Por César Cervera para ABC (España).
El HSM Revenge, buque insignia de Drake en 1589, en el momento de su captura por parte de la Armada Española en aguas de las islas Azores (1 de Septiembre de 1591)
La
rivalidad entre Inglaterra y España se suele simplificar a una sucesión
de fracasos por parte de las fuerzas hispanas. De la mal llamada Armada
Invencible (en verdad, bautizada como Grande y Felicísima Armada) a la derrota en Trafalgar,
pasando por la pérdida de Gibraltar y Menorca... El relato que brilla
en el imaginario popular de los europeos, incluidos los españoles,
transmite la sensación de que la potencia católica se pasó siglos
dándose cabezazos contra un gigante.
Si bien también hubo muchos tropiezos, la verdadera historia de la rivalidad entre estos dos imperios atlánticos muestra que se mantuvieron el pulso y, hasta el siglo XIX, se alternaron las glorias y las penas en los dos bandos. La España de los Austrias evidenció tanto en la guerra anglo-española (1585-1604), donde el tratado que puso fin al conflicto se inclinaba a los intereses hispánicos, como en la guerra entre con la Inglaterra de Carlos Estuardo de 1625, que la Armada y el Ejército de esta Monarquía estaban aún muy por encima de las armas británicas. El siglo XVIII, sin embargo, demostró que Gran Bretaña había aprendido de sus errores y aspiraba, por convicción y capacidad, a dominar los mares y el comercio global. Una superioridad teórica sobre el Imperio español que, con todo, se puso en cuestión en varios choques militares donde los españoles se impusieron contra todo pronóstico.
¿Cuánta gente hoy sabe que Inglaterra fracasó diez veces, al menos, al intentar someter territorios de España y de sus posesiones de ultramar?
Veracruz (Nueva España) en 1568
Las
expediciones piratas de Inglaterra, auspiciadas y promovidas por la
Corona, en las posesiones españolas en América fueron frecuentes en el
siglo XVI, tanto en tiempos de guerra como de supuesta paz entre ambos
países. Los saqueos a Santo Domingo o Cartagena de Indias por parte de Francis Drake y de su mentor, John Hawkins,
son archiconocidos, pero no así su faceta como esclavistas y asesinos
de poblaciones indefensas, como tampoco lo son sus fracasos en estas
mismas lindes.
Entre 1567 y 1568, Drake y Hawkins saquearon, al frente de seis buques, pequeños puertos y buques mercantes del Caribe, violando sistemáticamente la situación de paz entre Felipe II e Isabel I de Inglaterra. La aventura terminó tras cerca de un año de pillajes a lo largo de las costas americanas.
Batalla de San Juan de Ulúa
La flotilla pirata decidió tomar el puerto y fuerte de San Juan de Ulúa
en México para acometer pequeñas reparaciones en sus embarcaciones y
adquirir víveres de cara a su vuelta a Inglaterra. Haciéndose pasar por
barcos de la Armada española, forzaron al virrey Martín Enríquez de Almansa
a entregarles suministros. Para su desgracia, a los pocos días arribó
en Veracruz la auténtica Armada. Cuatro buques piratas fueron hundidos,
500 tripulantes abatidos y las ganancias del contrabando de esclavos
capturadas casi en su totalidad. Drake y su primo pudieron escapar de
milagro.
La Contraarmada de Drake y Norris en 1589
Tras el fracasado intento de invadir Inglaterra por parte de Felipe II, la Reina Isabel consideró que, dado la pérdida de barcos en la operación debido a las tormentas y las afiladas costas irlandesas, la península española habría quedado indefensa. Por esta razón, en 1589 ordenó al pirata Drake lanzar un contraataque contra España, la conocida como «Contraarmada».
Sin embargo, a falta de la experiencia española para la organización de una operación de grandes dimensiones, que tampoco había servido de nada a éstos, la aventura de la escuadra inglesa acabó en un irremediable desastre. Según el historiador británico M. S. Hume, la campaña costó la muerte o la deserción del 75% de los más de 18.000 hombres que formaron originalmente la flota.
La flota formada por más de 150 buques ingleses y holandeses fracasó tanto en su intento por conquistar La Coruña, donde se hizo célebre la irreductible María Pita, como en una invasión a Lisboa, cuya población se levantarían en masa contra la opresión española, según los cálculos fallidos de los hombre de la Reina.
