sábado, 8 de marzo de 2025

LA RENDICIÓN ECLESIÁSTICA AL COMUNISMO

Traducción del artículo publicado por Marco Tosatti en STILUM CURIÆ. Imágenes tomadas de internet.
   
Queridos amigos y enemigos de Stilum Curiæ, Antonello Cannarozzo, a quien agradecemos de corazón, propone a vuestra atención esta reflexión sobre la política de la Iglesia respecto a la Unión Soviética. Feliz lectura y difusión del mensaje.
 
Ostpolitik: LA RENDICIÓN DE LA IGLESIA ANTE EL TOTALITARISMO COMUNISTA
Antonello Cannarozzo
   
Pablo VI Montini recibiendo al dictador yugoslavo Josip Broz Javeršek “Tito” (23 de Marzo de 1971)
   
Una historia para no olvidar, contada a través de la vida y el sufrimiento de cuatro obispos, entre los muchos, que supieron oponerse al régimen marxista y a la humillante política de apertura querida por el Vaticano.
   
Cualquiera que tenga algunas canas y en su juventud haya vivido en las organizaciones parroquiales de principios de los años 50, seguramente recordará las historias que llegaron desde Europa del Este, más allá del infame “Telón de Acero”, donde reinaba el comunismo de estilo soviético y causaba tanto sufrimiento a los cristianos.
   
Esta era la “Iglesia del Silencio” de la que aparentemente nada se sabía de sus fieles, pero a veces hasta el silencio puede gritar la verdad al mundo, como les ocurrió durante años a los hombres y mujeres que supieron resistir al comunismo teniendo un baluarte seguro en la Fe y en el Papa en Roma, al menos durante todo el pontificado de Pío XII.
   
Después de esta heroica resistencia de años de la Iglesia y de sus pastores, surge uno de los capítulos más complejos y tristes de la diplomacia vaticana entre los años 1960 y 1980, la llamada Ostpolitik, a partir de la política del entonces canciller alemán Willy Brandt para un acercamiento a los países del Este, después de la Segunda Guerra Mundial, iniciativa retomada por el Papa Montini en esos mismos años para una nueva fase de la diplomacia vaticana que tenía como objetivo inaugurar un diálogo, lamentablemente unidireccional, con los regímenes comunistas.
    
Historias de heroísmo, pero también de cobardía, de generosidad y opresión que en este artículo intentaremos contar a través de las historias, pero hay muchas, de cuatro obispos que, habiendo sufrido un auténtico ódium fídei en sus países, supieron resistir a la dictadura, pero también se opusieron con valentía a las aperturas de la Santa Sede para una política diplomática que pronto se reveló un fracaso en la búsqueda de un acuerdo con los gobiernos “al otro lado del Telón de Acero”, una realidad que la “nueva Iglesia” a menudo ignoró y a veces incluso de manera culpable.

Leamos, por ejemplo, algunos extractos de una carta pastoral de los obispos polacos en defensa de la fe, publicada el 8 de septiembre de 1976, pero que también podría haber sido escrita por obispos húngaros, bálticos, búlgaros o rumanos de aquellos años.

«Nuestro mayor tesoro es la fe católica», afirma con firmeza el documento, «pero está continuamente amenazada. El programa hábilmente disfrazado de ateización de la nación se está volviendo cada vez más grave, ya que busca por todos los medios despojar la vida de nuestra comunidad social del espíritu del Evangelio de Cristo –y nuevamente– en una escala cada vez mayor, las instituciones educativas y las instituciones sociales y políticas también están emprendiendo y llevando adelante el programa de ateización de la nación (…) Para obstaculizar el progreso de la religión y también para limitar la veneración de Dios, se utilizan las regulaciones de la Ley de Construcción [la Ley del 24 de Octubre de 1974, derogada en 1995, N. del T.]. Pero en realidad la lucha odiosa y brutal contra la fe en Dios y contra la Iglesia de Cristo aún no ha terminado. Una misteriosa conspiración contra Dios se siente continuamente y en todas partes».
   
Un documento que no dejaba dudas sobre la vida de los cristianos en Europa del Este, pero no así para la Iglesia postconciliar, tanto que el 1 de diciembre de 1977, un año después de este documento, el Papa Pablo VI recibió a Edward Gierek, primer secretario del Partido Comunista Polaco y dirigiéndose al Primer Ministro declaró, entre otras cosas, que: «Hemos sido informados de las iniciativas que Vd. emprende para la protección de la familia, promoviendo también la construcción de casas para jóvenes matrimonios, y de las intenciones que ha expresado para elevar el nivel moral de la juventud. Este reconocimiento, que le llega también de la Iglesia en Polonia, significa al mismo tiempo la voluntad de apoyar esfuerzos similares, que responden por igual a nuestras profundas preocupaciones y a las de la Jerarquía de su país».

