«Todo lo que acabáis de exponer, dirá alguien
al llegar aquí, topa, en la práctica, con una
dificultad gravísima. “Habéis hablado de personas y de escritos liberales, y nos habéis recomendado con gran ahínco huyésemos, como de la
peste, de ellos y hasta de su más lejano resabio.
¿Quién, empero, se atreverá, por sí solo, a calificar a tal persona a escrito de liberal, no mediando antes fallo decisivo de la Iglesia docente que
así los declare?”.
He aquí un escrúpulo, o mejor, una tontería,
que han puesto muy en boga, de algunos años
acá, los liberales y los resabiados del Liberalismo. Teoría nueva en la Iglesia de Dios, y que
hemos visto con asombro prohijada por quienes
nunca hubiéramos imaginado pudiesen caer en
tales aberraciones. Teoría, además, tan cómoda
para el diablo y sus secuaces; que en cuanto un buen católico les ataca o desenmascara, al punto se les ve acudir a ella y refugiarse en sus
trincheras, preguntando con aires de magistral
autoridad: “¿Y quién sois vos para calificarme a
mí o a mi periódico de liberales? ¿Quién os ha hecho maestro en Israel para declarar quién es buen católico y quién no? ¿Es a vos a quien se ha de pedir patente de Catolicismo?”. Esta última
frase, sobre todo, ha hecho fortuna, como se dice, y no hay católico resabiado de liberal que
no la saque, como último recurso, en los casos
graves y apurados. Veamos, pues, qué hay sobre eso, y si es sana teología la que exponen los
católico-liberales sobre el particular. Planteemos antes limpia y escueta la cuestión. Es la siguiente:
“Para calificar a una persona o un escrito de
liberales, ¿debe aguardarse siempre el fallo concreto de la Iglesia docente sobre tal persona o
escrito?”.
Respondemos resueltamente que de ninguna
manera. De ser cierta esta paradoja liberal, fuera ella indudablemente el medio más eficaz para que en la práctica quedasen sin efecto las condenaciones todas de la Iglesia, en lo referente
así a escritos como a personas.
La Iglesia es la única que posee el supremo
magisterio doctrinal de derecho y de hecho, juris et facti, siendo su suprema autoridad, personificada en el Papa, la única que definitivamente y sin apelación puede calificar doctrinas en
abstracto, y declarar que tales doctrinas las contiene o enseña en concreto el libro de tal o cual
persona. Infalibilidad no por ficción legal, como
la que se atribuye a todos los tribunales supremos de la tierra, sino real y efectiva, como emanada de la continua asistencia del Espíritu Santo, y garantida por la promesa solemne del Salvador. Infalibilidad que se ejerce sobre el dogma y sobre el hecho dogmático, y que tiene por
tanto toda la extensión necesaria para dejar perfectamente resuelta, en última instancia, cualquier cuestión.
Ahora bien. Esto se refiere al fallo último y
decisivo, al fallo solemne y autorizado, al fallo
irreformable e inapelable, al fallo que hemos
llamado en última instancia. Mas no excluye
para luz y guía de los fieles otros fallos menos
autorizados, pero sí también muy respetables,
que no se pueden despreciar y que pueden hasta
obligar en conciencia al fiel cristiano. Son los
siguientes, y suplicamos al lector se fije bien en
su gradación:
lº El de los Obispos en sus diócesis. Cada Obispo es juez en su diócesis para el examen de las doctrinas y calificación de ellas, y declaración de cuáles libros las contienen y cuáles no. Su fallo no es infalible, pero es respetabilísimo y obliga en conciencia, cuando no se halla en evidente contradicción con otra doctrina previamente definida, o cuando no le desautoriza otro fallo superior.
lº El de los Obispos en sus diócesis. Cada Obispo es juez en su diócesis para el examen de las doctrinas y calificación de ellas, y declaración de cuáles libros las contienen y cuáles no. Su fallo no es infalible, pero es respetabilísimo y obliga en conciencia, cuando no se halla en evidente contradicción con otra doctrina previamente definida, o cuando no le desautoriza otro fallo superior.
2º El de los Párrocos en sus feligresías. Este
magisterio está subordinado al anterior, pero
goza en su más reducida esfera de análogas
atribuciones. El Párroco es pastor, y puede y
debe, en calidad de tal, discernir los pastos saludables de les venenosos. No es infalible su declaración, pero debe tenerse por digna de respeto, según las condiciones dichas en el párrafo
anterior.
3º El de los directores de conciencias. Apoyados en sus luces y conocimientos, pueden y
deben los confesores decir a sus dirigidos lo que
les parezca, acerca tal doctrina o libro sobre que
se les pregunta: apreciar según las reglas de
moral y filosofía si tal lectura o compañía puede
ser peligrosa o nociva para su confesado, y hasta
pueden con verdadera autoridad intimarle se
aparte de ellas. Tiene, pues, también un cierto
fallo sobre doctrinas y personas el confesor.
4º El de los simples teólogos consultados
por el fiel seglar. Perítis in arte credéndum, dice la filosofía: “se ha de creer a cada cual en lo que
pertenece a su profesión o carrera”. No se entiende que goce en ella el tal de verdadera infalibilidad, pero sí que tiene una cierta especial
competencia para resolver los asuntos con ella
relacionados. Ahora bien. Al teólogo graduado
le da la Iglesia un cierto derecho oficial para
explicar a los fieles la ciencia sagrada y sus
aplicaciones. En uso de este derecho escriben de
teología los autores, y califican y fallan según
su leal saber y entender. Es, pues, cierto que
gozan de una cierta autoridad científica para
fallar en asuntos de doctrina, y para declarar
qué libros la contienen o qué personas la profesan. Así simples teólogos censuran y califican,
por mandato del Prelado, los libros que se dan
a la imprenta, y garantizan con su firma su ortodoxia. No son infalibles, pero le sirven al fiel
de norma primera en lo casero y usual de cada
día, y deben éstos atenerse a su fallo hasta que
lo anule otro superior.