El 16 de junio de 1589, siendo ya insostenible la situación, Drake ordenó la retirada, que fue seguida de una asfixiante persecución a cargo de las fuerzas hispano-lusas. El resto de la campaña, que trasladó la acción a las islas Azores, tan solo sirvió para alargar la agonía de la expedición y tirar al traste el prestigio de Drake.
Fracaso en la segunda expedición de Drake
Sir Francis Drake quedó condenado al ostracismo tras el fracaso de 1589, negándosele el mando de cualquier expedición naval durante los siguientes seis años. Su oportunidad de resarcirse llegó cuando la Reina inglesa, cansada de no haber cosechado nada más que derrotas desde 1588, volvió a depositar su confianza en él hacia 1595. El objetivo era de nuevo el Caribe.
La expedición no pudo empezar de peor forma. En contra de la opinión de Hawkins, comandante principal de la flota, Drake ordenó atacar las Canarias y abastecerse allí antes de dirigirse al Caribe. Calculaba el pirata inglés tomar Las Palmas –defendida por apenas 1.000 hombres, la mayoría civiles– en cuestión de cuatro horas, pero los defensores rechazaron sin dificultad el primer desembarco. Con 40 muertos y numerosos heridos, la escuadra inglesa estimó inútil gastar más soldados en algo que iba a ser supuestamente sencillo pero no lo fue.
Una vez frente a Puerto Rico, los defensores les recibieron con una hilera de cinco fragatas –de reciente construcción y adaptadas al escenario atlántico– apuntando sus cañones hacia los forasteros. La flota invasora tuvo que retirarse momentáneamente cuando los cañones españoles penetraron en la mismísima cámara de Drake, justo cuando éste brindaba con sus oficiales. El jefe de la flota salió ileso, pero dos oficiales fallecieron y otros tantos quedaron gravemente heridos. Además, la salud de John Hawkins se consumió por completo poco antes de estos primeros combates, dejando a Drake como único mando.
El furioso recibimiento español no amilanó a los ingleses, que lanzaron un ataque masivo con barcazas. Drake ordenó acercarse en silencio a las fragatas, que se mantenían como pétreas guardianas del puerto, para prenderlas fuego con artefactos incendiarios. Solo uno quedó inservible... El fuego iluminó la noche facilitando que los defensores rechazaran el desembarco. La jornada acabó con 400 hombres muertos en el bando británico.
Tras descartar atacar la recientemente fortificada Cartagena de Indias, la flota formada por seis galeones y una veintena de embarcaciones menores se trasladó a Panamá, donde ordenó un doble ataque, por tierra y por mar, que se saldó con otras 400 bajas inglesas. Desmoralizado, agotado y enfermo de disentería sangrante, Francis Drake buscó a la desesperada posibles presas. El 27 de enero de 1596, estando fondeada la flota en la entrada de Portobelo, el pirata pidió que le pusieran su armadura «para morir como un soldado». Falleció la madrugada siguiente y su cuerpo fue lanzado al mar dentro de un ataúd de plomo, en contra de su voluntad de ser enterrado en tierra firme. Dos de sus herederos, su hermano Thomas y su sobrino Jonas Bodenham, se enfrentaron en el mismo buque por algunas de las pertenencias del pirata.
El intento de conquistar Cádiz en 1625
La Tacita de Plata fue una importante plaza en la rivalidad entre ambos países. Sobra la literatura y los relatos al respecto de los saqueos que sufrió Cádiz en 1587 y en 1596, donde los ingleses incluso tomaron la ciudad y se dedicaron su tiempo a destrozar todo lo que encontraron, pero no hay casi referencias a los fracasos británicos allí.
En 1625, Carlos Estuardo declaró la guerra a España, país del que guardaba un amargo recuerdo tras su fallido matrimonio con la infanta María Ana, hija de Felipe III. Ese mismo año, el Duque de Buckingham, primer ministro de Carlos, planeó una gran expedición naval contra las costas peninsulares, al estilo de las dirigidas por Francis Drake. Ingleses y holandeses reunieron 92 buques, 5.400 marinos y unos 10.000 soldados, cuyos objetivos eran causar el mayor daño posible a la Corona, capturar algún puerto, preferiblemente Cádiz, y asaltar la Flota de Indias, que llegaba a finales de año. Para su desgracia, no lograron cumplir con ninguna de estas instrucciones.
