lunes, 15 de febrero de 2021

MES DE LA SANTA FAZ - DÍA DECIMOQUINTO

Tomado del devocionario El mes de la Santa Faz de Nuestro Señor Jesucristo, escrito por el padre Jean-Baptiste Fourault, sacerdote del Oratorio de la Santa Faz y publicado en Tours en 1891; y traducido al Español por la Archicofradía de la Santa Faz y Defensores del santo Nombre de Dios de León (Nicaragua) en 2019.
   
MEDITACIÓN DECIMOQUINTO DÍA: LA SANTA FAZ LLORA SOBRE JERUSALÉN.
Oh, Faz adorable, apenada a la vista de Jerusalén y derramando lágrimas por esa ciudad ingrata, ten piedad de nosotros.
   
El día en que Jesús se acercó a Jerusalén, tan pronto vio la ciudad, empezó a llorar sobre ella por el pensamiento de las calamidades que estaban destinadas a rebasarla, porque no conoció el tiempo de la visitación de Dios. Contemplad, oh alma mía, las lágrimas que inundan la Faz del más bello entre los hombres. Reverenciad la expresión de la dolorosa Faz de Jesús, y rogadle que revele la cusa de ello.
                   
1º PUNTO – JESÚS LLORA POR SU PATRIA.
¡Jesús llora por Jerusalén; la que Él ha sobreabundado con bendiciones celestiales, la que Él ha honrado con su presencia! Mira, pasando frente a Él, como en un cuadro, por una parte, la entrada triunfante de los hebreos a la tierra prometida, las solemnidades y las cantos solemnes de David y Salomón, la magnificencia del templo, las multitudes de gentes que en los días de júbilo acudían en masa a sus pórticos, y la gloria con la que Dios le había rodeado; por otra parte, la dureza de corazón y las prevaricaciones de Israel; las disensiones de las sectas que la agitaban y perturbaban, el odio de los escribas y fariseos.
   
Sus ojos divinos, descubrían un destino que no estaba tan distante, veía cerca de la ciudad un monte, una cruz y trazos de sangre, y luego la justicia de su Padre, descender muy pronto y en sobremanera sobre la ciudad deicida, entregándola a los horrores de un sitio, en la que sus habitantes eran diezmados por la pestilencia y el hambre. Por todas partes se presentaba a los ojos un retrato del infierno. Contempla el templo quemado y destruido, las murallas de Sion derribadas por el suelo, Jerusalén abandonada y solitaria, porque no conoció el tiempo de la visitación de Dios. Y ante la vista, el Salvador derrama lágrimas por su patria, porque la ama y deplora sus desgracias.
   
Oh, Jesús, enseñadnos también a derramar lágrimas por las dos patrias, que debemos amar con todo nuestro corazón: la Iglesia y nuestra propia tierra. La Iglesia es nuestra Madre, ella en verdad debe sufrir persecución y ser sacudida por las olas, pero no perecerá, porque tiene la promesa de vida eterna; pero ¿podemos ser insensibles a sus desgracias y a aquéllos para los cuales nuestra querida patria es una presa?, ¿insensibles ante la pérdida de tantas pobres almas que voluntariamente se pierden marchándose de la divina grey? Oh, Jesús, permitidnos compartir los dolorosos sentimientos de vuestro Corazón, y que lloremos contigo por estas dos Jerusalén.
            
2º PUNTO – JESÚS LLORA POR NUESTRAS ALMAS.
También existe otra Jerusalén por la cual la Santa Faz derrama lágrimas; es nuestra propia alma. «Llorad por vosotras», dijo Jesús a las hijas de Israel, «antes de lamentar mis sufrimientos» (Nólite flere super me, sed super vos ipsas flete et super fílios vestros. Luc. XXIII, 28). Si echo una mirada, oh, mi Dios, sobre la Faz de mi pobre alma, ¿cuántos motivos no veo para llorar?
  
¡Derramaste sobre ella innumerables bendiciones y la adornaste con gracias! Hiciste de ella una tierra prometida, un paraíso de deleites. Levantaste dentro de ella un templo para Vos mismo, reinaste como su Maestro. Pero mirad las facciones que se oponen y las pasiones que por dentro se levantan. Traen con ellas desolación y ruina. Han sido derribadas sus murallas, ha sido tomada la fortaleza, y el enemigo ha usurpado vuestro lugar. «Viæ Sion lugent» (Los caminos de Sion están desolados, Lamentaciones I, 4) y desiertos porque ya no queda ahí alguno que asista a sus solemnidades.
  
