Traducción del artículo publicado por Giuliano Zoroddu para RADIO SPADA.
[Los] Griegos se parecen mayormente a los hijos de Israel y a los hebreos. Por ochocientos años Dios los amenaza, los golpea, los corrige con la espada de los mismos mahometanos para hacerlos volver de la herejía y del cisma a la unidad de la fe y de la Iglesia. Como los hijos de Israel, ellos vuelven de cuando en cuando, pero en modo poco sincero y poco duradero. Sus distintas reuniones con el centro de la unidad, con la Iglesia Romana, comprendida la reunión de Florencia, aprovechan a algunos individuos: mas el cuerpo de la nación va siempre más pervirtiéndose en el mal, hasta que Dios se cansa, como se cansó de los hijos de Israel, y lanza los últimos golpes, como ahora veremos. […] Mehmed (II), el cual había jurado paz a Constantino, erigió incontinente una fortaleza a dos leguas de Constantinopla, como para comenzar casi desde entonces el asedio de la nueva Roma. En tal condición, el emperador Constantino XI Dragases mandaba al papa Nicolás V pidiéndole ayuda contra el peligro externo que amenazaba el imperio griego. El papa le enviaba como Legado al Cardenal Isidoro, metropólita de Rusia, con una carta similar a las respuestas que el profeta Jeremías hacía a las consultas del rey Sedecías, mientras Nabucodonosor estaba al punto de asediar o de tomar a la infiel Jerusalén. Él hablaba primeramente de la negligencia de Juan VIII Paleólogo en publicar y consumar la unión conseguida en Florencia, y decía deber el nuevo emperador guardarse de caer en la misma culpa, no debiendo la pena ser menor:
«Se trata de un artículo principal del símbolo, la unidad de la Iglesia. Ahora, la Iglesia no es una si no tiene un solo jefe visible, sosteniendo las veces del Pontífice eterno, y al cual todos los cristianos deben obedecer. El imperio no sería uno si él tuviese dos jefes. Fuera de esta unidad de la Iglesia no hay salvación; quien no estaba en el arca de Noé pereció en el diluvio, y los cismas son castigados más severamente que los otros pecados. Coré, Datán y Abirón, que han pretendido suscitar un cisma en el pueblo de Dios, ahora los vemos castigados en forma más terrible que aquellos que eran culpables de idolatría. El imperio griego es en eso mismo una prueba. Nunca se halló en una condición tan deplorable, nunca se halló en situación de correr un grande e inminente peligro de ser presa de los turcos. ¿Cuál pudo ser la razón? Por el pecado de idolatría, el pueblo de Israel y de Judá padecieron una cautividad de setenta años en Babilonia. Por haber llevado a la muerte al Hijo de Dios hecho hombre, ahora vemos a los hebreos condenados a tener hasta el día de hoy al universo como su exilio. Ahora, como los Griegos han abrazado la fe católica, nosotros no creemos que hayan adorado ídolos, ni cometido el deicidio de los hebreos, para merecer caer en la cautividad y servidumbre de los Turcos. Se necesita pues que haya otra culpa, la cual no puede ser otra que el cisma: cisma comenzado por Focio y que dura casi cinco siglos. Cosa dolorosa de decir es esta, y nosotros quisiéramos sepultarla en eterno silencio; pero si esperáis algún remedio del médico, es obvio que mostreis la llaga. He aquí, hacen cinco siglos que satanás, príncipe y autor de todos los pecados, pero principalmente el del cisma y de la discordia, ha separado la iglesia de Constantinopla de la obediencia del Pontífice Romano, que es el sucesor de San Pedro y el vicario de nuestro señor Jesucristo. Se han intervenido infinitos tratados, se han celebrado muchos concilios, muchísimos legados han sido enviados para sanar esta llaga cruel en la Iglesia de Dios. Por último finalmente, por la providencia divina, en el concilio de Ferrara y de Florencia, el emperador Juan Paleólogo y el