El encargado de defender Cádiz fue el Duque de Medina Sidonia, Juan Manuel Pérez de Guzmán y Silva,
hijo del que mandó la Armada Invencible y que protegió con tanta
torpeza el puerto andaluz en 1596. Esta vez, sin embargo, el desastre lo
protagonizaron los británicos. Asistido por Fernando Girón, un veterano militar que se movía en una silla para gotosos, Medina Sidonia
rechazó el desembarco inglés, mal organizado y peor ejecutado. La Flota
de Indias entró sin oposición en Cádiz el 29 de noviembre, lo cual casi
agradecieron los ingleses que, de haberse topado con una fuerza así,
habrían multiplicado sus pérdidas.
En este
mismo conflicto, que se alargó hasta 1620, la irrupción de un buque
ligero pero bien armado inventado por los españoles, la fragata,
destrozó la flota inglesa desperdigada por el Mar de Flandes. Un grupo
de fragatas causaron un auténtico desastre a la flota mercante inglesa
desde el puerto de Dunkerque. Al menos un 20% de barcos ingleses fueron apresadas gracias a esta innovación técnica solo en el curso de 1625.
La invencible de Cromwell en América
El siglo XVII no fue, definitivamente, el de Inglaterra. Bajo el protectorado de Oliver Cromwell,
ambos países entraron de nuevo en conflicto bélico a causa de la
rivalidad comercial y el envío de una imponente flota británica con el
objetivo de liberalizar el comercio oceánico, lo que significaba sembrar
el caos en El Caribe español y destruir los cimientos
de aquel malvado imperio católico. Es este sentido, no deja de resultar
paradójico que Inglaterra, que siempre justificó sus guerras y sus
ataques piratas contra España en la necesidad de un comercio global,
fuera en sus colonias enormemente restrictivo. Solo los navíos ingleses
(ni escoceses ni irlandeses) podían atracar en los puertos americanos.
El 26 de diciembre de 1654 zarpó de Portsmouth en dirección al Caribe la Western Design,
una expedición compuesta por 18 navíos de guerra y veinte de transporte
bajo el mando del almirante William Penn, con 2.500 soldados de
infantería, con el objetivo de ocupar una o varias islas y apoderarse de
la flota del tesoro española. En Barbados reclutaron a otros 5.000
hombres más, que lejos de sumar fuerzas las restaron dada su
indisciplina y la imposibilidad de alimentar tantas bocas. Como en
pasadas y futuras expediciones a América,
la logística británica no supo adaptarse a las peculiaridades del
terreno y del clima, de modo que se vieron expuesta a epidemias de toda
clase.
El 23 de abril de 1655 desembarcaron a 40 kilómetros de Santo Domingo y avanzaron hacia La Española, cuya defensa encabezada por el gobernador Bernardino de Meneses, junto con los esclavos negros y mulatos, obligaron a los atacantes a retirarse. Tras este revés convenientemente borrado de los libros de historia, la expedición marchó contra la vecina isla de Jamaica, que se defendió con una estrategia de tierra quemada. Los escasos defensores prefirieron así adentrarse en el interior de la isla y dejar que los ingleses se murieran de hambre en los puestos defensivos que acertaron a levantar. Los mandos británicos, en abierta discordia, volvieron a Inglaterra cada uno por su lado, donde serían imputados por abandono de su puesto.
En el verano de mismo año, el almirante inglés Robert Blake mantuvo bloqueado con una armada de 28 navíos el estrecho de Gibraltar con la esperanza de pillar desprevenida a la Flota de Indias que en esas fechas debía regresar a Cádiz. Advertida de la amenaza inglesa, la flota española invernó en el Caribe, obligando a Blake a regresar a Inglaterra sin haber establecido contacto con ella. Un año después la suerte sí favorecería a Blake en una de las escasas capturas que sufrió la Flota de Indias en toda su historia.
