Artículo tomado de Revista ROMA (Primera época), Año IV - N.º 17 (Navidad de 1970), págs. 36-51.
SANTO DOMINGO ANTE LA HEREJÍA
ANTIGÜEDAD DE ALGUNAS NOVEDADES POSTCONCILIARES
Revelación de una vocación
En el año del Señor 1170, hace exactamente ocho centurias,
vio la luz un niño llamado a resplandecer por sus virtudes aun
más que por su talento, con ser éste grande. Vivió Domingo de
Guzmán abrasado por un tan ardiente amor de Dios, y de los hombres en Dios, que dedicó su vida íntegra a la salvación de las almas,
y para mejor lograrla fundó una orden que en el curso de estos
ocho siglos ha proseguido sin desmayos la tarea por él señalada
de difusión de la verdad y confutación del error.
Nació Domingo de estirpe noble en Caleruega, pequeño pueblo enclavado en el pétreo corazón de Castilla la Vieja, a un siglo
de las hazañas del Cid Campeador, y a dos de las tristes desventuras de los Infantes de Lara, naturales, éstos y aquél de la misma comarca. Mecieron su cuna los cantares y romances evocadores de la lucha contra el moro, la que aún proseguía, no lejos
de su pueblo natal, y había de perpetuarse por tres siglos todavía
en la española tierra.
Educado para clérigo, completó su formación intelectual en
los estudios superiores de Palencia, y fue llamado a integrar el
cuerpo de los canónigos regulares de Osma, que con hábito blanco
y negro dividían su tiempo entre la salmodia y el estudio, bajo
la prudente dirección del obispo Martín de Bazán y el prior Diego
de Acevedo, sirviendo aquel cabildo de modelo para la reforma
del clero diocesano. Elevado Diego a la Sede, a la muerte de Bazán, nada hacía prever un cambio decisivo en el curso de la vida
de santificación allí abrazada por Domingo, ahora subprior del
cabildo catedral.
Pero la mano de la Providencia lo sacó de aquel lugar recoleto y lo condujo en brillante cabalgata, a la vera de su obispo, a
una novelesca empresa diplomática en procura de una novia nórdica para el hijo del rey de Castilla.
Por cuatro veces, en dos viajes, cruzó la embajada regia el
Mediodía de Francia, plagado de herejes, y el cuadro de su fervor,
de su soberbia, de su poderío, de su número; el conocimiento, por
observación directa, de sus errores, desvíos y aberraciones, sacudió con tal fuerza el corazón ardiente del joven canónigo castellano, que avivó en él el propósito de arrancar a las almas de
las tinieblas de la ignorancia y atraerlas a los caminos de la fe.
Ya desde la primera noche en Tolosa de Francia, pudo comprobar Domingo que quien les había dado posada era ferviente
adepto de la secta catara, y, desazonado por ello, no descansó
aquella noche de las penurias del viaje, dedicándola íntegra a
convencer al posadero de su error, como finalmente lo logró, obteniendo su conversión.
No pensaba aun Domingo establecerse allí para hacer resplandecer la verdad. Atado estaba a la obligación de acompañar
a su obispo en procura de la rubia princesa de Dinamarca, pero
tanto el uno como el otro formaron el propósito de dedicar su vida
a las misiones.
Recibida al cabo del segundo viaje la triste nueva de la muerte de la prometida, en cuya busca iban, tras despachar mensajeros
a Castilla dirigiéronse ambos a Roma, en piadosa peregrinación,
y allí pidió el obispo permiso al Pontífice para dejar su cargo de
diocesano y marchar a tierra de infieles. No era Inocencio III
hombre de aprobar quijotadas. Hallábase empeñado en restaurar
la fe y la disciplina en la Iglesia, y era su propósito que los obispos dedicaran la totalidad de sus energías al gobierno de la parte
de la grey que les estaba encomendada.
Lejos de dar su autorización, exigió, pues, a Diego de Acevedo el regreso a su diócesis de Osma, para continuar la acción hábilmente iniciada por su antecesor y proseguida por él con mano
firme.
He aquí, pues, de nuevo, a ambos castellanos camino de su
tierra, remontando la itálica bota para rodear luego, por tierra de
Francia, y cruzar nuevamente el Pirineo.
En el viaje detuviéronse en la abadía del Císter, cuya reforma llevara a cabo San Bernardo un siglo antes.
Atraído Diego de Acevedo por el esplendor litúrgico vistió
allí el hábito cisterciense y llevó consigo algunos monjes destinados a Osma.
Poco más adelante, en las cercanías de Montpellier, se encontraron los romeros con tres legados papales: el abad del Císter,
Arnaldo Amalrico, y los dos monjes hermanos Raúl y Pedro de
Castelnau, quienes, con numeroso séquito y ayudados por algunos
eclesiásticos, se empeñaban vanamente por poner un dique a la
herejía mediante la predicación, disputas teológicas y medidas disciplinarias.
Desalentados por el ningún fruto obtenido, escandalizados por
la ignorancia y mala voluntad de muchos de los obispos, indignados por la insolencia de los herejes, los legados habían resuelto
dar por perdida la partida y solicitar al Padre Santo, como único
remedio, la deposición de los malos pastores y el llamado a los
reyes para sujetar por la fuerza la indisciplina de sus vasallos.
Al saber la presencia del obispo Acevedo, le pidieron consejo
en aquella hora de desaliento.