Unas declaraciones impactantes, sobre todo si las comparamos con la dura denuncia del episcopado polaco del año anterior. Para la Santa Sede, por tanto, el bien de la sociedad podría ser perseguido por la Iglesia junto con el Estado guiado por el Partido Comunista, a través de buenas relaciones entre las dos realidades sociales.

Este será, como veremos, el leitmotiv de toda la diplomacia vaticana en aquellos años, para escándalo de cuantos sufrían la dictadura, pero también de los simples fieles que no entendían tal entrega, sobre todo en un momento en que la Iglesia, aunque sometida a toda persecución, crecía en la conciencia de la gente por su fuerza moral, incluso entre los no creyentes, especialmente entre los jóvenes que encontraban en ella la fuerza para vivir las tinieblas de la ideología marxista.

Los inicios de un diálogo

Pablo VI Montini recibiendo al ministro soviético de Asuntos Exteriores Andréi Andréyevich Gromiko Bekarevich (27 de Abril de 1966. Gromiko será recibido otras dos veces por Juan Pablo II Wojtyła: el 24 de Enero de 1979 y el 27 de Febrero de 1985).
         
Un acercamiento entre el Vaticano y la Unión Soviética se había buscado desde el comienzo de la Revolución bolchevique con la esperanza de proteger a los católicos de la opresión revolucionaria, sin ceder nunca en los valores de la Fe, desgraciadamente estos primeros intentos no llevaron a nada.
   
Hay que llegar a los años de la posguerra, entre 1946 y 1947, cuando el mismo Papa Pío XII, ante la noticia del martirio de los cristianos en aquellas tierras, buscó de nuevo un encuentro diplomático, pero la operación fracasó pronto también esta vez cuando, como ya sospechaba, Moscú y sus países “satélites” nunca concederían nada a la Iglesia, salvo meras palabras de circunstancia.
   
En el mensaje radiofónico de algunos años después, el 23 de diciembre de 1956, el Papa Pacelli, hablando de las relaciones con los regímenes comunistas, afirmaba entre otras cosas: «¿Qué sentido tiene, en el fondo, razonar sin un lenguaje común, o cómo es posible encontrarse, si los caminos divergen, es decir, si por un lado se impulsan y niegan obstinadamente valores absolutos comunes, haciendo así imposible cualquier “coexistencia en la verdad”?».

Palabras que pretendían ser una advertencia para los futuros papas y sus acciones diplomáticas, pero no fue así. Cada petición a las autoridades de la Iglesia montiniana, especialmente de aquellos que vivían “más allá del Telón de Acero” y de muchos de sus fieles, para que no capitularan ante los comunistas, sólo encontró indiferencia y a menudo incluso antipatía. La Iglesia de aquellos años estaba impulsada por una ideología de renovación muy deletérea (que ha continuado hasta nuestros días, NdR) con el resultado de que los frutos de esta acción diplomática fueron, por decir lo menos, inútiles, si no ruinosos, pero este nuevo giro vaticano fue, como dijo Juan XXIII, la “Primavera de la Iglesia” que, habiendo comenzado mal, pronto se transformó en un gélido invierno.

Un ejemplo para entender a dónde nos habían conducido estas “aperturas” fallidas, recordemos las declaraciones del jefe de la diplomacia vaticana, el cardenal Agostino Casaroli, durante su viaje el 8 de abril de 1974 a la isla de Fidel Castro, afirmando que el comunismo cubano era compatible con la religión católica y sin temor a la vergüenza agregó: "Los católicos y, en general, el pueblo cubano, no tienen la más mínima dificultad con el gobierno socialista». Para concluir, afirmó además, de forma totalmente inesperada, que "los católicos de la isla son respetados en sus creencias como todos los demás ciudadanos».

Una verdadera afrenta para quienes, en nombre del Evangelio, toleraron todo tipo de abusos en ese país.