El 23 de abril de 1655 desembarcaron a 40 kilómetros de Santo Domingo y avanzaron hacia La Española, cuya defensa encabezada por el gobernador Bernardino de Meneses, junto con los esclavos negros y mulatos, obligaron a los atacantes a retirarse. Tras este revés convenientemente borrado de los libros de historia, la expedición marchó contra la vecina isla de Jamaica, que se defendió con una estrategia de tierra quemada. Los escasos defensores prefirieron así adentrarse en el interior de la isla y dejar que los ingleses se murieran de hambre en los puestos defensivos que acertaron a levantar. Los mandos británicos, en abierta discordia, volvieron a Inglaterra cada uno por su lado, donde serían imputados por abandono de su puesto.
En el verano de mismo año, el almirante inglés Robert Blake mantuvo bloqueado con una armada de 28 navíos el estrecho de Gibraltar con la esperanza de pillar desprevenida a la Flota de Indias que en esas fechas debía regresar a Cádiz. Advertida de la amenaza inglesa, la flota española invernó en el Caribe, obligando a Blake a regresar a Inglaterra sin haber establecido contacto con ella. Un año después la suerte sí favorecería a Blake en una de las escasas capturas que sufrió la Flota de Indias en toda su historia.
Cartagena de Indias en 1740
Aunque cada vez es más conocida la defensa de Cartagena de Indias de 1740
gracias al carisma de uno de sus defensores, el marino vasco Blas de
Lezo, lo cierto es que el episodio ha permanecido varios siglos
pertinentemente escondido para no fastidiar el mito de la imbatibilidad
de la Royal Navy en el siglo XVIII.
En calidad de teniente general de la Armada, Lezo encabezó en 1714, junto con el virrey Sebastián de Eslava, la defensa de Cartagena de Indias frente a la la mayor flota inglesa que había cruzado hasta entonces el Atlántico. Ocho navíos de tres puentes, 28 navíos de línea, 12 fragatas, 130 naves de transporte y 2 bombardas, gobernada por una tripulación de unos 15.000 hombres, frente a la cual Lezo y Eslava pudiero recurrir únicamente a seis navíos y a una fuerza terrestre de la que solo un millar de hombres eran soldados profesionales.
Con todo, el comandante británico, Edward Vernon,
no fue capaz de imponer su superioridad numérica y material sobre la
plaza española en los meses que duró el asedio. Cartagena de Indias fue
la acción más importante de la Guerra del Asiento, un conflicto motivado
por intereses comerciales que demostró que la Armada española
guardaba unos cuantos trucos bajo la manga. La derrota fue una cura de
humildad en la que murieron 6.000 ingleses y 7.500 quedaron heridos,
además de perderse 50 barcos, innumerables morteros, tiendas y
materiales de todo tipo, así como el cierre de las operaciones en el
Caribe.
Caso aparte fue el Pacífico, donde una escuadra británica al mando de George Anson
campó a sus anchas por el otrora Lago español. Todas las plazas y
arsenales se encontraban indefensos, desabastecidos y desorganizados,
con una preocupante cantidad de corruptos al mando de tropas desidiosas.
Con más propaganda que gloria, Anson capturó el fuerte de Paita, tomó
el galeón de Manila y, en 1744, regresó a Londres cruzando el Cabo de Buena Esperanza. Los trovadores británicos se encargaron de dibujar su odisea como una operación heroica.
La paz a una guerra tan costosa para ambos bandos se firmó mediante el Tratado de Aquisgrán en 1748.
Defensa de Santa Cruz de Tenerife en 1797
Durante tres días una escuadra británica, formada por nueve barcos bajo el mando del contralmirante Horacio Nelson, trató de tomar sin éxito el puerto de Santa Cruz de Tenerife en julio de 1797. El objetivo británico era usar Tenerife como lanzadera para conquistar luego el conjunto del archipiélago, sabiendo que las defensas de Santa Cruz distaban mucho de ser las adecuadas y, de hecho, eran la única barrera militar seria en la zona. La distancia a la Península resultaba un obstáculo gigante para que los escasos defensores pudieron recibir refuerzos a tiempo.