Mirad la imagen de mi alma en estado de pecado. Es sobre ella que debo llorar, pero ojalá mis lágrimas sean fructíferas, debo llorar con Jesús. A la contrición debo agregar un deseo sincero de ver levantarse de nuevo las murallas de la ciudad. Debo llamar a Jesús y rogarle que ahí, restablezca su reino. Venid entonces, oh, Señor, venid y tomad de nuevo posesión de mi alma. Haced vuestra entrada triunfal en ella, y que la belleza del templo restaurado regocije vuestra Santa Faz y vuestro Sagrado Corazón.
        
Ramillete Espiritual: Videns civitátem, flevit super eam. (Y cuando se acercó, viendo la ciudad, lloró sobre ella. San Lucas XIX, 41).
       
EL SEÑOR LEÓN PAPIN DUPONT: SU JUVENTUD
León Papin Dupont nació en Martinica el 24 de enero de 1797, de una antigua familia de origen bretona. Pasó sus estudios en Pontlevoy (diócesis de Bloise). Desde temprana edad exhibió una voluntad enérgica y una firmeza de carácter las cuales eran presagio de sus más heroicas virtudes. Al partir de Pontlevoy, fue a estudiar leyes a París. Sin abandonar sus hábitos cristianos, León Dupont, estando en uso de una gran fortuna, teniendo tiempo libre a su disposición, y amigos distinguidos, llevó una vida muy lujosa.
   
Ahora, sucedió en una ocasión, que su hermoso carruaje quedó enredado en medio de un pequeño número de limpiachimeneas. Se enteró que aquéllos pobre niños pequeños estaban ocupados y al cuidado de algún joven laico de su clase. Este trabajo caritativo le interesa, y de inmediato pide ser parte de el. Fue el llamado de la gracia lo que le condujo a la vida de buenas obras, que estaba destinado a seguir a lo largo de toda su vida.
   
Escribió así a sus amigos sobre este asunto: «De repente la luz brilló radiantemente en mis ojos. Este rayo de luz me hizo ver la importancia de la vida cristiana, el indispensable negocio de la salvación. Pero era necesario que a esto se agregara la gracia». Se agregó de hecho, y desde ese instante el Sr. Dupont verdaderamente se entregó a Dios. Habiendo sido admitido en la reconocida congregación de la
Santísima Virgen, fundada en París por el padre Juan Bautista Bordier-Delpuits, hizo su obligatorio deber el observar todas las reglas sin respeto humano, y con la energía y franqueza que distinguía su carácter. El siguiente ejemplo dará una buena idea de su comportamiento.
   
Un Domingo, mientras viajaba, se detuvo en Nantes. Encontrando ahí a un joven sacerdote perteneciente a la parroquia, le rogó le permitiese ir a confesión y expresó un deseo de recibir la santa comunión. El vicario, viendo que tenía que ver con un joven guapo, que pertenecía evidentemente al mundo de la moda, se atrevió a no creer que él estaba ansioso y apresurado a recibirle en el confesionario, tan raro fue en ese tiempo ver tales hombres desafiar el respeto humano y públicamente comunicarlo en un Domingo ordinario.
   
El Sr. Dupont, adivinando lo que estaría pensando y viendo lo avergonzado que estaba, le dijo que pertenecía a la congregación de María, y que él estaba acostumbrado a recibir los sacramentos cada semana. Algún tiempo después, cuando hubo regresado a Martinica con su madre María Luisa Gaigneron, tuvo una idea, se dice, de llegar a ser sacerdote; pero su vocación se encontró con legítimos obstáculos.
   
Nombrado consejero y auditor de la corte real, fue hecho muy al poco tiempo consejero titular. A los treinta años de edad, se casó con una joven criolla y piadosa, la Srta. Catalina d’Andiffredi, cuyas virtudes y cualidades le prometieron largos días de una vida pacífica y feliz. Repentinamente le fue arrebatada por la muerte en el curso de unos pocos años, dejándole sólo una hija, Enriqueta, a quien le hizo una promesa en su lecho de muerte: confiarla al cuidado de la Venerable Madre Paulina de Lignac, Superiora de las Ursulinas de Tours, para que fuese educada por la misma religiosa por quien ella misma había sido educada.
     
INVOCACIÓN
Oh, Señor Dios nuestro, quien, por medio de los adorables efectos de vuestra Providencia llamaste por caminos ocultos e incomprensibles a vuestro servicio a los siervos a quienes habéis escogido para realizar vuestras obras, concedednos conocer claramente el llamado de vuestra gracia, corresponder a ella con fidelidad y trabajar con toda la energía de nuestra voluntad en la obra de reparación de vuestro santo Nombre, el bien de nuestro prójimo y la santificación de nuestras almas. Amén.

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