Diego, con santa libertad, les dijo que jamás conseguirían
nada si llevaban su campaña como hasta entonces: «Despachad
vuestras cabalgaduras y vuestros seguidores, les dijo, proseguid
la evangelización a pie, sin más bagaje que los libros indispensables para las disputas teológicas». Y como lo dijo, lo hizo, enviando a España sus caballos y servidores, en tanto retenía cerca de
sí al subprior de su cabildo, cuyos méritos conocía.
Prueba de la buena disposición de los legados fue la prontitud con que siguieron su ejemplo, y todos juntos emprendieron
nueva misión por aquellas tierras, hasta entonces cerradamente
hostiles, obteniendo consoladores frutos en varias controversias
sostenidas con los más destacados entre los herejes, algunos de
los cuales habían ocupado cargos importantes en el clero católico
antes de su apostasía.
Logra ya aquí Domingo de Guzmán clara visión de su vocación apostólica. No a los remotos cumanos, sino a las inmediatas
poblaciones del Languedoc y la Provenza había de enseñar la verdad y apartar de los caminos del error. Urgente era apiadarse del
prójimo, del próximo, del que está a nuestro lado.
Sin duda oyó resonar Domingo en su corazón aquello del Apóstol, al contemplar el desvío de los pueblos: «¿Cómo invocarán a
Aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído
de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán,
si no son enviados?» (Rom. 10, 14 y ss.).
Los herejes de ayer
Constituía la herejía catara o albigense un vigoroso retoñar
del antiguo maniqueísmo, cerca de mil años anterior a ella. No
hemos de asombrarnos de esa antigüedad suma. Reservemos, más
bien, nuestro asombro al comprobar en cuántas cosas se parecían
aquellos herejes a los actuales, repitiendo, ellos, viejas objeciones
mil veces refutadas y que habrían de levantar cabeza nuevamente
en el siglo XVI y en nuestros días.
Por eso la consideración de la actitud de Santo Domingo ante
la herejía es un tema de tanta actualidad, siendo tan viejo.
Sostenían los cataros que la creación toda es obra de dos principios o divinidades opuestas: un genio o dios del bien y uno del
mal. A la acción de aquel débense la luz, las almas, la verdad
contenida en el Nuevo Testamento. Al principio del mal débense
los cuerpos y toda la materia, las tinieblas, la mentira y el error,
manifestados en el Antiguo Testamento.
Para ellos el hombre consiste esencialmente en un alma buena
encerrada, como castigo, en un cuerpo material, malo en sí, y
padece por esta forzosa sujeción, contraria a su naturaleza.
Las consecuencias prácticas de este error dogmático fueron
incalculables. Siendo malos los cuerpos, todo cuanto contribuya
a su perpetuación es colaborar con el espíritu del mal y prolongar
la esclavitud de las almas. Malo es el comer, que fortalece el
cuerpo, malo el matrimonio, que contribuye —o contribuía en aquellos tiempos más inocentes que los nuestros— a engendrar nuevos cuerpos, atrasando, así la definitiva liberación de las almas.
Difícil es el abstenerse enteramente de alimentos, pero el ayuno perpetuo, por lo menos, se imponía, y se consideraba por aquellos herejes obra buena el dejarse morir de hambre, y aun el dejar
a los niños extinguirse por inanición.
Todo contacto con la materia es malo, malas son las riquezas,
los honores y el poder. Prohibida la guerra así como todo alimento
animal.
La forma de vida que esta doctrina exige era extraordinariamente mortificada, y sorprende al estudioso que obtuvieran tantos
adeptos y seguidores. Pero ocurre que los cataros dividían a los
suyos en dos categorías, muy dispares. La más alta, a la que verdaderamente correspondía el nombre de cataros, puros o perfectos,
estaba obligada a observar en su plenitud aquellos preceptos de
pobreza, ayunos, celibato, etc. A tal categoría se accedía por medio de una solemne ceremonia o sacramento: el consolaméntum.
Pero se comprende que la inmensa mayoría, los llamados creyentes, dejaran para el momento de la muerte la recepción del consolaméntum que imponía una ascesis tan rigurosa.
Y ello con tanta mayor razón cuanto que, en contraste con la
de los perfectos, la situación de los creyentes era extraordinariamente cómoda. Puede decirse que casi ninguna obligación los alcanzaba, resultando esto en muchos casos en una vida de libertinaje y corrupción sin freno, de manera análoga a lo que ocurría
con los adeptos a la gnosis en los siglos primeros.
Despreciadores los cataros de los sacramentos, negaban la eficacia del agua del bautismo para el perdón de los pecados y sostenían que el bautismo no debía administrarse a los niños. Suprimieron la confesión auricular; negaban, asimismo, la presencia
real de N. S. Jesucristo en la Eucaristía, reduciendo la misa a sólo
una cena en común con lecturas y largos comentarios.
El orden sacerdotal desaparecía por la equiparación del sacerdocio de los clérigos con el de los laicos, y el matrimonio por considerarlo malo en sí y prohibido a los perfectos de la secta. Todos
los sacramentos venían, pues, a ser reemplazados por el consolaméntum, ayuda final, en muchos casos y, por lo tanto, substitutivo
de la unción de los enfermos.