patriarca José de Constantinopla, acompañados por numeroso grupo de prelados y de señores, habiéndose reunido con el papa Eugenio IV, con los Cardinales de la Santa Iglesia Romana y con una gran cantidad de prelados occidentales, pusieron todo su cuidado para extirpar este cisma inveterado: y finalmente, la gran merced de Dios, superadas todas las dificultades, se disponen a publicar de buen acuerdo el decreto de esta unión. Estas cosas fueron hechas bajo los ojos del universo, y el decreto de esta unión, compilado en letras griegas y latinas, con la suscripción manual de todos los asistentes, fue mandado por toda la tierra. Lo testimonia la España con sus cuatro reinos cristianos de Castilla, Aragón, Portugal y Navarra; testimonia la Gran Bretaña, sujeta al cetro del rey de los Ingleses; lo testifican la Hibernia (Irlanda) y Escocia, puestas en la extremidad del mundo; testimonio da Alemania, habitada por pueblos sin número y que se extiende sobre un inmenso territorio; testimonio de Dinamarca, Noruega y la Suecia, en la extremidad del septentrión; testimonia el reino ilustre de Polonia; testimonian la Hungría y la Panonia, testifican toda la Glaria, que se extiende del mar occidental hasta el Mediterráneo, y que puesta entre los alemanes y los españoles, se pone de acuerdo en esto con los españoles y alemanes. Todo este universo tiene ejemplares del decreto en que este cisma inveterado es abolido, según el testimonio del emperador Juan Paleólogo, del patriarca José y de todos los otros que de la Grecia vinieron a Florencia, y cuyas suscripciones se encuentran ampliamente repetidas. Nosotros olvidamos recordar a Italia, que no la cede a alguna de las provincias, y cuyas ciudades todavía conservan ejemplares del decreto. Y no menos, por tantos años, este decreto de unión ha pasado bajo silencio entre los Griegos; no se ve alguna disposición en los ánimos para abrazar esta unión, refiriéndose a abrazar esta unión, se difiere de un día a otro, se repiten siempre las mismas excusas. Los Griegos no se dan a creer sin embargo que el Romano Pontífice y la Iglesia Occidental están ciegos por no ver y comprender a qué miran estas excusas y estas dilaciones. Ellos comprenden, pero llevan paciencia, dirigiendo el tercer año sus miradas sobre el Señor Jesucristo, el Pontífice eterno, el cual ordenó conservar hasta el tercer año el higo infructuoso que el patrón del campo quería talar en razón de su esterilidad».
Estas palabras del papa Nicolás V contenían una predicción terrible. Pronunciadas y escritas en el 1451, ellas se vieron verificadas tres años después, en el 1453, con la toma de Constantinopla y la ruina del Imperio Griego, visto entre los imperios y las naciones como un higo estéril:
«Vuestra Serenidad sabrá pues –continúa el papa en su letra– que también nosotros disimularemos hasta que vos hayais en cualquier modo respondido a estas letras. Si, tomando el partido màs sabio, junto con vuestros grandes y con el pueblo de Constantinopla, abrazáis el decreto de unión, os encontraréis en uno con nuestros hermanos los Cardenales y con toda la Iglesia Occidental, siempre entendidas en el honor vuestro y en vuestro bienestar. Si, por el contrario, rechazáis jutno con el pueblo en recibir el decreto de unión, os obligaréis a proveer lo que quieran vuestra salud y nuestro honor».
Finalmente el papa exigía como preliminares que el emperador volviese a llamar al patriarca de Constantinopla [Gregorio III Mammas, en exilio en Roma, N. de R.], que el nombre del Papa fuese puesto en los dípticos y recitado en todas las iglesias griegas; que si hubiese algo que necesitara explicación, se enviara a Roma, donde se procedería con premura a aclarar sus dudas y tratarles honorablemente. La carta es del 11 de octubre de 1451.