Mientras vivió el Papa Pío XII, la política del Vaticano hacia el comunismo, a pesar del sufrimiento de sus fieles, se mantuvo firme en sus principios ligados a la Fe y a la Doctrina, pero con la muerte del Papa las cosas cambiaron casi inmediatamente, el llamado espíritu innovador del Concilio Vaticano II ya estaba sobre nosotros y pronto demostraría todas sus grietas, no sólo doctrinales, sino también diplomáticas.

Recordemos, sólo de paso, el indigno capítulo, durante los trabajos del Concilio, cuando, a pesar de que la mayoría de los obispos habían pedido discutir la realidad y los peligros del comunismo para los cristianos, la propuesta fue culpablemente censurada, se supo más tarde de acuerdos hechos con Moscú entre los que pudieron participar en los trabajos del Concilio representantes de la Iglesia Ortodoxa, muy próxima al poder soviético, en fin, el sufrimiento de millones de cristianos sacrificados en el altar de un sórdido compromiso diplomático.

En aquellos años, papeles cada vez más importantes en la política exterior vaticana fueron desempeñados por hombres como los cardenales Jean-Marie Villot y Agostino Casaroli, este último auténtico tejedor, junto con el Papa Pablo VI, de la Ostpolitik, una época que ya había comenzado con algunos gestos sensacionales del Papa Roncalli como el encuentro el 7 de marzo de 1963 con Alexéi Adjubei, yerno del jefe de la URSS, Nikita Jrúshov, iniciando lo que se definió como un primer deshielo.

Al final del encuentro, el Papa Juan le comunicó a su secretario, Mons. Capovilla: «Podría ser una decepción, o un misterioso hilo de la Providencia que no tengo derecho a romper». La historia demostró más tarde que ese hilo estaba firmemente en manos de los comunistas.

Frente a estas lamentables antologías, como en todas las tragedias, surgen figuras que, habiendo vivido duras persecuciones por parte de aquellas dictaduras, tenían toda la autoridad y fuerza moral para oponerse a la nueva política del Vaticano, a sabiendas de la falsedad de los regímenes marxistas.

Hemos elegido entre muchas figuras aquellas que pueden tomarse como ejemplo de resistencia a una época oscura, no sólo para la Iglesia, sino para toda la humanidad.

Josef Ivánovich Slipyj
  

Por su lealtad al Papa, el cardenal ucraniano Josef Slipyj Dychkovski cumplió dieciocho años de trabajos forzados en campos de concentración soviéticos, pero una vez liberado en 1962, pudo participar, años después, en el Sínodo de los Obispos de 1971 en Roma.

Tomando la palabra en el respetuoso silencio de la asamblea, Slipyj subrayó lo que nadie en ambientes vaticanos se había atrevido a decir antes, es decir que la “política” de acercamiento de la Santa Sede a los regímenes comunistas y también a la Iglesia Ortodoxa, esta última, como es sabido, a menudo vinculada al mismo régimen soviético, era peligrosa. La acción diplomática llevada a cabo a instancias del Papa por el cardenal holandés Willebrands fue en realidad una política que dañó gravemente a la Iglesia Católica Romana en su integridad al crear confusión entre los mismos fieles.

Reproducimos un extracto de su discurso más significativo: «No es traicionando y abandonando a su suerte a nuestros hermanos en la fe católica de rito oriental como llegaremos a esa convergencia con los ortodoxos, como quieren hacernos creer, siendo en muchos casos emisarios de Moscú, que dejan entrever ante los ojos de ciertos prelados ingenuos, inconscientes de la situación real de los creyentes dentro del bloque soviético».

Palabras claras y sin pretensiones dichas con valentía y amor hacia la Iglesia por alguien que había sufrido toda opresión durante muchos años, pero esto no fue visto con buenos ojos por quienes dirigían el nuevo rumbo vaticano en aquellos tiempos y, como otros héroes del gulag, fue marginado por la política activa de la Santa Sede y dejado en una especie de limbo ante la grave amargura de sus fieles.

Para entender brevemente quién era este prelado autorizado, recordemos que Josef Ivánovich Slipyj Dychkovski nació en Ucrania en 1892 y en 1917 fue ordenado sacerdote en la Iglesia católica de rito oriental de su país.

Hombre de profunda y vasta cultura teológica, en 1939 fue nombrado obispo por el Papa Pío XI, en completo secreto, a causa del gobierno soviético.

Con el inicio del conflicto mundial, Ucrania fue ocupada por las fuerzas alemanas y también fueron años muy duros, pero en 1945, después de la guerra, con el regreso de los soviéticos, en lugar de un período de paz tan deseado, comenzó el calvario del obispo y de todo un pueblo.

