martes, 16 de febrero de 2021

MES DE LA SANTA FAZ - DÍA DECIMOSEXTO

Tomado del devocionario El mes de la Santa Faz de Nuestro Señor Jesucristo, escrito por el padre Jean-Baptiste Fourault, sacerdote del Oratorio de la Santa Faz y publicado en Tours en 1891; y traducido al Español por la Archicofradía de la Santa Faz y Defensores del santo Nombre de Dios de León (Nicaragua) en 2019.
   
MEDITACIÓN DECIMOSEXTO DÍA: LA SANTA FAZ EN LA GRUTA DE LA AGONÍA.
Oh, Faz adorable, postrada hasta el suelo en el Huerto de los Olivos, cargando las vergüenzas de nuestros pecados, ten piedad de nosotros.
   
La hora de la Pasión del Divino Maestro había llegado. Es en la gruta del Huerto de los Olivos donde estamos a punto de presenciar los sufrimientos voluntarios de la Santa Faz. «Quedaos aquí», dijo Jesús a sus discípulos, «hasta que Yo vaya allá y ore» (Matth. XXVI, 36-46). «Permaneced aquí si no tenéis el valor de seguirme más adelante, pero vigilad y orad, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil. Mi alma está acongojada hasta la muerte». Poco tiempo después Él estará aún más apesadumbrado. Entonces entrando en el huerto de la Agonía, postra su Rostro en tierra. Sigámosle con la comitiva de ángeles que ahí le acompañan. Contemplemos sus sufrimientos, meditemos sobre ellos con verdadera compunción.
                      
1º PUNTO – LA ORACIÓN DE JESÚS.
De acuerdo con una antigua tradición, esta gruta, donde nos encontramos juntos en espíritu, sirvió como refugio a nuestros padres después de su expulsión del paraíso terrestre, aún el Gólgota fue el lugar del sepulcro de Adán. Ahí Jesús ora y llora a fin de expiar los pecados del mundo, se le presentan a Él en infinitas formas y en toda su fealdad.
   
Él está de rodillas, y sus ojos, ante el aspecto de esta terrible visión, los cierra con dolor y vergüenza. Sus ojos no pueden soportar la visión, y dolorosamente se inclinan hasta el suelo, su corazón, por otra parte; se eleva a Dios su Padre, y de sus agonizantes labios escapa el grito provocado por la naturaleza: «Padre, si te es posible, permite que este cáliz pase de mí. Más no se haga mi voluntad, sino la Tuya». Y diciendo estás palabras, cayó Rostro en tierra.
    
Contemplad, oh alma mía, la Faz de Jesús, pálida y desfigurada por los sufrimientos de su agonía. Está bañada de un sudor frío, y este sudor es la Sangre divina que pronto fluirá a raudales en el Pretorio y en el Calvario. Jesús ha colocado su corazón en la prensa de vino de su amor; no puede retener el vino de su sangre que brota de todos los poros de su sagrado cuerpo.
   
Su noble y majestuosa frente permite a estos divinos sudores ocultar sus ojos para derramar lágrimas en abundancia, que inundan su cabello y su barba y corren hacia abajo en el suelo para hacerlo fructífero. ¡Que miedo, que dolor, que terror experimenta a la vista de los pecados, que está a punto de expiar, por medio de tantas ignominias y sufrimientos!
               
2º PUNTO – EL ÁNGEL CONSOLADOR.
Por qué, oh Jesús, viendo que fuisteis capaz de redimir al mundo por un simple acto de sumisión, para con la Majestad ofendida de vuestro Padre, ¿quisiste escoger el sufrimiento más extremo? ¿Por qué cuando llevaste a vuestros labios el cáliz de la amargura, experimentaste de una vez el horror de vuestra agonía? Jesús quiso sufrir así, responde un santo Padre, para demostrar que en realidad era verdadero hombre, y enseñarnos también a sufrir con Él.
   
Cuán terrible es el misterio del sufrimiento, ¿y todavía qué es lo más común? El sufrimiento es necesario, y todo hombre que rechaza el sufrimiento, rechaza la palma de la victoria y la corona de la gloria. Pero valentía, oh alma mía. Quien os ha creado está consciente de vuestra debilidad. La naturaleza humana en Cristo aceptó el socorro del ángel consolador para suavizar su agonía. Él mismo que lo experimentó, vendrá en vuestro auxilio. Jesús será vuestro buen ángel consolador.
   
Dejad entonces que el sufrimiento moral, ya sea del corazón o de la mente, o el sufrimiento físico del cuerpo, venga a vosotros, y diréis con el Maestro: «Oh Padre mío, si te es posible, deja que este cáliz pase de mí». Y cuando el ángel os haya revelado su presencia a vuestro lado, añadiréis inmediatamente, «mas, sin embargo, hágase Tu voluntad, y no la mía». Dios dará la consolación en la prueba, no permitirá seáis tentados por encima de lo que sois capaces de soportar.
        