En cuanto a las consecuencias de esta negociación, he aquí cómo nos habla el griego Miguel Ducas: «El emperador había enviado a Roma para pedir socorro, confirmar la unión hecha en Florencia, recitar el nombre del papa en los dípticos de la iglesia mayor y reclamar al patriarca Gregorio para su sede. Él preparaba al mismo tiempo mandar legados para aquietar las enemistades implacables nacidas del cisma. El papa envió al Cardenal de Polonia, Isidoro, arzobispo de Rusia, griego de patria, hombre sabio y prudente, bien instruido en los dogmas ortodoxos y que había asistido al concilio de Florencia. El emperador lo acogió con los respetos y el honor convenientes. Cuando se llegó a hablar de la unión, el emperador y algunos de los particulares consintieron; pero la mayor parte de los eclesiásticos, de los monjes y de las religiosas no consintieron en nada […] los cismáticos corrieron al monasterio del Pantocrátor y, volviéndose a Genadio, que se llamaba entonces Jorge Escolario, le dijeron: “¿Qué haremos nosotros?”. Como él estaba encerrado en su celda, pidió un folio de papel y le escribió su parecer en estos términos: “Miserables Romanos [autónimo que se daban los bizantinos, en cuanto continuidad del antiguo Imperio Romano, N. del T.], ¿por qué os corrompéis y poneis vuestra esperanza en los Francos [exónimo despectivo que daban los bizantinos a los occidentales, N. del T.] en vez de ponerla en Dios? Perdiendo la fe, perderéis vuestra ciudad. ¡Tened piedad de mí, Señor!, yo juro en vuestra presencia que soy inocente de este delito. Miserables ciudadanos, considerad lo que hacéis. En cuanto renunciéis a la religión de vuestros mayores y abracéis la impiedad, os pondréis al yugo de la esclavitud. ¡Ay de vosotros cuando seáis juzgados!”. Escrito que hubo estas y otras cosas, la puso en la puerta de su celda y se encerró. Los religiosos que parecían superar a los otros por la santidad de la vida y la pureza de la fe, según el parecer de Genadio y de sus directores espirituales, junto con los sacerdotes y los laicos de su facción, condenaron el decreto de la unión y pronunciaron anatema contra aquellos que lo habían aprobado o que lo aprobasen. La pacotilla del pueblo, saliendo del monasterio, entró en las tabernas, y allá, teniendo en las manos copas llenas de vino, condenaban aquellos que consentían la unión, y bebiendo en honor de una imagen de la Madre de Dios, la suplicaban que pusiera en su protección la ciudad y la defendiera contra Mehmed, como en el pasado la había defendido contra Cosroes y contra el Jan. Nosotros no sabemos qué hacer, agregaban ellos, del socorro y de la unión de los latinos. ¡Lejos de nosotros el culto de los acimitas [nombre despectivo que los griegos dan desde el siglo XI a los latinos, y también a armenios y maronitas, por usar pan sin levadura en la Misa, N. del T.]!”. Pero los cristianos que estaban reunidos en la iglesia mayor, después de hacer sus oraciones y oir un discurso del cardenal, consintieron a la unión, con la condición sin embargo, de que cuando a Dios le plugiese traerles la paz y liberarlos del peligro que los amenazaba, el decreto sería examinado por personas capaces y enmendado, si hubiese lugar. Después que convinieron que se celebrase en la iglesia mayor una misa común a los Italianos y a los Griegos, en la cual se haría mención del papa Nicolás y del patriarca Gregorio, que estaba entonces en el exilio: y fue escogido para esta ceremonia el 12 de diciembre del año 6961 (1452 de la era vulgar). Algunos se abstuvieron de recibir los dones consagrados, considerándolos como un sacrificio impuro, con motivo que era ofrecido en la solemnidad de la reunión. Pero el Cardenal, que exploraba todos los corazones y los designios de los Griegos, veía claras las astucias y los engaños de ellos; no menos, siendo de la misma nación, hacía esfuerzos, aunque demasiado débiles para procurar socorro en la ciudad. Respecto al Papa, lo que ha sucedido lo justifica bastante; el remanente fue atribuido a la voluntad de Dios, que dispone todas las cosas para el mayor bien. Pero el pueblo […] no hacía caso alguno de todo lo que estaba haciéndose. Aquellos mismos que habían consentido a la unión decían a los cismáticos: “Esperad que veamos si Dios destruirá este gran dragón que quiere engullir nuestra ciudad, y entonces veréis si estamos unidos con los acimitas”».
