Santa Juana nace en Burdeos el 1556. Sus padres se llamaban Ricardo de Lestonnac, buen católico y miembro del Parlamento local, y Juana Eyquem de Montaigne, ferviente calvinista.
La pobre niña empieza a ser objeto de contradicción. Es bautizada en la Iglesia Católica, a pesar de la oposición de la madre, que intenta inocular en la niña sus propias ideas.
Pero su fe, combatida, acaba por fortalecerse, apoyada por su padre, su hermano Guido y su tío, el célebre filósofo Miguel de Montaigne, que llamó a su sobrina «bella princesa albergada en magnífico palacio». Incluso deseó entregarse a Dios en el claustro, aunque no llegó a realizarse.
Juana creyendo acatar así los designios de Dios, aceptó el matrimonio con Gastón de Montferrant, varón de Landirás y de la Mothe. Fue un matrimonio feliz. Tuvieron ocho hijos, de los que sobrevivieron cinco, a los que Juana educó en la piedad y caridad cristiana. La baronesa cumplió a la perfección sus deberes de esposa y de madre.
Llevaban 24 años de feliz matrimonio cuando Gastón murió. Seis años después había muerto también el primogénito, y Francisco, el heredero de la baronía había fundado su hogar. Dos hijas se habían consagrado al Señor, y la benjamina, Juanita, la encomienda al cargo de Francisco. Así, todo arreglado, ella se consagra al Señor en las monjas cistercienses Fuldenses de Tolosa como Juana de San Bernardo.
Se siente feliz. Se entrega a rigurosas penitencias que la hacen enfermar. Una pena profunda se apodera de ella al indicarle la superiora que ha de volver a su castillo de Landirás, por prescripción facultativa.
Aquella noche empieza a diseñarse en su espíritu la futura Compañía de María. Tiene una visión celestial, presidida por la Virgen María, en la que contempla que muchas jóvenes se pierden. Las ve caer en espantoso torbellino y que tienden los brazos implorando ayuda. El Señor va iluminando su camino. Los Padres Juan de Bordes y Francisco de Raymond, de la Compañía de Jesús, la apoyan y aconsejan. Se van concretando las reglas de la Congregación, calcadas en las de San Ignacio. Y el 1 de mayo de 1608 toman el hábito de la Compañía de María las cinco primeras religiosas.
El cardenal Francisco de Escoubleau de Sourdis quiere acoplar la Obra a las reglas de las ursulinas, pero luego cede. La Obra sigue adelante según el primer diseño. La Virgen vela por su Compañía. En 1610 se consagran a Dios, el día de la Inmaculada, la madre fundadora y nueve compañeras.
Pronto la semilla se hizo fecunda y floreció en 40 fundaciones. Abundaron las persecuciones, los sufrimientos, hasta la traición de una de sus primeras hijas, Blanca Hervé, que empezó una conspiración viciosa que dio como resultado su elección como superiora y la deposición de Santa Juana. Blanca maltrató entonces cruelmente a su anterior superiora. Santa Juana soportó sus pruebas con gran paciencia hasta que Blanca finalmente se arrepintió. Para entonces, sin embargo, Santa Juana ya no deseaba ser repuesta como superiora y vivió sus restantes años en el retiro. Así se consolidaría el Instituto. «La parte que Jesús nos da de su cruz nos hace conocer cuánto nos ama», decía la Madre Fundadora cuando más arreciaban las persecuciones.
Tenía una gran devoción a la Eucaristía, a la Virgen María, al ángel de la guarda. El 2 de febrero de 1640 entregó su alma a Dios. Sus hijas seguirían trabajando por la educación cristiana de la juventud, según el ideal de la Fundadora: «O trabajar o morir por la mayor gloria de Dios».
Sus venerables restos, dispersos y profanados por la Revolución Francesa, fueron felizmente encontrados. El 15 de mayo de 1949, el Papa Pío XII la elevó a la gloria de los altares.
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