Ramillete Espiritual: Prócidit in fáciem suam, orans et dicens: Pater mi, si possíbile est, tránseat a me calix iste; verúmtamen non sicut ego volo, sed sicut tu. (Y cayó sobre su Rostro, rogando y diciendo: Padre Mío, si es posible, permite que este cáliz pase de mí; más sin embargo que no se haga mi voluntad, sino la tuya. San Mateo XVI, 39).
       
EL SEÑOR LEÓN PAPIN DUPONT: LA MUERTE DE SU HIJA ENRIQUETA
La única hija del Sr. León Papin Dupont había permanecido bajo el cuidado de la Sra. De Lignac. A los encantos de la angélica piedad, la jovencita agregó algunos de sus raros dones naturales. Acababa de terminar su educación, cuando súbitamente, una epidemia irrumpió en su escuela, obligando a las Ursulinas enviar a sus alumnas a sus distintos hogares. Enriqueta está encantada que sus días festivos tuvieran lugar más pronto que lo de costumbre. Poco pensó que terminarían para ella en la tumba.
   
Durante los días de su enfermedad, que fueron días llenos de angustia para su excelente padre, la virtud de su padre, que ya había alcanzado tan alto grado de perfección, se levantó a la altura del heroísmo, que dejó una última y vivaz impresión en todos los que lo conocieron.
  
«Después que la niña hubo recibido los últimos sacramentos», escribe un santo sacerdote quien era amigo íntimo del Sr. Dupont, y quien no le había perdido de vista durante todo el curso de su amarga prueba, «su padre recitaba las oraciones de los agonizantes... sostenía la mano de su hija junto a la suya, y con una sublime expresión de fe en su rostro, dijo: “Partid, alma cristiana, partid, partid!, ¡no permanezcáis más en esta tierra, donde se peca contra Dios! La muerte es vida, el mundo es muerte. Marchaos, hija mía, estás a punto de ver a Dios. Contadle de nuestros sentimientos, todo lo que sufrimos en este momento... Decidle que nuestro único deseo es que Él esté satisfecho de nosotros en esta prueba... Sufro, es verdad, mi corazón está destrozado. Pero, hija mía, son los sufrimientos con miras a un nacimiento. Hoy, os estoy dando a luz celestialmente.
   
Es verdad que en la tierra somos imagen de Dios, pero es una imagen tosca, difícil de percibir. Es sólo en el cielo que Dios nos acaba y perfecciona. Partid, hija mía, y no olvidéis mis encargos... todavía soy tu padre, y en nombre de mi autoridad sobre ti, te ordeno decir nada a Dios, hasta que lo halláis cumplido todo”».
   
El Sr. Dupont, desde el inicio de la enfermedad de su hija, no había fallado en pedir las oraciones de sus vecinas, las piadosas Carmelitas de Tours. La hermana sor María de San Pedro, con quien ya había estado en comunicación, había orado fervientemente, pero muchas veces había expresado su convicción que la jovencita no se recuperaría. Dios quiso imponer este duro sacrificio sobre su siervo, para elevarlo más rápidamente a la santidad y hacerle el instrumento de sus trabajos de reparación por medio de la Santa Faz.
  
Hasta el último momento, la niña estuvo consciente. Su padre, quien había permanecido de rodillas, sobrecogido de dolor, se levantó de repente, y tomando de nuevo su mano, le dijo: «Oh hija mía, no me abandonarás. No estaremos separados. Dios está en todas partes. Estaréis en su presencia en el Cielo, y le veréis. Yo aquí abajo también estaré contigo, y a través de Él, estaré contigo...dos muros nos separan en este momento. El tuyo pronto caerá; el mío también un día caerá; entonces estaremos unidos de nuevo, y estaremos siempre juntos».
   
Entonces, cuando la agonizante niña dio su último suspiro, el Sr. Dupont, volviéndose al Dr. Bretonneau, quien permanecía al lado de su cama, le dijo con una expresión celestial en su rostro: «¡Doctor, mi hija ve a Dios!!». Entonces, en un arrebato, digno de un santo, rezó, entre otras oraciones entonó el Magníficat.
   
Este era en verdad el ideal de un cristiano.
     
INVOCACIÓN
Oh, Dios, quien probaste a Abraham mediante el sacrificio de su único hijo, y quien llenaste a vuestro siervo con el mismo espíritu, aumentad en mí esta fe, concededme la gracia de una sumisión perfecta a vuestra adorable voluntad, cualesquiera que sean las pruebas por las cuales os complazca conducirme a la santidad. Amén.

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