastores, defender y promover las obras católicas, es deber de los fieles sostenerla eficazmente, ya sea rehusando o retirando todo favor a la prensa perversa, ya sea contribuyendo directamente cada uno en la medida de sus fuerzas, a hacerla vivir y prosperar, para lo cual creemos que hasta ahora no se ha hecho en Italia lo suficiente. Por último, los argumentos sugeridos por Nos a todos los católicos, especialmente en las Encíclicas Humánum genus y Sapiéntiæ christiánæ, deben ser aplicados y recomendados de un modo particular a los Católicos de Italia. Y si para permanecer fieles a estos deberes tendrán algo que sufrir o sacrificar, anímense pensando que el reino de los Cielos exige violencia, y solo haciéndose violencia se conquista, y que quien se ama a sí mismo y ama sus cosas más que a Jesucristo, no es digno de Él. El ejemplo de tantos invictos campeones quienes lo sacrificaron generosamente todo y en todo tiempo por la fe, los auxilios peculiares de la gracia que hacen suave el yugo de Jesucristo y alivian su peso, han de servir poderosamente para aumentar su valor y sostenerlos en el glorioso combate.
No hemos considerado hasta aquí sino el lado religioso de la presente condición de cosas en Italia, pues es para Nos importantísimo y eminentemente propio del oficio Apostólico que desempeñamos. Mas vale la pena de considerar también el lado social y político, a fin de que vean los italianos que no es solamente el amor de la religión, sino también el más sincero y noble amor de la patria que ha de excitarlos a oponerse a los impíos conatos de las sectas. Basta observar, para convencerse, qué porvenir se prepare para la Italia, en el orden social y político, por gente que tiene por objeto, y no lo disimula, combatir sin tregua al catolicismo y al Papado.
Ya la prueba de lo pasado es por sí muy elocuente. Lo que en este primer período de su nueva vida haya sufrido la Italia tocante a la moralidad pública y privada, a la seguridad, al orden y la tranquilidad interna, a la prosperidad y riqueza nacional, es más conocido por los hechos que por las palabras que Nos podríamos decir. Los mismos que tendrían interés en esconderlo, forzados por la verdad, no lo ocultan. Nos diremos solamente que en las condiciones presentes, por una triste pero verdadera necesidad, las cosas no podrían marchar de otro modo: la secta masónica, por más que ostente un espíritu de beneficencia y filantropía, no puede sino ejercer una influencia funesta: y cabalmente funesta porque combate e intenta destruir la religión de Cristo, verdadera bienhechora de la humanidad.
Todos saben cuánto y por cuantos lados influye saludablemente la religión en la sociedad. Es incontestable que la suma moral pública y privada forma el honor y la fuerza de los Estados. Pero es incontestable igualmente que sin religión no hay buena moral, ni pública ni privada. De la familia constituida sólidamente sobre sus bases naturales toma vida, incremento y vigor la sociedad. Pues bien, sin religión y moralidad, el consorcio doméstico no tiene estabilidad, y los vínculos de familia se debilitan y disuelven. La prosperidad de los pueblos y de las naciones viene de Dios y de sus bendiciones. Si un pueblo no solo no lo reconoce así, sino que se rebela contra el Señor, y en la soberbia de su espíritu implícitamente le dice que no necesita de Él, aquella no es sino un simulacro de prosperidad destinado a desaparecer, apenas quiera Dios confundir la orgullosa audacia de sus enemigos. La religión es la que penetrando hasta el fondo de la conciencia de cada uno le hace sentir la fuerza del deber y lo mueve a cumplirlo. La religión es la que comunica a los príncipes sentimientos de justicia y amor para con sus súbditos; hace a éstos fieles y sinceramente adictos a aquéllos, vuelve rectos y buenos a los legisladores, justos e incorruptibles a los magistrados, valientes hasta el heroísmo a los militares, concienzudos y atentos a los gobernantes. La religión es la que mantiene la concordia y el afecto entre los cónyuges, el amor y la veneración entre los padres e hijos; que inspira a los pobres el respeto por los bienes ajenos, y a los ricos el buen uso de sus haberes. De esta fidelidad a los deberes y de este respeto a los derechos ajenos nacen el orden, la tranquilidad, la paz que son parte tan importante de la prosperidad de un pueblo y de una Nación. Abolida la religión, todos estos bienes inmensamente preciosos desaparecerían con ella de la sociedad.