Fue arrestado junto con otros religiosos y acusado de colaborar con los nazis, una acusación completamente falsa, y condenado a ocho años de trabajos forzados en un gulag siberiano junto con otros religiosos, obispos y sacerdotes.

En el mismo período, los soviéticos, aprovechando la situación de confusión, abrieron un sínodo el 9 de marzo de 1946 en la catedral de San Jorge de Kiev, al que asistieron 216 sacerdotes, y se decidió, sin ninguna legitimidad, que la Iglesia católica oriental volvería a estar bajo la autoridad de la Iglesia ortodoxa con la revocación de la unión con Roma que había tenido lugar en el siglo XVIII.

Monseñor Slipyj, junto con otros prelados, todavía prisioneros en trabajos forzados en el gulag, rechazaron toda oferta de conversión a la ortodoxia y sufrieron nuevas condenas hasta la deportación de por vida, pero en 1962 Nikita Jrúshov, entonces jefe de la Unión Soviética, bajo presión internacional, también dijo en homenaje al Papa Juan XIII, finalmente lo liberó.

Una vez en Roma, Slipyj, precisamente por su dolorosa experiencia, estuvo, como se ha dicho más arriba, entre las voces contrarias a la Ostpolitik, y por eso permaneció, más allá de las bellas palabras de aprecio, como para otras magníficas figuras, muy marginado, tanto que a pesar de las peticiones de los fieles uniatas nunca fue nombrado patriarca de la Iglesia ucraniana ni por Pablo VI ni por Juan Pablo II y esto para no molestar a las autoridades comunistas e interrumpir así ese diálogo que en realidad estaba aún por venir.

El heroico obispo murió en Roma el 7 de septiembre de 1984. Más de setecientos sacerdotes y una multitud de fieles asistieron a su funeral.

József Mindszenty
   

Otro gigante de aquellos años es sin duda el cardenal húngaro Jozsef Mindszenty Kovács, símbolo de la lucha primero contra el comunismo y luego contra la Ostpolitik, a la que siempre se opuso, incluso a edad avanzada.

Un compromiso que le costó, como a muchos otros, la humillación, el silencio e incluso la marginación de esa misma Iglesia por la que había soportado todo su sufrimiento.

Nació en un pequeño pueblo de Hungría el 29 de marzo de 1892. Siendo aún muy joven sintió la vocación religiosa y en 1915 fue ordenado sacerdote. La suya fue una vida sacerdotal de sufrimiento desde el inicio de su misión; Con el fin de la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio austrohúngaro, los comunistas tomaron el poder mediante un golpe de estado y el joven Mindszenty fue arrestado con el único delito de ser sacerdote.

Tras un breve periodo de detención, fue liberado y por fin pudo cumplir su misión, pero en 1944, en pleno conflicto mundial, fue detenido de nuevo, pero esta vez por los nazis y liberado al finalizar el conflicto. En 1945 fue consagrado Arzobispo y Primado de Hungría y en 1946 fue elevado al cardenalato.

Pero para Mindszenty no había paz.

Tres años después del final de la guerra, los comunistas tomaron de nuevo el poder y atacaron primero a los cristianos junto con sus pastores y comenzó una larga “Vía Dolorosa” para Hungría.

Mindszenty fue arrestado, torturado e incluso drogado para hacerle confesar haber conspirado contra el Estado, pero todo fue en vano para sus torturadores. Se produjo un juicio-farsa, típico de esos regímenes, y fue condenado a ocho años de dura prisión. En 1956, al estallar el levantamiento popular húngaro contra el régimen, fue uno de los primeros que la multitud quiso llevar en triunfo.

La libertad de la que gozó el prelado duró sólo unos días, las tropas soviéticas entraron en Budapest y todo volvió a la oscuridad de la dictadura comunista. Después de un fugaz sabor de libertad, la tristeza llegó a la tierra húngara con los tanques de Jrúshov.

El cardenal Mindszenty fue inmediatamente buscado por haberse unido a la revuelta, pero afortunadamente encontró refugio en la embajada de Estados Unidos, pero nunca se le permitió salir durante casi veinte años para evitar ser arrestado.

Siempre se opuso a las negociaciones del Vaticano con los gobiernos comunistas que conocía bien, aun cuando la Iglesia estaba en serias dificultades, pero esto no significó que fracasara en su misión, un compromiso que aumentó su prestigio moral frente a un gobierno tiránico.