Los cataros evitaban las iglesias, pues decían que Dios no
habita en ellas sino en el corazón de los fieles. Se reunían en casas
particulares, y allí ante una mesa de madera cubierta con un lienzo blanco, leía el ministro algunos versículos del Nuevo Testamento y hacía un extenso comentario sobre ellos.
Venía luego la fracción del pan bendito, o pan de la oración.
La ceremonia no implicaba en manera alguna la creencia en la presencia real del Cuerpo de Cristo por la transubstanciación, no admitiendo, por lo tanto, culto alguno al Santísimo Sacramento.
Por poco que consideremos la doctrina catara de la doble
creación de almas y cuerpos por un dios bueno y un dios malo,
advertiremos las consecuencias gravísimas que esa interpretación
había de tener en el orden teológico cristiano. En efecto, siendo
malos los cuerpos, no pudieron admitir que N. S. Jesucristo fuera
a la vez verdadero Dios y verdadero hombre. Ni aceptaban la
divinidad de Cristo, ni admitían que Jesús, la más perfecta de las
criaturas, hubiera podido unirse a un verdadero cuerpo, obra del
espíritu del mal. Rechazaban el concepto de unión hipostática y
afirmaban que el de Cristo no fue sino apariencia de cuerpo, un
fantasma, una sombra.
Consecuentes consigo mismos niegan, por lo tanto, que Jesucristo pudiera en verdad padecer ni morir. Con lo que destruyen
enteramente todo el sentido de la Redención obrada por el Hijo
de Dios encarnado. Redención, por otra parte, juzgada por ellos
innecesaria, ya que no aceptaban la doctrina del pecado original.
El Dictionnaire de Théologie Catholique señala, asimismo, que
aquellos herejes fueron maestros en el arte de la propaganda, valiéndose de la fundación de talleres para difundir sus doctrinas
entre los obreros y artesanos, y de conventos de perfectas en los
que daban educación gratuita a las hijas de los hidalgos y caballeros pobres. Obtuvieron, así, adeptos entre el pueblo y protectores entre las clases superiores, cuyas hijas, llevadas de generoso
entusiasmo, se dedicaban a una vida de austeridad y sacrificio
que llenaba de admiración a los pobres.
Afirmaban los cataros que la Iglesia Católica no era ni santa
ni esposa de Jesucristo, sino la iglesia del diablo, madre de las
fornicaciones y de las abominaciones, saciada de la sangre de los
santos y de los mártires de Jesucristo, calificaciones, éstas, por
las que se referían a sí mismos. Sostuvieron, también, que la Iglesia fundada por Jesucristo se había mantenido pura sólo en los
tiempos primitivos, durante los tres primeros siglos, pero que, a
partir del emperador Constantino, se había consumado su corrupción, cada día mayor. ¿No oímos diariamente estas sandeces,
aún hoy?
Atacaban la organización jerárquica de la Iglesia, afirmando,
también, que ni Jesucristo ni los doce apóstoles imaginaron nunca
el ordo de la Misa tal como lo celebra el Catolicismo, ya que Jesucristo había celebrado la cena e instituido la Eucaristía sobre
una mesa de madera, en la habitación principal de una casa particular, sentado en medio de sus discípulos y vuelta la cara hacia
ellos, vistiendo el traje ordinario. El sacerdote católico, decían
aquellos herejes, dice la misa de pie, con ornamentos lujosos e
inútiles, en una gran iglesia, y la espalda vuelta a los asistentes.
No puede menos de causar asombro el ver allí expresadas,
hace siete siglos, muchas de las objeciones tontas que en nuestros
días se han echado a rodar como hallazgos recientes que vendrían
a dar, recién ahora, después de veinte siglos, la clave de lo que
N. S. Jesucristo enseñó y que la Iglesia, según aquellos insensatos, pronto olvidó.
El Santo ante la herejía
Contra esta monstruosa deformación del Cristianismo, que
más bien configura otra religión, del todo opuesta a aquella, combatió Domingo de Guzmán con alma y vida, no sólo por medio
de la predicación, a menudo reforzada con milagros, sino con el
ejemplo diario e incesante de su humildad, de su pobreza, de su
virginal castidad, de la inextinguible caridad para con todos.
Al finalizar, una tarde, su predicación en la iglesia de Fanjeaux, acercáronsele varias señoras principales, y le dijeron: «Siervo de Dios, si es verdad lo que acabáis de predicar, he aquí que
hace ya mucho que estamos en el error: pues a los que vos llamáis
herejes, nosotros les hemos llamado siempre hombres buenos y
perfectos; rogad a Dios que nos ilumine y nos dé alguna señal
cierta de la verdad».
Premió Dios aquella fe y tan generosa disposición disipando
sus dudas, pero hemos de retener, sobre todo, que aquellas mujeres nobles, plantel originario del primer grupo de monjas del monasterio de Prulla, jamás se hubieran conmovido en la profesión
de las doctrinas que ellas tenían por verdaderas, ni en su admiración por aquellos hombres que ellas llamaban perfectos, si Santo
Domingo en su prédica no hubiera llamado por su nombre a la
herejía, ni hubiera señalado los errores de doctrina y las aberraciones que de aquellos falsos principios eran consecuencia inevitable.
La claridad del lenguaje, la distinción —y aún más, la contraposición— de la enseñanza tradicional de la Iglesia con las novedades cataras, impresionaron profundamente el ánimo de aquellas mujeres llenas de sinceridad, deseosas de obrar lo bueno ante
los ojos de Dios, y que sólo engañadas en su buena fe habían
creído en los perfectos cataros.