Nelson, con
nueve navíos de guerra y 3.700 soldados a su mando, intentó en vano
superar varias veces las defensas isleñas, que se componían de 1.600
hombres, incluyendo integrantes de las milicias canarias, pescadores,
labradores y artesanos escasamente armados. Al mando se encontraba el comandante general de Canarias, Antonio Gutiérrez,
que con inteligencia e implicando al pueblo canario frenó
definitivamente en la madrugada del 25 de julio un desembarco terrestre
británico que les costó 233 muertos y 110 heridos a este bando,
incluyendo el propio Nelson que aquí perdió su brazo derecho. Por parte
española las bajas fueron de 24 muertos y 35 heridos.
Si bien el marqués de Lozoya en su «Historia de España» la describe como «la página más gloriosa de la historia canaria desde su incorporación a España», lo cierto es que la batalla quedó enterrada y maquillada ante el peligro de manchar el mito del victorioso Nelson, que en los siguientes años iba a convertirse en una leyenda en las Islas Británicas.
Una humillación en Puerto Rico (1797)
En este mismo conflicto entre Inglaterra y España, se produjo otro fallido ataque inglés contra territorio del Imperio español, concretamente la isla de Puerto Rico.
El 16 de febrero de 1797, una escuadra británica de nueve navíos, tres
fragatas, cinco corbetas y bergantines y varios buques de transporte, al
mando del almirante Henry Harvey y con 6.750 soldados a
bordo, llegó a la isla de Trinidad, que capituló sin luchar. Este éxito
animó a Harvey a dirigirse a otra de las posiciones españolas a
zarandearla a ver si caía alguna fruta. El 17 de abril de 1797 se
presentaron ante la isla, cuyas defensas eran muy superiores a las de
Trinidad pero, debido a la necesidad de reforzar La Española, la guarnición de la plaza estaba en ese preciso momento en mínimos.
El gobernador de la isla, Ramón de Castro y Gutiérrez,
contaba con unos 4.029 efectivos, de los que la mayoría eran milicianos
y reclutas procedentes del campo armados con machetes y lanzas. Barcos
corsarios y un pequeño contingente de tropas franceses aportaron su
pequeño granito de arena a lo que se antojaba una defensa imposible.
Inicialmente, los británicos desembarcaron en la playa de Cangrejos y se
prepararon para asediar San Juan por tierra y mar. El fuego de los castillos y los ataques de las lanchas cañoneras, innovación introducida años antes por el mítico mallorquín Antonio Barceló, obligaron a los ingleses a retirarse, mientras que las tropas de tierra británicas también eran rechazadas al intentar tomar el puente de San Antonio.
Castillo San Felipe del Morro, en San Juan de Puerto Rico
A falta de
un contraataque español, la situación se estancó durante doce días, en
los que los británicos, lejos de poder plantear otra estrategia,
tuvieron que lidiar con el continuo hostigamiento de las guerrillas de
las milicias y la dificultad de hincar el diente al magno sistema
defensivo de la plaza fortificada de San Juan, que databa de tiempos de Felipe II.
Hasta la noche del 29 de abril, los españoles no juntaron tropas
suficientes para lanzar ellos su propio ataque a las posiciones
británicas. Abercromby decidió retirarse, embarcando precipitadamente,
dejando a su espalda artillería, municiones, víveres y algunas tropas
dispersas. No hay datos certeros sobre el número de bajas británicas,
pero si se puede estimar con precisión la humillación de que una
guarnición tan exigua y mal preparada pudiera ofrecer una resistencia
tan numantina ante la que se presumía con mejor armada del periodo.
La derrota en Ferrol solapada por Trafalgar
La alianza de la Francia de Napoleón y la España de Godoy surgida tras el Tratado de San Ildefonso devino en la archiconocida derrota de Trafalgar.
Menos conocidos son otros episodios de la guerra que la alianza
francoespañola mantuvo con Inglaterra. Uno de los más olvidados es el
fallido ataque inglés a Ferrol, importante arsenal y
base naval del Reino de España, registrado los días 25 y 26 de Agosto de
1800. La fuerza británica, al mando del almirante Warren y el general
Pulteney, estaba formada por veinte buques de guerra y ochenta naves de
transporte, con un total de 15.000 hombres entre tropas navales y
terrestres. La mayor parte de estos efectivos, con sus caballos, cañones
y pertrechos, logró desembarcar en la playa de Doniños y cerca del arenal de San Jorge, valiéndose de la treta de acercarse a la costa con pabellón francés.