Su decidida oposición fue famosa, entre otras cosas, al nombramiento de obispos en países bajo clara influencia de la Unión Soviética, es decir, sólo personas religiosas aceptables para los respectivos regímenes; una resolución que humilló a la Iglesia, pero que fue apoyada por el entonces Secretario de Estado de la Santa Sede, el cardenal Jean Villot, con la esperanza de facilitar el diálogo con esos países.

Una ilusión que condujo, como veremos, a la lenta decadencia e irrelevancia de la diplomacia vaticana, durante siglos envidiada en todo el mundo.

Mientras tanto, los años pasaban, el mundo cambiaba y aquel cardenal, autoprisionero en la embajada norteamericana en Budapest, se había convertido en un obstáculo para los planes diplomáticos del Vaticano, pero también para la nueva política de Washington; en esencia, era ahora una figura engorrosa.

El Vaticano le había hecho muchas ofertas para que abandonara Hungría, pero el cardenal sabía bien que aceptar habría significado el exilio y que él, auténtico abanderado de sus fieles, los habría traicionado sometiéndose a una capitulación sin esperanza.

Pero estaba solo y sus enemigos eran mucho más numerosos y poderosos y a finales de 1971 ya no pudo resistir a las invitaciones “fraternales” del propio Pablo VI y por obediencia aceptó el exilio en Roma.

Con el tiempo, lo que más temía se hizo realidad: su marginación fue casi total, al igual que la de la lucha contra el comunismo.

Amargado por la Iglesia por la que tanto había sufrido y luchado, prefirió dejar Roma y trasladarse a Viena.

Desde la capital austriaca viajó a las numerosas comunidades húngaras diseminadas por el mundo, haciendo sentir su cercanía sin abandonar nunca la lucha contra el comunismo, del que siguió siendo un oponente orgulloso e indomable.

El régimen de Budapest, sin embargo, no pudo aceptar tal situación y obtuvo su marginación definitiva del Vaticano.

La orden se cumplió y, cuando Mindszenty alcanzó la edad de 81 años, el Papa Pablo VI pidió inmediatamente su dimisión como primado, pero el cardenal, hombre acostumbrado a batallas mucho mayores, opuso valientemente una negativa respetuosa pero clara, para luego, con una decisión imperiosa, el 18 de noviembre del mismo año, el Papa lo relevó definitivamente de su cargo.

Un símbolo de resistencia al comunismo había sido silenciado, pero ciertamente no en los corazones de los húngaros y de los hombres libres. Murió en Viena en 1975 y su cuerpo descansa ahora en Budapest.

Pavol Hnilica
   

Nació en la actual Eslovaquia en el seno de una familia campesina pobre y profundamente católica en 1921. Pavol Mária Hnilica Očová comenzó a trabajar como obrero a muy temprana edad, luego regresó a la escuela y en 1941 ingresó en el seminario jesuita, pero sólo pudo reanudar sus estudios eclesiásticos después de la guerra.

En 1950, los comunistas en el poder, como siempre, ilegalizaron las órdenes religiosas y el joven Pávol, todavía seminarista, fue arrestado y deportado a un campo de concentración cerca de la frontera con Rumania. Una vez libre conoció a Mons. Roberto Pobozny, que había recibido dispensa de la Santa Sede para ordenar sacerdotes e incluso obispos en secreto.

Así, el joven Hnilica fue consagrado primero como sacerdote y luego como obispo en secreto, dados los tiempos peligrosos. Este nuevo cargo le permitió también ordenar sacerdote, entre muchos otros, al futuro cardenal Jan Chryzostom Korec, del que hablaremos más adelante.

Afortunadamente pudo continuar sus estudios eclesiásticos en Roma en la Gregoriana y en 1964 Pablo VI hizo pública su ordenación episcopal y pudo participar también en los momentos finales del Concilio Vaticano II, donde pidió la condena del comunismo, junto a muchos otros obispos, afirmando en el aula conciliar que lo que el esquema de la Gaudium et Spes afirmaba sobre el ateísmo era tan poco «que decir sólo eso es lo mismo que no decir nada». Una acusación grave si tenemos en cuenta que el texto fue escrito por el mismo Papa Montini, pero al calor de su discurso añadió que gran parte de la Iglesia sufría «bajo la opresión del ateísmo militante, pero esto no surge del esquema con el que se quiere hablar también de la Iglesia en el mundo de hoy». «La historia nos acusará con razón de pusilanimidad o de ceguera por este silencio» y, concluyendo su discurso, «hablo desde mi experiencia directa y la de los sacerdotes y religiosos que conocí en la cárcel y con los que soporté los pesos y los peligros de la Iglesia».