Encontrábanse ahora con un verdadero hombre de Dios, como
ellas mismas lo proclaman al dirigirse a él, un sacerdote de vida
ejemplar, sin doblez, dado a la oración y a durísimas penitencias,
dotado de un conocimiento profundo de las Sagradas Escrituras,
y reconocieron indispensable saber exactamente a qué atenerse.
No podían tener razón el uno y los otros. O lo que afirmaba Domingo era falso o equivocado, o lo que enseñaron los cataros se
opone a la ley de Cristo y a la verdad.
La convicción de que no hay forma de escapar de este dilema
las movió a dar un paso gravísimo para ellas, pues en busca de certeza en cuanto a doctrina y moral resolvieron romper con todo
cuanto habían tenido hasta entonces por bueno, cargando con el
odio y el desprecio de sus parientes y amigos, renunciando a una
posición destacada y llena de honras, para abrazar una vida monacal de encierro y privaciones, con el sello sobre ellas de la herejía ante los verdaderos católicos, y de tránsfugas ante los herejes.
De aquella Santa Predicación de Prulla, como a poco se dio
en llamarla, derivaron todos los monasterios de enclaustradas que
durante su vida fundaría Domingo y los que aún florecen por las
más diversas regiones del mundo, como, entre nosotros, las monjas catalinas de nuestra ciudad y las de Córdoba.
Vuelto Diego a su diócesis de Osma, donde poco después había de morir, de regreso los legados en sus abadías, Domingo quedó en el Languedoc al frente de la labor de predicación, tarea
que no había de realizar por sí solo, con soberbia, sino que buscará para ella el amparo de la autoridad eclesiástica, garantía de
acierto.
Aparece ya en la donación de la iglesia de Prulla a las mujeres convertidas por los predicadores, a ruego del Señor Domingo
de Osma, la firma de un grande y constante amigo de Santo Domingo: el monje cisterciense Fulco, nuevo obispo de Tolosa en
reemplazo del anterior, favorable a los herejes.
Este documento es de 1206, a los treinta y seis años de vida
de nuestro santo, y denuncia la existencia de un grupo de predicadores, que actúan bajo la autoridad del obispo, y la conducción
del mismo Domingo. Tal fue el origen primero de la Orden de
Predicadores, hoy extendida por el mundo, y que ha dado a la
Iglesia santos de la talla de Tomás de Aquino, Catalina de Siena
o Vicente Ferrer.
Diez años continuó aún su tarea Santo Domingo en la dirección de aquellos predicadores difundiendo la verdad, confundiendo
a los herejes en las disputas públicas, y señalando a los incorregibles para que la autoridad seglar los castigara conforme a las
leyes. Ningún ordenamiento nuevo de tipo canónico regulaba la
labor de los apóstoles, hombres elegidos, no sólo por su virtud,
sino, asimismo, por su ciencia, ya que los cataros eran hábiles en
la polémica y no había que dejarse sorprender por sus argucias.
Durante este período, el sur de Francia estuvo convulsionado
por la Cruzada contra los Albigenses, a la que el Papa llamó a
la nobleza de Francia. Encabezaba las huestes de cruzados Simón
de Monfort, caballero de extraordinario valor y piedad encendida,
que con dura mano reprimió a los herejes. Santo Domingo estuvo unido a él por una amistad grande, hasta la desaparición del
caballero durante el segundo sitio de Tolosa, ya cumplida en su
mayor parte la tarea de represión.
Origen de la Cruzada, causa inmediata de que el Pontífice se
resolviera a recurrir a las armas de la cristiandad para quebrar la soberbia resistencia de los heréticos, fue el asesinato de Pedro de Castelnau, legado papal, por orden o instigación del
conde de Tolosa, Raimundo.
Mientras, Domingo prosiguió su tarea de evangelización, de
refutación de los errores, reconciliación de los convertidos, dirección espiritual de las monjas de Prulla y de los predicadores que
con él colaboraban.
Repetidas veces urdiéronse, por los herejes, planes para darle muerte. Avisado de ellos, avanzaba hacia el peligro con el rostro más risueño que de costumbre, entonando con su voz sonora y
viril los himnos que solía cantar por el camino.
«¡Qué hermosos sobre los montes, los pies del que trae la
buena nueva de la paz, del que te trae la alegre noticia de la Salvación!», como dice Isaías (52, 7). En el polvo suelto del sendero
quemado por el sol, y entre los guijarros afilados, dibujóse la
huella de sus pies, descalzos por humildad y penitencia. Pero
ello sólo en los despoblados, pues al entrar en los pueblos se calzaba, por no ser confundido con los herejes valdenses, que hacían
gala de no usar calzado.
Domingo era hombre de obediencia. Alejado Diego de la predicación, ni por un momento pensó el castellano proseguir su obra
por sí y ante sí, sino que se puso enteramente a disposición del
nuevo obispo de Tolosa, Fulco, que sería su más firme amparo y
protector en adelante.
Había comprendido el Papa la necesidad de remover de sus
sedes a los obispos cómplices, complacientes o débiles con la herejía. Muchos de ellos, por ignorancia teológica, ni aun percibían
los errores de los novadores. Otros, por cálculo, por ambición o
por miedo, se entregaban en manos de los herejes, les brindaban
sus cátedras y pulpitos para sembrar sus pestilentes doctrinas,
y hacían oídos sordos a las exhortaciones pontificias.