Para la Italia la pérdida sería más sensible aun. Sus mayores glorias y grandezas, en virtud de las cuales tuvo por largo tiempo el primado entre las más cultas naciones, son inseparables de la Religión, la cual o las produjo, o las inspiró o ciertamente las favoreció, las ayudó y fomentó. Tocante a públicas franquicias muy alto hablan sus Comunes; tocante a glorias militares hablan numerosísimas empresas memorables contra los enemigos declarados del nombre Cristiano; tocante a ciencias hablan las universidades, que fundadas, favorecidas y dotadas de privilegios por la Iglesia, fueron su asilo y teatro; tocante al arte, hablan numerosos monumentos de toda clase, de los cuales está profusamente sembrada toda Italia; tocante a obras en beneficio de los pobres, de los desgraciados, de los obreros, hablan muchísimas fundaciones de la caridad cristiana, asilos abiertos a todo género de indigencia e infortunio, y las asociaciones y corporaciones crecidas bajo la égida de la religión.
La virtud y la fuerza de la religión son inmortales, porque vienen de Dios: ella tiene tesoros de gracia, remedios eficacísimos para las necesidades de todos los tiempos, y de cualquiera época, a las cuales sabe admirablemente aplicarlos. Lo que ha sabido y podido hacer en otros tiempos es capaz de hacerlo también ahora con energía siempre nueva y floreciente. Quitar, pues, la religión a la Italia es esterilizar de una vez la fuente más fecunda de tesoros y gracias inapreciables.
Además, uno de los más grandes y formidables peligros que corre la sociedad presente son las agitaciones de los socialistas que amenazan destruirla desde sus cimientos. La Italia no está exenta de tan grave peligro: y aunque otras naciones están más infestadas que la Italia por este espíritu de subversión y desorden, no es sin embargo menos cierto que ese mismo espíritu va propagándose ampliamente y afianzándose cada día también en sus poblaciones. Es tal su mala naturaleza, es tanto el poder de su organización, tanta la osadía de sus propósitos, que es menester reunir todas las fuerzas conservadoras para detener sus progresos e impedir con feliz éxito su triunfo. De estas fuerzas la primera y la principal es la que puede dar la religión y la Iglesia, sin las cuales serán inútiles o impotentes las leyes más severas, los rigores de los tribunales, la misma fuerza armada. Y así como un tiempo contra las hordas bárbaras no valió la fuerza bruta, sino la virtud de la religión cristiana que dominando los ánimos, apagó su crueldad, ennobleció sus costumbres y las volvió dóciles a la voz de las verdades y de la ley evangélicas, así contra el furor de las muchedumbres desenfrenadas no habrá barrera eficaz sin el saludable poder de la religión, la cual haciendo brillar en las inteligencias la luz de la verdad e inspirando en los corazones los santos preceptos de la moral de Jesucristo, despierte la voz de la conciencia y del deber, ponga freno al espíritu antes que a la mano, y apague el ímpetu de la pasión. Mover guerra, pues, a la religión, es privar a la Italia del auxiliar más poderoso para combatir a un enemigo que se hace cada día más formidable y amenazador.
Pero esto no es todo. Así como en el orden social la guerra hecha a la religión es funestísima y muy perjudicial para la Italia, así en el orden político la enemistad con la Santa Sede y con el Romano Pontífice es para la Italia fuente de gravísimos daños. Esto tampoco es necesario demostrarlo: basta, para complemento de nuestro pensamiento, recoger en pocas palabras las conclusiones.