Se entrevistó varias veces con el Papa Montini, advirtiéndole de los engaños de la Ostpolitik. Era evidente que los regímenes comunistas no renunciaban a su deseo de liquidar la Iglesia y estaban abiertos al diálogo con la Santa Sede sólo para lograr ventajas unilaterales, gracias a las cuales podrían recuperar credibilidad dentro y fuera de sus países.

Pero el Papa permaneció sordo a estas súplicas, con las consecuencias que tenemos todavía hoy. Murió en su tierra natal el 8 de octubre de 2006.

Ján Crizostom Korec
   

La figura del cardenal Ján Chryzostom Korec Drábik SJ, que hemos dejado para el final, es un ejemplo de cómo un sacerdote puede vivir su misión incluso en medio de obstáculos insuperables, armado sólo con su propia fe.

Tuvo una vida agitada como todos los sacerdotes que vivieron en países comunistas, pero él fue un caso especial, pudo ejercer oficialmente su misión solo unas pocas veces, el resto de su vida la pasó entre la prisión y trabajos modestos, según los caprichos de las autoridades, pero siempre soportó todo con gran dignidad y serenidad, a pesar de la degradación en la que a veces le tocó vivir.
   
Nació en el seno de una familia obrera eslovaca en 1924. Siendo aún adolescente ingresó en la Compañía de Jesús, donde continuó su formación sacerdotal en 1939. Después de la guerra, en 1948, los comunistas dieron un golpe de Estado y comenzó un largo martirio para la Iglesia checoslovaca. En aquellos días, los alborotadores armados por el propio partido atacaban edificios religiosos, monasterios e iglesias, saqueándolos con total inmunidad, y la policía secreta continuaba su trabajo deteniendo a religiosos y creyentes.

En 1950 fue ordenado sacerdote, también en completo secreto, como ya ocurrió con Mons. Hnilica, pero no pudo ejercer, al menos a plena luz del día, teniendo que ocultar oficialmente su identidad, trabajando en esos años como obrero en fábricas químicas.

Mientras tanto, muchos obispos habían sido arrestados y la jerarquía eclesiástica en Eslovaquia estaba en su punto más bajo, por lo que la Santa Sede decidió en secreto nombrar a algunos obispos, entre ellos a Korec.

A partir de 1954, ya obispo aunque de incógnito, recibió de las autoridades estatales una serie de empleos como técnico de laboratorio en el Instituto de Higiene del Trabajo y, finalmente, no siendo considerado un buen trabajador, trabajó como vigilante nocturno en una fábrica.

Sin embargo, en 1960 fue descubierto y arrestado junto con otros jesuitas y tuvo que cumplir 12 años de dura prisión. Tras cumplir su condena trabajó primero como jardinero y luego como barrendero.

En 1969, tras una grave enfermedad, se le permitió partir hacia Roma y aquí el Papa Montini le confirió las insignias episcopales en una audiencia privada.

Al regresar a su país natal, estuvo siempre bajo vigilancia policial y tuvo que cumplir otros cuatro años de prisión por una antigua condena por propaganda religiosa. Fue una experiencia dura y una vez salido de prisión, retomó con gran dignidad su trabajo como barrendero, pero también como estibador y finalmente como técnico de ascensores; en definitiva, hizo todo lo que el régimen le encomendó.

Por su dolorosa experiencia, fue siempre un feroz opositor de la Ostpolitik vaticana y cuestionó al cardenal Casaroli que, a través de la Ostpolitik, había liquidado la Iglesia clandestina y todo esto «a cambio de las vagas e inciertas promesas de los comunistas». Korec describió este abandono como «el mayor dolor de su vida».

Una tarea inmensa, ciertamente no exenta de peligros, fue la de la “Iglesia del Silencio” y todo ello fue sacrificado en el altar de un diálogo inútil y culpable. Casaroli no fue ciertamente el único responsable, sino toda la Iglesia abierta a la renovación, segura ahora de que el comunismo ganaría la historia, pero sabemos cómo terminaron las cosas aunque las ruinas de aquella experiencia de apertura estén todavía cotidianamente ante nuestros ojos.

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