Fulco acabó por constituir a Domingo en cabeza del grupo de
predicadores diocesanos que resolvió establecer en Tolosa, oficializando, así, la labor que se venía realizando desde hacía casi diez
años. Aquellos precursores de la Orden de Predicadores, seguían
en Tolosa estudios de teología con un maestro inglés llamado allí
por el obispo, y en su casa llevaban en común vida de recogimiento
y oración, preparándose para el apostolado.
A fines de 1215 salieron Fulco y Domingo para Roma con
el propósito de asistir al concilio IV de Letrán, destinado principalmente a considerar los medios más eficaces para reprimir
la difusión de la herejía. Notable es la fórmula de Credo que en
el concilio se aprobó, con expresiones destinadas a refutar los
errores enseñados por los cataros.
Pero nos interesa particularmente comprobar la estrecha vinculación que desde entonces se estableció entre el santo fundador
y la Sede Apostólica, vinculación que iría en aumento hasta su
muerte, muy cercana ya, pese a no haber concretado aun su fundación.
El Papa tomó bajo su protección el monasterio de Prulla con
sus monjas, y con el prior y los religiosos que atendían a la predicación, y el concilio aprobó un canon por el que se recomienda
a los obispos que establezcan en su diócesis predicadores «poderosos en obras y en discursos, que visiten con solicitud al pueblo
que se les ha confiado, y le edifiquen con sus ejemplos».
Debe notarse que en el siglo XIII tal institución era una
novedad inaudita, ya que hasta entonces la predicación había
sido prerrogativa de los obispos. La medida, sin embargo, no era
todavía revolucionaria, por cuanto eran los mismos obispos los
que habían de delegar la función de predicar en los clérigos por
ellos designados.
La fundación de Santo Domingo estaba llamada, empero, a
un desarrollo mucho más vasto, cuyos límites sólo serían los del
universo, rebasando las diócesis y aun las fronteras de la cristiandad para evangelizar a los infieles.
No sigo paso a paso la vida del santo, sino que pretendo
destacar los rasgos esenciales de su actitud ante la herejía. Ella
da la clave de la vocación de Domingo y la razón de ser de su
Orden de Predicadores.
Hemos llegado en el relato al punto en que Domingo en 1216,
unido con sus hijos espirituales, y por expresa indicación del Pontífice, elige, entre las reglas ya aprobadas, la de San Agustín,
consubstancial a su vida, como que ella regía a los canónigos
regulares de Osma. Tenía, asimismo, aquella regla, la ventaja de
limitarse a indicaciones generales y permitir, por lo tanto, su adaptación a diferentes realidades concretas.
Ahora bien, no deja de tener interés para nosotros el considerar que Santo Domingo estaba separado de San Agustín, precisamente por ochocientos años de Historia, lapso igual al transcurrido desde Santo Domingo hasta nuestros días.
También conviene tener en cuenta que San Agustín en su
juventud abrazó la herejía maniquea, y muchos de sus sermones
y escritos se aplicaron luego de su conversión a refutar los errores de la secta. Derivada del dualismo persa, la doctrina maniquea
sostenía que las cosas todas del mundo habían sido creadas por
un dios del bien o por uno del mal. O sea, esencialmente lo mismo
que los cataros o albigenses volverían a sostener, casi mil años
más tarde. Por eso a éstos se los llamó neomaniqueos, o nuevos
maniqueos.
Sólo cinco años de vida quedaban a Domingo cuando se presentó nuevamente ante el Pontífice, ahora Honorio III, para pedir
la aprobación de su orden, que había de estar dedicada a la oración y el estudio, como preparación para la labor apostólica. El
Papa se mostró decidido protector de la nueva institución y prestó
apoyo al fundador, que, por seis meses, predicó en Roma y en el
palacio pontificio, comentando las Epístolas de San Pablo. De esa
predicación es recuerdo la institución del Maestro del Sacro Palacio, a cargo siempre de un teólogo de la Orden Dominicana, hasta
nuestros días.
Los papas coincidieron enteramente con Domingo. En él hallaron el instrumento providencial para organizar, lanzar y dirigir
la gran campaña de evangelización con que la sede pontificia soñaba, sin haber dado, hasta entonces, con la forma apropiada ni
con el hombre capaz de llevar a buen término aquella empresa descomunal.
Impulso sobrenatural y medios eficaces
Pero ¿cuál es el móvil que impulsa a Domingo? y ¿cuáles los
medios de que se valdrá para recuperar para Dios las almas entenebrecidas por el error?
El móvil primero, el gran motor que anima la acción de Domingo de Guzmán fue, sin duda alguna, la caridad.
El amor a Dios, y a los hombres por amor de Dios, se manifiesta en la agotadora labor apostólica de los días, no menos que
en las noches que solía pasar casi íntegras en oración, lanzando
gemidos, nos dicen sus contemporáneos, que por todo el convento
resonaban, al pensar en las almas que se pierden.
Alternaba la oración con tres durísimas disciplinas que con
cadenas cada noche se aplicaba: una por los que él juzgaba sus
pecados, otra por los pecadores, cuya conversión pedía, y la tercera por las almas del purgatorio, cuya pronta entrada a los
cielos imploraba.
