Por Manuel Villatoro para ABC.
EL OLVIDADO PASADO DE LERROUX, EL REPUBLICANO QUE LLAMABA A VIOLAR MONJAS Y QUEMAR CONVENTOS ANTES DE LA SEGUNDA REPÚBLICA
Aunque al final de su vida giró hacia el liberalismo y la moderación, hubo un tiempo en que pedía al proletariado alzarse contra el clero y el poder establecido.
El viaje del joven Alejandro Lerroux hacia el liberalismo no pudo ser más vertiginoso. Arribó durante la última parte de su vida, cuando este político (recordado tristemente por sus contínuos cambios de partido) moderó el lenguaje populista que había esgrimido durante la primera parte de su vida y apostó por seguir una senda de moderación. De esta forma dejó patente que la fogosidad de la juevntud puede ser apaciguada por el paso del tiempo.
Sin embargo, tan real como esto es que, durante la primera parte su vida, el joven Lerroux hizo uso de los trucos clásicos de la comunicación de masas para conseguir acercarse al pueblo. Y le fue bien, vaya. En sus mítines y artículos, el político llamó una y otra vez a sus seguidores a perpetrar todo tipo de tropelías contra las monjas. «Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo a las novicias y elevadlas a la categoría de madres para civilizar la especie».
FALSOS MITOS
De Alejandro Lerroux ha quedado, con todo un recuerdo amargo. Los libros le definen como un oportunista ansioso de poder y un corrupto demagogo. Sin embargo, la realidad es que fue un político de masas que abandonó los dogmas durante su madurez y cuya mentalidad inclusiva fue precursora del espíritu de consenso que primó durante la Transición.
Así lo confirma a ABC el profesor titular de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos Roberto Villa García. Sabe bien de lo que habla, pues ha estudiado la controvertida figura del político durante años para elaborar «Lerroux. La república liberal» (Fundación FAES). Un libro que, documentación mediante, analiza la vida de un hombre que fue tres veces presidente del Gobierno durante la Segunda República y que, según desvela el autor, ha sido maltratado por nuestra historia «por culpa de las visiones de sus adversarios». Desde los «catalanistas, hasta los socialistas y los comunistas».
Alejandro Lerroux da un mítin frente a miles de seguidores
«Los mismos diarios de Manuel Azaña han influido negativamente. Este siempre pensó que Lerroux había traicionado al republicanismo de izquierdas al aliarse y gobernar con las derechas católica y agraria», añade.
¿Cómo deberíamos recordarlo? En palabras de Villa, de dos formas diferentes. En primer lugar, como un joven «que encarnó el republicanismo de la España de entresiglos» y que se convirtió en «un organizador dinámico muy capaz y un líder carismático que supo integrar en la vida política sectores antes completamente inhibidos de la misma, como el obrerismo barcelonés».
Aunque también como un hombre que, en su madurez, «fue un gran liberal que intentó consolidar una Segunda República abierta, inclusiva y tolerante», además de un «sistema de libertades que debía convertir ese régimen en uno nacional, que integrara en un marco común de convivencia a todos los españoles, sin diferenciarlos por sus ideas o su procedencia política». Nada que ver con la falsa instantánea de chaquetero que ha perdurado hasta ahora.
ORÍGENES EXTREMOS
Nacido en Córdoba en 1864, Alejandro Lerroux vivió una infancia tan turbulenta como prolífica a nivel político. Cuando apenas contaba 26 años empezó a militar en el Partido Progresista Democrático del republicano Manuel Ruiz Zorrilla y, tras ser diputado en 1901, se adhirió a la Unión Republicana en 1903.
Durante estos primeros años se ganó la fama de demagogo por los incisivos artículos que escribía y por su anticlericalismo. La fusión entre estos dos mundos se ejemplifica con su famosa llamada a levantar las faldas de las monjas para hacerlas madres. Así lo escribió en un artículo publicado en 1906:
«Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo a las novicias y elevadlas a la categoría de madres para civilizar la especie, penetrar en los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social, entrad en los hogares humildes y levantad legiones de proletarios para que el mundo tiemble ante sus jóvenes dispuestos... Seguid, seguid. No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares».
Profundamente anticatalanista, no dudó en romper con su partido cuando este se alió con la Lliga Regionalista. Fue entonces cuando creó el Partido Republicano Radical, organización que lideraría entre 1908 y 1936.
Estos saltos a nivel político le convirtieron, a ojos de la sociedad, en un personaje voluble cuya única finalidad era conseguir el poder. Algo que Villa ayuda a desterrar en su obra. «Probablemente esa imagen descalificatoria de oportunista tenga que ver con que, a diferencia de otros políticos republicanos, Lerroux no era un dogmático y huía de las controversias divisivas que, antes y después de él, convertirían el movimiento republicano en una suma de impotencias», explica. En sus palabras, esta capacidad de evolucionar fue «una de las claves del éxito de su liderazgo durante tantos años».