«Así hablando –observa Miguel Ducas– estos miserables no recordaban los tantos juramentos hechos por la paz y la concordia de los cristianos y de las iglesias, en el concilio de Lión bajo el primero de los Paleólogos, y en el concilio de Florencia bajo el último de ellos, y de fresco en medio en la santa liturgia; ellos no pensaban que los juramentos tantas veces repetidos (y tantas veces violados), traen consigo excomuniones terribles en nombre de la Trinidad Santa, su memoria y la de su ciudad será en breve borrada de la tierra. ¡Miserables que sois! ¿Por qué meditais vanos proyectos en vuestros corazones? He aquí que vuestros sacerdotes, vuestros clérigos, vuestros monjes, vuestras religiosas que no han querido recibir el Cuerpo y la Sangre del Salvador de manos de los sacerdotes griegos celebrantes bajo el rito de la Iglesia Oriental, so pretexto que sus sacrificios eran profanados y no más cristianos, al punto de llamar a sus iglesias altares paganos; he aquí que mañana serán entregados en manos de los bárbaros, porque están contaminados y profanados ellos mismos en su cuerpo y en su alma […]».
Aquí el griego Miguel Ducas nos hace conocer las disposiciones de los Griegos de Constantinopla en torno a la reunión con la Iglesia Romana, mientras Mehmed II se aparejaba para tomar la ciudad y arruinar su imperio. Para encontrar algún ejemplo similar, se quiere resaltar el asedio de Jerusalén hecho en tiempo de Vespasiano y a aquel realizado por Nabucodonosor. En el uno, los hebreos rechazaron las advertencias de Jeremías; en el otro las advertencias de Cristo mismo, para seguir las señales de su propio corazón y las visiones de sus falsos profetas. En Constantinopla se rechazan las advertencias del vicario de Jesucristo, se rechaza su paz para escuchar a los visionarios. En los primeros meses de 1453, los turcos se apoderan de diversas plazas en torno a Constantinopla; eran los preludios de su final desolación. «En medio de esta especie de escaramuzas –dice Miguel Ducas– se ve insensiblemente llegar la primavera y la cuaresma, pero no se ve el final de las controversias de la Iglesia […]».
Finalmente, en los primeros días de abril de 1453, Mehmed II aparece ante Constantinopla con un ejército de trescientos mil hombres, seguido por una flota de cuatrocientas naves. Constantino Dragases no tenía más que una guarnición de ocho a nueve mil combatientes, con dos mil genoveses capitaneados por el prode Juan Giustiniani Longo. La población de la ciudad, en vez de unirse contra el enemigo de fuera, se dividía de sí misma, como del centro de la unidad católica.
[…] Genadio enseñaba y escribía continuamente contra la unión y hacía silogismos contra el doctísimo y santo Tomás de Aquino y contra Demetrio Cidonio, a quien acusaba de estar en el error. Él tenía como compañero y aprobador al primero del senado, el megaduque [Lucas Notaras, N. del R.], el cual llevó su impudicia a tal punto contra los Latinos o más que todo contra la ciudad, que dijo cuando apareció el numeroso y formidable ejército de los turcos: “Prefiero más ver en medio de la ciudad el turbante de los Turcos que la tiara de los latinos”.