Cuando, agotado por los días de caminar, predicar y administrar los sacramentos, y por las horas de oración y penitencia, se
veía obligado a tomar algún descanso, dormía sentado en un escalón, apoyada muchas veces la cabeza sobre el altar, pues nunca
se le conoció celda propia ni cama en ninguno de los conventos
que visitaba.
Contrasta esta extremada dureza con que trató siempre a su
cuerpo, con la benignidad hacia los demás, siempre alegre, siempre
accesible, siempre entregado en manos de la Providencia divina.
La caridad resplandece en su trato con Dios y con los hombres. Quiere hacer a éstos el mayor bien que cabe y lo que a
Dios más puede agradar: asegurar la salvación de sus almas.
Para eso es indispensable hablar, hacer conocer la verdad,
desenmascarar el error, porque de la mala doctrina viene, inevitablemente, la mala vida. «Nadie se adhiere al error por el error,
sino por la verdad que encierra; y nadie busca el mal por el mal
sino por el bien que le seduce», como dijo San Agustín.
Su familiaridad con el Evangelio le pone ante los ojos la postrera recomendación del Señor, de quien es discípulo: «Id, pues,
enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado», como nos dice Mateo. Y Marcos
agrega: «El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que
no creyere se condenará» (Mt. 28, 19, s; Mc. 16, 16).
El conocimiento que Domingo tenía del Evangelio no era del
tipo del de los expertos que conocen y distinguen las primitivas
versiones y las variantes, y llegan, por el camino del conocimiento
seco y deshumanizado, a ponerlo todo en duda, menos su propia
sabiduría.
Domingo compulsa la Escritura para alimentar su vida interior, nutriéndola con una identificación cada vez mayor con Jesucristo. Por eso fue santo.
En su predicación no pretende brillar, ni anotarse triunfos,
ni lograr premios ni laureles. Quiere mucho más que eso: arrancar almas al demonio y llenar el cielo con ellas. En eso se manifiesta su caridad.
Hemos dicho que Domingo fue un varón de obediencia, fiel
seguidor de Quien dijo haber venido al mundo para cumplir la voluntad de su Padre, y que en otra ocasión, al ofrecerle alimento
sus discípulos, les respondió: «Mi alimento es hacer la voluntad
del que me envió» (Jn. 4, 34).
La sujeción del castellano a sus superiores fue siempre ejemplar. Lo vimos en el cabildo de Osma o en los viajes, como el
compañero fidelísimo de su obispo; más tarde, en Tolosa, con
Fulco, y en todo momento, pero más y más cada vez al acercarse
el fin de su vida, como colaborador de los pontífices en la reforma de la Iglesia y la conversión de los herejes.
No menos obediente se mostró, siempre, a las normas y reglas
por él mismo establecidas, y a las que se sujetó rendidamente,
sin considerarse jamás por encima de ellas.
Fue siempre, Domingo, hombre de Iglesia, respetuoso de sus
autoridades y leyes, a las que obedecía porque las amaba.
Predicador doctrinario, teológico, como que conocía el valor
del asentimiento inteligente del hombre a las verdades reveladas,
no fue menos eficaz la elocuencia de su ejemplo que la de su
palabra, y por eso movía los corazones y lograba apartar a los
hombres del error.
Otro rasgo esencial de su apostolado ha de verse en su acendrada devoción por la Madre de Dios, devoción que supo inculcar
tan profundamente en sus discípulos, que enseguida se los conoció por el nombre de monjes, o frailes, de la Santísima Virgen.
Vinculado a esta devoción, hemos de ver el desvelo con que recomendó a sus frailes abstenerse de toda familiaridad en el trato
con mujeres, cuidar como el tesoro más preciado la virtud de la
castidad, no admitir mujeres en los lugares de reunión de la comunidad, ni mucho menos en el coro. De esta manera, procuraba
evitar los riesgos inherentes a la vida apostólica a que iba a lanzar a sus frailes, lejos del amparo que para los monjes constituía
la vida de reclusión en el claustro.
Para mejor difundir entre el pueblo la devoción por la Santísima Virgen, fueron los primeros dominicos foco de irradiación
del rezo del Rosario, y a ellos se debió el ordenamiento de las
avemarías agrupadas en torno a la meditación de los principales
pasos o misterios de la vida de Nuestro Señor.
La sublime simplicidad de la salutación angélica pone esta
devoción al alcance de todos, en tanto la profundidad infinita de
los misterios satisface a cualquier inteligencia humana, sin que,
por poderosa que sea, alcance nunca a agotar su contenido.
No veremos nunca a Domingo transigir con el error, ni tratar de atraer a los herejes prometiéndoles una vida más fácil,
más libre de obligaciones ni una moral menos austera que la de
los cataros, como tampoco borrando las diferencias entre la verdad y el error por medio de atenuaciones o disimulos en la exposición de la doctrina.
Como el blanco y el negro de su hábito, su palabra fue sí, sí
y no, no.
La pureza de la doctrina que enseñó y el fundamento científico de la prédica de sus frailes, alcanzarían en su orden, a
medio siglo de la fundación, la esplendente culminación de Santo
Tomás de Aquino, maestro recomendado con instancia, por los
pontífices, como guía seguro de las inteligencias, hasta nuestros
días.