Algo parecido ha sucedido con su fama de manipulador y agitador. «El Lerroux joven fue un demagogo. El maduro era un republicano liberal que se permitía muy pocas concesiones a la demagogia», señala. En sus palabras, el uso del populismo durante los primeros años del siglo XX era habitual entre los republicanos, «un movimiento antisistema que pretendía deslegitimar por todos los medios la monarquía constitucional creando un estado de opinión que permitiera, en una coyuntura propicia, traer la República».
Por si fuera poco, durante su etapa en Barcelona nuestro protagonista competía con el anarquismo para ganarse el favor de los obreros. «Eso explica su discurso de extrema izquierda y anticlerical», añade el experto. En todo caso, estas dos características «fueron apagándose conforme evolucionó hacia un posibilismo claramente liberal».
CONTROVERSIAS VARIAS
Otro de los grandes mitos que se ha orquestado en torno a Lerroux es el que le muestra como un líder deshonesto que, durante la Segunda República, protagonizó los escándalos del Estraperlo y de Tayá-Nombela. Villa analiza ambos mediante documentación de la época para separar, al fin, el mito de la realidad. Así, reduce el primero «a su verdadera dimensión» y se zambulle en las causas del segundo. «El libro demuestra, entre otras cosas, que Nombela no fue un caso de corrupción, sino un escándalo alentado con suposiciones falsas y en el que anduvo mezclado Alcalá-Zamora con el fin de acabar con el liderazgo de Lerroux y dar el golpe de gracia a las Cortes de centro-derecha», explica.
A su vez, relativiza estos dos sucesos al compararlos con otros tantos protagonizados por otros mandatarios de la época. «Lo curioso es que esto haya condicionado la imagen de Lerroux. Políticos de la Lliga como Prat de la Riba o Puig y Cadafalch no fueron precisamente dechados de virtud administrando la Mancomunidad de Diputaciones catalanas, y sin embargo nos han llegado impolutos», completa.
VIOLENCIA CONTRA EL CLERO
Al final, los deseos de aquel joven Lerroux se hicieron palpables durante la Segunda República y los inicios de la Guerra Civil. La barbarie contra el clero ha sido recientemente investigada por el doctor en Historia Fernando Del Rey, quien, en su nueva obra («Retaguardia roja») se adentra en la «clerofobia» que se vivió al comenzar la contienda. La época de la «violencia en caliente», como la denomina. «Por violencia en caliente se entiende la que se sucedió en las primeras semanas de la guerra allí donde los sublevados habían sido derrotados», señala a este diario.
Poco después del 18 de julio de 1936, cuando se produjo el Alzamiento, los partidarios de la Segunda República se ofuscaron en acabar con el «enemigo interior»: todo aquel sospechoso de ser partidario de la sublevación y que pudiera unirse al ejército enemigo si este llegaba hasta la zona. «Se detuvo a miles de derechistas que fueron a parar a las cárceles. En ese proceso, y sin que respondiera a una planificación previa, hubo algunos muertos cuando se produjeron choques. Hay que entender que muchos se resistieron a ser detenidos y que a algunos milicianos se les iba la mano», desvela.
Los religiosos de sotana y misa se vieron envueltos en este torbellino de tensión, miedo y desaire debido a que el miliciano de base los veía como unos «compinches de los golpistas». Ello, a pesar de que, en palabras del experto, «muchos se limitaban a rezar». Esa idea del «monje trabucaire partidario del enemigo solo por el hecho de serlo» era general. «El clero de base, el secular, era visto como un agente político. Ejercía el papel de ideólogo de la derecha en esa dialéctica de odio político», añade.
En su obra, el autor afirma que esta mentalidad estaba instaurda desde el siglo XIX, cuando «la fe religiosa se ligó en la cultura de las izquierdas europeas a la idea de la opresión del “pueblo”». Ejemplo de ello es que el marxismo la comparaba con el «opio del pueblo» y aseguraba que estaba al servicio de los ricos y de los poderosos. «Tales postulados se interiorizaron pronto en España, primero en los medios republicanos anticlericales y después en las distintas corrientes obreristas», completa.
En todo caso, también deja claro que la mayor parte no tuvieron que soportar torturas, como afirman algunos expertos. A su vez, rechaza que se califique a la represión general como «genocio» u «holocausto».
Lo que llama la atención al autor es el caso del clero que trabajaba en monasterios y no predicaba desde los púlpitos. La respuesta se encuentra en la imagen negativa que se había asociado al clero. «Creo que no funcionó la lógica del combate político previo tanto como en el estereotipo. Todos los tópicos denigratorios (como que eran homosexuales) se cernieron sobre esa figura», desvela. Las muertes de esta parte del clero fueron fomentadas, en parte, por la administración. «Decían que había que tener ojo con los conventos porque podían servir como fortalezas para refugiar fascistas. Había verdadera obsesión con los campanarios. Y en el fondo era verdad porque eran auténticas fortalezas arquitectónicas», añade.
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