La guerra movida al Papa significa para la Italia, en lo interno, división profunda entre la Italia oficial y la gran parte de italianos verdaderamente católicos, y toda división es debilidad; significa privarla del favor y concurso de la parte más netamente conservadora; significa fomentar un conflicto religioso que jamás aprovechó para el bien público, sino que más bién encierra los funestos gérmenes de males y castigos gravísimos. En lo exterior, el desacuerdo con la Santa Sede, además de privar a Italia del prestigio y esplendor que infaliblemente le vendrían viviendo en paz con el Pontificado, le aleja a los católicos de todo el mundo, le impone inmensos sacrificios, ¡y en cualquiera ocasión puede proporcionar a sus enemigos un arma para dirigírsela contra!
¡He aquí el bienestar y la grandeza que apareja a la Italia quien teniendo en mano sus destinos, hace cuanto puede para abatir, segun la impía aspiración de las sectas, la religión católica y el Papado!
Supóngase en cambio, que desapareciendo toda solidaridad y connivencia con las sectas se dejen a la Religión y a la Iglesia, como a las más grandes fuerzas sociales, verdadera libertad y pleno ejercicio de sus derechos. ¡Cuán feliz cambio tendría lugar en los destinos de Italia! Los perjuicios y peligros de que nos quejábamos arriba como consecuencia de la guerra hecha a la Religión y la Iglesia, no solo cesarían cesando la lucha, sino que volverían a florecer en el clásico suelo de la Italia católica las grandezas y glorias de que fueron siempre la Religión y la Iglesia fecundas portadoras. De su divina virtud nacería espontáneamente la reforma de las costumbres públicas y privadas, se consolidarían los vínculos de la familia; y en todas las clases sociales bajo el influjo religioso se despertaría el más vivo sentimiento del deber y de la fidelidad en cumplirlo. Las cuestiones sociales que ahora tienen tan preocupados los ánimos, se encaminarían hacia la mejor y más complpta solución, debido a la práctica aplicación de los preceptos de caridad y justicia evangélicas; las públicas libertades, no pudiendo degenerar en licencia, servirían exclusivamente para el bien y se volverían en realidad dignas del hombre; las ciencias, por la verdad de que es maestra la Iglesia, y las artes, por la inspiración poderosa que la religión deriva de lo alto y que tiene el secreto de inspirar a los hombres, tendrían pronto nueva excelencia. Hecha la paz con la Iglesia, quedarían más y más aseguradas la unidad religiosa y la concordia civil: cesaría la división entre los católicos fieles a la Iglesia y la Italia, la cual adquiriría así un elemento poderoso de orden y de conservación. Oídos los justos reclamos del Romano Pontifice, reconocidos sus soberanos derechos, y puesto nuevamente en condición de verdadera y efectiva independencia, ya no tendrían motivo para considerar la Italia como enemiga de su Padre común los católicos de las otras partes del mundo, los mismos, que no por ajeno impulso ni inconscientes de lo que quieren, sino por sentimiento de fe e imposición del deber, levantan unánimemente la voz para reivindicar la dignidad y libertad del Pastor Supremo de sus almas. Antes aumentarán el respeto y la consideración de los otros pueblos con Italia si esta estuviese de acuerdo con la Sede Apostólica, la cual así como hizo experimentar de un modo especial a los italianos los beneficios de su presencia entre ellos, así con los tesoros de la fe que se propagaron siempre desde este centro de bendición y salud, hizo también que se esparciese entre todas las gentes grande y respetado el nombre Italiano. La Italia reconciliada con el Pontífice y fiel a su religión, estaría en vía de emular dignamente las antiguas glorias: y de todo lo que es verdadero progreso en nuestros tiempos no podría si no recibir nuevo impulso para adelantar en su glorioso camino. Y Roma, ciudad católica por excelencia, preordenada por Dios como centro de la Religión de Cristo y Sede de Su Vicario, lo cual fue causa de su estabilidad y grandeza al través de tantos siglos y tan variadas vicisitudes, colocada nuevamente bajo el pacífico y paterno cetro del Romano Pontífice volvería a ser lo que la hicieron la Providencia y los siglos, no reducida a la condición de capital de un reino particular ni dividida entre dos diferentes y soberanos poderes, dualismo contranio a su historia, sino capital digna del mundo católico, grande con toda la majestad de la Religión y del sumo Sacerdocio, maestra y ejemplo de moralidad y civilización para los pueblos.