Y a fe que hace hoy falta, más que nunca acaso, que resuene
en el mundo, como un clarín, contra los herejes contemporáneos,
la proclamación de la doctrina de Cristo en toda su plenitud, con
todo su esplendor, toda su grandeza, su limpidez, sus exigencias,
la dura necesidad de abrazarse a la cruz, de pasar por el dolor,
como único camino para alcanzar la gloria eterna.
La herejía contemporánea
¿Será necesario señalar cuál es la herejía contemporánea?
No es, por cierto, a mí a quien corresponde hacerlo, pero
tenemos la voz de la Iglesia que, incansable, nos lo enseña:
«Lo que sobre todo exige que rompamos el silencio —dice San Pío X—, es la circunstancia de que al presente no es menester ya ir a buscar a los fabricadores de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y esto es precisamente objeto de grandísima ansiedad y angustia, en el seno mismo y dentro del corazón de la Iglesia. Enemigos, a la verdad, prosigue, tanto más perjudiciales, cuanto lo son menos declarados. Hablamos, Venerables Hermanos —decía con dolor el Pontífice—, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aun más deplorable, hasta sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en Filosofía y Teología, e impregnados, por el contrario, hasta la medida de los huesos de venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del Catolicismo, se jactan, a despecho de todo sentimiento de modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar la propia persona del divino Reparador, que rebajan, con sacrílega temeridad, a la categoría de puro y simple hombre».
Y todavía agrega, más adelante, aquel gran santo y gran
Pontífice, que «son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se
apartará de lo verdadero quien dijera que ésta no los ha tenido
peores», y señala luego que «Juntan con esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, asiduidad y
ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia
intachables».
Haré notar que lo mismo podía decirse de aquellos «perfectos» cataros contra los que combatió Santo Domingo.
Aún agregaba el Pontífice, en los primeros años de este siglo,
que «parece quitar toda esperanza de remedio» el que «sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que han venido a
ser despreciadores de toda autoridad, impacientes de todo freno,
y atrincherándose en una conciencia mentirosa, nada omiten por
que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra
de la tenacidad y del orgullo».
El estudio realizado llevaba a San
Pío X a afirmar que «ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un conglomerado de todas las herejías. Pues a la
verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo, y
como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca
podría obtenerlo más perfectamente de lo que lo han hecho los
modernistas. Antes bien, han ido éstos tanto más allá, que no
sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión» (Pascéndi, 1, 2, 11).
Esto decía el Pontífice romano en 1907, hablando de la herejía modernista. Gracias a aquella clara y valiente denuncia, a la
reorganización de los seminarios imponiendo en ellos disciplina y
rigurosa formación teológica, y a la obligación para todos los
sacerdotes y obispos de pronunciar el juramento por el que abominaban aquellos errores, la herejía fue contenida durante algún
tiempo y pareció disminuir, ocultándose dentro de la Iglesia. Pero
estos últimos años han visto su reaparición, con una violencia
tan enormemente aumentada, que ha despoblado los seminarios,
ha llevado a la autoridad eclesiástica a suprimir el juramento antimodernista por la resistencia que a prestarlo manifestaban muchos, y los herejes, actualmente, han enriquecido los antiguos
errores con la incorporación a su credo de las doctrinas del marxismo, repetidas veces condenadas por la Iglesia y declaradas intrínsecamente perversas e inconciliables con la doctrina de Cristo.
Los cataros, en el siglo XIII, como Lutero en el XVI y los
actuales profetas de una nueva mentalidad, han pretendido y pretenden, darnos la verdadera y fiel interpretación de las enseñanzas
de Jesucristo, pero de un Jesucristo caricaturesco, como las imágenes blasfemas que de Nuestro Señor hoy se pueden ver en muchos templos, de un Jesús despojado, no sólo ya de su divinidad,
sino hasta de su humanidad, si hemos de atenernos a las grotescas
representaciones que de Él se nos ofrecen.
Muchas semejanzas pueden observarse entre la herejía contemporánea y la de los cataros. Aparte del común denominador
de soberbia satánica que constituye el substrátum de toda herejía,
como de todo pecado, quizás hayan sorprendido algunos de los
rasgos de la herejía albigense señalados al comienzo de esta disertación. Tal vez crean algunos que he seleccionado entre otros
los que mencioné y acaso alguien haya podido sospechar que he
alterado o desfigurado ciertas doctrinas o determinadas prácticas,
para hacer resaltar un parecido, de otra manera ilusorio.
No es así, sin embargo. Las doctrinas de los cataros se conocen a través de los escritos de sus contemporáneos, como la Summa advérsus cátharos de Moneta de Cremona, discípulo inmediato
de Santo Domingo, o los relatos de Pedro de Vaux-Cernay en su
Historia de los Albigenses. Además de estos testimonios, cuéntase
con los que nos han dejado los procesos inquisitoriales, en los cuales, a través de los interrogatorios y mediante las retractaciones
impuestas, se puede reconstruir el conjunto de la doctrina teológica y moral de los herejes.
Las semejanzas van, desde algunas superficiales y que saltan
a la vista, como la celebración cara al pueblo y sin ornamentos,
ante un altar despojado, en casas particulares, sin verdadero culto
ni sacrificio eucarístico, hasta otras coincidencias de fondo, menos
aparentes.