5º El de la simple razón humana debidamente ilustrada. Sí, señor, hasta eso es lugar
teológico, como se dice en teología, es decir, hasta eso es criterio científico en materia de religión. La fe domina a la razón; ésta debe estarle
en todo subordinada. Pero es falso que la razón
nada pueda por sí sola; es falso que la luz inferior encendida por Dios en el entendimiento humano no alumbre nada, aunque no alumbre
tanto como la luz superior. Se le permite, pues,
y aun se le manda al fiel discurrir sobre lo que
cree, y sacar de ello consecuencias, y hacer aplicaciones, y deducir paralelismos y analogías.
Así puede el simple fiel desconfiar ya a primera
vista de una doctrina nueva que se le presente, según sea mayor o menor el desacuerdo en que
la vea con otra definida. Y puede, si este desacuerdo es evidente, combatirla como mala, y
llamar malo al libro que la sostenga. Lo que no
puede es definirla ex cáthedra; pero tenerla para
sí como perversa, y como tal señalarla a los
otros para su gobierno, y dar la voz de alarma
y disparar los primeros tiros, eso puede hacerlo
el fiel seglar; eso lo ha hecho siempre y se lo ha
aplaudido siempre la Iglesia. Lo cual no es hacerse pastor del rebaño, ni siquiera humilde
zagal de él; es simplemente servirle de perro
para avisar con sus ladridos. “Opórtet adlatráre
canes”, recordó a propósito de esto muy oportunamente un gran Obispo español, digno de los
mejores siglos de nuestra historia.
¿Por ventura no lo entienden así los más celosos Prelados, cuando, en repetidas ocasiones,
exhortan a sus fieles a abstenerse de los malos
periódicos o de los malos libros sin indicarles
cuáles sean éstos, persuadidos como están de
que les bastará su natural criterio ilustrado por
la fe para distinguirlos, aplicando las doctrinas
va conocidas sobre la materia? Y el mismo Índice ¿contiene acaso los títulos de todos los libros
prohibidos? ¿No figuran al frente de él, con el
carácter de Reglas generales del Índice, ciertos
principios a los que debe atenerse un buen católico para considerar como malos muchos impresos que el Índice no designa, pero que, sobre
las reglas dadas, quiere que juzgue y falle por
sí propio cada uno de los lectores?
Pero vengamos a una consideración más general. ¿De qué serviría.la regla de fe y costumbres, si á cada caso particular no pudiese hacer
inmediata aplicación de ella el simple fiel, sino
que debiese andar de continuo consultando al
Papa o al Pastor diocesano? Así como la regla general de costumbres es la ley, y sin embargo
tiene cada uno dentro de sí una conciencia (dictamen práctico) en virtud de la cual hace las
aplicaciones concretas de dicha regla general,
sin perjuicio de ser corregido, si en eso se extravía; así en la regla general de lo que se ha de
creer, que es la autoridad infalible de la Iglesia,
consiente ésta, y ha de consentir, que haga cada
cual con su particular criterio las aplicaciones
concretas, sin perjuicio de corregirle, y obligarle a retractación si en eso yerra. Es frustrar la
superior regla de fe, es hacerla absurda e imposible exigir su concreta o inmediata aplicación
por la autoridad primera, a cada caso de cada
hora y de cada minuto.
Hay aquí un cierto jansenismo feroz y satánico, como el que había en los discípulos del
malhadado Obispo de Iprés al exigir para la recepción de los Santos Sacramentos disposiciones
tales que los hacían moralmente imposibles
para los hombres, a cuyo provecho están destinados. El rigorismo ordenancista que aquí se
invoca es tan absurdo como el rigorismo ascético que se predicaba en Port-Royal, y sería aún
de peores y más desastrosos resultados. Y sino,
obsérvese un fenómeno. Los más rigoristas en
eso son los más empedernidos sectarios de la
escuela liberal. ¿Cómo se explica esa aparente
contradicción? Explícase muy claramente, recordando que nada convendría tanto al Liberalismo como esa legal mordaza puesta a la boca
y a la pluma de sus más resueltos adversarios.
Sería a la verdad gran triunfo para él lograr
que, so pretexto de que nadie puede hablar con
voz autoritativa en la Iglesia, más que el Papa
y los Obispos, enmudeciesen de repente los De Maistre, los Valdegamas, los Veuillot, los Villoslada, los Aparisi, los Tejado, los Orti y Lara, los Nocedal, de que siempre, por la divina misericordia, ha habido y habrá gloriosos ejemplares
en la sociedad cristiana. Eso quisiera él, y que
fuese la Iglesia misma quien le hiciese ese servicio de desarmar a sus más ilustres campeones».
PADRE FÉLIX SARDÁ Y SALVANY. El liberalismo es pecado, cap. XXXVIII: “Si es o no es indispensable acudir cada vez al fallo
concreto de la Iglesia y de sus Pastores para saber
si un escrito o persona deben repudiarse y combatirse como liberales”. 8ª edición. Barcelona, Librería Católica, 1907, págs. 144-150.
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