No son estas, Venerables Hermanos, vanas ilusiones sino esperanzas basadas sobre el más sólido y verdadero fundamento. La afirmación que hace tiempo se está repitiendo, ser los católicos y el Pontífice los enemigos de Italia, casi otros tantos aliados de los partidos subversivos, no es sino gratuita injuria y descarada calumnia esparcidas adrede por las sectas para esconder sus malos propósitos y no hallar estorbo en la execrable obra de descatolizar a la Italia. La verdad que aparece clarísima por cuanto hemos dicho hasta ahora, es que los católicos son los mejores amigos del propio país, y que dan prueba de ardiente y sincero amor no solamente hacia la religión de sus padres, sino también hacia su patria, apartándose enteramente de las sectas, rechazando su espíritu y sus obras, haciendo todo esfuerzo para que la Italia no pierda sino que conserve viva la fe, no combata a la Iglesia sino que le permanezca fiel como hija, no ataque al Pontificado, sino que se reconcilie con él. Trabajad, oh Venerables Hermanos, con ahínco a fin de que la luz de la verdad ilumine las muchedumbres de suerte que estas comprendan finalmente dónde se encuentra su verdadero interés, y se persuadan de que solo de la fidelidad a la religión, de la paz con la Iglesia y el Romano Pontífice se puede esperar para la Italia un porvenir digno de su glorioso pasado. En esto quisiéramos que se fijaran no diremos los afiliados a las sectas quienes, con propósito deliberado, piensan hallar en las ruinas de la religión católica el nuevo arreglo de la Península, sino los otros que sin tener tan malas intenciones fomentan la obra de aquellos sosteniendo su política, y particularmente los jóvenes tan fáciles a equivocarse a causa de su inexperiencia y vehemencia de sentimientos. Quisiéramos que cada cual se persuadiese de que el camino por el cual vamos no puede sino ser fatal para la Italia; y si Nos denunciarnos una vez más el peligro, lo hacemos movidos por la conciencia del deber y por el amor de la patria.
Mas para iluminar las inteligencias y hacer eficaces nuestros esfuerzos, es menester implorar sobre todo los auxilios del Cielo. Por consiguiente, a nuestra común acción, oh Venerables Hermanos, únase la oración. Y sea una oración general, constante, fervorosa, que haga dulce violencia al corazón de Dios y lo vuelva propicio a esta nuestra Italia, de manera que aleje de ella toda desgracia, especialmente aquella que sería la más terrible de todas, la pérdida de le fe. Pongamos por Mediadora cerca de Dios a la gloriosísima Virgen María, la invicta Reina del Rosario que tanto poder tiene sobre las fuerzas del infierno y tantas veces ha hecho sentir a la Italia los efectos de su amor maternal. Acudamos también con confianza en los Santos Apóstoles Pedro y Pablo que conquistaron para la fe esta tierra bendita, la santificaron con sus fatigas y bañaron con su sangre.
Entretanto os sea prenda de los auxilios que pedimos y de Nuestro especialísimo afecto la Apostólica Bendición que de lo íntimo del corazón impartimos a Vosotros, Venerables Hermanos, a Vuestro Clero y al pueblo Italiano.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, a 15 de Mayo del año 1895, 18º de nuestro Pontificado. LEÓN PP. XIII
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