En nuestros días la Iglesia ha consentido una serie de reformas litúrgicas, hasta donde lo ha juzgado compatible con la tradición y la doctrina, para demostrar que no otorga demasiada
importancia a lo que no la tiene en sí, pero nada parece satisfacer
a los novadores, como no sea el cambio incesante y la continua
fluidez de ritos y dogmas, sin estabilidad en el tiempo ni en el
espacio.
Durante muchos siglos la Iglesia se opuso tenazmente a la
celebración de la misa cara al pueblo precisamente por haber sido
ésta reclamada por los herejes, que pretendían con ese cambio
significar muchas doctrinas nuevas.
En síntesis, por lo común los que insisten sobre la posición
del sacerdote de cara al pueblo son los que dan mayor importancia
a la asamblea de los fieles que al sacrificio, por eso el celebrante
se dirige a la asamblea. La actitud de espaldas a los fieles presenta al sacerdote ofreciendo a Dios el sacrificio en nombre de la
asamblea que él preside.
Por benevolencia, y con el propósito de no hacer hincapié
en lo accidental, tenemos ya la misa cara al pueblo, y la autoridad eclesiástica ha dado las razones de ese cambio, adelantándose a
las interpretaciones erróneas.
Sumergidos, como estamos, en una creciente marea que por
doquier nos envuelve y amenaza sumergirnos, debemos los fieles
extremar la atención para discernir los signos de los tiempos, como
recomienda el Pontífice, y evitar que se nos haga caer en el error.
Responsabilidad de nuestra madurez será el cuidar la pureza
del depósito de la fe, evitando alterarlo por la lectura indiscriminada de libros y revistas, o la asistencia a espectáculos en que por
la palabra y la imagen se deforma el criterio, familiarizándonos
con el mal y el error.
Hay en nuestros días teólogos que se dicen católicos y que
niegan la divinidad de Jesucristo, su concepción virginal, la resurrección de Nuestro Señor, la presencia real de Jesucristo en
cuerpo, alma y divinidad en la Eucaristía, discuten la Inmaculada
Concepción de María Santísima, rechazan la estructura jerárquica
de la Iglesia y la infalibilidad pontificia.
Cuando tal cosa ocurre no sólo se puede, sino que se debe
hablar bien alto de herejía. Se debe señalar con claridad a los
que difunden el error para poner en guardia a los fieles contra
el peligro de la deformación de la fe cristiana, riesgo que Santo
Domingo consideraba, con razón, como gravísimo, porque una fe
aberrante significa una esperanza infundada y una caridad deforme.
De la mala doctrina teológica se deriva una moral laxa o
errónea.
Huyamos, pues, como de la peste, de los sacerdotes que nos
predican, enseñan y aconsejan cosas nunca vistas ni oídas en la
Iglesia de Dios. Apartémonos de cuantos nos disuaden de dar a
los párvulos el agua del bautismo o, sin afirmarlo expresamente,
postergan innecesariamente o dificultan con ritos arcaizantes la
recepción de ese sacramento, indispensable para la salvación.
Rechacemos a los directores de almas que pretenden reemplazar la confesión hecha a un sacerdote por ceremonias conjuntas de absolución, cuando no por tratamientos psicoanalíticos.
Reaccionemos contra los que menosprecian la virtud de la
pureza, aconsejan a los jóvenes indebida familiaridad con los de
otro sexo, recomiendan las relaciones sexuales prematrimoniales
y consienten a los cónyuges el buscar satisfacción carnal fuera del
matrimonio, como a los que autorizan por sí separaciones, ruptura
de vínculo matrimonial o la concertación de nuevas uniones prohibidas por la ley de Dios y por la Iglesia. Suelen los mismos declarar lícito el dar muerte a los niños en el seno de sus madres o
volver imposible la procreación.
Desconfiemos de los que nos apartan, con especiosos pretextos, de la frecuentación del sacramento de la Eucaristía, pero
temamos más aun a quienes nos invitan a recibirla sin las debidas
disposiciones.
No ha cambiado la ley de la Iglesia a ese respecto ni en los
demás casos citados. La Eucaristía sigue siendo sacramento de
vivos que no puede recibirse sino en estado de gracia, a riesgo
de comer nuestra propia condenación, por no haber discernido
el cuerpo de Cristo, como dice el Apóstol (I Cor., 11, 29).
No nos dejemos arrastrar a estas innovaciones por la consideración de que algún obispo no las ha prohibido. Prohibidas
están desde hace mucho tiempo por el Magisterio de la Iglesia.
No nos dejemos seducir por las voces que prometen la salvación eterna por caminos diferentes del único auténtico, que es la
cruz de Cristo.
Esos son maestros que halagan los oídos con mentidas promesas y llevan a los hombres a su perdición, individual y colectiva.
Y pidamos con instancia a Dios que suscite santos en su
Iglesia, que, como Santo Domingo y San Francisco en su época,
llamen a los pueblos a los caminos de la salvación.
Pero cuando esos santos aparecen, no nos contentemos con
admirarlos, sin cambiar nuestras vidas.
Porque hombres extraordinarios en su santidad no faltan
nunca en la Iglesia. Muchos de nosotros hemos conocido a Don
Orione; muchos, también, aunque no tantos entre nosotros, han
tenido ocasión de tratar al P. Pío de Pietrelcina, por sólo citar
dos casos excepcionales. En las manos de cada uno de nosotros
está que su prédica y su ejemplo no sean inoperantes.
GUILLERMO PEDRO GALLARDO CANTILO
Terciario dominicano
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