[…] Después de varios combates, en los cuales los Turcos no siempre salían vencedores, Mehmed anunció un asalto general para el 27 de mayo, encendiendo hogueras por todo su campo. El emperador Constantino Dragases, después de haber reunido a sus pocas gentes, entra por la última vez en Santa Sofía, donde recibe la última comunión, luego entra por última vez a su palacio, saluda por última vez a su familia, pide perdón a todos, y posteriormente corre sobre los muros para sostener su última batalla. El asalto comenzó en la noche y duró sin pausa hasta que aclaró el día: entonces Mehmed combatió un poco flacamente hasta las nueve horas. Al caer el sol, el asalto comienza otra vez con nuevo ensañamiento. Los asediados hacen una valerosa defensa: los Turcos en varios lugares vuelven las espaldas, pero retornan siempre más numerosos. Finalmente el genovés Giustiniani, principal esperanza de los Griegos, recibe una herida grave y se retrae. El emperador continúa combatiendo; pero los Turcos penetran por una puerta vecina y lo rodean por la espalda. El megaduque Notaras abandona su puesto y se retira en su propia casa. Asaltado así por todas partes, Constantino Dragases exclama: “¿No habrá cristiano alguno que quiera levantarme la cabeza?”. Apenas pronunciadas estas palabras, un Turco le da un golpe en el rostro, y otro turco, con otro mandoble lo arroja muerto a tierra, no sabiendo que fuese el emperador. Los Turcos entraron así en Constantinopla una hora después de la medianoche del 29 de mayo de 1453.
[…] «Miserables griegos –agrega el griego Miguel Ducas– […] si en medio de tantos desastres que os rodean, descendiese del cielo un ángel y os dijese: “¡Consentid en la unión de la Iglesia, y yo reduciré a exterminio a vuestros enemigos!”, ¿vosotros rehusaríais sus ofertas o las aceptaríais de buena fe? Aquellos que decían, pocos días ha, que era mejor caer en las manos de los Turcos que en las de los Latinos saben bien que lo que digo es verdad». Y las circunstancias referidas por Miguel Ducas y las reflexiones con las cuales las acompaña son infinitamente notables.
[…] He aquí de cuál modo se cumplieron las predicciones del papa Nicolás V sobre los Griegos obstinados en el cisma. Pero, como los reprobaba casi desde entonces su patriarca Gregorio o Genadio, ellos no prestaron mente. Y hoy día, después de cuatro siglos de humillaciones y de penas, los Griegos no ponen mayor atención. Este pueblo, como el hebreo, tiene ojos para no ver, orejas para no escuchar, tienen una memoria que no les recuerda nada y una inteligencia para no comprender la lección formidable que Dios les inflige por casi cuatro siglos a causa de su obstinación en el cisma, en la rebelión contra el vicario de Cristo y en la antipatía contra los Cristianos de Occidente. Después de castigarlos por cuatro siglos bajo la dura señoría de los sectarios de Mahoma, la providencia suscita entre los Griegos un reino libre, y eso por la generosa conmiseración de los Occidentales. Era razonable creer que si no fuese por el reconocimiento y el ajuste político, cesaría la antigua antipatía contra los Cristianos de Occidente; pero no fue nada. Corriendo el año 1844, los diputados de la Grecia libre extienden una constitución política del reino. Y una de sus primeras preocupaciones es la de decretar que el reino griego pertenece a la religión y a la iglesia ortodoxa oriental, y que no está permitido intentar que un griego abraze la religión y la iglesia ortodoxa occidental; o más claramente, que los griegos pertenecen al cisma moscovita, y que no está permitido reconducirlos a la unidad católica de la Iglesia Romana. Él está siempre como en la toma de Constantinopla; ¡mejor la cimitarra de Mahoma o el knut del zar que el bastón pastoral de San Pedro!
P. RENÉ FRANÇOIS ROHRBACHER, Storia universale della chiesa cattolica dal principio del mondo sino ai di’nostri-Historia universal de la Iglesia Católica desde el principio del mundo hasta nuestros días, Vol. XI, Turín, 1861, págs. 583-605.
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