Advertidas los mandos españoles de la invasión británica por el comandante de la flota estacionada, el teniente general Juan Joaquín Moreno,
se reforzaron las defensas y se enviaron rápidamente fuerzas del
Ejército de tierra y de Infantería de marina, que unidos a los propios
vecinos de Serantes, A Graña y Doniños, se enfrentaron a los invasores a
la altura de Brión, defendiendo la villa de A Graña y el castillo de San Felipe.
En
cualquier caso, las tropas españolas se encontraban en clara
inferioridad numérica y los primeros combates favorecieron a los
ingleses. Al amanecer del día 26, el mariscal de campo Conde de Donadío,
al frente del Batallón de Orense, tomó posiciones desde Serantes a
Valón cortando el acceso a Ferrol por el norte. A pesar del empuje de
Donadío y de repeler por dos veces a los anglosajones, los españoles
perdieron finalmente La Graña y Valón,
y a la postre tuvieron que replegarse hacia Ferrol. La batalla parecía
decantarse hacia el lado británico, hasta que el desgaste por avanzar
pisando clavos y tomando cada palmo con sangre y fuego hizo mella en la
confianza británica.
Hacia el mediodía, la indecisión del general Pulteney
precipitó la retirada inglesa tras dejarse unos 1.200 hombres en el
intento de tomar esta base clave para la defensa del norte de España. El
mando británico había previsto ejecutar una operación rápida que
sorprendiera al enemigo y que se saldara con escasas bajas propias, pero
había terminado entrando como un elefante en una cacharrería y
estimando de forma errónea la capacidad de resistencia del enemigo.
Incluso, al final, calculó mal el potencial del rival y pensó que se
enfrentaba a una cantidad mayor de fuerzas que las que realmente se
encontraban en el lugar.
El Reino Unido
intentó otro ataque a la costa española en octubre de ese mismo año.
Una escuadra se presentó frente a Cádiz, pero desistió de sus
intenciones ante la inminente llegada de una tormenta.
La invasión de Argentina en 1804 y 1806
Buenos Aires, capital del virreinato del Río de la Plata desde 1776, fue un importante puerto comercial para el Imperio español por su vínculo con el Alto Perú y, durante las Guerras Napoleónicas, se convirtió en objeto de deseo para los británicos. Francisco Miranda, precursor de las Guerras de Independencia de América, pactó con Gran Bretaña un ataque para capturar los puertos de Buenos Aires y Montevideo y una invasión a Venezuela.
Ante una Europa devastada por la guerra y con parte de la flota española herida en Trafalgar, se sucedieron hasta dos invasiones inglesas al Río de la Plata. Durante la primera, en 1806, cinco buques de guerra y varias embarcaciones de transporte desembarcaron a 1.500 soldados en la zona. Las tropas británicas llegaron a ocupar 46 días la ciudad de Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, aunque fueron vencidas después por el ejército compuesto por milicias populares Porteñas y de los pueblos cercanos, más los refuerzos provenientes de Montevideo comandados por Santiago de Liniers.
El 12 de agosto, el comandante británico se rindió acorralado por la multitud en el Fuerte de Buenos Aires. En las primeras horas de la tarde, entre los acordes de las gaitas escocesas, los británicos entregaron al Cabildo las armas y la bandera de aquel regimiento invasor. La defensa de Buenos Aires dejó un saldo de 49 muertos de las tropas británicas y 58 de los defensores.
Conscientes de las desavenencias entre el poder virreinal, representante de la Corona española,
y el Cabildo (órgano castellano exportado a América para dar autonomía
legal a cada territorio), los ingleses realizaron una segunda invasión a
la ciudad en 1807. Tras tomar Montevideo, unos 13.500
soldados ingleses fracasaron en su marcha hacia Buenos Aires. La defensa
de la ciudad volvió a recaer tanto sobre tropas regulares como en
milicias urbanas, integradas por población que se había armado y
organizado militarmente durante el curso de las invasiones.
Si bien los cabildos americanos demostraron defendiéndose de forma autónoma que el Imperio español no tenía colonias en el sentido legal de la palabra, también expusieron a ojos de las élites criollas que, sin una flota solvente, la Corona española tenía poco que decir en lo que ocurriera en América. Aquello fue germen de las guerras civiles que estaban por venir.
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